Curación del discípulo José, herido en la cabeza y recogido en la casita de Salomón.
Jesús llega al pueblo de Salomón ya muy de noche. La Luna, por la posición en que se encuentra, hace pensar que son más o menos las dos antemeridianas. Una bonita Luna, apenas un poco menguada, que desde el medio del cielo sereno resplandece expandiendo paz sobre la tierra. Paz y abundante rocío, los fuertes rocíos de los países calientes, benéficos para las plantas después de la quemazón diurna del sol.
Los peregrinos deben haber seguido el guijarral del río, que hacia las orillas está seco, porque el caudal es más restringido por el estiaje. Y suben de los cañizares al bosque que limita las márgenes, y las sostiene con la red de las raíces hundidas en la tierra cercana al agua.
-Vamos a detenernos aquí, en espera de que llegue el día — dice Jesús.
-Maestro… yo soy todo un dolor… – dice Mateo.
-Y yo temo que me haya venido la fiebre. No es sano este río en verano… Ya lo sabes – añade Felipe.
-De todas formas, hubiera sido peor si del río hubiéramos subido a los montes judíos. También se sabe esto – dice el Zelote, que siente piedad de Jesús, al cual todos manifiestan sus pequeños miedos y quejas y del cual ninguno comprende el estado de ánimo.
-Deja, deja, Simón. Tienen razón. Pero dentro de poco descansaremos… Os ruego un poco de camino todavía… Y un poco de espera aquí. Ya veis cómo la Luna cambia su curso hacia occidente. ¿Por que despertar a ese anciano y a José, que quizás está enfermo todavía cuando dentro de poco será de día?…
-Es que aquí está todo empapado de aguazo. No se sabe dónde estar… – refunfuña Judas Iscariote.
-¿Tienes miedo de estropearte la túnica? ¡Venga, hombre, que después de estas marchas de penados entre polvo y rocío, huelga ya presumir de túnica! Y además… así le gustaría más al afable Elquías. Tus grecas… ¡Ja! ¡Ja !, las de los bajos y de las mangas se han quedado, a jirones, en los arbustos espinosos del desierto de Judá, y el sudor te ha destruido la del cuello… Ahora eres un perfecto judío… – dice, siempre alegre, Tomás.
-Un perfecto sucio, y me da asco – replica airado Judas.
-Te sea suficiente tener el corazón limpio, Judas – dice serenamente Jesús – Es lo que tiene valor…
-¡Valor! ¡Valor! Estamos extenuados de cansancio, de hambre… Perdemos la salud, que es lo único que tiene valor – dice con malos modales Judas.
-No te retengo a la fuerza… Tú eres el que quiere estar.
-¿A estas alturas?… Me conviene hacerlo. Estoy…
-¡Di la palabra que te quema, hombre!: «Estás comprometido ante los ojos del Sanedrín». Pero siempre puedes remediar… y volver a conseguir su confianza…
-No quiero remediar… porque te amo y quiero estar contigo.
-Verdaderamente lo dices de una forma que más que amor parece odio… – masculla entre dientes Judas de Alfeo. -Bien, pues… cada uno tiene su manera de expresar el amor.
-Sí, claro. También hay quien ama a su mujer pero la mata a palos… No me gustaría este tipo de amor – dice Santiago de Zebedeo, tratando de cortar el incidente con una broma.
Pero ninguno se ríe. De todas formas, gracias a Dios, ninguno replica.
Jesús aconseja:
-Vamos a sentarnos a la puerta de la casa. El alero es ancho y protege del aguazo, y está ese resalto que hace de base a
la casa…
Obedecen sin decir nada. Llegados a la casa, se sientan en fila en su base.
Pero la simple observación de Tomás:
-Tengo hambre. Estas caminatas nocturnas dan hambre – enciende de nuevo la cuestión.
-¡Caminatas! ¡Lo que pasa es que desde hace días se vive con nada! – sigue siendo Judas Iscariote el que responde.
-La verdad es que en casa de Nique y de Zaqueo hemos comido, y bien; y Nique nos dio tanto, que hemos tenido que dar a los pobres, porque se habría estropeado. El pan no nos ha faltado nunca. Nos dio también pan y compango aquel caravanero… – observa Andrés. Judas, que no puede negarlo, calla.
Un gallo lejano saluda el primer indicio de albor.
-¡Oh! ¡Bien! ¡Dentro de poco el alba! – dice Pedro desperezándose, porque se había dormido casi.
Esperan en silencio a que se aproxime el día.
Un balido en un aprisco… Luego un cascabillo lejano que viene del camino principal, a las espaldas de ellos… Un cercano cru-cru de las palomas de Ananías. Una ronca voz de hombre entre los cañizares… Es un pescador que vuelve con la pesca nocturna y que profiere imprecaciones porque es poca. Ve a Jesús y se para. Vacila. Dice:
-¡Si te doy la pesca, me prometes abundancia en el futuro?
-¿Por ganancia o por necesidad?
-Por necesidad. Tengo siete hijos, mi mujer y la madre de mi mujer.
-Tienes razón. Sé una persona benéfica y te prometo que no te faltará lo necesario.
-Ten, entonces. Está también allá dentro ese herido que no se recupera a pesar de los cuidados…
-Que Dios te remunere y te dé paz – dice Jesús.
El hombre saluda y se marcha, dejando sus peces ensartados por la boca en una ramita de sauce.
Se abate de nuevo el silencio, quebrado apenas por el frufrú de las cañas, por algún silbo de pájaro… Luego un chirrido cercano… La rústica verja que Ananías ha construido gira chirriando, y el anciano se asoma al camino escrutando el cielo. Le sigue la oveja balando…
-¡La paz a ti, Ana nías!
-¡Maestro! Pero… ¿desde cuándo estás ahí? ¿Por qué no has llamado para que se te abriera?
-Desde hace poco. No quería molestar a nadie… ¿Cómo está José?
-¿Lo sabes?… Está mal. Le sale materia de una oreja y sufre mucho de la cabeza. Creo que morirá. Quiero decir que creía. Ahora estás Tú y creo que se curará. Salía para buscar hierbas para unas cataplasmas…
-¿Están aquí los compañeros de José?
-Dos. Los otros se han adelantado ya. Aquí están Salomón y Elías.
-¿Os han molestado los fariseos?
-Poco después de tu partida. Luego ya no. Querían saber a dónde habías ido. Dije: “A casa de mi nuera, a Masada». ¿Hice mal?
-Hiciste bien.
-¿Y… has estado? – el anciano está ansioso y expectante.
-Sí. Está bien.
-Pero… ¿No te escuchó?
-No. Hace falta orar mucho por ella.
-Y por sus hijos pequeños… Que los eduque para el Señor… – dice el anciano, y dos lagrimones caen para decir lo que él
calla.
-Termina:
-¿Los viste?
-A uno puedo decir que lo vi… A los otros sólo de refilón. Están todos bien.
-Ofrezco a Dios renuncia y perdón… De todas formas… es muy amargo decir: «No volveré a verlos»…
-Pronto verás a tu hijo, y con él estarás en el Cielo en paz.
-Gracias, Señor. Entra…
-Sí. Vamos enseguida donde el herido. ¿Dónde está?
-En la mejor cama.
Entran en el huerto, que está bien ordenado, y del huerto a la cocina y de la cocina a la pequeña habitación. Jesús se agacha hacia el enfermo, que duerme gimiendo. Se agacha, se agacha… y espira hacia la oreja, envuelta en hilas ya llenas de pus. Se endereza de nuevo. Retrocede sin hacer ruido.
-¿No lo despiertas? – pregunta el anciano en voz baja.
-No. Déjalo dormir. Ya no tiene dolor. Se repondrá. Vamos donde los demás.
Jesús entorna la puerta sin hacer ruido y pasa a la habitación grande, donde están los lechos comprados la otra vez. Los dos discípulos, cansados, duermen todavía.
-Velan hasta el alba. Yo del alba hasta la caída de la tarde. Así que están cansados. Son muy buenos.
Los dos deben dormir con los oídos abiertos, porque se despiertan inmediatamente:
-¡Maestro! ¡Nuestro Maestro! ¡A tiempo has llegado! José está…
-Curado. Ya lo he hecho. Duerme sin saberlo. Pero ya no tiene nada. Sólo tendrá que limpiarse la podredumbre y estará sano como antes.
-¡Oh! Entonces límpianos también a nosotros, porque hemos pecado.
-¿En qué?
-Por asistir a José no hemos estado en el Templo…
-La caridad hace un templo en todo lugar. Y en el Templo de la caridad está Dios. Si todos nos amáramos, la Tierra sería toda un Templo. Estad en paz. Día llegará en que Pentecostés quiera decir “Amor». Manifestación del amor. Vosotros habéis celebrado, precediendo a los meses, el Pentecostés futuro, porque habéis amado a vuestro hermano.
Desde la otra habitación, la voz de José llama:
-¡Ananías! ¡Elías! ¡Salomón! ¡Que estoy curado! – y el hombre aparece, vestido sólo con la túnica corta, enflaquecido, todavía pálido, pero sin sufrimiento. Ve a Jesús y dice:
-¡Ah! ¡Has sido Tú, Maestro mío! – y corre a besarle los pies.
-Que Dios te dé paz, José; y perdóname si has sufrido por mí.
-Me glorío de haber derramado sangre por ti, como la derramó mi padre. Te bendigo por haberme hecho digno de esto. El rostro rústico de José resplandece con la alegría de estas palabras y adquiere nobleza, una belleza que viene de una luz interior.
Jesús le hace una caricia y dice a Salomón:
-Tu casa sirve para hacer mucho bien.
-¡Porque es tuya, ahora! Antes servía sólo para el sueño pesado del barquero. Pero me alegro de que te haya servido y haya servido a este justo. Ahora tendremos algunos días buenos aquí contigo.
-No, amigo. Vosotros partiréis enseguida. Ya no se nos concede descanso. Este tiempo será verdaderamente de prueba, y sólo las voluntades fuertes permanecerán fieles. Ahora vamos a compartir el pan, luego partiréis, enseguida, siguiendo el curso del río, precediéndome en media jornada.
-Sí, Maestro. ¿También José?
-También. A menos que tema una nueva herida…
-¡Maestro! ¡Quisiera Dios que te precediera en la muerte dando mi sangre por ti!
Salen al huerto rociado, brillante bajo el sol primero. Y Ananías hace los honores recogiendo los higos tempranos de las ramas más propicias para la maduración, y pide disculpas por no poder ofrecer un pichoncito, debido a que las dos nidadas han sido usadas para el enfermo. Pero están los peces; y, con gran rapidez, se ponen a preparar la comida.
Jesús pasea entre Elías y José, los cuales cuentan la aventura pasada y la fuerza de Salomón, que llevó a hombros al herido durante kilómetros y kilómetros, recorridos de noche en pequeñas etapas…
-Pero tú, José, perdonas, ¿no? A quien te hirió.
-Nunca he sentido rencor hacia esos desdichados. He ofrecido el perdón y el sufrimiento por su redención. -¡Es como hay que hacer, discípulo bueno! ¿Y Ogla?
-Ogla fue con Timoneo. No sé si continuará siguiéndolo o si se detendrá en el Hermón. Hablaba siempre de que quería ir al Líbano.
-Ya. Que Dios lo guíe para lo mejor.
Ahora un intenso trinar de pájaros hace coro en las frondas; y balidos, voces de niños, de mujeres, rebuznos, garruchas chirriantes en los pozos denotan que el pueblo está despierto.
En el mismo huerto se parten los panes y se distribuyen los peces. Se consume la comida y, sin dilación, los tres discípulos, bendecidos por Jesús, dejan la casa. Recorren raudos el camino que va hasta el río y se introducen en los cañaverales frescos y umbrosos… Ya no se los ve…
-Ahora vamos a descansar hasta la caída de la tarde. Luego los seguiremos – ordena Jesús.
Y, quién en las yacijas, quién encima de un montón de redes, trenzadas por Ananías – el cual explica que así no está ocioso y gana su pan de cada día -, se echan, buscando un buen sueño reparador.
Ananías, entretanto, recoge las túnicas sudadas, sale sin hacer ruido, cierra la puerta y la verja y baja al río a lavar aquéllas, para que estén frescas y secas para el atardecer…