Confabulación en casa de Cusa para elegir a Jesús rey. El griego Zenón y la carta de Síntica con la noticia de la muerte de Juan de Endor.
Tiberíades ha vertido todos sus habitantes en las orillas del lago, o en el propio lago, buscando refrigerio en la brisa que recorre las aguas y cimbra los árboles de los jardines de la orilla. Mientras los ricos de esta ciudad -donde se entreveran muchas razas allí reunidas por muchos motivos- se procuran alivio en cómodas barcas de recreo, o desde las sombras verdes de los jardines observan los movimientos de las barcas en las aguas de turquesa, ya depuradas del amarillor que había puesto en ellas el aguacero de la noche anterior, los pobres, especialmente los niños, retozan en la playa, en el linde donde las olas mueren, y sus grititos, por el frío del agua que les da más arriba de lo que quisieran, parecen gritos de golondrinas.
Las barcas de Pedro y Santiago se acercan a la orilla dirigiéndose hacia el embarcadero.
-No. A1 jardín de Juana – ordena Jesús.
Pedro obedece sin decir nada, y la barca, seguida por su gemela, con una virada perfecta que dibuja una estela de espuma en forma interrogación, tuerce hacia el desembarcadero del jardín de Cusa, se arrima a él y se para. Jesús es el primero en bajar. Luego da la mano a las dos Marías para ayudarlas a bajar al pequeño andén.
-Ahora vosotros id al muelle grande y poneos a predicar al Señor. Veréis a un hombre que se acercará a preguntaros dónde estoy. Es el hombre de Antioquía. Traedlo a mí después de que hayáis despedido la gente.
-Sí… pero… ¿Qué debemos decir a la gente? ¿Predicar que has venido o predicar tu doctrina?
-Que he venido. Decir que para la aurora hablaré en Tariquea y curaré a los enfermos. Uno de vosotros que vigile las barcas, o poned algún discípulo que lo haga, para que estén preparadas para partir. Id y que la paz sea con vosotros.
Y se encamina hacía la cancilla que se cierra ante el embarcadero. Las dos Marías lo siguen silenciosas.
En el vasto jardín, donde pertinaces rosas florecen todavía, si bien muy escasas, no se ve a nadie. Pero se oyen los gritos felices de los dos pequeños, que están jugando.
Jesús, pasando la mano por entre los arabescos de la cancilla, trata de correr el pasador. Pero no lo consigue. Busca si hay algo que pueda hacer ruido y llamar la atención. Pero no hay nada. Entonces, al oír más cercanas las vocecitas de los dos niños, llama fuerte: -¡María!
Las dos voces enmudecen de golpe…
Jesús repite:
-¡María!…
Y allá, en el medio del prado, mantenido al rape -como una alfombra de la que sobresalieran los pies bien cuidados de los rosales-, allá aparece la niñita, dando pasitos cortos, cautos, con un dedito entre los labios, indagadores los ojos que escrutan en todas las direcciones; y luego, unos pasos más atrás, seguido de un corderito blanco como la espuma, vese a Matías.
-¡María! ¡Matías! – grita fuerte Jesús.
La voz guía las miradas inocentes. Los dos niños dirigen sus ojos hacia la cancilla, y ven a Jesús con la cara contra las barras, sonriéndoles.
-¡El Señor! Ve corriendo, Matías, donde mamá… Llama a Elías o a Miqueas… Que vengan a abrir…
-Vete tú. Yo voy donde el Señor… – y, tendidos los brazos, se echan a correr los dos: dos mariposas, una blanca, una rosada de cabecita morena.
Pero, afortunadamente, mientras corren llaman a los criados, y éstos, llevando en sus manos regaderas y rastrillos, acuden; de forma que, al fin, la cancilla se abre y los dos niños se refugian en los brazos de Jesús, quien los besa y pasa el umbral llevándolos de la mano.
-Nuestra mamá está en casa con sus amigas. Entonces a nosotros nos dicen que nos vayamos, porque no quieren que estemos allí – explica expeditivo Matías.
-No hables de esa forma tan mala. Nuestra mamá nos dice que nos vayamos porque esas damas son romanas y hablan todavía de sus dioses, y nosotros, los salvados de Jesús, debemos conocerlo sólo a Él. Es por esto, Señor. Matías es demasiado pequeño y no comprende – dice, con la gracia de su sensatez de criatura que ha sufrido, y que por eso es más madura, más adulta de lo que comportaría su edad.
-Nos dice que nos vayamos también nuestro padre cuando vienen los de la Corte. Y me gustaría, porque son casi todos soldados… guerreros… ¡La guerra! ¡La guerra es bonita! ¡Hace vencer! Echa a los romanos. ¡Abajo Roma! ¡Viva el Reino de Israel! – grita fieramente el pequeño.
-La guerra no es bonita, Matías; y muchas veces no se gana la guerra, y entonces de sometidos se pasa a ser esclavos. -Pero tu Reino debe venir. Y para hacer que venga se hará la guerra. Y se echará a todos, incluido Herodes, y Tú serás
rey.
-Calla, tonto. Ya sabes que no debes repetir lo que oyes. Hacen bien en decirte que te vayas. ¿No sabes que hablando así puedes perjudicar a nuestro padre, a nuestra madre y también a Jesús? – dice María. Y luego explica:
-Un día vino ese que es como un príncipe y pariente de Herodes y que es tu discípulo, a hablar con nuestro padre. Y gritaban mucho. No estaban solos, estaban con muchos otros…
-Guapísimos, con espadas bonitas, y hablaban de guerra… – interrumpe Matías.
-¡Calla, te digo! Y gritaban tanto que se oyó, y este tonto, desde entonces, no hace más que hablar de ello. Dile que no debe hacerlo… Nuestra mamá lo ha dicho, y nuestro padre le ha amenazado con llevarle a la cima del gran Hermón, a una gruta, con un esclavo sordo y mudo, hasta que no aprenda a callar. Y allí tendría que callar, porque, si habla con el esclavo, el esclavo no oye y no responde, y si grita, vienen las águilas y los lobos a comérselo…
-Un castigo verdaderamente terrible – dice Jesús sonriendo, y acaricia al niño, que ha perdido el ardimiento y se abraza a Jesús, como si ya viera a las águilas y lobos en disposición de devorarlo todo entero, incluida la lengüecita imprudente.
-¡ Un castigo verdaderamente terrible! – repite.
-¡Pues sí! Y yo tengo miedo de que le caiga, y de quedarme sin Matías, y lloro… Pero él no tiene piedad ni de mí ni de nuestra mamá, y nos va a hacer morir de dolor…
-No lo hago adrede. He oído… y digo… Es tan bonito… pensar que se derrota a los romanos y se echa a Herodes y a Filipo, y que Jesús sea Rey de Israel – termina en un susurro, escondiendo la cara entre la túnica de Jesús para apagar aún más el sonido de la voz.
-Matías no volverá a decir nunca estas cosas. Me lo promete a Mí y lo mantendrá. ¿No es verdad? Así no lo devorarán, y Juana y María no morirán de dolor, Cusa no estará inquieto y a mí no me odiarán. Porque, mira, Matías: diciendo estas cosas haces que me odien. ¿Te gusta que Jesús sea perseguido? Imagínate qué remordimiento, si un día tuvieras que decirte a ti mismo: «He provocado que persiguieran a Jesús, que me ha salvado; y todo por haber repetido lo que oí casualmente». Aquéllos eran hombres. Y los hombres pierden a menudo la vista de Dios porque son pecadores. No viendo a Dios, no ven la Sabiduría, y cometen errores, incluso con miras buenas, o que las creen buenas. Pero los niños son buenos. Sus espíritus ven a Dios y Dios descansa en su corazón. Por eso deben comprender las cosas con sabiduría y decir que mi Reino no se llevará a cabo con violencia, en la Tierra, sino con amor, en los corazones. Y deben rezar para que los hombres comprendan este Reino mío como lo comprenden los niños. Las oraciones de los niños van, de manos de sus ángeles, al Cielo, y el Altísimo las convierte en gracias. Y Jesús necesita estas gracias para hacer, de los hombres que piensan en la guerra y en el reino temporal, apóstoles que comprenden que Jesús es paz y que su Reino es espiritual y celeste. ¿Ves este corderito? ¿Acaso podría descuartizar a alguien?
-¡No! Si pudiera, nuestro padre no nos lo habría regalado, para que no nos despedazara.
-Es como has dicho. Lo mismo el Padre que está en los Cielos no me habría enviado jamás, si Yo hubiera tenido poder y voluntad de despedazar. Yo soy el Cordero y el Pastor. Y soy apacible y manso como el cordero. Y soy Aquel que reúne con amor, con cayado de Pastor bueno, no con lanza y espada de guerrero. ¿Has comprendido? ¿Me prometes a mí, personalmente, que no vas a volver a hablar nunca de estas cosas?
-Sí, Jesús. Pero… ayúdame Tú… porque yo solo…
-Te ayudo. Mira, te acaricio los labios y así sabrán estar cerrados.
-Maestro mío. ¡Santo atardecer este que me concede verte! – dice Jonatán, que ha venido de la casa y se ha postrado a los pies de Jesús.
-Paz a ti, Jonatán. ¿Puedo ver a Juana?
-Está viniendo. Ha despedido a las romanas para venir aquí contigo.
Jesús lo mira interrogativamente, pero no pregunta nada. Camina hacia la casa mientras escucha a Jonatán, que habla de Cusa «muy molesto con Herodes» y que dice: -Por amor a mi ama, te ruego que la frenes, porque quiere hacer cosas que… no te harían bien a ti, ni tampoco a él; pero, sobre todo, a ti.
Con un espléndido vestido blanco, sobre el que desciende desde la cabeza un velo tan pespuntado de plata, que parece una filigrana argéntea -y no sé cómo la ligereza del tejido puede resistir ese recamo de brocado de plata-; ceñida con una delgada diadema que por delante termina ligeramente en punta, como una mitra cuajada de perlas; y con pesados pendientes de perlas en las orejas, y perlas en la base del cuello, perlas en las muñecas y en los dedos: una aparición de belleza, pureza y gracia… Juana viene rauda hacía su Señor y, sin preocuparse de su bonito vestido, se postra en la tierra del paseo y besa los pies de Jesús.
-La paz a ti, Juana.
-Cuando estás conmigo, siempre hay paz en mí y en mi casa… ¡Madre!… – y hace ademán de querer besar los pies de María, pero Ella la recibe entre sus brazos y la besa. También se intercambia el beso con María de Alfeo.
Jesús, después de los saludos, dice:
-Tengo que hablar contigo. Juana.
-Aquí me tienes, Maestro. María, mi casa es tuya. Indica todo aquello de que tengáis necesidad. Yo voy con el Maestro…
Jesús ya se ha separado y ha ido al prado, bien a la vista de todos, pero aislado suficientemente como para que ninguno lo pueda escuchar. Juana lo alcanza.
-Juana, debo acoger a un enviado de Antioquía; de Síntica, claro. He pensado hacerlo en tu casa. Aquí, en tu jardín… -Tú eres e1 amo de todo lo que es de Juana.
-¿También de tu corazón? – Jesús la mira fija y penetrantemente.
-¡Tú ya sabes, Maestro! Estaba casi segura, ahora lo estoy del todo. Cusa… ¡La incoherencia de los hombres es tan grande! ¡Su espíritu de interés es tan fuerte! ¡Y su piedad hacia sus esposas tan poca! Nosotras somos… ¿Qué somos, incluso las esposas de los mejores? Una joya que se ostenta o se esconde, según pueda o no convenir… Un mimo, que debe reír o llorar, atraer o repeler, hablar o callar, mostrarse o estar oculto, según lo que el hombre quiera… siempre en vistas a su interés… ¡Es triste nuestra suerte, Señor! ¡Y también degradante!
-En compensación, os es dado saber subir más alto en el espíritu.
-Eso es verdad. ¿Te han referido o lo has sabido por ti? ¿Has visto a Manahén? Te buscaba…
-No. No he visto a nadie. ¿Está aquí?
-Sí. Estamos todos aquí… Quiero decir: todos los cortesanos de Herodes… y muchos por odio. Entre éstos también Cusa, desde que, por voluntad de Herodías, Herodes se complace en humillar a su intendente… Señor, ¿te acuerdas de que en Béter te dije que él me quería separar de ti porque temía el disfavor de Herodes? Bueno, pues han pasado sólo unos meses… Y ya quiere que ahora yo… que yo… Sí, Señor. Querría que te persuadiera a aceptar su ayuda para que ocupes el puesto del Tetrarca… Debo decirlo porque soy mujer, sujeta por tanto al hombre, y además hebrea, por tanto mucho más sujeta a la voluntad del marido. Y lo digo… Y no te aconsejo… porque creo saber ya que Tú… que Tú no te vas a hacer rey con la ayuda de las lanzas pagadas. ¡Oh!… ¿Qué he dicho? No debía hablar así… Debía dejarte escuchar primero a Cusa y a Manahén y a otros… ¿Y si callaba, no hacia mal?… Señor ayúdame a ver lo justo…
-Lo justo está en tu corazón, Juana. Ni con las cohortes romanas ni con las lanzas israelitas me haré rey Yo, aunque Roma e Israel quisieran pacificar este territorio por medio de mí. He comprendido ya lo suficiente como para reconstruir las cosas. Matías ha dicho palabras imprudentes. Jonatán ha aludido a desazones. Tú dices el resto. Yo completo así: una idea insensata de mi reino impele a los buenos, todavía no justos, como Manahén, a crear movimientos capaces de instaurar el reino de Israel según la idea fija de la mayoría. Un punzante, ardiente deseo de vengarse de una afrenta impele a otros, entre los cuales tu esposo, a lo mismo. En estos dos motivos nace palanca la astucia de los fariseos, saduceos, escribas, y la astuta herodiana, para lograr deshacerse de mí, haciéndome aparecer como no soy ante los ojos de quien nos domina. Tú has despedido a las romanas para decirme esto, para no traicionar a Cusa ni a Manahén ni a otros. Pero, en verdad te digo que quienes me han comprendido más que nadie son los gentiles. Me llaman el filósofo, quizás me consideran un soñador, un irrealista, un infeliz, según ellos, para quienes todo radica en la violencia. Pero han comprendido -al menos ellos lo han comprendido- que no soy de esta Tierra y que mi Reino no es de esta Tierra. No tienen miedo de mí, sino de mis seguidores. Tienen razón. Ellos, quién por amor, quién por orgullo, serían capaces de cualquier acción, con tal de lograr su idea: hacer de mí e1 Rey de reyes, el Rey universal- un pobre rey de un pequeño estado… Y, en verdad, de esta insidia debo guardarme más, de esta insidia que trabaja en la sombra instigada por mis verdaderos enemigos, que no están en el palacio proconsular de Cesárea, ni en el del Legado de Antioquía, ni tampoco en la Antonia, sino que están bajo las filacterias, las fimbrias y los «zizit» de los indumentos hebreos, y especialmente bajo los «zizit» floqueados y las amplias filacterias, puestos en los amplios indumentos de los fariseos y escribas para demostrar una adhesión aún más amplia a la Ley. Pero la Ley está en el corazón, no en los indumentos… Si estuviera en el corazón, estos que se odian, pero que ahora, olvidando el odio, se unen para hacer daño -ese odio que excavaba profundos barrancos entre una y otra casta de Israel, del Israel que ahora ya no está separado sino nivelado, porque los barrancos están rellenados con el odio a mí-, si estuviera la Ley en el corazón de éstos, y no colgada y anudada en los indumentos, en la frente, en la mano -como un salvaje se coloca amuletos, conchas, huesos, rostros de buitres, por superstición y adorno-, sí estuviera en el corazón esta Ley, si la Sabiduría no estuviera escrita dentro de las filacterias sino en las fibras del corazón, comprenderían que Yo soy y que contra mí, para destruirme como Verbo y como Hombre, no pueden ir. Yo debo, por tanto, defenderme de los amigos y de los enemigos, igualmente no justos en sus amores y en sus odios: debo tratar de guiar los amores y aquietar los odios. Yo esto lo hago para cumplir mí deber; y lo haré hasta que haya edificado el Reino, bañando las piedras con mi Sangre para que se unan sólidamente. Cuando os rocíe con mi Sangre, vuestros corazones dejarán de vacilar; me refiero a los corazones fieles a mí, al tuyo, Juana, que tanto lucha entre las dos fuerzas que actúan sobre ti y los dos amores que hay en ti: Yo-Cusa».
-Pero vencerás Tú, Señor.
-Venceré Yo. Sí.
-Pero trata también de salvar a Cusa… Ama a quien amo.
-Amo a quien te ama.
-Ama a Cusa, que te ama…
-La doblez no es para esa frente, pura como las perlas que la ciñen y que ahora enrojece con el esfuerzo de quererse y quererme persuadir de un amor de Cusa.
-Y, sin embargo, te ama.
-Sí. Por su interés. Como por su interés no me amaba en Ziv y en Siván… Pero, ahí está Simón de Jonás con el extranjero. Vamos donde ellos…
Van hasta el amplio vestíbulo que hay en la parte de atrás de la casa. Más que un vestíbulo, un pórtico semicircular abierto al parque. El parque se prolonga en la casa con este vestíbulo en forma de semicírculo, que da al jardín y está adornado de columnas con ramas de rosales ahora sin flores y ramaje delicado de jazmines, columnas tachonadas de flores y de otras plantas trepadoras purpúreas cuyo nombre ignoro.
-La paz sea contigo, extranjero. ¿Querías verme?
-Salud y gloria, Señor. Quería verte. Tengo una carta para ti. Me la dio una mujer griega en Antioquía. Soy… No, ya no soy griego, porque he tomado la ciudadanía romana para continuar con mi contrato de arrendamiento: soy proveedor de los soldados romanos. Los odio. Pero aprovisionarlos es fructífero. Por lo que nos han hecho, debería mezclar cicuta en la harina. Pero habría que envenenar a todos, a pocos no es eficiente. Reaccionarían peor… Creen que todo les es lícito por ser fuertes. Son bárbaros respecto a los griegos. Nos han robado todo para adornarse con las cosas nuestras y fingir civilidad. Pero rasca la costra, que está teñida de nuestra civilización, y descubrirás siempre a un Amulio, a un Rómulo, a un Tarquinio… Descubres siempre a un Bruto, asesino de quien lo beneficia. ¡Ahora tienen a Tiberio! ¡Y es todavía poco para ellos! Tienen a Sejano. Tienen lo que se merecen. Las cadenas, los delitos que han cometido, la espada, se vuelven contra ellos y muerden las carnes de los brutales romanos. Poco, aún demasiado poco. Pero lo que es ley sucederá. Cuando el monstruo sea enorme, caerá por su propio peso y se pudrirá. Y los vencidos reirán ante el enorme cadáver y pasarán de nuevo a ser vencedores. Que así sea. Todos los pies de los conquistadores pisando a aquella que ha aplastado todo con su expansión brutal… Pero perdona, Señor. El perpetuo dolor me ha arrollado una vez más…
Decía que una griega me dio una carta para ti y me dijo que Tú eras el Virtuoso perfecto. Virtuoso… Eres joven para serlo… Los grandes espíritus de la Hélade gastaron la vida para serlo un poco… Y, sin embargo, la mujer me ha hablado de tu Idea. Si verdaderamente crees en lo que enseñas, eres grande… ¿Es verdad que vives para prepararte a la muerte para dar al mundo la sabiduría de vivir como dioses y no como animales, como hacen ahora los hombres? ¿Es verdad que afirmas que hay sólo una riqueza digna de ser alcanzada: la de las virtudes? ¿Es verdad que has venido para redimir, pero que la redención empieza en nosotros mismos, siguiendo tus enseñanzas? ¿Es verdad que poseemos el alma y que debemos cuidarla porque es cosa divina, imperecedera, incorruptible por su naturaleza, pero que nosotros, sólo nosotros, viviendo como animales, podemos desdivinizar, a pesar de no poder destruirla? ¡Responde, Grande!
-Es verdad. Todo es verdad.
-¡Por Zeus! Esto lo decía también el sumo Nuestro. Pero parecía una música a la que le faltara una nota, una lira a la que le faltara una cuerda. De vez en cuando se sentía un vacío, que el filósofo no había sorteado. Tú has colmado ese vacío, si realmente has venido no sólo para enseñar sino también para morir, no obligado a ello por nadie, sino por voluntad propia de obediencia al Dios, lo cual hace de tu muerte no un suicidio sino un sacrificio… ¡Por la divina Palas! Ninguno de nuestros dioses hizo esto jamás. Así que deduzco que Tú eres más que ellos. La griega dice que no existen, y Tú sólo eres… ¿Entonces estoy hablando con un Dios? ¿Y puede un Dios escuchar a un aprovisionador ladrón y rencoroso con su enemigo, a un miserable hombre? ¿Por qué me escuchas?
-Porque veo tu alma.
-¿La ves? ¿Cómo es?
-Retorcida, sucia, con serpientes por cabellos, desabrida, ignorante, a pesar de que tu intelecto sea muy distinto del de un bárbaro. Pero dentro del templo feo tienes un altar que espera, como el que está en el Areópago, y espera la misma cosa: al Dios verdadero.
-A ti, entonces. Porque la griega dice que Tú eres el Dios verdadero. Pero, ¡por Zeus!, es verdad lo que dices de mi alma. Eres más claro y seguro que el oráculo délfico. Pero Tú predicas paz, amor, perdón. Difíciles virtudes. Y predicas continencia, y honestidad de todo tipo… Ser eso es ser dioses más grandes que los dioses, porque ellos… ¡ellos no son pacíficos, honestos, magnánimos!… Son la perfección de las pasiones malas del hombre, excepto Minerva, que es al menos sabia… ¡La misma Diana!… Pura, pero cruel… Sí, ser lo que Tú predicas es ser más que los dioses. Si yo lo alcanzara… ¡Por el bellísimo Ganímedes! Él, de jovencito, a águila olímpica y divino copero. Pero Zenón, de proveedor de cereales a los amos bárbaros, a dios… Pero deja que me interne en este pensamiento, y lee la carta de la mujer entretanto… – y el hombre se pone a pasear como un peripatético.
Pedro, cansado, al ver que el discurso era largo, se había sentado cómodamente en un asiento del atrio, y, en el frescor del ambiente y en mullidos almohadones echados encima del asiento, se ha puesto tranquilamente a dar una cabezada… Pero debe haber tenido un oído en vela, porque le despierta el ruido de romper el sigilo y de desenrollar el pergamino, y se pone en pie mientras se frota los ojos soñolientos. Se acerca al Maestro, que lee de pie, erguido, debajo de una lámpara de lastras de mica delicadamente violácea. Siendo tenue la luz, adecuada para iluminar el lugar sin quitarle el encanto de la luna en las noches serenas, Jesús mantiene alto el folio para leer las palabras; y Pedro, mucho más bajo que el Maestro y estando a su lado, trata de alargar el cuello, de ponerse de puntillas para ver, pero no puede.
-¿Es Síntica, eh? ¿Qué dice? – pregunta dos veces, y suplica:
-¡Lee fuerte, Maestro!
Pero Jesús responde:
-Sí. Es ella… Después… – y lee, lee, y, acabado el primer folio, lo enrolla y se lo mete en los pliegues de la cintura y continúa la lectura del segundo folio.
-¡Cuánto ha escrito, ¿eh?! ¿Cómo está Juan? ¿Y quién es aquel nombre?
Pedro se muestra insistente como un niño.
Jesús está tan absorto que ya no lo escucha. Terminado queda el segundo folio, que recibe el mismo destino que el
primero.
-Ahí se estropean. Deja que los tenga yo… – y, sin duda, piensa: «y les dé una ojeada.» Pero, alzando los ojos para seguir las manos del Maestro, que desenrollan el tercero y último folio, ve brillar una lágrima que cuelga de las pestañas rubias de Jesús. -¡¿Maestro?! ¡¿Lloras?! ¿Por qué, Maestro mío? – dice, y se pega a Él, y le abraza la cintura con su brazo musculoso y corto.
-Ha muerto Juan…
-¡Oh! ¡Pobrecillo! ¿Cuándo?
-Con los primeros calores fuertes… Echándonos mucho de menos..
-¡Pobre Juan!… Pero, claro… ¡estaba consumido!… Y el dolor de separarse… ¡Todo por esas serpientes! ¡Si supiera su nombre!… Lee fuerte, Señor. ¡Yo lo quería a Juan!
-Después. Después leeré. Calla ahora.
Jesús lee atento… Pedro se alarga aún más para ver… La lectura termina. Jesús enrolla de nuevo el folio y dice: -Llama a mi Madre.
-¿No lees?
-Voy a esperar a los otros… Entretanto me despediré de ese hombre.
Y, mientras Pedro entra en casa, donde están las discípulas con Juana, Jesús va donde el griego:
-¿Cuándo partes?
-Debo ir a Cesárea, donde el Procónsul, y, después de comprar una serie de artículos, voy a Joppe. Partiré dentro de un mes, a tiempo de evitar las tempestades de Noviembre. Me marcho por mar. ¿Me necesitas para algo?
-Sí, para responder. La griega dice que me puedo fiar de ti.
-Dicen que somos falsos. Pero también tenemos la capacidad de no serlo. Fíate de mí. Puedes preparar el escrito y buscarme para los Tabernáculos en casa de Cleante, el que me provee de quesos de Judea para las mesas de los romanos: tercera casa después de la fuente del pueblo de Betfagé; no te puedes confundir.
-Tú tampoco te puedes confundir, si sigues por el camino en que has puesto pie. Adiós, hombre. Que la civilización griega te conduzca a la cristiana.
-¿No me reprochas el que odie?
-¿Sientes que debería hacerlo?
-Sí. Porque condenas el odio como pasión indigna y aborreces la venganza.
-¿Y tú qué piensas de ello?
-Que quien no odia y perdona es más grande que Júpiter.
-Alcanza, entonces, esa grandeza… Adiós, hombre. Que tu familia quiera a Síntica, y en el exilio en que os halláis tomad los caminos de la Patria inmortal: el Cielo. Quien cree en mí y practica mis palabras tendrá esa Patria. Que la Luz te ilumine. Ve en paz.
El hombre saluda y se pone en camino. Luego se para, vuelve atrás, pregunta: -¿No te voy a oír hablar?
-A1 amanecer hablaré en Tariquea. Pero luego voy hacia la Siro-Fenicia, y luego, no sé por qué camino, a Jerusalén. -Te buscaré. Y mañana estaré en Tariquea, para juzgar si eres tan elocuente como sabio.
Se marcha definitivamente.
Las mujeres están en el atrio, y comentan con Pedro la muerte de Juan. Y ya han vuelto los otros, los que se habían quedado por la ciudad para avisar que mañana por la mañana el Rabí estaría en Tariquea. Todos hablan del pobre Juan de Endor, y están ansiosos de saber.
-¡Ha muerto, Hijo!
-Sí. Está en la paz.
-Verdaderamente ha terminado de sufrir – dice María Santísima.
-Ha salido de la cárcel definitivamente- comenta Pedro.
-Hubiera sido justo que no hubiera sufrido el último dolor, el del exilio- exclama Judas de Alfeo.
-Una purificación más- sentencia Santiago Zebedeo
-¡Oh, no quisiera para mí esta purificación! Cualquier otra, ¡pero no morir lejos del Maestro!
-Y, sin embargo… moriremos todos así… ¡Maestro llévanos contigo! – dice Andrés después de los otros.
-No sabes lo que pides, Andrés. Éste es vuestro puesto hasta mi llamada. Pero escuchad lo que escribe Síntica. «Síntica de Cristo al Cristo Jesús, salud.
El hombre que te llevará estos folios es un connacional mío. Me ha prometido buscarte hasta encontrarte, y reservar como último lugar Betania, donde dejará la carta, en casa de Lázaro, si no hubiera podido encontrarte en ningún sitio. Es una persona que se resarce como puede de todo el mal que de Roma ha recibido, él y sus antepasados. Tres veces Roma descargó su mano sobre ellos, de muchas maneras, y siempre con sus métodos. Él, con sutileza griega, dice que ahora ordeña las vacas tiberinas para hacerles escupir las cabras helénicas. Es proveedor de la casa del Legado y de muchas casas de esta pequeña Roma y gran ciudad reina de Oriente. Y además, después de con los refinamientos para los ricos, ha logrado hacerse con los aprovisionamientos para las cohortes de Oriente, con astuto modo, hecho de agasajos serviles que cubren un odio incurable. No apruebo su método. Pero cada uno tiene sus maneras. Yo habría preferido el pan mendigado por el camino, antes que las arcas de oro recibidas del opresor. Y así habría hecho siempre, si ahora otro motivo -que no es la ganancia para mí- no me hubiera empujado a imitar al griego para mi objetivo.
Pero en el fondo es un buen hombre, y su mujer también es buena, y sus tres hijas y el hijo. Los he conocido en la pequeña escuela de Antigonio, y, habiendo enfermado al principio de la primavera la madre, la curé con el bálsamo, y así entré en la casa de ellos. Muchas casas me habrían recibido con gusto como maestra y bordadora. Casas nobles y casas de comerciantes. Pero he preferido ésta por un motivo que no es el que sea casa de griegos. Ahora te explicaré.
Te suplico conmiseración para Zenón, si bien no puedes aprobar su pensamiento. Es como ciertos terrenos áridos, cuarzosos en la superficie, pero magníficos bajo la costra dura. Espero lograr hacer desaparecer esta costra creada por tanto dolor y poner al descubierto el buen terreno. Sería una gran ayuda para tu Iglesia, siendo Zenón, como es, conocido, y estando, como está, relacionado con tantos de Asia menor y Grecia, de Chipre y Malta, e incluso de Iberia, donde, en todas partes, tiene parientes y amigos, griegos como él y perseguidos, o también romanos, soldados o de las magistraturas, utilísimos un día para tu causa.
Señor, mientras escribo, desde una de las terrazas de la casa, veo Antioquía, con sus embarcaderos en el río, el palacio del Legado en la isla, y sus vías regias, sus murallas con sus cuantiosas torres potentes. Y, si me vuelvo, veo la cresta del Sulpio, que se cierne sobre mí, con sus cuarteles; y veo el otro palacio del Legado. Así, estoy entre las dos manifestaciones del poder romano, yo, pobre mujer sujeta, sola. Pero no me dan miedo. Es más, pienso que lo que no pueden la ira de los elementos y la fuerza de todo un pueblo amotinado, lo hará la debilidad que no da sombra, la aparente debilidad -despreciable para los poderosos- de quien es una fuerza porque posee a Dios: a ti.
Pienso, y te lo digo, que esta fuerza romana será la fuerza cristiana cuando te haya conocido, y que se deberá empezar el trabajo por las ciudadelas de la romanidad pagana, porque ellas serán siempre las dueñas del mundo y una romanidad cristiana querrá decir una cristiandad universal. ¿Esto cuándo? No lo sé. Pero siento que será. Y de aquí que mire con una sonrisa a estos testimonios de potencia romana, pensando en aquel día en que pondrán las enseñas y su fuerza al servicio del Rey de los reyes. Las miro como se mira a amigos útiles que aún no saben que lo son, que harán sufrir antes de ser conquistados, pero que, una vez conquistados, te llevarán a ti, llevarán el conocimiento de ti, hasta los confines del mundo.
Yo, pobre mujer, oso decir a mis hermanos en ti, a mis hermanos mayores, que cuando llegue la hora de la conquista del mundo para tu Reino, no por Israel -demasiado cerrado en su rigorismo mosaico exacerbado por el farisaico y por las otras castas, como para ser conquistado-, sino por aquí, por el mundo romano, por sus extremidades -los tentáculos con que Roma estrangula toda fe, todo amor, toda libertad que no sean las que ella quiera, las que le son útiles-, por aquí deberá empezarse la conquista de los espíritus para la Verdad.
Tú lo sabes, Señor. Pero yo hablo para los hermanos que no pueden creer que también nosotros, los gentiles, tengamos aspiración al Bien. A los hermanos digo que bajo la coraza pagana hay corazones desilusionados del vacío pagano, asqueados de la vida que llevan porque así es costumbre, cansados de odio, de vicio, de insensibilidad. Hay espíritus honestos, pero que no
saben dónde apoyarse pare hallar satisfacción a su aspiración al Bien. Dadles una Fe que apague su sed. Morirán por ella, llevándola cada vez más adelante cual antorcha en las tinieblas, como los atletas de los juegos helénicos».
Jesús enrolla el primer folio y mientras los que están escuchando comentan el estilo, la fuerza, las ideas de Síntica, y se preguntan por qué ya no está en Antigonio, Jesús abre el segundo folio.
Pedro, que hasta ahora ha estado sentado, vuelve a acercarse, como para oír mejor, y otra vez, arrimándose a Jesús, se alza sobre la punta de sus pies.
-Simón, hace mucho calor; tú me ahogas – dice sonriendo Jesús
-Vuelve a tu sitio. ¿No has oído hasta ahora?
-¿Oído? Sí. Pero no he visto. Y ahora quiero ver, porque Tú cambiaste y lloraste desde ese folio… Y no es sólo por Juan… Se sabía que estaba a las puertas de la muerte…
Jesús sonríe, pero, para impedir a Pedro ojear el escrito por detrás de los hombros, se pega a la columna más cercana, sin preocuparse de que se aleja de la luz de la lámpara, que si no ilumina el folio, ilumina, eso sí, la cara de Jesús.
Pedro, bien decidido a ver, a entender, arrastra una banqueta, frente a Jesús, y se sienta, y tiene los ojos fijos en el rostro del Maestro.
«Tanto estoy convencida de esto, que, habiéndome quedado sola, he dejado Antigonio por Antioquía, segura de poder trabajar más en este terreno -donde, como en Roma, todas las razas se funden y mezclan- que donde impera Israel… No puedo yo, mujer, partir a la conquista de Roma. Pero, si la Urbe me es inalcanzable, yo en la hija más bella de la Urbe, la más semejante a la madre en todo el Orbe, siembro… ¿En cuántos corazones caerá la semilla? ¿En cuántos germinará? ¿En cuántos será transportada a otros lugares y esperará a los apóstoles para germinar? No lo sé. No pido saberlo. Yo hago. Ofrezco al Dios que he conocido, y que sacia mi espíritu y mi intelecto, el trabajo. En este Dios creo, como en el Dios único y omnipotente. Sé que no defrauda al que es de buena voluntad. Esto me basta y me sostiene en el obrar.
Maestro, Juan murió el sexto día antes de las nonas de junio según los romanos, casi en la neomenia de Tammuz según los hebreos. Señor… ¿Para qué te digo lo que ya sabes? Y, sin embargo, lo digo, para los hermanos. Juan murió como justo, y, en honor a la verdad sobre sus sufrimientos, debería decir como mártir. Yo le asistí con toda la piedad que una mujer puede tener, con todo el respeto que se tiene hacia un héroe, con todo el amor que se tiene a un hermano. Pero ello no evitó un sufrimiento tal, que yo, no por fastidio o cansancio, sino por compasión, rogaba al Eterno que lo llamara a la paz. Él decía: “a la libertad”.
¡Qué palabras salían de su boca! ¿Es que puede subir a tanta luz de sabiduría un hombre que, como él decía, ha descendido hasta el fondo? ¡Oh, la muerte es verdaderamente el misterio que revela nuestro origen, y la vida es el escenario que esconde el misterio! Un escenario que se nos da sin motivos ornamentales, donde nosotros podemos realizar lo que queramos. Él había grabado muchas cosas, no todas hermosas; pero las últimas fueron sublimes. Del sombrío cielo de abajo, en que había diseños de dolor humano y de humana dolencia, cual sabio artífice, había pasado a signos cada vez más luminosos, y había decorado de virtudes el retazo de su vida cristiana, para terminar en una fúlgida luminosidad de alma perdida en Dios. Yo te lo digo: no habló, sino que cantó su último poema. No murió, sino que ascendió. Y no pude distinguir con exactitud cuándo hablaba todavía el hombre o cuándo hablaba ya el espíritu hijo de Dios. Señor, he leído, Tú lo sabes, todas las obras de los filósofos, buscando un alimento al alma atada por las dobles cadenas de la esclavitud y del paganismo. Pero eran obras de hombre. En este caso, no eran ya palabras de hombre, sino de superhombre, de espíritu regio, más: de espíritu semidivino. Yo he tutelado el misterio, que además no habría sido comprendido por nuestros huéspedes, buenos con el hombre, pero israelitas en el más amplio y completo sentido de la palabra… Y cuando en los últimos toques del amor Juan fue sólo un amor hablante, alejé a todos y recogí yo sola lo que Tú ciertamente sabes…
Señor… este hombre murió, ha “salido por fin de la carne, ha ido a la libertad”, como él decía con el hilo de voz de los últimos días, y con la mirada encendida en éxtasis, apretándome la mano y descubriéndome con sus palabras el Paraíso. Este hombre ha muerto enseñándome a vivir, a perdonar, a creer, a amar. Ha muerto preparándome al último período de tu vida. Señor, lo sé todo. Él me había instruido acerca de los profetas en las noches de invierno. Conozco el Libro como una verdadera israelita. Pero sé también lo que el Libro no específica… ¡Maestro mío y Señor mío… yo lo imitaré! Y quisiera el mismo favor, pero creo que es más heroico no pedirlo, y hacer tu voluntad…».
Jesús enrolla el folio y hace ademán de tomar el tercero.
-¡No, no, Maestro! No puede ser… Hay más. ¡No puede haber terminado tan pronto el folio! – exclama Pedro. ¡No estás leyendo todo! ¿Por qué, Señor? ¡Vosotros! ¡Protestad! Síntica ha escrito más para nosotros que para Él, y Él no nos lee.
-¡No insistas, Pedro!
-¡Sí que insisto! ¡Claro que insisto! Mira que he visto que tu ojo iba más abajo de golpe, y que -hay transparencia- no has leído los últimos renglones. No estaré tranquilo hasta que hayas leído de nuevo el final de ese folio. ¡Antes llorabas!… ¿Hay acaso motivo de llorar en eso que has leído? Duele, sí, saber que ha muerto… ¡pero una muerte así no hace llorar! Yo creía que hubiera muerto mal, perdiendo su espíritu… Sin embargo… ¡Lee, anda! ¡Madre! ¡Juan! Vosotros que obtenéis todo…
-Escúchalo, Hijo mío, y aunque sea algo doloroso de saberse beberemos todos el cáliz…
-Sea como queréis…
«Conozco el Libro como una verdadera israelita. Pero sé también lo que el Libro no especifica, o sea, que tu Pasión ya no tardará en cumplirse, porque Juan ha muerto y Tú le prometiste breve tiempo en el Limbo. El me lo dijo. Me dijo que habías prometido que lo sacarías de aquí antes de que conociera cómo puede ser y a dónde puede llegar el odio de Israel hacia ti, y ello para impedir que por amor a ti odiase a tus torturadores. Ahora él ha muerto… Tú estás, por tanto, próximo a morir… No. A vivir. Verdaderamente a vivir con tu Doctrina, contigo mismo dentro de nosotros, con la Divinidad en nosotros, una vez que tu Sacrificio nos haya devuelto la vida del alma, la Gracia, la unión con el Padre, con el Hijo, con el Espíritu Santo.
Maestro, mi Salvador, mi Rey, mi Dios… fuerte es mi tentación, mejor dicho: ha sido fuerte, de ir donde ti ahora que Juan duerme con el cuerpo en el sepulcro y reposa con el espíritu en la espera. Ir donde ti para estar con las otras al pie de tu
ara. Pero las aras se adornan no sólo con la víctima, sino también con guirnaldas en honor del Dios en cuyo honor se celebra el sacrificio. Yo pongo mi violácea guirnalda de discípula lejana a los pies de tu ara. Y en la guirnalda pongo la obediencia, el trabajo, el sacrificio de no verte y escucharte… ¡Será muy duro! ¡Es muy duro ahora, cuando tus coloquios sobrenaturales con Juan han concluido, y yo ya no gozo de ellos!… Señor, alza tu mano sobre tu sierva para que sepa hacer sólo tu voluntad y te sepa servir».
Jesús enrolla el folio y observa la cara de los que lo escuchan. Están pálidos. Pero Pedro susurra:
-No comprendo por qué llorabas… Pensaba que había otras cosas…
-Lloraba porque confrontaba al que fue uxoricida y forzado, y a la esclava pagana, con demasiados de Israel. -¡Comprendo! Te angustia el que los hebreos sean inferiores a los gentiles, y los sacerdotes y príncipes a los forzados.
Tienes razón… ¡He sido un estúpido! ¡Qué mujer esta mujer! ¡La pena es que haya tenido que marcharse!… Jesús abre el tercer folio.
‘Y sepa imitar en todo al discípulo y hermano que ya está en la paz, a donde ha ido después de haber cumplido todas las purificaciones… en tu honor y para aliviar tus sufrimientos».
-¡Ah! ¡No, no!
Pedro ha saltado con agilidad encima del asiento antes de que Jesús haya podido separarse, y ve que no es posible haber llegado ya a donde Jesús mira. Hay qué tener en cuenta que el pergamino se enrolla en sí mismo a medida que por arriba se le va soltando; por lo cual, muchos renglones están ya ocultos en lo alto del folio.
Jesús alza la cabeza y, con el rostro más afligido que triste, dulce pero firme, repele a su apóstol y dice: -¡Pedro, tu Maestro sabe lo que te conviene! Deja que Yo te dé lo que para ti es bueno…
Pedro queda tocado por esas palabras, y más por la mirada —tan implorante, luciente por una lágrima que está para caer- de Jesús. Baja del asiento y dice:
-Obedezco… ¿Pero, qué podrá ser lo que hay ahí?
Jesús reanuda la lectura:
«Y ahora que he hablado de otros, hablo de mí. He dejado Antigonio después de la sepultura de Juan. No porque me tratasen mal, sino porque sentía que ése no era mi lugar. ¿Por qué lo sentía? No lo sé. Lo sentía. Como te he dicho, había conocido a muchas familias, porque muchos habían venido a nosotros. He preferido quedarme en la de Zenón, precisamente porque está en el ambiente en que espero trabajar.
Una mujer romana quería que viviera en su espléndida casa, junto a la Columnata de Herodes. Una siria riquísima me invitaba como maestra al taller de tejidos que su marido, que es de Tiro, ha abierto en Seleucia. Una viuda prosélito, madre de siete niñas, que vive cerca del puente Seleucio, quería que viviera con ella, por respeto a Juan, maestro de los niños. Una familia greco-asiria, con almacenes en una calle cerca del Circo, solicitaba que fuera a ella, porque en el tiempo de los juegos podía ser útil. En fin, un romano, que había sido centurión, creo, sin duda militar, y que se había quedado aquí no sé exactamente con qué obligación, curado también con el bálsamo, insistía para tenerme en su casa. No. No quería los ricos, ni los mercaderes. Quería almas, y almas griegas y romanas, porque siento que por ellas debe empezar la expansión de tu Doctrina en el mundo.
Y aquí estoy, en casa de Zenón, en las laderas del Sulpio, cerca de los cuarteles. La ciudadela se cierne amenazadora desde la cima. Y, sin embargo, a pesar de ser tan adusta, es mejor que los ricos palacios del Onfolo y del Ninfeo, y tengo amigos en ella. Un soldado que te conoce, de nombre Alejandro: un sencillo corazón de niño dentro de un cuerpo grande de soldado. Y el mismo tribuno, llegado hace poco de Cesárea, bajo su clámide tiene un corazón recto. Dentro de su tosca sencillez, se acerca más a la Verdad Alejandro. Pero tampoco el tribuno, que te admira como a un orador perfecto, un filósofo «divino», como él dice, es hostil a la Sabiduría, aunque todavía no pueda acoger la Verdad. Conquistar a éstos y a sus familias con un mínimo de tu conocimiento significa esparcir la semilla de este conocimiento a septentrión y a mediodía, a oriente y a occidente, porque los soldados son como granos agitados por el aventador, o mejor: tamo que el molino del viento, en este caso la voluntad de los Césares y las necesidades de dominio, esparce por todas partes.
Cuando llegue un día en que tus apóstoles, como pájaros lanzados a volar, se esparzan par la Tierra, gran ayuda será para ellos el encontrar en los lugares de apostolado uno, uno sólo, aunque sea uno sólo que no ignore tu venida. Por esta idea cuido también, de los gladiadores, los cuerpos dolientes de los viejos y los heridos de los jóvenes; por esto mismo, ya no evito a las mujeres romanas; por esto soporto a quienes eran causa de dolor para mí… Todo. Por ti. Si yerro, aconséjame con tu sabiduría. Sólo que sepas, pero ya lo sabes, que mis errores provienen de deficiencias, no de malicia.
Señor, tu sierva te ha dicho muchas cosas… Nada, respecto a lo mucho que tengo en el corazón. Pero Tú ves mi espíritu. Señor… ¿cuándo veré tu rostro? ¿Cuándo veré de nuevo a tu Madre?, ¿y a los hermanos?… La vida es un sueño que pasa. Pasará la separación. Estaré en ti, y con ellos, y será la alegría y la libertad para mí, también para mí, como para Juan.
Me postro a tus pies, mi Salvador. Bendíceme con tu paz. A María de Nazaret, a las discípulas, paz y bendición. A los apóstoles y a los discípulos, paz y bendición. A ti, Señor, gloria y amor».
-He leído. Madre, ven conmigo. Vosotros esperadme. O descansad. No regreso. Estaré en oración con mi Madre. Juana, si alguno me busca, estoy en el cenador de cerca del lago.
Pedro ha apartado un poco a María y le dice algo, intranquilo pero en voz baja. María le sonríe y susurra algo. Luego alcanza a su Hijo, que sigue el sendero apenas visible en la noche.
-¿Qué quería Simón de Jonás?
-Saber, Hijo mío. Es como un niño… un niño grande… Pero es muy bueno.
-Sí, es muy bueno. Y te ha rogado a ti, que eres buenísima, para saber… Ha descubierto el punto débil: tú y Juan. Lo sé. Hago como que no lo sé, pero lo sé. Pero no puedo ceder siempre para complacerlo… No hacía falta, Jonatán. Podíamos estar también sin luz – dice, al ver que Jonatán viene con una lámpara de plata y con unos almohadones que ahora dispone en la mesa y en los asientos del cenador.
-Lo ha ordenado Juana. La paz a ti, Maestro.
-Y a ti.
Se quedan solos.
-Decía que no siempre puedo complacerlo. Esta noche no podía. Sólo tú puedes conocer los puntos que he callado. Te he llamado para esto, y también para estar contigo, Mamá… Para mí, estar contigo en las últimas horas antes de una separación es acumular tanta dulce fuerza, que me siento rico de ella para muchas horas de soledad en medio del mundo, que no me comprende o que me comprende mal. Y estar contigo en las primeras horas de un regreso es tomar nuevas fuerzas, después de todos los cálices que debo beber en el mundo… tan desagradables y amargos.
María lo acaricia sin hablar. Erguida junto a Él, que está sentado es la Madre que conforta a su Hijo. Pero Él hace que se siente y dice
-Escucha… – y entonces María, en posición atenta, sentada frente a Él, pasa a ser la discípula pendiente de los labios de Jesús Maestro.
-Síntica escribe, hablando de Antioquía:
“Aquí la voluntad -no sé distinguir dónde cesa la de los hombres y empieza la de Dios, porque no soy sabia- aquí la voluntad, más fuerte que mi deseo, me ha traído, y quién sabe si no habrá sido todo voluntad de Dios. Lo cierto es que, casi seguro por una gracia del Cielo, ahora le tengo amor a esta ciudad que, con las cimas del Casio y del Amano custodiándola desde dos lados, y las crestas verdes de las Montañas negras más lejos, mucho me recuerda a la patria perdida. Y tengo la impresión de que sea el primer paso de regreso hacia mi tierra, y no paso de peregrina cansada que vuelve para morir, sino de mensajera de vida que viene a dar vida a quien fue para ella madre. Tengo la impresión de que desde aquí, golondrina descansada para el vuelo y nutrida de Sabiduría, tuviera que volar a la ciudad en que vi la luz y de la cual quiero, quisiera subir a la Luz después de dar la Luz que me fue dada.
Mis hermanos en ti, yo lo sé, no aprobarían este pensamiento… Quieren sólo para ellos tu sabiduría. Pero se equivocan. Un día comprenderán que el mundo espera, y que el mundo despreciado será el mejor. Yo les preparo el camino a ellos. No sólo aquí, sino con cuantos convergen aquí y luego regresan a sus tierras; y no distingo mucho si son gentiles o prosélitos, griegos o romanos, o de otras colonias del imperio y de la Diáspora. Hablo, suscito deseos de conocerte… El mar no está hecho de una nube vaciada; está hecho de nubes y nubes y nubes que vacían su agua en la tierra y vierten a1 mar. Yo seré una nube. El mar será el cristianismo. Quiero multiplicar el conocimiento de ti para contribuir a formar el mar del cristianismo. Yo, griega, sé hablar a los griegos, no tanto con el idioma cuanto con la comprensión… Yo, que fui esclava de los romanos, sé trabajar con los romanos, cuyos puntos sensibles conozco. Y, por el tiempo que he vivido entre los hebreos, sé también cómo tratar a éstos, especialmente aquí, donde los prosélitos son numerosos. Juan ha muerto para tu gloria. Yo viviré para tu gloria. Bendice nuestros espíritus».
-Y más adelante, donde habla de la muerte de Juan, donde no he dejado que Simón leyera, está escrito: “Juan ha muerto tras haber pasado todas las purificaciones, incluso la extrema, la del perdón a aquellos que con sus maneras de actuar te han obligado a alejarlo y lo han matado. Sé el nombre de éstos, al menos del principal. Juan me lo reveló, diciendo: “Desconfía siempre de él. Es un traidor. Me ha traicionado a mí, lo traicionará a Él y traicionará a nuestros compañeros. Pero lo perdono, a Judas Iscariote, como lo perdonará Él. Es tan grande ya el abismo en que yace, que no quiero excavarlo más no perdonándole el haberme matado separándome de Jesús. Mi perdón no lo salvará. Nada lo salvará, porque es un demonio. No debería decirlo, yo que fui asesino, pero en mí había al menos una ofensa que me hacía perder el juicio. Él arremete contra quien no le ha hecho ningún mal y acabará traicionando a su Salvador. Pero lo perdono, porque la bondad de Dios ha hecho de su odio contra mí mi bien. ¿Ves? He expiado todo. Él, el Maestro, me lo dijo ayer noche. He expiado todo. Ahora salgo de la cárcel. Ahora entro verdaderamente en la libertad, libre incluso del peso del recuerdo del pecado de Judas de Keriot hacia un desdichado que había encontrado la paz junto a su Señor”.
Yo también, siguiendo su ejemplo, le perdono el haberme arrancado de ti, de la Madre bendita, de las hermanas discípulas, de oírte, de seguirte hasta la muerte, para estar presente en tu triunfo de Redentor. Y lo hago por ti, en honor tuyo y para aliviar tus sufrimientos. Estáte tranquilo, mi Señor. El nombre del oprobio que hay entre las filas de tus seguidores no saldrá de mis labios, y, conjuntamente, no saldrá nada de lo que he oído a Juan cuando su yo hablaba con tu invisible, letificante Presencia. He estado dudando si ir a verte antes de establecerme en mi nueva morada. Pero he sentido que habría transparentado mi repulsa hacia Judas Iscariote, y que te habría perjudicado ante tus enemigos. He sacrificado así este consuelo también… con la seguridad de que el sacrificio no quedará sin fruto y sin premio».
-Esto es, Madre. ¿Podía leerle esto a Simón?
-No. Ni a él ni a los otros. Dentro de mi dolor tengo la alegría de esta muerte santa de Juan… Hijo, vamos a orar para que él sienta nuestro amor y… y para que Judas no sea el oprobio… ¡Oh, es horrendo!… Y no obstante… nosotros perdonaremos…
-Vamos a orar…
Se ponen en pie y oran, iluminados por la trémula luz de la lámpara, entre cortinas de ramas colgantes, mientras la resaca respira rítmicamente chocando contra la orilla…