Comienzo del tercer sábado en Nazaret y llegada de Pedro con otros apóstoles.
El sábado es el descanso. Ya se sabe. Descansan los hombres y las herramientas, cubiertas o colocadas con buen orden en sus sitios.
Ahora que el ocaso rojo de un viernes de verano está para cumplirse, María, sentada a la sombra del gran manzano ante su telar más pequeño, se levanta, tapa el telar y, con la ayuda de Tomás, lo devuelve a la casa, a su sitio, e invita a Áurea – que, sentada en un pequeño taburete a sus pies, cosía todavía, con mano desmañada, los vestidos que le habían dado las romanas y que María ha adaptados a su talle -, la invita a doblar el trabajo con orden y a poner todo encima de la repisa de su habitación. Y, mientras Áurea lleva a cabo esto, la Madre entra con Tomás en el local laboratorio donde Jesús y el Zelote se dan prisa en poner de nuevo en sus sitios sierras, cepillos, destornilladores, martillos, botes de barniz y de cola, y a barrer el serrín y las virutas de los bancos y del suelo. Del trabajo realizado hasta ese momento sólo quedan dos tablas dispuestas en ángulo, apretadas en el torno para que se solidifique la cola en las junturas (quizás es un futuro cajón), y un taburete barnizado a la mitad; además de quedar el olor agudo de los barnices todavía frescos.
Entra también Áurea. Va hacia el trabajo de buril de Tomás, se curva hacia él, lo admira y pregunta, curiosita, que para qué sirve, y también, instintivamente coqueta, pregunta que si a ella le quedaría bien.
-Te quedaría bien, pero te queda mejor el ser buena. Éstos son adornos que sólo hacen más hermoso el cuerpo, pero que no sirven para el espíritu; es más, cultivando la coquetería, perjudican al espíritu.
-¿Y entonces por qué lo haces? – pregunta, lógica, la niña – ¿Es que quieres perjudicar a un espíritu?
Tomás, siempre afable, sonríe ante esta observación y dice:
-Perjudica lo superfluo, a un espíritu débil. Pero, para un espíritu fuerte, el adorno se queda en lo que es, ni más ni menos: un alfiler necesario para tener sujeta la túnica.
-¿Para quién lo haces? ¿Para tu mujer?
-Yo no tengo mujer ni la tendré nunca.
-Entonces para tu hermana.
-Tiene más de los que necesita.
-Entonces para tu madre.
-¡Pobre anciana! ¿Y qué hace con él?
-Pero es para una mujer…
-Sí. Pero que no eres tú.
-¡Ni siquiera lo pienso!… Y además, ahora que has dicho que estas cosas perjudican al espíritu débil, no lo querría. Voy a quitar también esas guarniciones a los vestidos. ¡No quiero perjudicar a lo que es de mi Salvador!
-¡Eres una niña como se debe! Fíjate, tú, con esta voluntad tuya, has hecho un trabajo más bonito que el mío. -Lo dices porque eres bueno…
-Lo digo porque es verdad. Mira: yo he cogido este bloque de plata, lo he reducido a hojas a medida que iba siendo necesario; luego, con el instrumento, o, mejor, con los instrumentos, lo he doblado así. Pero todavía tengo que hacer la parte mayor. Juntar las partes, y de forma natural. Por ahora completas sólo están estas dos hojitas con su florecita unida – y Tomás levanta entre sus gruesos dedos un liviano escapo de muguete, recogido en una hoja que imita a la perfección las naturales. Hace un cierto efecto ver esa cosita, que resplandece con el brillo blanco de la plata pura, entre los dedos fuertes y bronceados del orfebre.
-Oh! ¡Bonito! Había muchos de éstos en la isla y nos dejaban cogerlos antes de que el Sol saliera. Porque las rubias no
debíamos nunca tomar el sol para valer más; a las morenas, sin embargo, las hacían estar fuera, al sol, hasta sentirse incluso
mal, para que fueran más morenas. Las… ¿Cómo se dice vender una cosa diciendo que es una cuando en realidad es otra?… -Pues… con engaño… con trampa… no lo sé.
-Las engañaban diciendo que eran árabes o del alto Nilo, de donde nace; a una la vendieron como descendiente de la reina Saba.
-¡Nada menos! Pero no las engañaban a ellas, sino a los compradores. Se dice entonces que timaban. ¡Qué gentuza! Una buena sorpresa para el comprador, cuando haya visto descolorirse la… falsa etíope! ¿Estás oyendo, Maestro? ¡Cuántas cosas que nosotros ignoramos! …
-Estoy oyendo. Pero lo más triste no está en el timo al comprador… sino en el destino de esas muchachas… -Es verdad. Almas profanadas para siempre. Perdidas…
-No. Dios puede siempre intervenir…
-Respecto a mí lo ha hecho. ¡Tú me has salvado!… – dice Áurea, volviéndose hacia el Señor con su mirada clara, serena. Y termina: « ¡Y yo soy muy feliz!» y, no pudiendo ir a abrazar a Jesús, va a ceñir a María con un brazo, apoyando su rubia cabeza en el hombro de la Virgen en un gesto de confiado amor. Las dos cabezas rubias resaltan, con sus distintas coloraciones, contra la pared oscura: un grupo dulcísimo.
Pero María se acuerda de la cena. Se sueltan y se van.
-¿Se puede entrar? – dice tras la puerta del taller que da a la calle la voz un poco ronca de Pedro.
-¡Simón! ¡Abrid!
-¡Simón! ¡No ha sabido estar separado! – dice Tomás riendo, mientras se apresura a abrir.
-¡Simón! Era previsible… – dice sonriendo el Zelote.
Pero no es sólo el rostro de Pedro el que se enmarca en el cuadro de la puerta; son todos los apóstoles del lago, todos menos Bartolomé y menos Judas Iscariote. Y con ellos están ya Judas y Santiago de Alfeo.
-¡La paz a vosotros! ¿Pero, por qué habéis venido con este calor?
-Porque… ya no podíamos estar separados. Han pasado dos semanas y media, ¿sabes? ¿Comprendes? ¡Dos semanas y media que no te vemos! – y Pedro parece decir: ¡Dos siglos! ¡Una enormidad!
-Pero os había dicho que esperarais a Judas todos los sábados.
-Sí. Pero no ha venido dos sábados… y al tercero venimos nosotros. Allí se ha quedado Natanael, que no está demasiado bien. Si Judas va, lo recibirá… Pero ciertamente no irá… Benjamín y Daniel nos dijeron que lo habían visto en Tiberíades, pasando por Tiberíades para venir donde nosotros, antes de ir hacia el Hermón grande, y… bueno, ya te diré después… – dice Pedro, cuya palabra ha sido cortada por un tirón de la túnica por parte de su hermano.
-De acuerdo. Luego me dirás… ¡Pero, deseabais tanto descansar, y ahora que podéis reposar os pegáis estas carreras!… ¿Cuándo habéis salido?
-Ayer al caer de la tarde. Con un lago que era un espejo. Hemos desembarcado en Tariquea para evitar Tiberíades para… para no encontrar a Judas…
-¿Por qué?
-Porque, Maestro, queríamos gozar de ti en paz.
-¡Sois egoístas!
-No. El ya tiene sus alegrías… ¡En fin! No sé quién le da tanto dinero para gozárselo con… Sí, comprendido, Andrés. Pero deja de tirarme tan fuerte de la túnica. Ya sabes que sólo tengo ésta. ¿Quieres que me vaya con la túnica rasgada?
Andrés se pone colorado. Los otros se ríen. Jesús sonríe.
-Bien. Hemos bajado a Tariquea también porque… bueno no me regañes… Será el calor, será que lejos de ti me hago malo, será que pensar que él se ha separado de ti para unirse a… ¡Pero bueno, deja ya de arrancarme la manga! ¡Ya ves que sé pararme a tiempo!… En fin, Maestro, será por muchas cosas… Yo no quería pecar, y si veía a Judas lo hacía. Así que me he dirigido a Tariquea. Y al alba nos hemos puesto en camino.
-¿Habéis pasado por Caná?
-No. No queríamos alargar el viaje… Pero ha sido muy largo de todas formas. Y el pescado se ponía malo… Se lo dimos a la gente de una casa, en cambio de alojamiento durante algunas horas, las más calurosas. Y hemos partido de allí a mitad de tiempo de después de la nona… ¡Un horno!…
-Os lo podíais haber ahorrado. Yo habría ido pronto…
-¿Cuándo?
-Cuando el sol hubiera salido del León.
-¿Y Tú crees que podíamos estar tanto sin ti? ¡Hombre, desafiamos a mil calores semejantes pero venimos a verte! ¡Nuestro Maestro! ¡Nuestro adorado Maestro! – y Pedro se abraza a su Tesoro de nuevo hallado.
-Y pensar que cuando estamos juntos no hacéis otra cosa sino quejaros del tiempo, de lo largo que es el camino…
-Porque somos unos necios. Porque, mientras estamos juntos, no comprendemos bien lo que Tú eres para nosotros… Pero aquí nos tienes. Ya tenemos lugares. Quién en casa de María de Alfeo, quién con Simón de Alfeo, quién con Ismael, quién con Aser y quién con Alfeo, que está aquí cerca. Ahora descansamos y mañana, al caer de la tarde, otra vez en marcha, más contentos.
-El sábado pasado hemos tenido aquí a Mirta y a Noemí, que habían venido para ver otra vez a la niña – dice Tomás. -¿Ves como quien tiene la posibilidad de venir, en cuanto puede viene aquí?
-Sí, Pedro. Y vosotros ¿qué habéis hecho en este tiempo?
-Hemos pescado… hemos barnizado barcas… reparado redes… Ahora Margziam sale frecuentemente con los mozos, cosa que hace disminuir los improperios de mi suegra contra «el holgazán que hace morir de hambre a su mujer después de traerle un bastardo». ¡Y pensar que Porfiria no ha estado nunca tan bien como ahora que tiene a Margziam, por el corazón y por todo lo demás! Las ovejas, de tres, han pasado a cinco, y pronto serán más… ¡No es poco útil esto para una pequeña familia como la nuestra! Y Margziam con la pesca suple a lo que yo no hago sino muy raramente. Pero esa mujer tiene lengua viperina, a pesar de que su hija la tiene de paloma… Veo que tú también has trabajado…
-Sí, Simón. Hemos trabajado. Todos. Mis hermanos en su casa, Yo con éstos en la mía; para procurar satisfacción y descanso a nuestras madres.
-¡Hombre, también nosotros! – dicen los hijos de Zebedeo.
-Y yo a mi mujer, trabajando en colmenas y viñas – dice Felipe.
-¿Y tú, Mateo?
-Yo no tengo a quién hacer feliz… y ahora me he hecho feliz a mí mismo, escribiendo las cosas que más me gusta recordar…
-Entonces te vamos a referir la parábola del barniz. La he provocado yo, muy inexperto pintor… – dice el Zelote. -Pero has aprendido pronto el oficio. ¡Fijaos qué bien ha dejado esta silla! – dice Judas Tadeo.
El acuerdo entre ellos es perfecto. Y Jesús, cuya cara aparece más descansada desde que está en su casa, resplandece de alegría por tener en torno a sí a sus queridos apóstoles.
Entra Áurea y se queda sorprendida en el umbral de la puerta.
-¡Ah, ahí está! ¡Fíjate qué bien está! Pasa por una pequeña hebrea, vestida así.
Áurea se pone roja como la púrpura y no sabe qué decir. Pero Pedro se muestra tan afable y paternal, que en seguida se recobra y dice:
-Me esfuerzo en serlo y… con mi Maestra espero serlo pronto… Maestro, voy a decir a tu Madre que están ellos… – y se retira ágil.
-Es una buena muchacha – declara el Zelote.
-Sí. Quisiera que se quedara con nosotros israelitas. Bartolomé, rechazándola, ha perdido una buena ocasión y una alegría… – dice Tomás.
-Bartolomé está muy ligado a las… fórmulas – dice Felipe para disculparlo.
-Es su único defecto – observa Jesús. Entra María…
-La paz a ti, María – dicen los que han venido de Cafarnaúm.
-La paz a vosotros… No sabía que estabais aquí. Enseguida me ocupo de vosotros… Entretanto venid…
-De casa vendrá nuestra madre con bastante comida, y también Salomé. No te preocupes, María – dice Santiago de
Alfeo.
-Vamos al huerto… Se está alzando el viento de la noche y se está bien… – dice Jesús.
Y entran en el huerto. Se sientan acá o allá. Hablan fraternalmente, mientras las palomas zurean disputándose la última comida, que Áurea esparce por el suelo… Luego es el riego de los cuadros florecidos, o simplemente de útiles y bonitas verduras necesarias para el hombre. Quieren hacerlo los apóstoles, alegremente, mientras María de Alfeo, que ha llegado en ese momento, con Áurea y María, preparan la cena para los llegados. Y el olor de los alimentos que chirrían se mezcla con el de la tierra regada, de la misma forma que el gorjeo de los pájaros, que se disputan, presuntuosos, un buen sitio entra las tupidas frondas del huerto, se mezclan con las voces profundas o agudas de los apóstoles…