Curación de siete leprosos y llegada a Betania con los apóstoles ya reunidos. Marta y María preparadas por Jesús a la muerte de Lázaro.
Jesús, con Pedro y Judas Tadeo, anda deprisa por un lugar triste, pedregoso, situado en un costado de la ciudad. Estoy casi segura de que está afuera y en el lado oeste de la ciudad porque no veo el verde olivar, sino el collado, es más, los collados, poco o nada verdeantes, del occidente de Jerusalén (entre los cuales, el triste Gólgota). -Podremos dar algo con lo que hemos podido comprar. Debe ser terrible vivir en los sepulcros en invierno – dice Judas Tadeo, cargado de fardos (como también lo está Pedro). -Me alegro de haber ido donde los libertos porque me han dado este dinero para los leprosos. ¡Pobres infelices! En estos días de fiesta ninguno piensa en ellos. Todos disfrutan… Ellos recordarán la casa perdida… ¡En fin! ¡Si al menos creyeran en ti! ¿Lo harán, Maestro? – dice Pedro, siempre tan sencillo, tan apegado a su Jesús. -Sea esa nuestra esperanza, Simón, sea esa nuestra esperanza. Entretanto, vamos a orar… Y prosiguen orando. E1 triste valle de Hinnon se muestra con sus sepulcros de vivos. -Adelantaos y dad – dice Jesús. Los dos caminan, y se ponen a hablar fuerte. Caras de leprosos se asoman a las aperturas de las grutas o abrigos. -Somos los discípulos del Rabí Jesús – dice Pedro – Está viniendo y nos manda a socorreros. ¿Cuántos sois? -Aquí siete. Tres en la otra parte, pasado En Rogel – dice uno por todos. Pedro abre su fardo; Judas Tadeo, el suyo. Hacen diez partes. Pan, queso, mantequilla, aceitunas. ¿El aceite? ¿Dónde poner el aceite, que está en una orza? -Uno de vosotros que lleve, allá, a la roca, un recipiente. Os dividís el aceite como hermanos que sois y en nombre del Maestro que predica el amor recíproco – dice Pedro. Y un leproso, cojeando, baja hacia ellos, los cuales, entretanto, han ido a una ancha roca. Pone en ella una jarrita desportillada. Los mira mientras vierten el aceite y asombrado, pregunta: -¿No tenéis miedo de estar tan cerca de mí? En efecto, entre los dos apóstoles y el leproso media sólo la roca. -Nosotros sólo tenemos miedo a lesionar el amor. Él nos ha mandado diciendo que os socorriéramos, porque el que es de Cristo debe amar como Cristo ama. Que este aceite pueda abriros el corazón, darle luz como si ya estuviera encendido en la lámpara de vuestro corazón. El tiempo de la Gracia ha venido para los que esperan en el Señor Jesús. Tened fe en Él. Él es el Mesías y sana los cuerpos y las almas. Todo lo puede, porque es el Emmanuel – dice Judas Tadeo con esa dignidad suya que siempre se impone. El leproso está con su jarrita en las manos y lo mira como hechizado. Luego dice: -Sé que Israel tiene a su Mesías, porque hablan de Él los peregrinos que vienen a la ciudad a buscarlo, y nosotros escuchamos lo que dicen. Pero nunca lo he visto, porque he venido aquí hace poco. ¿Y decís que me curaría? Entre nosotros, hay quienes lo blasfeman y quienes lo bendicen, y yo no sé a quién creer. -¿Los que lo maldicen son buenos? -No. Son crueles, y nos pegan. Quieren los lugares mejores y la parte más abundante. Y ni sabemos si vamos a poder seguir aquí, por este motivo. -Como puedes ver, sólo el que aloja en sí al infierno odia al Mesías. Porque el infierno, se siente ya vencido por Él y por eso lo odia. Pero yo te digo que a Él se le debe amar, y con fe, si se quiere obtener del Altísimo gracia, aquí y más allá de esta Tierra – dice el mismo Judas Tadeo. -¡Vaya que si quisiera obtener gracia! Estoy casado desde hace dos años y tengo un hijito que no me conoce. Estoy leproso desde hace pocos meses. Ya lo veis. En efecto, tiene pocas señales. -Entonces recurre al Maestro con fe. ¡Mira! Está viniendo a tus compañeros y vuelve aquí. Pasará y te sanará. El hombre sube renqueando por la ladera y llama: -¡Urías! ¡Yoa-Adiná! Y también vosotros, que no creéis. Viene el Señor a sa1varnos. Una, dos, tres. Tres desventuras, cada vez mayores, se aproximan. Pero la mujer apenas se asoma. Es un horror viviente… Quizás, llora y quizás habla, pero no es posible comprender nada, porque su voz es un gañido que sale de lo que fue boca y que ahora no es más que dos mandíbulas semidesdentadas, descubiertas, horrendas… -Sí, te digo que me han dicho que venga a llamaros. Que viene a curarnos. -¡Yo no! No lo he creído las otras veces… y ya no me escuchará y además ya no puedo andar – dice -¡quién sabe con qué esfuerzo!-más claramente la mujer; se ayuda incluso con los dedos para sujetar los restos de los labios, para que la comprendan. -Te llevamos nosotros, Adiná… – dicen los dos hombres y el de la jarrita. -No… No… Yo he pecado demasiado… – y, en el mismo lugar en que está, se derrumba. Otros tres corren, como pueden, avasalladores, y dicen: -Mientras tanto, dadnos el aceite, y luego marcharos con Belcebú si queréis. -¡El aceite es para todos! – dice el de la jarrita tratando de defender su tesoro. Pero los tres violentos, crueles, prevalecen sobre él y le arrancan la jarrita. -¡Y siempre es así!… ¡Un poco de aceite después de tanto!… Pero… el Maestro viene, vamos donde Él. ¿Seguro que no vienes, Adiná? -No me atrevo… Los tres bajan hacia la roca. Se paran a esperar a Jesús, a cuyo encuentro han ido los dos apóstoles. Y, una vez que llega al lugar, gritan: -¡Piedad de nosotros, Jesús de Israel! ¡Esperamos en ti, Señor! Jesús alza la cara, los mira con su mirada inimitable. Pregunta -¿Por qué queréis la salud? -Por nuestras familias, por nosotros… Es horrendo vivir aquí… -No sois sólo carne, hijos. Tenéis también un alma. Y vale más que la carne. De ella debéis preocuparos. No pidáis, pues, solamente curación por vosotros, por vuestras familias, sino para tener tiempo de conocer la Palabra de Dios y de vivir mereciendo su Reino. ¿Sois justos? Haceos más justos. ¿Sois pecadores? Pedid vida para tener tiempo de hacer reparación por el mal hecho… ¿Dónde está la mujer? ¿Por qué no viene? ¿No tiene valor de comparecer ante el rostro del Hijo del hombre, cuando no temía tener que comparecer ante el rostro de Dios cuando pecaba? Id y decidle que mucho le ha sido perdonado por su arrepentimiento y resignación y que el Eterno me ha enviado a absolver todo pecado de los que están arrepentidos de su pasado. -Maestro, Adiná ya no puede andar… -Id y ayudadla a bajar aquí. Y traed otro recipiente. Os vamos a dar más aceite… -Señor, apenas llega para los otros – advierte Pedro en voz baja mientras los leprosos van por la mujer. -Habrá para todos. Ten fe. Porque es más fácil para ti tener fe en esto que para esos indigentes tener fe en que su cuerpo vuelva a ser lo que era. Mientras tanto, arriba, en las grutas, se ha encendido una riña entre los tres leprosos malos, por causa del reparto de la comida… En brazos de los otros, baja la mujer… y gime, como puede: -¡Perdón! ¡Por el pasado! ¡Por no haber pedido perdón las otras veces!… ¡Jesús, Hijo de David, ten piedad de mí! La dejan al pie de la roca. Y en la roca ponen una especie de cazuela toda descantillada. Jesús pregunta: -¿Qué decís vosotros, que es más fácil hacer aumentar el aceite en un recipiente o hacer crecer la carne donde la lepra ha hecho estragos? Un momento de silencio… Luego es precisamente la mujer la que dice: -El aceite. Pero también la carne, porque Tú lo puedes todo, y puedes darme también el alma de mis primeros años. Yo creo, Señor. ¡Oh, la sonrisa divina! Es como una luz que se expande delicada, festiva, suave. Y está en los ojos, en los labios, en la voz, cuando dice: -Por tu fe, queda curada y perdonada. Igual vosotros. Y tened este aceite y esta comida para reponer fuerzas. Id mañana a que os vea el sacerdote, como está prescrito. Al alba volveré aquí con vestidos, y podréis, salvando la decencia, ir. ¡Ánimo! ¡Alabad al Señor! ¡Ya no estáis leprosos! Es entonces cuando los cuatro, que hasta ese momento habían tenido los ojos fijos en el Señor, se miran y gritan su estupor. La mujer quisiera erguirse, pero está demasiado desnuda para hacerlo. Su vestido se cae a jirones, y en ella es más lo desnudo que lo cubierto. Permaneciendo semioculta tras la roca, por un pudor que, no es sólo por Jesús, sino también por sus compañeros, las faccionesde su cara ya recompuestas -solamente aparecen afiladas a causa de las penalidades- llora, y dice sin cesar: -¡Bendito! ¡Bendito! ¡Bendito! – y sus bendiciones se mezclan con las horrendas blasfemias de los tres leprosos malvados, que se han puesto furiosos al ver curados a los otros. Vuelan inmundicias y piedras. -Aquí no podéis estar. Venid conmigo. No os sucederá nada malo Mirad. El camino está desierto. La hora sexta reúne a los habitantes en las casas. Iréis con los otros leprosos hasta mañana. No temáis Seguidme. Ten, mujer – y le da el manto para que se tape. Los cuatro, un poco cohibidos, un poco aturdidos, le siguen como cuatro corderos. Recorren lo que queda del valle de Hinnón. Cruzan el camino, van hacia Siloán, otro triste lugar de leprosos. Jesús se para al pie de los riscos y ordena: -Subid y decidles que mañana a la hora primera estaré aquí. Id y haced fiesta con ellos, y predicad al Maestro de la Buena Nueva. Indica que se les dé toda la comida que tienen todavía y los bendice antes de despedirlos… -Ahora vámonos. Ya es más de la sexta – dice Jesús, y se vuelve para regresar al camino bajo que va a Betania. Pero pronto llama su atención un grito: -¡Jesús, Hijo de David, ten piedad también de nosotros! -No han esperado al alba éstos… – observa Pedro. -Vamos a acercarnos. ¡Son tan pocas las horas en que puedo beneficiar a alguien, sin que los que me odian turben la paz de los favorecidos! – responde Jesús, y vuelve sobre sus pasos, teniendo levantada la cabeza en dirección a los tres leprosos de Siloán que se han asomado al rellano del pequeño collado, y que repiten su grito, ayudados por los ya sanos, que están detrás de ellos. Jesús se limita a extender las manos y decir: -Hágase en vosotros según lo que pedís. Id y vivid en los caminos del Señor. Los bendice mientras la lepra se borra de sus cuerpos como un ligero estrato de nieve se funde al sol. Y Jesús se marcha, ligero, seguido de las bendiciones de los curados, que, desde su risco, extendiendo los brazos, ofrecen un abrazo más verdadero que si fuera dado. Vuelven al camino que va a Betania, camino que sigue el curso del Cedrón, que forma un recodo en ángulo agudo después de algunos centenares de pasos desde Siloán. Pero, superado el ángulo, cuando ya aparece la otra parte de camino que prosigue hacia Betania, puede verse a Judas de Keriot, solo, caminando ligero. -¡Pero si es Judas! – exclama Judas Tadeo, que es el primero que lo ve. -¿Por qué por aquí? ¿Solo? ¡Eh! ¡Judas! – grita Pedro. Judas se vuelve de repente. Está pálido, incluso hasta verdoso. Pedro se lo dice: -¿Has visto al demonio, que estás del color de las lechugas? -¿Qué haces aquí, Judas? ¿Por qué has dejado a tus compañeros? – pregunta Jesús contemporáneamente. Judas ya ha tomado las riendas de sí. Dice: -Estaba con ellos. He encontrado a uno que tenía noticias de mi madre. Mira… – hurga en el cinturón, se golpea la frente con la mano y dice: « ¡La he dejado donde aquel hombre! Quería enseñarte la carta para que la leyeras… O la he perdido por el camino… No se encuentra muy bien. Es más, ha estado mal… ¡Ah, ahí están los compañeros!… Se han parado. Te han visto… Maestro, estoy profundamente turbado… -Ya lo veo. -Maestro… aquí están las bolsas. He hecho dos para… para no llamar la atención… Estaba solo… Los apóstoles Bartolomé, Felipe, Mateo, Simón y Santiago de Zebedeo están un poco azorados. Se acercan a Jesús con amor, pero como quien tiene conciencia de hablar faltado. Jesús los mira y dice: -No volváis a hacerlo. Nunca es bueno para vosotros dividiros. Si os dije que no lo hicierais es porque sé que tenéis necesidad de sosteneros recíprocamente. No sois lo suficientemente fuertes como para poder actuar por separado. Unidos, el uno trena o sostiene al otro. Divididos… -He sido yo, Maestro, el que ha dado el mal consejo, porque nos hemos acordado de que habías dicho que no nos separásemos, que fuéramos todos juntos a Betania, y Judas se había ido por un justo motivo y no pensamos ir con él. Perdóname, Señor – dice, humilde y franco, Bartolomé. -Sí que os perdono. Pero os repito: no volváis a hacerlo. Pensad que obedecer salva siempre, al menos, de un pecado: el de suponer que uno es capaz de actuar por sí solo. No sabéis cuánto da vueltas el demonio en torno a vosotros para aprovechar todos los motivos para haceros pecar y para que causéis perjuicios a vuestro Maestro, ya de por sí tan perseguido. Los tiempos se presentan cada vez más difíciles para mí y para el organismo que he venido a formar. De manera que se requiere mucho cuidado para que este organismo no sea, no digo herido y muerto -porque no lo será jamás hasta el final de los siglos- sino enfangado. Sus adversarios os miran atentamente, nunca os pierden de vista, de la misma forma que sopesan todos mis actos y palabras. Y ello para disponer de materia de menoscabo. Si vosotros permitís que os vean en polémicas, o divididos, o de alguna manera imperfectos, aunque sea por cosas de poca importancia, ellos recogen y manipulan lo que habéis hecho, y lo lanzan, como fango y acusación, contra mí y contra mi Iglesia que se está formando. ¡Ya lo veis! No os regaño, os aconsejo. Por vuestro bien. ¡Oh! ¿no sabéis amigos míos, que hasta las cosas mejores serán por ellos manipuladas y presentadas para poderme acusar con apariencia de justicia? Bueno, pues ánimo; en lo sucesivo, sed más obedientes y prudentes. Los apóstoles están profundamente conmovidos por la dulzura de Jesús. Judas de Keriot, continuamente cambia de color. Está lánguido, un poco retrasado respecto al grupo. Hasta que Pedro le dice: -¿Que haces ahí? No tienes más culpa que los otros. Así que ven adelante con todos – y no tiene más remedio que obedecer. Andan deprisa porque, a pesar del sol, hay una brisa ligera que invita a andar para entrar en calor. Y han andado ya un trecho, cuando Natanael, que tiene frío y lo expresa arrebujándose más que nunca en el manto, advierte que Jesús lleva sólo la túnica: -¡Maestro! ¿Qué has hecho de tu manto? -Se lo he dado a una leprosa. Hemos curado y consolado a siete leprosos. -¡Pero tendrás frío! Toma el mío – dice el Zelote, y añade: -Me acostumbré en los gélidos sepulcros al viento del invierno.-No, Simón. Mira, allí está Betania. Pronto estaremos en la casa. Y no tengo nada de frío. Hoy he tenido mucho júbilo espiritual, que es más confortador que un manto abrigado. -Hermano, nos das méritos que no tenemos. Tú, no nosotros, has curado y consolado… – dice Judas Tadeo. -Vosotros habéis preparado a los corazones para la fe en el milagro. Por tanto, conmigo y como Yo, habéis ayudado a sanar y a consolar. ¡Si supierais cómo gozo en asociaros a mí en todas las obras! ¿No recordáis las palabras de Juan de Zacarías, mi primo: «Es necesario que Él crezca y que yo merme»? Con razón lo decía, porque todo hombre, por muy grande que sea, aun Moisés o Elías, queda celado, como estrella herida por los rayos del Sol, cuando aparece Aquel que viene de los Cielos y es más que cualquier hombre, porque es Aquel que viene del Padre Stmo. Pero Yo también -Fundador de un Organismo que durará cuanto los siglos y que será santo como su Fundador y Cabeza; de un Organismo que continuará representándome y será una cosa conmigo, de la misma manera que los miembros y el cuerpo del hombre son una cosa con la cabeza, que está en posición dominante respecto a aquéllos- debo decir: «Ese cuerpo debe iluminarse y Yo celarme». Vosotros deberéis continuarme. Yo, pronto, ya no estaré aquí entre vosotros, aquí en la Tierra, aquí materialmente, para dirigir a mis apóstoles, discípulos y seguidores. Pero estaré espiritualmente con vosotros, siempre, y vuestros espíritus sentirán mi Espíritu, recibirán mi Luz. Pero vosotros tendréis que aparecer en primera línea, cuando regrese al lugar de donde he venido. Por eso, voy preparándoos gradualmente a este hecho de aparecer los primeros. En alguna ocasión me hacéis la observación de que en los primeros tiempos os enviaba más. Es que era necesario que os conocieran. Ahora que sois conocidos, ahora que para este pequeño lugar de la Tierra sois ya «los Apóstoles», Yo os tengo siempre junto a mí, participando en todas mis acciones, de forma que el mundo diga: “Los asocia a las obras que cumple, porque ellos se quedarán aquí después de Él para continuarle». Sí, amigos míos, debéis, cada vez más, pasar adelante, poneros a la vista de todos, continuarme, ser Yo, mientras Yo, como una madre que lentamente deja de sujetar a su hijito que ha aprendido a andar, me retiro… No debe ser violento el paso de mí a vosotros. Los pequeños del rebaño, los humildes fieles, sufrirían desorientamiento. Yo los paso dulcemente de mí a vosotros, para que no se sientan solos ni un solo momento. Y vosotros amadlos, mucho, como Yo los amo. Amadlos en memoria mía como Yo los he amado… Jesús se calla perdiéndose en un pensamiento íntimo suyo. Y no sale de ese estado sino cuando, poco fuera de Betania, ve a los otros apóstoles que han venido por el otro camino. Prosiguen unidos hacia la casa de Lázaro. Y Juan dice que ya los esperan porque los criados los han visto. Y dice que Lázaro está muy mal. -Lo sé. Por eso os he dicho que estaremos en la casa de Simón. Pero no he querido alejarme sin saludarlo otra vez. -¿Pero por qué no le curas? Sería justo. A todos tus siervos mejores los dejas morir. No comprendo… – dice Judas Iscariote, siempre atrevido, incluso en los mejores momentos. -No hace falta que comprendas con anticipación. -Sí. No hace falta. Pero ¿sabes lo que dicen tus enemigos? Que curas cuando puedes, no cuando quieres, que proteges cuando puedes… ¿No sabes que aquel viejo de Tecua ha muerto, y muerto asesinado? -¿Muerto? ¿Quién? ¿Elí-Ana? ¿Cómo? – preguntan todos, agitados. Sólo Pedro pregunta: « ¿Y tú cómo lo sabes?». -Lo he sabido por casualidad, hace poco, en la casa donde he estado, y Dios sabe si miento. Parece que ha sido un bandolero que bajó con apariencia de mercader y que, en vez de pagar el puesto mató… -¡Pobre anciano! ¡Qué vida más infeliz! ¡Qué triste muerte! ¿No hablas, Maestro? – dicen muchos. -No tengo nada que decir, aparte de que el anciano ha servido al Cristo hasta la muerte. ¡Ojalá se pudiera decir esto de todos! -Dime tú, hijo de Alfeo, ¿no será como decías, no? – pregunta Pedro a Judas Tadeo. -Puede ser. Un hijo que por odio arroja de casa a su padre, y además por un odio de esta naturaleza, puede ser capaz de todo. Hermano mío, son bien verdaderas tus palabras: «Y el hermano estará contra su hermano y el padre contra sus hijos». -Sí. Y lo verán como servicio a Dios los que obren así. Ojos cegados, corazones endurecidos, espíritus sin luz. Bueno, pues a pesar de todo los deberéis amar – dice Jesús. -¿Y cómo vamos a poder amar a los que nos traten así? Ya será mucho si no reaccionamos y soportamos con resignación sus acciones… – exclama Felipe. -Yo os daré un ejemplo que os enseñará. A su debido tiempo. Si me amáis haréis lo que Yo haga. -Ahí están Maximino y Sara. Debe estar muy mal Lázaro para que las hermanas no salgan a recibirte – observa el Zelote. Los dos se acercan presurosos. Se postran. En sus caras, en sus vestidos, puede verse ese aspecto lánguido que imprime el dolor y la fatiga a los componentes de las familias donde se lucha con la muerte. No dicen sino: -Maestro, ven… – pero es una frase tan acongojada, que vale más que un largo discurso. Y llevan en seguida a Jesús a la puerta del pequeño compartimiento de Lázaro, mientras otros miembros de la servidumbre se encargan de los apóstoles. A1 leve toque en la puerta, Marta acude, y la entreabre; luego introduce por la abertura su cara enflaquecida y pálida: -¡Maestro! ¡Bendito! Ven. Jesús entra, cruza la habitación que precede a la del enfermo, entra en ésta. Lázaro duerme. ¿Lázaro?: un esqueleto, una momia amarillenta que respira… Es ya una calavera su rostro, y en el sueño es aún más visible su destrucción. Una destrucción que hace de aquél una cabeza consumida por la muerte. La piel cérea y estirada brilla en los ángulos afilados de los pómulos, de las mandíbulas; en la frente, en las órbitas, tan ahondadas que parecen no tener ojos; en la nariz afilada, que parece haber crecido desmesuradamente, de tan borradas como están las adyacentes mejillas. Los labios están pálidos hasta el punto de desaparecer, y da la impresión de que no pueden cerrarse sobre las dos filas de dientes semidescubiertos, entreabiertos… Una cara ya de muerto. Jesús se inclina para mirar. De nuevo se yergue. Mira también a las dos hermanas, las cuales a su vez lo miran con toda el alma concentrada en los ojos, un alma dolorosa y esperanzada. Les hace una señal y, sin ruido, vuelve afuera, al pequeño patio que precede a las dos habitaciones. María y Marta lo siguen. Cierran la puerta tras sí. Una vez solos ellos tres entre los cuatro muros, en el silencio, con el cielo azul encima de sus cabezas, se miran. Las hermanas ya no son capaces ni siquiera de pedir o preguntar, ya ni siquiera pueden hablar. Pero habla Jesús. -Vosotras sabéis quién soy. Yo sé quiénes sois vosotras. Vosotras sabéis que os amo. Yo sé que me amáis. Vosotras conocéis mi poder. Yo conozco vuestra fe en mí. También sabéis, tú especialmente, María, que cuanto más se ama más se obtiene. Es amar saber esperar y creer más allá de cualquier medida y de cualquier realidad que hable desacreditando a ese creer y a ese esperar. Pues bien, por todo esto, os digo que sepáis esperar y creer contra toda realidad contraria. ¿Me entendéis? Digo: sabed esperar y creer contra toda realidad contraria. Yo no puedo detenerme más de unas pocas horas. Como Hombre, el Altísimo sabe cuánto quisiera detenerme aquí con vosotras, para asistirlo y consolarlo, para asistiros y confortaros. Pero, como Hijo de Dios, sé que es necesario que me marche, que me aleje… que no esté aquí cuando… me añoréis más que el aire que respiráis. Un día, pronto, comprenderéis estas razones que ahora os podrán parecer crueles. Son razones divinas. Dolorosas para mí, Hombre, como para vosotras. Dolorosas ahora. Ahora porque vosotras no podéis abrazar y contemplar su belleza y sabiduría. Y Yo no os lo puedo revelar. Cuando todo esté cumplido, comprenderéis y exultaréis… Escuchad. Cuando Lázaro… muera. ¡No lloréis así! Enviadme aviso enseguida. Y, entretanto, programad los funerales solicitando amplia participación, como corresponde a Lázaro y a vuestra casa. Él es un gran hebreo. Pocos lo aprecian por lo que es. Pero supera a muchos ante los ojos de Dios… Yo me encargaré de que sepáis dónde estoy para que en todo momento me podáis localizar. -¿Pero por qué no vas a estar aquí, al menos en ese momento? Nosotras nos resignamos, sí, a la muerte… Pero Tú… Pero Tú… Pero Tú… Marta tiene accesos de llanto y no puede decir nada más, y sofoca su lloro en sus vestidos… María, sin embargo, mira a Jesús muy fijamente, como hipnotizada… y no llora. -Sabed obedecer, sabed creer, esperar… sabed decir siempre si a Dios… Lázaro os llama… Id. Yo voy ahora. Si no tengo posibilidad de hablaros aparte, recordad lo que os he dicho. Y mientras ellas vuelven rápidamente a la habitación, Jesús sé sienta en un banco de piedra y ora.