Consejos sobre la santidad a un joven indeciso. Reprensión a los habitantes de Bet-Jorón después de la curación de un romano y una judía.
Y Jesús está todavía en medio de montes, seguido por gente además de por los apóstoles y discípulos; entre éstos, ahora se encuentran también algunos discípulos expastores (quizás los han encontrado en algún pueblecillo por el que hayan pasado). Jesús está subiendo desde un valle hacia un monte, por una calzada que orilla con sus recodos la ladera de éste, y que es, sin duda una calzada romana, por la inconfundible pavimentación, y por la buena manutención, cosas ambas que únicamente pueden encontrarse en las calzadas construidas y mantenidas por los romanos. Algunas personas transitan por ella, dirigidas hacia el valle, o desde el valle hacia este grupo montañoso que está coronado en sus cimas con pueblos o ciudades. Y alguno, al ver a Jesús y a los que le siguen, pregunta que quién es, y se pone a la zaga del grupo; otros simplemente observan; y otros menean la cabeza sonriendo maliciosamente. Una patrulla de soldados romanos los alcanza con paso trabajoso y tintineo de armas y corazas. Se vuelven y miran a Jesús, el cual, dejando la calzada romana, está para meterse por un camino… hebreo que se dirige hacia una cima en que hay un pueblo. Un camino pedregoso y fangoso -ha llovido-, donde el pie o patina en las piedras o se hunde en las pozas. Los soldados, que ciertamente van a la misma ciudad, después de un pequeño alto, vuelven a ponerse en movimiento, y la gente se ve obligada a echarse a un lado para ceder el paso, en este camino tan estrecho, a la patrulla que pasa rígidamente escuadrada. Algún insulto surca, sibilante, el aire, pero la disciplina de estar en columna prohíbe a los soldados responder parejamente. Ya están otra vez cerca de Jesús, que se ha hecho a un lado para dejarlos pasar, y que los mira con su mirada mansa, que parece ben-decir y acariciar con la luz de los iris zafirinos. Y las caras ceñudas de los soldados se aclaran con un asomo de sonrisa que no es de escarnio, sino que, al contrario, es respetuosa como un saludo. Pasan. La gente reanuda la marcha detrás del Rabí, que va delante de todos. Un joven se separa de la gente y llega hasta el Maestro. Lo saluda con respeto. Jesús devuelve el saludo. -Quisiera preguntarte una cosa, Maestro. -Habla. -Una mañana, después de la Pascua, coincidió que te escuché en un monte cercano a las hoces del Carit. Y desde entonces he pensado que… podía contarme yo también entre los llamados por ti. Pero antes de venir he querido saber muy bien lo que es necesario hacer y lo que se debe no hacer. Y preguntaba a tus discípulos cada vez que me encontraba con ellos. Quién me decía una cosa, quién otra. Y yo dudaba, y estaba muy asustado porque en una cosa todos concordaban, quién con más intransigencia, quién con menos: en la obligación de ser perfectos. Yo… soy un pobre hombre, Señor, y la perfección es sólo de Dios… Te oí por segunda vez… y Tú mismo decías: «Sed perfectos». Y he sentido desaliento. Por tercera vez, hace pocos días, en el templo. Y, a pesar de que te mostraras riguroso, no me pareció que era imposible el llegar a serlo, porque… ni siquiera yo sé por qué, cómo explicármelo o explicártelo, pero me parecía que, si fuera una cosa imposible, o si el hecho de querer serlo, como querer ser dioses, fuera muy peligroso, Tú, que quieres salvarnos, no nos lo propondrías. Porque la presunción es pecado. El querer ser dioses es el pecado de Lucifer. Pero quizás hay una manera de serlo, de venir a serlo, sin pecar, y es siguiendo tu Doctrina, que, no cabe duda de ello, es de salud. ¿Es como digo?-Es como dices. ¿Y entonces? -Pues que seguí preguntando a unos o a otros. Y, habiendo sabido que estabas en Ramá, fui. Y, desde entonces, con permiso de mi padre, te he seguido. Y… bueno, pues que, cada vez más, quisiera ir contigo… -¡Pues ven! ¿Qué temes? -No lo sé… No lo sé siquiera yo… Pregunto, pregunto… Pero siempre, mientras que escuchándote a ti me parece fácil y decido ir, después, reflexionando, y, peor: preguntando a unos o a otros, me parece demasiado difícil. -Te voy a decir cómo sucede: es una insidia del demonio para impedir que vengas. Te asusta con fantasmas, te confunde, te hace preguntar a personas que, como tú, tienen necesidad de Luz… ¿Por qué no has venido a mí directamente? -Porque… tenía… no miedo, pero… ¡Nuestros sacerdotes y rabíes! ¡Tan duros y soberbios! Y Tú… No me atrevía a acercarme a ti. ¡Pero en Emaús ayer!… Creo haber entendido que no debo tener miedo. Y ahora estoy aquí, para preguntarte esto que quisiera saber. Un apóstol tuyo, hace poco, me dijo: «Ve y no temas. También es bueno con los pecadores». Y otro: «Hazle feliz con tu confianza. Quien confía en El lo halla más dulce que una madre». Y otro: «No sé si me equivoco, pero te digo que te dirá que la perfección está en el amor”. Esto es lo que han dicho tus apóstoles, más dulces que los discípulos, al menos algunos; aunque no todos, porque entre los discípulos hay algunos que parecen eco de tu voz, aunque éstos son demasiado pocos, y entre los apóstoles hay algunos que… asustan a un pobre hombre, como soy yo. Uno me dijo, con una sonrisa no buena: «¿Quieres ser perfecto? No lo somos nosotros, que somos sus apóstoles, ¿y quieres serlo tú? Es imposible». Si no hubieran hablado los otros, habría huido desanimado. Pero pruebo por última vez… y, si Tú también me dices que es imposible… -Hijo mío, ¿podría haber venido Yo a proponer cosas imposibles a los hombres? ¿Quién crees que ha sido el que ha puesto en tu corazón este deseo de ser perfecto? ¿Tu propio corazón? -No, Señor. Creo que has sido Tú con tus palabras. -No estás lejos de la verdad. Pero, respóndeme a otra cosa. ¿Para ti mis palabras qué palabras son? -Justas. -De acuerdo. Pero quiero decir: ¡palabras de hombre o más que de hombre? -Tú hablas como la Sabiduría, y más dulce y claro todavía. Por eso digo que tus palabras son más que de hombre. Y no creo equivocarme, si he comprendido bien lo que decías en el Templo. Porque me pareció que en esa ocasión decías que eres la Palabra de Dios misma y por eso hablas como Dios. -Has comprendido bien y es como dices. ¿Y entonces quién te ha puesto en el corazón el deseo de perfección? -Me lo ha puesto Dios, por medio de ti, su Palabra. -Así pues, ha sido Dios. Ahora piensa: si Dios dice a los hombres conociendo sus capacidades: «Venid a mí. Sed perfectos», es señal de que el hombre, si quiere, puede serlo. Ésta es una palabra antigua La primera vez la escuchó Abraham como una revelación (Génesis 17, 1), una orden, una invitación: «Yo soy el Dios omnipotente. Camina en mi presencia. Sé perfecto». Dios se manifiesta para que el Patriarca no tenga dudas sobre la santidad de la orden ni sobre la verdad de la invitación. Ordena caminar en su presencia porque el que camina en la vida convencido de hacerlo bajo la mirada de Dios no cumple malas acciones. Consiguientemente, se pone en condiciones de poder hacerse perfecto como Dios invita a serlo. -¡Es así! ¡Es justamente así! Si Dios lo ha dicho, es porque se puede. ¡Oh, Maestro, cómo se comprende todo cuando hablas Tú! Pero, entonces, ¿por qué tus discípulos, y también ese apóstol, ofrecen una idea tan… amedrentadora de la santidad? ¿Es que no creen que sean verdaderas esas palabras, ni las tuyas? ¿O es que no saben caminar en la presencia de Dios? -No pienses en lo que es. No juzgues. Mira, hijo. Algunas veces, su propio anhelo de ser perfectos y su humildad les hace temer el no poder llegar a serlo nunca. -¿Pero entonces el deseo de perfección y la humildad son obstáculos para que uno sea perfecto? -No, hijo. El deseo y la humildad no son obstáculos. Es más, hay que esforzarse en que sean profundos, aunque ordenados. Están ordenados cuando uno no tiene prisas impulsivas, postraciones injustificadas, dudas y desconfianzas como las de creer que, dada la imperfección del ser, el hombre no puede llegar a ser perfecto. Todas las virtudes son necesarias, y necesario es un vivo deseo de alcanzar la justicia. -Sí. Esto me lo decían también aquellos a los que preguntaba. -Me decían que es necesario tener las virtudes. Pero unos me decían que era necesaria una, otros otra, y todos sostenían la absoluta necesidad de tener una, que ellos consideraban virtud indispensable para ser santos. Ello me causaba miedo, porque ¿cómo se puede poseer todas las virtudes en forma perfecta, hacerlas nacer juntas como un ramo de flores distintas? Se necesita tiempo… ¡y la vida es tan breve! Tú, Maestro, explícame cuál es la virtud indispensable. -Es la caridad. Si amas, serás santo, porque del amor al Altísimo y al prójimo provienen todas las virtudes y todas las obras buenas. -¿Sí? Así es más fácil. La santidad, entonces, es amor. Si tengo la caridad, tengo todo… La santidad está hecha de esto. -De esto y de otras virtudes. Porque la santidad no es ser sólo humildes, o sólo prudentes, o sólo castos, etc. Sino que es ser virtuosos. Fíjate, hijo mío, cuando un rico quiere preparar una comida, ¿encarga, acaso, un solo plato? Otro ejemplo: cuando uno quiere preparar un ramo de flores para ofrecerlo como obsequio, ¿toma, acaso, una sola flor? No, ¿no es verdad? Porque, aunque pusiera en las mesas montones y montones de un solo manjar, los comensales lo criticarían como inepto, preocupado sólo de mostrar sus posibilidades de compra, pero no de mostrar su finura de señor atento a los gustos distintos de sus invitados y que quiere que cada uno de ellos, con un alimento u otro, no sólo se sacie, sino que se deleite. Y lo mismo el que hace un ramo de flores. Una sola flor, por grande que sea, no hace un ramo. Pero muchas flores lo hacen, y con los distintos colores y aromas satisfacen al ojo y al olfato y hacen alabar al Señor. La santidad, que debemos considerar como un ramo de flores ofrecido al Señor, debe estar hecha de todas las virtudes. En un espíritu predominará la humildad, en otro la fortaleza, en otro la continencia, en otro la paciencia, en el otro el espíritu de sacrificio o de penitencia: todas estas son virtudes nacidas a la sombra del árbol regio Y perfumadísimo del amor, cuyas flores predominarán siempre en el ramo; pero todas las virtudes componen la santidad. -¿Y cuál debe ser cultivada con más esmero?» -La caridad. Te lo he dicho. -¿Y luego? -No hay un método, hijo mío. Si amas al Señor, Él te dará sus dones, o sea, se manifestará a ti, y entonces las virtudes que tratas de hacer crecer robustas crecerán bajo el sol de la Gracia. -En otras palabras, ¡en el alma amante es Dios el que actúa grandemente? -Sí, hijo. Es Dios el que actúa grandemente, dejando que el hombre ponga por su parte su libre voluntad de tender a la perfección, sus esfuerzos en rechazar las tentaciones para mantenerse fiel a su propósito, sus luchas contra la carne, el mundo, el demonio, cuando le asaltan. Y ello para que su hijo tenga mérito en la santidad. -¡Ah, eso! Entonces es muy acertado decir que el hombre está hecho para ser perfecto como Dios quiere. Gracias, Maestro. Ahora sé. Y ahora haré. Y ora por mí. -Te tendré en mi corazón. Ve y no temas el que Dios pueda dejarte sin ayuda. El joven, contento, se separa de Jesús… Ya están cerca del pueblo. Bartolomé y Esteban se llegan donde Jesús para contarle que, mientras hablaba con el joven, uno de Bet-Jorón, pariente de Elquías el fariseo, ha venido a rogarles que lo lleven enseguida donde su esposa, que está agonizando. -Vamos. Hablaré después. ¡Sabéis dónde está? -Ha dejado con nosotros a un criado. Está detrás, con los demás. -Decidle que venga. Vamos a acelerar el paso. El criado acude. Es un viejo robusto, y está consternado. Saluda y mira con curiosidad a Jesús, que le sonríe y le pregunta: -¿De qué muere tu ama? -De… Tenía que tener un niño. Pero se le ha muerto dentro y su sangre se ha corrompido. Delira como una loca y tiene que morir. Le han abierto las venas para hacer bajar la fiebre. Pero la sangre está toda envenenada y tiene que morir. La han sumergido en la cisterna para apagar el ardor. Está bajo mientras está en el agua helada; luego es más fuerte que antes, y tose y tose… y tiene que morir. -¡Mira tú éste! ¡Con esas curas! – gruñe entre dientes Mateo. -¿Desde cuándo está enferma? E1 criado está para responder, cuando llega corriendo por la bajada el jefe de la patrulla romana. Se para delante de Jesús. -¡Salve! ¿Tú eres el Nazareno? -Lo soy. ¿Qué quieres de mí? Los que siguen a Jesús acuden creyendo quién sabe qué… -Un día un caballo nuestro dio un golpe a un niño hebreo y Tú lo curaste para impedir que los hebreos armaran una algarabía contra nosotros. Ahora las piedras hebreas han hecho caer a un soldado, y yace en el suelo con una pierna rota. No puedo detenerme. Estoy de servicio. Ninguno en el pueblo quiere tenerlo. No puede andar. No puedo llevármelo tirando de él con la pierna rota. Sé que no nos desprecias, como hacen todos los hebreos. -¿Quieres que cure al soldado? -Sí. Curaste también al siervo del Centurión y a la hija de Valeria. Salvaste a Alejandro de la ira de tus compatriotas. Estas cosas se saben, en las capas altas y en las bajas. -Vamos donde el soldado. -¿Y mi ama? – pregunta descontento el criado. -Después. Y Jesús va detrás del suboficial, que devora el camino con sus largas piernas musculosas y libres de estorbos de vestiduras. Pero, aún caminando así, delante de todos, encuentra la manera de decir alguna palabra a quien le sigue inmediatamente, que es Jesús, y dice: -Hace tiempo estaba con Alejandro. Él te… Hablaba de ti. El azar te acerca a mí en este momento. -¿El azar? ¿Por qué no decir Dios, el verdadero Dios? El soldado calla unos momentos y luego dice, de forma que sólo oiga Jesús: -El Dios verdadero sería el hebreo… Pero no se atrae nuestro amor. ¡Si es como los hebreos! Ni siquiera de un herido tienen compasión… -El verdadero Dios es el Dios de los hebreos, como lo es también de los romanos, de los griegos, de los árabes, de los partos, escitas, iberos, galos, celtas, líbicos y de los hombres hiperbóreos. ¡Hay un solo Dios! Pero muchos no lo conocen. Otros lo conocen mal. Si lo conocieran bien, serían todos, unos para con otros, como hermanos, y no habría atropellos, odios, calumnias, venganzas, actos de lujuria, hurtos y homicidios, adulterios y mentiras. Yo conozco al verdadero Dios y he venido para darlo a conocer. -Se dice -nosotros tenemos que tener bien abiertos los oídos para referir al Centurión, y éste a su vez al Procónsul-, se dice que Tú eres Dios. ¿Es verdad? El soldado se muestra muy… preocupado mientras dice esto; mira a Jesús bajo la sombra del yelmo y parece casi asustado. -Lo soy.-¡Por Júpiter! ¿Entonces es verdad que los dioses bajan a conversar con los hombres? ¡Haber recorrido el mundo detrás de las enseñas y venir aquí, ya viejo, a encontrar a un dios! -A Dios. Único. No a un dios – corrige Jesús. Pero el soldado está anonadado por la idea de preceder a un dios… No dice nada más… piensa. Piensa, hasta que, justo a la entrada del pueblo, encuentran a la patrulla, parada, en torno al herido, que gime en el suelo. -¡Ahí tienes! – dice muy concisamente el suboficial. Jesús se abre paso y se acerca. La pierna -ya hinchada y lívida- tiene una fea rotura, con el pie girado hacia dentro. El hombre debe sufrir mucho, y, al ver que Jesús extiende una mano, suplica: -¡Hazme poco daño! Jesús sonríe. Apenas toca con la punta de los dedos en el lugar donde el círculo lívido del traumatismo señala la fractura. Y luego dice: -¡Levántate! -Tiene otra rotura más arriba, en la cadera – explica el suboficial queriendo decir, sin duda: « ¿No tocas esa?». Justo en ese momento, llega un habitante de Bet-Jorón: -¡Maestro, Maestro! ¡Te malempleas con paganos y mi mujer se muere! -Ve y tráemela, si tienes fe en mí. -Maestro, no se la puede dominar. Está desnuda y no se puede vestir. Está como loca y se rasga los vestidos. Está moribunda y no se tiene en pie. -Ve y tráemela, si no eres inferior en la fe a estos gentiles. El hombre se marcha descontento. Jesús mira al romano que está tendido a sus pies: -¿Y tú sabes tener fe? -Yo sí. ¿Qué tengo que hacer? -Levantarte. -Mira, Camilo, que… – está diciendo el suboficial. Pero el soldado está ya de pie, ágil, sano. Los israelitas no aclaman. No es un hebreo el curado. Es más, parecen descontentos, o, por lo menos, su cara expresa crítica contra el gesto de Jesús. Pero los soldados no lo están. Desenvainan las anchas dagas y las levantan en el aire plomizo, después de haberlas golpeado contra los escudos como para hacer ruido de fiesta. Jesús está en medio del círculo de armas blancas. El suboficial lo mira. No sabe como expresarse, ni qué hacer, él, hombre al lado de un dios, él, pagano al lado de Dios… Piensa y juzga que al menos debe hacer a Dios lo que haría al César. Y ordena el saludo militar al emperador (yo al menos creo que es así, porque oigo que resuena un « ¡Ave!» potente, mientras las dagas refulgen poniéndose casi horizontales en lo alto del brazo extendido). Y, no contento todavía, el suboficial dice en voz baja: -Ve tranquilo incluso de noche. Los caminos… todos vigilados. Servicio contra los bandidos. Estarás seguro. Yo… Deja de hablar. Ya no sabe qué más decir. Jesús le sonríe y dice: -Gracias. Ve y sé bueno. Incluso con los bandidos sé humano. Fiel a tu servicio, pero sin crueldad. Son unos infelices. Y tendrán que rendir cuentas de sus acciones a Dios. -Lo seré. ¡Salve! Quisiera volver a verte… Jesús lo mira muy fijamente. Luego dice: -Volveremos a vernos. En otro monte. Y repite: -Sed buenos. Adiós. Los soldados reanudan su camino. Jesús entra en el pueblo. Recorre pocos metros y, hacia Él y los que le siguen, ve venir a un grupo numeroso y vociferador (comentan cosas a gritos). Y del grupo se adelantan un hombre y una mujer -el hombre de antes- y se inclinan delante de Jesús: la mujer, de rodillas; el hombre, sólo inclinado. -Levantaos y alabad al Señor. Pero tengo que decirte a ti, hombre, que tu conciencia no es clara. Has venido a mí por egoísmo, no por amor a mí y por fe en mí. Y has dudado de mi palabra. ¡Y sabes quién soy! Luego has tenido un pensamiento no bueno, porque me paraba a curar a un gentil; de la misma forma que todo el pueblo había obrado mal negándose a acoger al herido. Por un exceso de misericordia y para tratar de hacer bueno tu corazón, te he curado a tu esposa sin entrar en tu casa. No lo merecías. Lo he hecho para que sepas que no es necesario que Yo vaya para actuar; basta con que quiera. Pero, en verdad os digo, a todos vosotros, que aquellos a los que despreciáis son mejores que vosotros y saben creer en mi poder más que vosotros. Levántate, mujer. Tú no eres culpable, porque no razonabas. Ve, y que sepas creer de ahora en adelante por gratitud a Señor. La expresión de los habitantes del pueblo se enfría y se hace altiva ante el reproche de Jesús; lo siguen amoscados hasta la plaza, donde se detiene a hablar, visto que el arquisinagogo no lo invita a entrar en la sinagoga y que ninguna casa se abre para el Maestro. -Cuando Dios está con los hombres, ellos pueden todo contra la desventura, contra cualquier tipo de desventura. Cuando Dios, por el contrario, no está con los hombres, ellos no pueden nada contra la desventura. Esta ciudad, en sus crónicas, (Josué 10, 8-11) recuerda esto más de una vez. Dios estaba con Josué y Josué derrotó a los reyes cananeos, y en este camino Dios le ayudó a destruir a los enemigos de Israel «lanzando del cielo sobre ellos grandes piedras, y fueron más los que murieron por las piedras del granizo que a filo de espada» se lee en el libro de Josué. Dios estaba con Judas Macabeo, (1 Macabeos 3,13- 24) que se asomó a este monte con su pequeño ejército a mirar al ejército poderoso de Serón, jefe de los ejércitos sirios, y Dios confirmó las palabras del caudillo de Israel con una victoria estrepitosa.Pero la condición necesaria para tener a Dios con nosotros es moverse por un motivo de justicia. «En las batallas la victoria no depende del número, sino de la ayuda que viene del Cielo» dice Judas Macabeo. En todas las cosas de la vida, el bien viene no del patrimonio de la potencia o de otra causa, sino de la ayuda que viene del Cielo. Y viene porque se pide ayuda para cosas buenas; «por nuestras vidas y nuestras leyes», sigue diciendo Judas Macabeo. Pero cuando se recurre a Dios para un fin malvado o impuro, vano es invocar su ayuda. Dios no responderá, o responderá con castigos en vez de con bendiciones. Esta verdad está demasiado olvidada ahora en Israel. Se quiere que Dios ayude y se le invoca para fines no buenos. No se practican las virtudes, y se observan los mandamientos no con verdadera observancia; o sea, de ellos se hace aquello que puede ser visto o alabado por los hombres. Pero distinto es lo que sucede detrás de la apariencia. Yo vengo a decir: sed sinceros en vuestras obras, porque Dios ve todas las cosas. Inútiles son los sacrificios y vanas las oraciones hechos por pura ostentación cultual, mientras se tiene el corazón lleno de pecado, de odio, de malos deseos. Bet-Jorón, no hagan tus habitantes lo que Abdías dice de Edom. Edom, creyéndose seguro, se permitía avasallar a Jacob y exultar por las derrotas de éste. No hagas lo mismo, ciudad sacerdotal. Toma el volumen de Abdías y medita en él. Medita. Medita. Medita. Y modifica tu camino. Sigue la justicia, si no quieres conocer días de horror. No te salvará entonces ni el estar en esta cima, ni el estar, aparentemente, al margen de los caminos de la guerra. Veo en ti a muchos que no tienen a Dios consigo y que no quieren la presencia Dios. ¿Murmuráis? Yo os digo la verdad. He subido hasta aquí para decírosla. Para salvaros todavía. ¿Nuestro nombre no era uno sólo? ¿No era todo Israel? ¿Por qué, entonces, se ha dividido y ha tomado dos nombres? ¡Oh! Esto verdaderamente me recuerda el matrimonio de Oseas (2, 1-2) con la mujer de prostituciones y a los hijos que de su fornicación nacieron. ¿Pero qué dice el profeta? «El número de los hijos de Israel será como la arena del mar… Y entonces en vez de decirles: “No sois mi pueblo” se les dice: “Sois los hijos del Dios vivo”. Y los hijos de Judá y de Israel se reúnan y elegirán a un solo jefe y desbordarán la Tierra, porque grande es el día de Yizreel». ¿Por qué criticáis, entonces, a Aquel que debe reunir todo y hacer un solo pueblo, un gran pueblo, único como único es Dios; por qué le criticáis el que ame a todos los hijos del hombre, porque todos son hijos de Dios, y el que deba hacer hijos del Dios vivo también a aquellos que actualmente asemejan a muertos? ¿Podéis juzgar mis acciones y su corazón y el vuestro? ¿De dónde os viene la luz? La luz viene de Dios. Pero si Dios me envía a mí con el encargo de reunir a todos bajo un solo cetro, ¿cómo podéis tener vosotros una luz verdaderamente divina que os muestre las cosas contrariamente a como las ve Dios? Y es así: veis lo contrario de lo que ve Dios. No murmuréis. Es verdad. Estáis fuera de la justicia. Pero aún más que vosotros lo están los que os seducen a la injusticia. Y serán doblemente castigados. Me acusáis de contubernio con el enemigo, con el dominador. Leo vuestros corazones. ¿Vosotros no tenéis contubernio con Satanás haciéndoos seguidores de los que combaten al Hijo del hombre, al Enviado de Dios? Por eso me odiáis. Pero conozco el rostro de quienes os instilan el odio. Como está escrito en Oseas (2, 1-2), Yo he venido con las manos cargadas de regalos, y el corazón de amor; he tratado de atraeros con los más dulces modos para suscitar vuestro amor hacia mí. He hablado a mi pueblo como el esposo a la esposa, ofreciéndole eterno amor y paz, y justicia y misericordia. Queda un tiempo todavía para evitar que el pueblo que me rechaza y los jefes que agitan al pueblo -Yo los conozco-, se queden sin rey, príncipe, sacrificio y altar. Pero en la guarida, donde más fuerte es el odio y más fuerte será el castigo, se trabaja para comprar las conciencias y encaminarlas al delito. ¡Oh, en verdad, los que desvían y descarrían a las conciencias serán juzgados siete veces siete más severamente que los descarriados! Vamos. He venido y he hecho un milagro, y os he dicho la verdad para manifestaros quién soy Yo y convenceros de mi realidad. Ahora me marcho. Si de entre vosotros hay uno sólo justo, que me siga, porque triste es el futuro de este lugar donde anidan las serpientes pan seducir y traicionar. Y Jesús se vuelve y vuelve a tomar el camino por el que ha venido. -¿Por qué, Rabí, les has hablado así? Te odiarán – le preguntan los apóstoles. -No busco conquistar amor negociando acuerdos, ni mintiendo. -¿Pero no hubiera sido mejor no venir? -No. Es necesario no dejar duda alguna. -¿Y a quién has convencido? -A ninguno. Por ahora, a ninguno. Pero pronto alguien dirá: «No podemos maldecir a nadie por haber sido avisados y no actuar». Y, si reprochan a Dios el haberlos castigado, su reproche será como una blasfemia. -Pero a quién querías aludir diciendo… -Preguntádselo a Judas de Keriot. Él conoce a muchos de este lugar y conoce sus astucias. Todos los apóstoles miran a Judas. -Sí. Este lugar está casi en estado de servidumbre respecto a Elquías. Pero… no creo que Elquías… – las palabras mueren en los labios de Judas, que, levantando la mirada de su cinto -se lo estaba colocando para aparentar normalidad-, encuentra la mirada de Jesús. Una mirada tan centelleante y penetrante que parece incluso magnética. Agacha la cabeza y termina: -Pero, eso sí, es un pueblo soberbio y odioso, que se merece a quien lo domina. Cada uno tiene lo que se merece. Ellos tienen a Elquías. Nosotros a Jesús. Y el Maestro ha hecho bien haciéndoles saber que no ignora. Ha hecho muy bien. -No cabe duda de que son malos. ¿Habéis visto? ¡Ni siquiera un saludo después del milagro! ¡Ni siquiera una limosna! Nada – observa Felipe. -Pues yo siento temor cuando el Maestro los desenmascara así – suspira Andrés. -Hacerlo o no hacerlo es igual. Lo odian igualmente. ¡Quisiera volver a Galilea! – dice Juan. -¡A Galilea, claro! – suspira Pedro, y baja la cabeza muy pensativo. Detrás, los que han seguido a Jesús y no lo dejan, comentan, comentan junto con los discípulos.