Curación de un niño ciego de Sidón y una lección para las familias.
Veo a Jesús saliendo de una sinagoga, rodeado de los apóstoles y de gente. Comprendo que es una sinagoga porque por la puerta abierta de par en par veo el mismo mobiliario que vi en la de Nazaret, en una de las visiones preparadoras de la Pasión. La sinagoga está en la plaza central del pueblo. Una plaza desnuda, sólo con casas alrededor y, en el centro, un pilón alimentado por una fuente que echa un agua bonita, cristalina, por su única boca formada por una piedra ahuecada en forma de teja. El pilón sirve para dar de beber a los cuadrúpedos y a las muchas palomas que se lanzan en vuelo de una a otra casa; la fuente, para llenar las ánforas de las mujeres, bonitas ánforas de cobre -muchas, trabajadas a golpe de martillo; otras, lisas- que resplandecen al sol (porque hace sol y calor). La tierra de la plaza está seca y amarillenta, como está cuando un intenso sol la seca. No hay un solo árbol en la plaza. Pero penachos de higueras y sarmientos de uva rebosan por las tapias de los huertos que orillan las cuatro calles que desembocan en la plaza Debe ser un final de verano (en las pérgolas hay uva madura) y un final de día (el sol no cae a plomo, sino que sus rayos son oblicuos como en el ocaso). En la plaza, una serie de enfermos esperan a Jesús. Pero no veo en éstos ningún milagro. Él pasa, se inclina hacia ellos, los bendice y consuela, pero no los cura, al menos por el momento. Hay también mujeres con niños, y hombres de todas las edades. Parece que el Salvador los conoce, porque los saluda por el nombre y ellos se arremolinan en torno a Él con familiaridad. Jesús acaricia a los niños, agachándose amoroso hacia ellos. En un ángulo de la plaza hay una mujer con un niño o niña (van todos vestidos con una misma tuniquita de colores claros). No parece del lugar. Yo diría que es de condición social más elevada que los demás. La túnica está más trabajada, con galones y pliegues; no es la simple túnica de las aldeanas, que lleva como único adorno y modelado un cordón a la cintura. Esta mujer lleva, por el contrario, vestiduras más complicadas, las cuales, sin llegar a ser aquella obra maestra de vestuario que eran los vestidos de la Magdalena, tienen ya mucha galanura. En la cabeza lleva un velo ligero, mucho más que el que llevan las otras, que no es más que una tela de lino sutil, mientras que éste es casi muselina, pues es muy liviano. Está prendido en el centro de la cabeza, con gracia, y deja ver y entrever los cabellos castaños bien peinados, con trenzas sencillas, pero hechas con más experto cuidado que no las otras mujeres, que llevan trenzas recogidas en moño en la nuca o pasadas por la cabeza circularmente. Cubre sus espaldas un verdadero manto, o sea, una pieza de tela -no sé si cosida o continua- que tiene en torno al cuello un galón terminado en un broche de plata. La tela del manto cae amplia hasta el tobillo formando bellos pliegues. La mujer tiene de la mano al niño o niña que he dicho. Un bonito niño de unos siete años. Y es robusto, pero de vivaracho no tiene nada. Está muy quieto, cabizbajo, de la mano de su mamá, sin prestar atención a lo que sucede a su alrededor. La mujer mira, pero no se atreve a acercarse al grupo que se ha arremolinado en torno a Jesús. Parece indecisa, debatiéndose entre las ganas de ir y el miedo a acercarse… Decide una cosa intermedia: atraer la atención de Jesús. Ve que Él ha tomado en brazos a un angelote todo rosado y sonriente, que una madre le ha ofrecido. Y ve que, mientras habla con un viejecillo, aprieta contra su pecho al niño, meciéndolo. Entonces se agacha hacia su niño y le dice algo. El niño levanta la cabeza. Veo entonces una carita triste, con los ojos cerrados. Es ciego. -¡Piedad de mí, Jesús! – dice. La vocecita infantil hiende el aire quieto de la plaza y llega con su lamento hasta el grupo. Jesús se vuelve. Ve. Se mueve inmediatamente, con amorosa solicitud. Ni siquiera devuelve a su madre al niño que tiene en brazos. Va, alto y guapísimo, hacia el pobre cieguito, que tras su grito ha bajado de nuevo la cabeza, inútilmente instado por la madre a que repita el grito. Jesús está frente a la mujer. La mira. También ella lo mira; luego, tímidamente, baja la mirada. Jesús la ayuda. Ha devuelto, a la mujer que se lo había ofrecido, el niño que llevaba en brazos. -Mujer, ¿es tuyo este hijo? -Sí, Maestro, es mi primogénito. Jesús acaricia la cabecita -agachada- del niño. Jesús parece no haber visto la ceguera del pequeño. Pero creo que lo hace conscientemente, para dar pie a la madre a formular su petición. Así pues, el Altísimo ha bendecido tu casa con numerosa prole, y dándote en primer lugar el varón consagrado al Señor. -Tengo sólo un varón, éste; y otras tres niñas. Y no voy a tener otros… Un sollozo. -¿Por qué lloras, mujer? -¡Porque mi hijo es ciego, Maestro! -Y querrías que viera. ¿Puedes creer? -Creo, Maestro. Me han dicho que abriste ojos que estaban cerrados. Pero mi niño ha nacido con los ojos secos. Míralo, Jesús. Debajo de los párpados no hay nada… Jesús alza hacia sí esta carita precozmente seria y, alzando con el pulgar los párpados, mira. Debajo hay un vacío. Vuelve a hablar, teniendo levantada con una mano hacia sí la carita. -¿Por qué has venido, entonces, mujer? -Porque… sé que para mi niño es más difícil… pero si es verdad que eres el Esperado, lo puedes hacer. Tu Padre ha hecho los mundos… ¿No ibas a poder hacerle Tú dos pupilas a mi criatura? -¿Crees que vengo del Padre, Señor Altísimo? -Creo esto y que Tú todo lo puedes. Jesús la mira como para discernir cuánta fe hay en ella y de que pureza es esa fe. Sonríe. Luego dice: -Niño, ven a mí – y lo lleva de la mano a un murete de aproximadamente medio metro de altura, y lo pone encima. El murete se alza desde el camino hacia una casa: una especie de parapeto para proteger a ésta del camino, que tuerce en ese punto. Cuando el niño está bien seguro encima de ese realce, Jesús adquiere aspecto serio, imponente. La gente se agolpa en torno a Él, al niño y a la madre temblorosa. Yo veo a Jesús de lado, de perfil. Solemnemente cubierto con su manto azul oscurísimo encima de la túnica apenas un poco más clara, muestra un rostro inspirado. Parece más alto, y hasta más fuerte, como siempre cuando emana potencia de milagro. Y esta vez es una de las que me parece más imponente. Pone las manos encima de la cabeza del niño, las manos abiertas, pero apoyando los dos pulgares en las órbitas vacías. Levanta la cabeza y ora intensamente, pero sin mover los labios. Ciertamente, un coloquio con su Padre. Luego dice: -¡Ve! ¡Lo quiero! ¡Y alaba al Señor! – y a la mujer: -Sea premiada tu fe. Aquí, tienes al hijo que será tu honor y tu paz. Muéstraselo a tu marido. El volverá a tu amor y nuevos días felices conocerá tu casa. La mujer -que ya ha lanzado un grito agudísimo de alegría al ver que, quitados los pulgares divinos, en las órbitas vacías dos espléndidos ojos azul oscuro como los del Maestro la miran, fijamente, asombrados y felices bajo el flequillo de los cabellos morenos oscuros- lanza otro grito, y, a pesar de tener a su hijo apretado contra su corazón, se arrodilla a los pies de Jesús diciendo: -¿También sabes esto? ¡Ah! Tú eres verdaderamente el Hijo de Dios – y le besa la túnica y las sandalias, y luego se levanta transfigurada de alegría y dice: -Oíd todos. Vengo de la lejana tierra de Sidón. He venido porque otra madre me habló del Rabí de Nazaret. Mi marido, judío y mercader, tiene en esa ciudad sus almacenes para el comercio con Roma. Rico y fiel a la Ley, me dejó de amar desde que, después de haberle dado un varón desdichado, le di tres niñas y luego me quedé estéril. Él se alejó de su casa; yo, aunque no había sido repudiada, vivía en las condiciones de una repudiada, y ya sabía que quería desembarazarse de mí para tener de otra mujer un heredero capaz de continuar el comercio y gozar de las riquezas paternas. Antes de salir fui donde mi esposo y le dije: «Espera, señor. Espera a que vuelva. Si vuelvo con el hijo todavía ciego, repúdiame. Pero si no, no hieras a muerte mi corazón y no niegues un padre a tus hijos». Y él me juró: «Por la gloria del Señor, mujer, te juro que si me traes a mi hijo sano -no sé cómo vas a poder hacerlo, porque tu vientre no supo darle ojos- volveré a ti como en los días del primer amor». El Maestro no podía saber nada de mi dolor de esposa, y a pesar de ello me ha consolado también en esto. Gloria a Dios y a ti, Maestro y Rey. La mujer está de nuevo arrodillada y llora de alegría. -Ve. Dile a Daniel, tu marido, que el que creó los mundos, ha dado dos claras estrellas por pupilas al pequeño consagrado al Señor. Porque Dios es fiel a sus promesas y ha jurado que quien crea en Él verá todo tipo de prodigios. Sea ahora fiel él al juramento que hizo y no cometa pecado de adulterio. Dile esto a Daniel. Ve. Sé feliz. Os bendigo a ti y a este niño, y contigo a los que tú amas. Un coro de alabanzas y felicitaciones se eleva de la multitud, y Jesús entra en una casa cercana como para descansar. La visión termina aquí. Dice Jesús: -Dios, para los que tienen fe en Él, supera siempre las peticiones de sus hijos y da más todavía. Cree esto. Creedlo todos. A la mujer que de Sidón había venido a mí con las dos espadas clavadas en lo secreto del corazón y se atreve sólo a decirme el nombre de una de ellas -revelar ciertas íntimas desdichas es más penoso que decir: «Estoy enfermo»-, le doy también este segundo milagro. A los ojos del mundo habrá parecido, y parecerá todavía, que es mucho más fácil rehacer la concordia entre dos cónyuges separados por un motivo que ya está superado, y además felizmente, que no dar dos pupilas a dos ojos que nacieron sin ellas. Pero no, no es así. Hacer dos pupilas, para el Señor y Creador, es una cosa sencillísima, como devolver a un cadáver el soplo de la vida. El Amo de la Vida y de la Muerte, el Amo de todo lo que hay en la creación, no carece, ciertamente, de un soplo vital que infundir de nuevo en los muertos, ni de dos gotas de humor para un ojo seco. Le basta querer para poder. Porque ello depende sólo de su deseo. Pero, cuando se trata de concordia entre seres humanos, hace falta, juntamente con el deseo de Dios, la «voluntad» de los hombres. Dios sólo raramente violenta la libertad humana. En general os deja libres de actuar como queráis. Aquella mujer, que vivía en tierra de idólatras y seguía creyendo como su esposo, en el Dios de sus padres, ya por ello merece la benignidad de Dios. Llevando luego su fe más allá del límite de las medidas humanas, superando las dudas y la oposición de la mayoría de los creyentes judíos -esto lo prueban sus palabras a su esposo: «Espera a que regrese», segura de que volvería con su hijo curado- merece un doble milagro. Merece también este difícil milagro de abrir los ojos del espíritu a su consorte, ojos que se habían apagado para el amor y el dolor de su esposa, y le echaban la culpa a ella de algo que no es culpa. Quiero también -y esto es para las esposas- que se reflexione en la humildad respetuosa de esta hermana suya. «Fui donde mi esposo y le dije: “Espera, señor»‘. La razón estaba de su parte, porque echar la culpa a una madre de un defecto de nacimiento es necedad y cosa cruel. Ya su corazón esta quebrantado ante la vista de su criatura desdichada. Doblemente la razón está de su parte, porque su marido la había marginado desde que había sabido que era estéril, y además tiene noticia de la intención de divorcio de su marido, y, a pesar de ello, sigue siendo la «esposa». O sea, la compañera fiel y sujeta a su compañero, como Dios quiere que sea y la Escritura enseña. No hay rebelión ni sed de venganza o intención de hallar otro hombre para no ser la «mujer sola». «Si no regreso con el hijo curado, repúdiame. Pero, si sí, no hieras mortalmente mi corazón ni niegues un padre a tus hijos». ¿No parece estar oyendo hablar a Sara y a las antiguas mujeres hebreas? ¡Qué distinto es, mujeres, vuestro lenguaje de ahora! Pero también: ¡qué distinto es lo que obtenéis de Dios y de vuestro esposo! Y las familias se destruyen cada vez más. Como siempre, cumpliendo el milagro, he tenido que poner un signo que lo hiciera aún más incisivo. Tenía ante mí todo un mundo para persuadirlo, un mundo cerrado en las barreras de toda una secular manera de pensar, y guiado por una secta enemiga mía. Se ve, pues, la necesidad de hacer resplandecer claramente mi poder sobrenatural. Mas la enseñanza de la visión no está aquí. Está en la fe, en la humildad y, no obstante, fidelidad al cónyuge, en la elección del camino adecuado -oh esposas y madres que habéis encontrado espinas donde esperabais rosas- para ver nacer donde os hirieron las espinas nuevas ramas florecidas. Volveos hacia el Señor Dios vuestro, que ha creado la unión matrimonial para que el hombre y la mujer no estuvieran solos y se amaran formando una carne sola e indisoluble, puesto que fue unida junta, y que os ha dado el Sacramento para que sobre las nupcias descendiera su bendición y por mis méritos tuvierais todo lo que necesitáis en el nuevo camino de cónyuges y procreadores. Y, para volveros hacia El con rostro y corazón seguros, sed honestas, buenas, respetuosas, fieles, verdaderascompañeras de vuestro esposo, no simples huéspedes de su casa o, peor todavía, advenedizas que una coincidencia reúne bajo un mismo techo, como dos que coinciden en una posada de peregrinos. Esto sucede ahora demasiadas veces. ¿E1 hombre falta? Hace mal. Pero esto no justifica la manera de actuar de demasiadas esposas. Y todavía menos la justifica cuando a un buen compañero no sabéis corresponderle con bien el bien y con amor el amor. Y no quiero ni detenerme en el caso, demasiado común, de vuestras infidelidades carnales, que no os hacen distintas de las meretrices, con el agravante de practicar hipócritamente el vicio y de manchar el altar de la familia, a cuyo alrededor están las almas angélicas de vuestros inocentes. Pero estoy hablando de vuestra infidelidad moral al pacto de amor jurado ante mi altar. Pues bien, Yo dije: «El que mira a una mujer con deseo comete adulterio en su corazón»; dije: «El que despide a su mujer con libelo de divorcio la expone al adulterio». Pero ahora, ahora que demasiadas mujeres son advenedizas para sus maridos, digo: «Las que no aman en alma, mente y carne a su compañero, lo impulsan al adulterio, y, si bien le pediré a él explicación de su pecado, no menos lo haré con aquella que no fue la ejecutora del pecado pero sí su creadora». Hay que saber comprender en toda su extensión y profundidad la Ley de Dios, y hay que saber vivirla en plena verdad.