Con las romanas en Cesárea Marítima. Profecía en Virgilio. La joven esclava salvada.
Jesús es huésped de la humilde familia del soguero. Una casita baja, y salitrosa por la proximidad de las aguas marinas. Detrás de la casa, unos almacenes poco fragantes, donde se descargan las mercancías antes de que los distintos compradores las retiren. Delante, un camino polvoriento, surcado por pesadas ruedas, rumoroso a causa de los descargadores, de los muchachos traviesos, de los carreteros, de los marineros que van y vienen ininterrumpidamente. A1 otro lado del camino, una pequeña dársena, de agua oleaginosa por los detritos arrojados en ella y por su inmovilidad. De la dársena sale un pequeño puerto-canal, que desemboca en el verdadero, amplio puerto capaz de recibir naves grandes. Por la parte occidental, una plaza arenosa donde se fabrica la cuerda en medio de un fuerte rechinar de cabrestantes de torsión movidos a mano. En la parte oriental otra plaza, mucho más pequeña y aún más ruidosa y desordenada, donde hombres y mujeres apañan redes y velas. Luego casuchas bajas y salitrosas, llenas de críos semidesnudos.
Ciertamente no se puede decir que Jesús haya elegido un lugar señorial de alojamiento. Moscas, polvo, batahola, olor de agua detenida y cáñamo puesto a remojo antes de ser usado son los soberanos del lugar. Y el Rey de los reyes, echado con sus apóstoles encima de un montón de cáñamo sin elaborar, duerme, cansado, en ese pobre cuarto, medio trastero, medio almacén, que está en la parte de atrás de la casita y a través del cual se entra, por una puerta negra como el alquitrán, a la cocina, también negra, y por una puerta carcomida y corroída por el polvo y el salitre, que le dan una tonalidad blanco-gris de pómez, se sale a la plaza donde se fabrica la cuerda y de don-de llegan hedores de cáñamo en maceración.
E1 sol azota la plaza, a pesar de cuatro enormes plátanos, dos a un lado, dos al otro, de la plaza rectangular, bajo los cuales están los cabrestantes para retorcer el cáñamo. No sé si digo la palabra correcta para nombrar la máquina que usan. Los hombres, cubiertos con una túnica reducida a lo esencial para tapar lo que la decencia impone, empapados de sudor como si estuvieran debajo de una ducha, dan vueltas y vueltas a su cabrestante, con movimiento continuo como galeotes condenados… No hablan sino para decir las indispensables palabras inherentes al trabajo. Por tanto, si se quita el chirrío de las ruedas de los cabrestantes y el del cáñamo estirado en la torsión, no hay ningún otro ruido en la plaza, extraño contraste con el que hay en los otros lugares de alrededor de la casa del soguero.
Por eso sorprende, como cosa no pensada, la exclamación de uno de los sogueros:
-¿Mujeres?! ¿A estas horas tremendas? ¡Mirad! Vienen justamente hacia aquí…
-Tendrán necesidad de cuerdas para atar a sus maridos… – dice bromeando un joven soguero.
-Pueden necesitar también cáñamo para labores.
-¡ Mmm! ¿El nuestro, tan tosco como es, cuando hay quien lo da espadillado?
-Cuesta menos el nuestro. ¿Ves? Son pobres…
-Pero no son hebreas. Fíjate que el manto es distinto…
-Serán no hebreas. En Cesárea ya hay un poco de todo…
-Quizás buscan al Rabí. Estarán enfermas… Fíjate cómo están completamente tapadas a pesar de este calor…
-Con tal de que no sean leprosas… Miseria sí, pero lepra no; no la quiero ni siquiera por resignación a Dios – dice el soguero al que todos obedecen.
-¿Pero oyes lo que dice el Maestro?: «Hay que aceptar todo lo que Dios manda».
-Pero Dios no manda la lepra. La mandan los pecados, los vicios y los contagios…
Las mujeres han llegado ya a las espaldas, no de estos que hablan, y que están en el lado opuesto de la plaza, sino de los que están en la parte de la casa – más próximos, por tanto, para llegar a ellos -, y una se inclina a decir algo a uno de los sogueros, el cual se vuelve, asombrado, y se queda donde está como atolondrado.
-Vamos un poco a oír qué dicen… Tan tapadas… ¡Lo único que me faltaría sería lepra en casa, con todos los hijos que tengo!… – dice el soguero patrón, dejando de mover el cabrestante y poniéndose en camino. Sus compañeros lo siguen…
-Simón, esta mujer quiero algo, pero habla extranjero. Mira a ver tú, que has navegado – dice el hombre al que se ha dirigido la mujer.
-¿Qué quieres? – pregunta el rudo soguero, tratando de verla a través del lino cendalí teñido de oscuro que cubre su
rostro.
Y en un griego purísimo la mujer responde:
-El Rey de Israel. El Maestro.
-¡Ah! Comprendo. ¿Pero… sois leprosas?
-No.
-¿Quién me lo asegura?
-Él mismo. Pregúntale a Él.
El hombre duda… Luego dice:
-Bien. Pondré un acto de fe y Dios me protegerá… Voy a llamarlo. Quedaos ahí.
Las mujeres, cuatro, no se mueven: grupo ceniciento y mudo, mirado con estupor y con muy claro temor por parte de los sogueros, que se han agrupado a algunos pasos de distancia.
E1 hombre va al almacén y toca a Jesús, que duerme.
-Maestro… Sal afuera. Te buscan.
Jesús se despierta y se alza enseguida, preguntando:
-¿Quién?
-¡Mmm!… Mujeres griegas… Tapadas completamente… Dicen que no son leprosas y que Tú me lo puedes asegurar… -Voy enseguida – dice Jesús. Se anuda las sandalias que se había quitado, se ata la túnica en la parte del cuello y se ciñe el cinturón (se lo había quitado para estar más libre en el sueño). Y sale con el soguero.
Las mujeres hacen ademán de ir hacia Él.
-¡Estad ahí, os digo! No quiero que caminéis por donde juegan mis hijos… Primero quiero que Él diga que estáis sanas. Las mujeres se paran.
Jesús se llega a ellas. La más alta, no la que ha hablado antes en griego, dice en voz baja una palabra. Jesús se vuelve al
soguero:
-Simón, puedes estar tranquilo. Las mujeres están sanas y necesito escucharlas en paz. ¿Puedo entrar en casa?…
-No. Está la vieja, más charlatana y curiosa que una urraca. Ve allí, al final, debajo del cobertizo de los pilones. Hay también un cuartito. Allí estás solo y en paz.
-Venid… – dice Jesús a las mujeres. Y va con ellas al final de la plaza, debajo del hediondo cobertizo, dentro del cuartucho – estrecho como una celda – donde hay herramientas rotas, trapajos, sobras de cáñamo, telas de araña gigantescas, y donde el olor de la maceración y del moho raspan la garganta, de lo penetrantes que son. Jesús, que está muy serio y pálido, sonríe levemente y dice:
-No es un lugar adecuado para vuestros gustos… Pero no tengo otro…
-No vemos el lugar, porque vemos a Aquel que está en él en este momento – responde Plautina quitándose el velo y el manto. Y las otras, que son Lidia, Valeria y la liberta Álbula Domitila, hacen lo mismo.
-De ello arguyo que, a pesar de todo, me creéis todavía un justo.
-Más que un justo. Y Claudia nos manda precisamente porque te cree más que un justo y no tiene en cuenta las palabras oídas. Pero quiere tu confirmación al respecto para tributarte doble veneración.
-O suspenderla, si le aparezco como han querido dibujarme. Pero, tranquilizadla. No tengo miras humanas. Mi ministerio y mi deseo son total y solamente sobrenaturales. Quiero, sí, reunir en un único reino a todos los hombres. ¿Pero qué de los hombres? ¿La carne y la sangre? No. Eso se lo dejo, materia lábil, a las lábiles monarquías, a los imperios inseguros. Quiero reunir bajo mi cetro solamente a los espíritus de los hombres, espíritus inmortales en un reino inmortal. Yo repudio cualquier otra versión de mi voluntad, quienquiera que fuere el que la diese, distinta de ésta. Y os ruego que creáis y que digáis a la que os envía que la Verdad tiene solamente una palabra…
-Tu apóstol hablaba con tal seguridad…
-Es un muchacho exaltado, y tal hay que considerarlo cuando se le escucha.
-¡Pero te perjudica! Repréndelo… Despídelo…
-¿Y mi misericordia entonces dónde estaría? Hace eso por un amor errado. ¿No debo tener compasión, pues? ¿Y qué cambiaría si lo despidiera? Se haría doble mal a sí mismo y me haría doble mal a mí.
-¿Entonces para ti es como una bola atada al pie!…
-Para mí es como un infeliz al que redimir…
Plautina cae de rodillas extendiendo los brazos y diciendo:
-¡Ah, Maestro más grande que cualquier otro, qué fácil es creerte santo cuando se siente tu corazón en tus palabras! ¡Qué fácil es amarte y seguirte por esta caridad tuya que es más grande aún que tu inteligencia!
-No más grande, sino más comprensible para vosotras… que tenéis vuestro intelecto estorbado por demasiados errores y no tenéis la generosidad de despojarlo de todo para acoger la Verdad.
-Tienes razón. Eres adivino y sabio.
-La sabiduría, siendo forma de santidad, da siempre luminosidad de juicio, ya sobre hechos pasados o presentes, ya sobre premoniciones de hechos futuros.
-Por eso vuestros profetas…
-Eran personas santas. Dios por eso se comunicaba a ellos con gran plenitud.
-¿Eran santos porque eran de Israel?
-Eran santos porque eran de Israel y porque eran justos en sus acciones. Porque no todo Israel es ni ha sido santo, aun siendo Israel. No es la pertenencia casual a un pueblo o a una religión lo que puede hacer a uno santo. Estas dos cosas pueden ayudar grandemente a serlo. Pero no son el factor absoluto de la santidad.
-¿Cuál es, entonces, el factor?
-La voluntad del hombre. La voluntad que conduce las acciones del hombre: a santidad, si es buena; a iniquidad, si es
mala.
-Entonces… no se excluye que haya justos también entre nosotros.
-No se excluye. Es más, ciertamente hay justos entre vuestros antepasados, y ciertamente los habrá entre los que viven. Porque sería demasiado horrendo que todo el mundo pagano fuera de demonios. Los que, de entre vosotros, sienten atracción hacia el Bien, hacia la Verdad, y repugnancia contra el Vicio, y evitan las malas acciones como degradantes del hombre, habéis de creer que están ya en el sendero de la justicia.
-Entonces Claudia…
-Sí. Y vosotras. Perseverad.
-Pero, ¿en el caso de que muriéramos antes de habernos… convertido a Ti… de qué serviría el haber sido virtuosas?… -Dios juzga con justicia. Pero ¿por qué aplazar el venir al Dios verdadero?
Las tres damas agachan la cabeza… Un silencio… Y luego la gran confesión, que será la que dé explicación de tantas crueldades y resistencias romanas hacia el cristianismo…
-Porque nos parecería traicionar a la Patria…
-A1 contrario, serviríais a la Patria haciéndola moral, y espiritualmente más grande, porque tendría la fuerza de la posesión y protección de Dios, además de la de su ejército y riquezas. ¡Roma, la Urbe mundial, Urbe de la religión universal!… Fijaos…
Un silencio…
Luego Livia, poniéndose roja como la llama, dice:
-Maestro, hace tiempo te buscábamos a ti aun en las páginas de nuestro Virgilio. Porque para nosotros tienen más valor las… profecías de los completamente vírgenes respecto a la fe de Israel, que las de vuestros profetas, en los cuales podemos sentir la sugestión de creencias milenarias… Y hemos discutido de ello… Comparando las diversas personas que en todo tiempo, nación y religión, te han presentido. Pero ninguno te sintió con tanta exactitud como nuestro Virgilio… ¡Cuánto hablamos aquel día con Diomedes, el liberto griego, astrólogo, que goza de la estima de Claudia! Él sostenía que esto ha sucedido porque los tiempos estaban más cercanos, y los astros hablaban con sus conjunciones… Y en apoyo de su tesis esgrimía el hecho de los tres Sabios de tres países de Oriente que vinieron a adorarte infante, y provocaron la matanza de que Roma se horrorizó… Pero no nos convenció, porque… en más de cincuenta años ningún otro sabio de todo el mundo ha hablado de ti por noticia de los astros, a pesar de estar más próximos aún a tu manifestación actual. Claudia exclamó: «¡Se requeriría aquí 1a presencia del Maestro! El daría la palabra de la verdad y sabríamos el lugar y el destino inmortal de nuestro máximo poeta». ¿Quisieras decirnos… para Claudia…? Un don para mostrarnos que no le tienes antipatía por su duda acerca de ti…
-He comprendido su reacción de romana y no le he guardado rencor. Tranquilizadla. Y escuchad. ¿Virgilio no fue grande únicamente como poeta, no es verdad?
-¡Oh, no! También como hombre. En medio de una sociedad ya corrompida y viciosa, resplandeció de pureza espiritual. Ninguno pudo decir que lo hubiera visto lujurioso, amante de orgías y de licencias. Sus escritos son castos, pero más casto tuvo el corazón. Tanto que en los lugares en que más vivió le llamaban «la virgencita»: con burla los viciosos, con veneración los buenos.
-Y entonces, ¿en un alma límpida de hombre casto no habrá podido reflejarse Dios, aunque fuera un hombre pagano? ¿La Virtud perfecta no habrá amado al virtuoso? Y si le fueron concedidos el amor y la visión de la Verdad por la belleza pura de su espíritu, ¿no habrá podido tener una chispa de profecía, de una profecía que no es sino verdad que se revela a quien merece conocer la Verdad como premio y estímulo a una virtud cada vez mayor?
-¿Entonces… te profetizó realmente?
-Su mente encendida de pureza y genio ascendió para conocer una página referida a mí, y puede ser considerado el poeta pagano y justo, un espíritu profético y precristiano como premio a sus virtudes.
-¡Oh! ¡Nuestro Virgilio! ¿Y recibirá un premio?
-He dicho: «Dios es justo». Pero vosotras no imitéis al poeta deteniéndoos en su límite. Seguid, porque a vosotras la Verdad no se os ha mostrado por intuición y en parte, sino completa, y os ha hablado.
Plautina, sin dar respuesta, dice:
-Gracias, Maestro… Nos retiramos. Claudia nos ha dicho que te preguntemos si te puede ser útil en cosas morales. -Y os ha dicho que me lo dijerais si no era un usurpador…
-¡Oh, Maestro! ¿Cómo lo sabes?
-Yo soy más que Virgilio y los profetas…
-¿Es verdad! ¡Todo es verdad! ¿Podemos servirte?…
-Para mí no tengo necesidad sino de fe y amor. Pero hay una criatura que está en gran peligro y cuya alma será muerta esta noche. Claudia podría salvarla.
-¿Aquí? ¿Quién? ¿Muerta el alma?
Un patricio vuestro ofrece una cena y…
-¡Ah, sí! Enio Casio. También mi marido está invitado… – dice Livia.
-Y también el mío… Y la verdad es que nosotras también. Pero, dado que Claudia se abstiene de ir, también nosotras nos abstendremos. Habíamos decidido retirarnos nada más acabar la cena, en el caso de que hubiéramos ido… Porque… nuestras cenas terminan en orgías… que ya no podemos soportar… Y, con el desdén de la esposa desatendida, dejamos que se queden allí nuestros maridos… – dice, severa, Valeria.
-No con desdén… Con piedad de su miseria moral… – corrige Jesús.
-Es difícil, Maestro… Sabemos lo que sucede allí dentro…
-Yo también sé muchas cosas que suceden en los corazones… y no obstante perdono…
-Tú eres santo…
-Vosotras debéis haceros santas. Por deseo mío y por acicate de vuestra voluntad…
-¡Maestro!…
-Sí. ¿Podéis afirmar que sois felices como antes de conocerme, con la pobre felicidad animal, sensual de paganas desconocedoras de que son más que carne, ahora que conocéis un poco de Sabiduría?..
-No, Maestro. Lo confesamos. Nos sentimos insatisfechas, inquietas, como uno que busca un tesoro y no lo encuentra.
-¡Pues lo tenéis delante! Lo que os pone inquietas es el anhelo de Luz de vuestro espíritu, la impaciencia de vuestro espíritu por vuestra tardanza… en darle lo que os pide…
Un momento de silencio… Luego, Plautina otra vez, sin dar respuesta, dice:
-¿Y qué podría hacer Claudia?
-Salvar a esa criatura. Una niña comprada por placer por el romano. Una virgen que mañana ya no lo será. -Si la ha comprado… le pertenece.
-No es un mueble. Dentro de la materia hay un espíritu…
-Maestro… nuestras leyes…
-¡Mujeres: la Ley de Dios!…
-Claudia no va a la fiesta…
-No le digo que vaya. Os digo que le digáis: «El Maestro, para tener la certeza de que Claudia no lo acusa, le pide ayuda para esta alma niña»…
-Se lo diremos. Pero no podrá hacer nada… Esclava adquirida… objeto del que se puede disponer…
-El cristianismo enseñará que el esclavo tiene un alma como la del César, mejor en la mayor parte de los casos, y que el alma pertenece a Dios; y la maldición pesa sobre quien la corrompa.
Jesús se muestra majestuoso al decir esto.
Las mujeres sienten su imperiosidad y severidad. Se inclinan sin replicar. Se ponen de nuevo los mantos y los velos y
dicen:
-Lo transmitiremos. ^¡, Maestro!
-Adiós.
Las mujeres salen a la plaza caliente. Pero Plautina se vuelve y dice:
-Para todos éramos mujeres griegas. ¿Entiendes?
-Entiendo. Marchaos tranquilas.
Jesús se queda solo, debajo del bajo cobertizo, y ellas se marchan por el mismo camino recorrido para venir. Los sogueros vuelven al trabajo…
Jesús vuelve, lentamente, al almacén. Está pensativo. Ya no se echa: sentado encima de un montón de cuerdas enrolladas, ora intensamente… Los once siguen durmiendo profundamente…
Pasa un rato así… Una hora más o menos. Luego el soguero introduce la cabeza y hace un gesto a Jesús de que vaya a la
puerta.
-Hay un esclavo. Pregunta por ti.
El esclavo, un númida, está afuera, en la plaza llena de sol todavía. Se inclina y, sin decir nada, entrega una tablilla encerada.
Jesús lee y dice:
-Dirás que esperaré hasta el alba. ¿Has comprendido?
El hombre asiente con la cabeza y, para que se entienda por qué no habla, abre la boca y enseña la lengua cortada. -¡ Pobrecillo! – dice Jesús acariciándolo.
Al esclavo le ruedan dos lágrimas por las negras mejillas. Toma la blanca mano entre las suyas negras – muy semejantes a las de un mono grande – y se la pasa por su cara, la besa, la pone sobre su corazón y luego se arroja al suelo, toma el pie de Jesús y se lo pone encima de la cabeza… Todo un lenguaje de gestos para expresar su gratitud por ese gesto de amor compasivo…
Y Jesús repite:
-¡ Pobrecillo! – pero no hace el gesto curativo.
El esclavo se pone en pie y pide la tablilla encerada… Claudia no quiere dejar señales de su contacto epistolar… Jesús sonríe y devuelve la tablilla. El númida se marcha y Jesús se acerca al soguero.
-Tengo que quedarme hasta el alba… ¿Lo concedes?…
-Todo lo que quieras. Siento ser pobre…
-Y a mí me place el que seas honesto.
-¿Quiénes eran esas mujeres?
-Extranjeras necesitadas de consejo.
-¿Sanas?
-Como Yo y como tú.
-¡Ah! ¡Bien!… Ahí están tus apóstoles…
Efectivamente, restregándose los ojos, desperezándose, todavía medio adormilados, los once salen del almacén y van hacia el Maestro.
-Maestro… habrá que cenar, si quieres partir al anochecer… – dice Pedro.
-No. Ya no parto hasta el alba.
-¿Por qué?
-Porque me han rogado que lo haga así.
-¿Pero por qué? ¿Por quién? Era mejor andar de noche. Ya hay Luna nueva…
-Espero salvar a una criatura… Y ello es más luminoso que la Luna y más aliviador para mí que los frescores de la noche. Pedro le lleva aparte:
-¿Qué ha sucedido? ¿Has visto a las romanas? ¿De qué humor están? ¿Son ellas las que se convierten? Dímelo… Jesús sonríe:
-Si me dejas responder te lo digo, curiosísimo hombre. He visto a las romanas. Caminan hacia la Verdad, aunque lentamente. Pero no retroceden. Ya es mucho.
-Y… respecto a lo que decía Judas… ¿Qué hay?
-Que continúan venerándome como a un sabio.
-Pero… ¿por Judas? ¿No está él en medio?…
-Han venido a buscarme a mí, no a él…
-Pero entonces, ¿por qué ha tenido miedo de encontrarse con ellas? ¿Por qué no quería que vinieras a Cesárea? -Simón, no es la primera vez que Judas tiene extraños caprichos…
-Eso es verdad. Y… ¿vienen esta noche las romanas?
-Ya han venido.
-¿Y entonces por qué esperamos al alba?
-¿Y por qué eres tan curioso?
-¡Anda, Maestro… dime todo!
-Bueno. Para quitarte toda sospecha… Tú también has oído la conversación de aquellos tres romanos…
-Sí. ¡Inmundos! ¡Peste! ¡Demonios! ¿Pero nosotros qué tenemos que ver con ello?… ¡Ah, comprendo! Las romanas van
a la cena y luego vienen a pedir perdón de haber estado en la inmundicia… Me maravillo que des tu conformidad. -¡Me maravillo de que hagas juicios temerarios!
-¡Perdóname, Maestro!
-Sí. Pero debes saber que las romanas no van a esa fiesta y que Yo he pedido a Claudia que intervenga en favor de aquella niña…
-¡Pero Claudia no puede hacer nada! ¡La muchacha ha sido comprada por el romano y él tiene plenos poderes respecto
a ella!
-Pero Claudia tiene mucho poder sobre el romano. Y Claudia me ha mandado el mensaje de que espere al alba para partir. Nada más. ¿Estás contento?
-Sí, Maestro. Pero lo que está claro es que de momento no has descansado… Ven ahora… ¡Estás tan cansado…! Vigilaré para que te dejen en paz… Ven, ven… – y, amorosamente tiránico, tira de El, lo empuja, le obliga a echarse de nuevo…
Pasan las horas. Desciende el crepúsculo, cesa el trabajo, más fuerte chillan los niños por las calles y placitas, y las golondrinas en el cielo. Y luego descienden las primeras sombras. Las golondrinas van al nido y los niños a la cama. Uno a uno los ruidos cesan, hasta que queda solamente el leve chapoteo del agua en el canal y el ruido más fuerte de las olas en la playa. Las casas se cierran. Estas casas de trabajadores cansados. Se apagan en ellas las luces. El descanso desciende a hacer a todos ciegos y mudos… a alejar a todos… Se levanta la Luna y ennoblece con su plata también la balsa sucia de la pequeña dársena, que ahora parece una lámina de plata…
Los apóstoles duermen de nuevo encima del cáñamo… Jesús, sentado en uno de los cabrestantes parados, apoyadas las manos en su regazo, ora, piensa, espera… No aparta los ojos del camino que viene de la ciudad.
La Luna se alza, se alza. Está perpendicular sobre la cabeza. El mar tiene ahora voz más fuerte y el agua del canal más fuerte olor, y el cono de 1a Luna que hunde sus rayos en el mar se hace más amplio, abraza toda la balsa de agua que está frente a Jesús, y se pierde cada vez más lejano: senda de luz que desde los confines del mundo parece venir hacia Jesús, remontando el canal, terminando en la balsa de la dársena. Y por esta senda viene una barca, pequeña, blanca. Avanza, avanza, sin dejar huellas de su paso en el camino de agua que se reconstruye después de su paso… Remonta el canal… Ya está en la dársena silenciosa. Aborda. Se para. Y tres sombras bajan. Un hombre musculoso, una mujer y una grácil figurita entre los dos. Se dirigen hacia la casa del soguero.
Jesús se pone en pie y va hacia ellos.
-La paz a vosotros. ¿A quién buscáis?
-A ti, Maestro – dice Lidia mientras se descubre y se aproxima sola. Y continúa: «Claudia te ha servido. Porque era una cosa justa y completamente moral. Ésa es la muchacha. Valeria, dentro de un poco, la tomará como niñera de la pequeña Fausta. Pero, entretanto, te ruega que la tengas Tú; es más, que se la confíes a tu Madre o a la madre de tus parientes. Es completamente pagana. Bueno, más que pagana. El amo con quien ha crecido ha metido en ella la absoluta nada. No sabe ni de Olimpo ni de ninguna otra cosa. Lo único que tiene es un terror loco de los hombres, porque la vida se le ha descubierto totalmente y en toda su brutalidad desde hace algunas horas…».
-¡Oh, triste palabra! ¿Demasiado tarde?
-No materialmente… Pero él ya la preparaba para su… digamos sacrilegio. Y la criatura está aterrorizada… Claudia ha tenido que dejarla durante toda la cena junto a ese sátiro, reservándose para entrar en acción cuando el vino le hubiera hecho menos capaz de reflexionar. No es necesario que yo te recuerde que, si el hombre es siempre lúbrico en sus amores sensuales, lo es en modo sumo cuando está ebrio… Pero sólo entonces es un juguete que puede ser instado por una fuerza y privado de su tesoro. Y Claudia se ha aprovechado de esto. Enio desea el regreso a Italia, de la que ha sido alejado por desaire… Claudia ha prometido el regreso a cambio de la muchacha. Enio se ha tragado el anzuelo… Pero mañana, pasada la embriaguez, se rebelará, la buscará, montará un jaleo. Verdad es que mañana Claudia tendrá la manera de hacerle callar.
-¿Violencia? ¡No!…
-¡La violencia usada con buen fin es útil! Pero no será usada. Lo único es que Pilatos, todavía un poco atontado por el mucho vino bebido esta noche, firmará la orden para Enio de ir a informar a Roma… ¡Ja! ¡Ja!… Y con la primera nave militar partirá. Pero entretanto… conviene que la muchacha esté en otro lugar, por temor a que Pilatos se arrepienta y revoque la orden… ¡Es tan variable! Y conviene que la muchacha olvide, si puede, las porquerías humanas. Maestro… Hemos ido a la cena por esto… Pero, ¿cómo hemos podido ir a esas orgías hasta hace pocos meses sin sentir náusea? Hemos huido de allí en cuanto
hemos obtenido lo que queríamos… Allí nuestros maridos emulan todavía a los animales… ¡Qué náusea, Maestro!… Y tenemos que recibirlos después de que… después de que…
-Sed austeras y pacientes. Con el ejemplo mejoraréis a vuestros consortes.
-¡Oh, no es posible!… No sabes…
La mujer llora más de indignación que de dolor. Jesús suspira.
Lidia continúa:
-Claudia te dice que ha hecho esto para mostrarte que te venera como al único Hombre que merece veneración. Y quiere que te diga que te agradece el que le hayas enseñado el valor de un alma y de la pureza. Lo recordará. ¿Quieres ver a la muchacha?
-Sí. ¿Y el hombre quién es?
-El númida mudo de quien se sirve Claudia en las cosas más secretas. No hay peligro de delación… No tiene lengua… Jesús repite, como por la tarde: « ¡ Pobrecillo!». Pero tampoco ahora hace el milagro.
Lidia va por la muchacha. La toma de la mano y casi la lleva a rastras frente a Jesús. Explica:
-Sabe pocas palabras latinas y menos aún judías… Un animalito salvaje… Únicamente objeto de placer. Y a la muchacha: «No tengas miedo. Dile «gracias». Es el que te ha salvado… Arrodíllate. Bésale los pies. ¡Ánimo! ¡No tiembles!… ¡Perdona, Maestro! Está aterrorizada por las últimas caricias de Enio ya borracho…
-¡Pobre criatura! – dice Jesús poniendo la mano en la cabeza cubierta de la muchacha – ¡No temas! Te llevaré donde mi Madre durante un tiempo. Con una Mamá, ¿comprendes? Y tendrás a tu alrededor a muchos buenos hermanos… ¡No temas, hija mía!
¿Qué hay en la voz de Jesús y en la mirada? Todo: paz, seguridad, pureza, amor santo. La muchacha lo siente, echa hacia atrás el manto y la capucha para mirarlo mejor, y la figurita grácil, de joven que apenas si está en los umbrales de la pubertad, casi todavía niña, de gracias inmaduras e inocente aspecto, aparece envuelta en una túnica demasiado ancha para ella…
-Estaba semidesnuda… Le he puesto y le he metido en el fardel los primeros vestidos que he encontrado… – explica
Lidia.
-¡Una niña! – dice con piedad Jesús, y tendiéndole la mano pregunta: « ¿Quieres venir conmigo, sin miedo?». -Sí, amo.
-No. No amo. Dime: Maestro.
-Sí, Maestro – dice más segura la muchacha, y una tímida sonrisa substituye a la expresión de miedo que había antes en el rostro blanquísimo.
-¿Eres capaz de andar mucho camino?
-Sí, Maestro.
-Luego descansarás donde mi Madre, en mi casa, en espera de Fausta… una niñita a la que querrás mucho… ¿Te gusta? -¡Oh, sí!… – y la muchacha levanta segura los claros ojos de un gris azul bellísimo, entre pestañas de oro, y osa preguntar:
-¿Ya nunca más aquel amo? – y un destello de terror todavía le turba la mirada.
-Jamás – vuelve a prometer Jesús, poniendo de nuevo la mano en los tupidos cabellos de color blondo miel de la muchacha.
-Adiós, Maestro. Dentro de pocos días estaremos en el lago también nosotras. Quizás nos veremos todavía. Ruega por las pobres romanas.
-Adiós, Livia. Dile a Claudia que estas son las conquistas que Yo pretendo, y no otras. Ven, niña. Partiremos inmediatamente…
Y, llevándola de la mano, se asoma a la puerta del almacén llamando a los apóstoles.
Mientras 1a barca, sin dejar huella de su venida, regresa al mar abierto, Jesús y los apóstoles, con la niña en medio del grupo cubierta con un manto, van, por las callejuelas periféricas y desérticas, hacia los campos…