Coloquio de Jesús con su Madre en el bosque de Matatías. Los sufrimientos morales de Jesús y María.
Jesús está solo; solo, en un rellano un poco cóncavo que con leve pero continua ondulación asciende por la vertiente de los collados que ciñen el lago de Galilea. Es ciertamente éste, porque lo veo abajo, a la derecha, oscureciéndose su bellísimo azul por la llegada del ocaso, que retira de mucha de la superficie del lago las fulgurantes saetadas de los rayos solares. Detrás de la concavidad, al norte, las montañas de Arbela; más allá, más altas, las de allende el lago, donde se alzan Meirón y Yiscala; al nordeste, lejano, pero poderoso y regio siempre, desde cualquier parte que se vea, el gran Hermón, cuyo pico mayor el sol hiere caprichosamente en esta hora del ocaso, poniéndolo de un color topacio rosa en la parte occidental, y dejándole su aspecto opalino, tendente a esa indefinible, leve tonalidad nívea azulina que he visto algunas veces en las cúspides de nuestros Alpes fronterizos. Yo miro al norte, y veo esto, como también veo sin esfuerzo, a la derecha, abajo, el lago, y a la izquierda los collados, que impiden ver la llanura de la costa. Pero, si me vuelvo hacia el mediodía, veo el Tabor, más allá de unas suaves colinas (sin duda, las que ciñen Nazaret). Abajo hay una pequeña ciudad, al pie de un camino de mucho tránsito por donde la gente va deprisa para llegar a los lugares señalados como etapas. Jesús no mira nada de lo que miro yo. Busca sólo un sitio para sentarse, y lo elige al pie de una corpulentísima encina que con su follaje ha resguardado del sol tórrido a la hierba del suelo, por lo cual está todavía fresca y tupida, como si el verano no hubiera pasado agostando. Así, Jesús tiene frente a sí el lago; a su lado el sendero entre árboles por el que ha subido; al otro lado las ondulaciones que ciñen al norte la hondonada pradeña y boscosa en que se encuentra, y toda verde, porque los árboles son en su mayoría encinas y otros – o sea, árboles de hoja perenne- a los que el otoño no toca. Sólo acá o allá muestran un punto rojo-sangre debido a una hoja que cambia de color antes de caer, cediendo el puesto a esa otra, embrional, que ya nace al lado de la que muere. Jesús, muy cansado, se apoya en el tronco robusto y está un tiempo con los ojos cerrados, como para descansar. Pero luego toma su postura habitual, separándose del tronco, echándose un poco hacia adelante, los codos en las rodillas, los antebrazos sobresaliendo hacia adelante, las manos unidas con los dedos entrelazados. Y piensa. Y, sin duda, ora. De vez en cuando, por algún ruido que se produce cerca de Él -pájaros que pelean buscando un sitio para la noche, algún animal entre la hierba que hace rodar un canto por la pendiente, una rama que choca contra otra por un solitario soplo de viento— alza los ojos y, con una mirada absorta que ciertamente no ve, los vuelve en la dirección del ruido, especialmente si éste está en la dirección del caminito que sube entre las encinas. Luego vuelve a bajarlos y se concentra de nuevo en sí mismo. Dos veces mira con atención al lago, ahora ya en sombra, y luego vuelve la cabeza para mirar a occidente, donde el sol ha desaparecido tras los collados boscosos: y la segunda vez se levanta y va al sendero y mira si sube alguno, luego vuelve a su sitio. En fin, se oye un ruido de pasos y se dejan ver dos figuras: María, vestida de azul oscuro; Juan, cargado de sacas. Y Juan llama dos veces: -¡Maestro! – y, en cuanto Jesús se vuelve, dice: -Aquí tienes a tu Madre – y la ayuda a salvar un regatillo y algunas piedras grandes, puestas en el sendero con intención de darle solidez y hacerle cómodo para quien sube o baja, pero que en realidad su resultado ha sido el transformarse en verdaderas trampas para el pie semidescalzo.Jesús se alza inmediatamente para ir al encuentro de su Madre. La ayuda, con Juan, a subir el cúmulo de piedras desprendidas, que debían sujetar el rellano. En realidad, sólo las gruesas raíces de las encinas hacen este oficio. Ahora Jesús sujeta a María, y la observa y le pregunta: -¿Estás cansada? -No, Jesús – y le sonríe. -Sin embargo, me parece que lo estás. Siento haberte hecho venir. Pero no podía ir Yo… -¡No es nada, Hijo mío! Estoy un poco sudorosa. Pero aquí se está bien… Más bien, Tú eres el que está muy cansado, y también el pobre Juan… Pero Juan menea la cabeza sonriendo; y deja la saca nueva y bien hinchada de Jesús, y la suya, en la hierba, al pie de la encina, para retirarse mientras dice: -Voy a bajar. He visto una fuentecita. Voy a refrescarme un poco en esa agua. Pero, si me llamáis, oigo – se retira y deja libres a los Dos. María se afloja el manto y se quita el velo. Se seca el sudor que aljofara su frente. Mira a Jesús. Le sonríe y bebe su sonrisa, porque Él también le sonríe mientras le acaricia la mano y la apoya en su mejilla, para recibir a su vez de ésta la caricia. ¡Tan «hijo» en este gesto que le he visto hacer otras veces!… María libera la mano y le ordena los cabellos; le quita un trocito de corteza de árbol que se le había quedado entre el pelo (y cada movimiento de los dedos está hecho con tanto amor, que es una caricia). Y habla: -Estás todo sudado, Jesús. El manto en la espalda está húmedo como si te hubiera llovido encima. Bueno, ahora podrás ponerte otro. Este lo retiro yo. Está descolorido por el sol y el polvo. Tenía todo preparado, y… ¡Espera! Sé que hace poco has comido una corteza de pan ya viejo con un puñado de aceitunas tan saladas que te mordían la garganta. Me lo ha dicho Juan, que desde el momento que llegó no hacía más que beber. Pero te he traído pan reciente. Lo acababa de sacar del horno. Y un panal de miel que había quitado ayer de la colmena para dárselo a los niños de Simón. Para ellos tengo otros panales. Tómalo, Hijo mío. Es de nuestra casa… – y se agacha a abrir la saca, que tiene, encima de todas las cosas que contiene, una cesta baja de mimbre con fruta dentro y -encima de la fruta- un panal envuelto en hojas de vid; ofrece todo a su Hijo, con pan reciente y crujiente. Y, mientras Jesús come, saca del talego los vestidos que ha preparado para los meses invernales, fuertes, calientes, adecuados para proteger del frío y del agua, y se los enseña a Jesús, que le dice: -¡Cuánto trabajo, Mamá! Tenía todavía los del pasado invierno… -Los hombres, cuando están lejos de las mujeres, deben tener todo nuevo para no tener necesidad de arreglar nada para estar en orden. Pero no he desperdiciado nada. Este manto mío es el tuyo, acortado y vuelto a teñir. Para mí está bien todavía. Pero para ti ya no estaba bien. Tú eres Jesús… Es imposible expresar lo que hay en esta frase. «Tú eres Jesús».Una frase sencilla. Pero en estas pocas palabras está todo el amor de la Madre, de la discípula, de la antigua hebrea hacia el Prometido Mesías, y de la hebrea del tiempo bendito que tiene a Jesús. Si la Madre se hubiera postrado adorando a su Hijo como Dios, no habría expresado sino una forma limitada, a pesar de rebosar veneración. Pero en estas palabras hay más que una adoración formal de unas rodillas que se doblan, una espalda que se pliega, una frente que toca el suelo: aquí está todo el ser de María, su carne, su sangre, su mente, su corazón, su espíritu, su amor, adorando totalmente, perfectamente, al Dios-Hombre. Nunca he visto una cosa más grande, más absoluta, que estas adoraciones de María al Verbo de Dios, que es su Hijo, pero que Ella siempre recuerda que es su Dios. Ninguna de las criaturas que, curadas o convertidas por Jesús, veo que adoran a su Salvador (ni siquiera las más ardientes, ni siquiera las que sin darse cuenta se manifiestan teatrales bajo el ímpetu del amor), ninguna tiene «algo” que asemeje a esto. Aman totalmente, pero siempre como criaturas, a las que les falta constantemente algo para ser perfectas. María ama, me atrevo a decirlo, divinamente. Ama más que como criatura. ¡Oh, es realmente la hija de Dios inmune de culpa! ¡Por eso puede amar así!… Y pienso en lo que perdió el hombre con el pecado original… Pienso en lo que nos robó Satanás abatiendo a nuestros Progenitores. Nos quitó esta potencia de amar a Dios como lo ha amado María… Nos ha quitado la potencia de amar bien. Mientras considero estas cosas mirando a la Pareja perfecta, Jesús, acabada su comida, se ha sentado en la hierba a los pies de su Madre y ha puesto su cabeza sobre las rodillas de Ella, como un niño cansado y triste que busca refugio en la única que lo puede confortar. Y María le acaricia los cabellos, y toca levemente la frente lisa de su Jesús. Parece como querer alejar con esa caricia todos los cansancios y las penas que hay en ese Hijo suyo. Jesús cierra los ojos y María suspende la caricia, permaneciendo con la mano sobre los cabellos, mirando de frente, pensativa, inmóvil. Quizás cree que Jesús se está durmiendo. Está muy cansado… Pero Jesús casi enseguida abre de nuevo los ojos, ve que se viene la noche, ve que no es dable prolongar esa hora de confortación, y alza la cabeza; permanece sentado donde estaba y habla: .Mamá, ¿sabes de dónde vengo? -Lo sé. Me lo ha dicho Juan. Dos almas que vuelven a Dios. Una alegría para ti y para mí. -Sí. Bajo a Jerusalén con esta alegría. -Como consuelo de la desilusión que recibiste el mismo día que nos despedimos. -¿Cómo lo sabes? ¿Te lo ha dicho Juan? Sólo él sabe… -No. Yo le he preguntado acerca de ello, pero Juan me ha respondido: «Madre, dentro de poco vas a verlo. Pregúntaselo a Él». Jesús sonríe y dice: -Juan es fiel hasta el escrúpulo. Una pausa. Luego Jesús pregunta: -¿Quién te ha hablado de ello entonces? -No a mí. Fueron unos… unos hombres a casa de José, tu hermano. Y… él vino a mi casa. Estaba todavía un poco… Sí, Hijo mío. Siempre es mejor decir la verdad. Un poco inquieto después de tu encuentro con él en Cafarnaúm, y especialmente después de la conversación que tuvieron José, Judas y Santiago. Se vieron en tu ausencia, y también Santiago… Bueno, sobre todo Santiago fue severo… Mucho… Yo diría que demasiado. Pero el Eterno, que siempre es bueno, ha sacado de esta desavenencia un bien. Sin duda porque ha sido una desavenencia que venía de dos fuentes de amor. Distintas, sí, pero amor en todo caso. Imperfectas, sí; porque si hubieran sido perfectas, si al menos una hubiera sido perfecta, no se habría manifestado la ira… decir ira quizás es demasiado fuerte para dar un nombre al estado de ánimo de Santiago, pero lo que sí es cierto es que estuvo muy, muy severo… Tú, sin duda, le habrías corregido en orden a la caridad. Yo… no aprobé, pero fui indulgente porque comprendía lo que ponía tan inquieto al siempre paciente Santiago. No se puede pretender que sea perfecto… Es un hombre. Es mucha la humanidad también en él todavía. ¡Y queda largo camino que recorrer todavía para que Santiago llegue a ser un justo como era mi José! Él… sabía dominarse siempre… y ser siempre bueno… ¡Pero… estoy divagando! Decía que el amor imperfecto de los dos por ti -¡porque te quieren mucho, mucho, sí! También José, aunque a primera vista no lo parezca. Y realmente es amor por ti todas sus atenciones para con esta pobre mujer, y amor por ti es su modo de pensar, como viejo israelita fijo en sus ideas como su padre. ¡Qué no daría por verte amado por todos! A su manera… eso sí…-. Pero, yendo al hecho, debo decirte que José -al cual no le ha venido mal la actitud firme de Santiago- ha tomado la costumbre de venir todos los días a casa. ¿Y sabes para qué? Para que le explique las Escrituras, «como tú y tu Hijo las comprendéis», ha dicho. ¡Explicar las Escrituras a la luz de la Verdad!… Es difícil cuando quien nos escucha es un José de Alfeo, o sea, uno que cree firmemente en el reino temporal del Mesías, en su nacimiento regio y en tantas otras cosas. Pero, para hacerle aceptar la idea de que el Rey de Israel debe ser de estirpe real, de David, sí, pero que no es necesario que haya nacido en un palacio, me ha servido su propio orgullo. Él… ¡cuánto celo por ser de la estirpe de David! Le he dicho dulcemente muchas cosas… y he enderezado esta idea en él. José admite, ahora, por concordancia con las profecías, que Tú eres el profetizado. Pero no habría logrado, no, no habría logrado, convencerlo de que Tú, de que tu grandeza verdadera está justamente en el hecho de ser Rey en el espíritu, que es lo único que te puede hacer Rey universal y eterno, si no hubiera venido en dos momentos gente a buscarlo… Los primeros, otra vez los de Cafarnaúm y otros con ellos, después de haberlo halagado de nuevo con deslumbrantes promesas de grandeza para toda la casa, viéndolo menos propenso a ceder a su favor -pretendían que él te forzara a ti a aceptar una corona, y a mí a hacértela aceptar-, se descubrieron pasando a las amenazas… Las consabidas, veladas amenazas que usan: cuchillos afilados envueltos en blanda lana para que parezcan inocuos… Y José reaccionó diciendo: «Yo soy el mayor, pero Él es mayor de edad, y en mi familia no tengo noticia de que haya habido nunca estúpidos o locos. Como es mayor de edad desde hace cuatro lustros, sabe lo que se trae entre manos. Id a Él, pues, y preguntadle. Y, si se niega, dejadlo en paz. Es responsable de sus acciones». Pero luego, precisamente en la vigilia del sábado, vinieron unos discípulos tuyos… ¿Me miras, Hijo? Deja que no te diga sus nombres, y deja que te diga que los perdones… Un hijo que hubiera alzado su mano contra la canicie de su padre, un levita que hubiera profanado el altar y temiera la ira de Yeohveh no estarían como estaban ellos… Venían de Cafarnaúm, donde te habían buscado… Habían recorrido los caminos del lago desde Cafarnaúm hasta Magdala, y luego hasta Tiberíades, esperando encontrarte. Y se habían encontrado con Hermas y Esteban, que bajaban con otros a Jerusalén después de haberse hospedado en casa de Gamaliel unos días. No quiero decirte lo que dijeron, lo que desean ardientemente decirte. Pero sus palabras habían aumentado el dolor de los discípulos que se descarriaron hasta el punto de unirse a quienes querían traicionarte con una falaz unción. Cuando vinieron, estaba conmigo José. Y fue una cosa buena. ¡Oh, José no ha llegado todavía a la Luz, pero está ya en el crepúsculo de su aurora! José ha entendido la insidia y… nuestro José te quiere mucho ahora. Te ama, no me atrevo a decir justamente, pero sí al menos como pariente mayor que sufre con tu sufrimiento, que vela por su incolumidad, que conoce a tus enemigos… Por esto sé lo que te han hecho, Hijo mío. Un dolor… y una alegría, porque más de uno te ha reconocido por lo que eres. Para ti y para mí, este dolor y esta alegría. ¿Y perdonamos a todos, no es verdad? Yo ya he perdonado a los arrepentidos, hasta donde me era concedido. -Mamá, podías haber concedido todo el perdón, también por mí. Porque Yo ya había perdonado viendo su corazón. Son hombres… ¡Tú lo has dicho!… Y Yo también tengo la alegría de ver a José caminando hacia la aurora de la verdadera Luz… -Sí. Él esperaba verte. Hubiera sido bueno que lo hubieras visto. -Hoy estaba fuera hasta la puesta del sol. Le dolerá no verte. Pero podrá hacerlo en Jerusalén. -No, Madre. No estaré en Jerusalén de forma que me vean. Necesito evangelizar la Ciudad y sus aledaños; si me descubrieran, me expulsarían inmediatamente. Tendré que actuar, pues, como uno que hace el mal, si bien quiero hacer únicamente el bien… Pero es así. -¿Entonces no vas a ver a José? Parte mañana para los Tabernáculos. Podíais hacer el viaje juntos… -No puedo… -¿Tanto te persiguen ya, Hijo mío? ¡Qué congoja hay en la voz de la Madre! -No, Madre. No. No más que antes. Tranquilízate. Es más… Vienen a mí espíritus buenos. Otros, no buenos, se detienen meditando, mientras que antes asestaban el golpe sin razonar. Los discípulos aumentan, los antiguos se forman cada vez más, los apóstoles se perfeccionan. No hablo de Juan, él ha sido siempre una gracia que me ha dado el Padre; hablo de Simón de Jonás y de los otros. Simón, que puedo decir que día tras día va dejando de ser el hombre que era para hacerse apóstol, y tú sabes lo que quiero decir. Y me causa mucha alegría. Y Natanael y Felipe que se desatan del vínculo de sus ideas. Y Tomás y… Bueno, qué digo, ¡todos! Sí, créelo. Todos en esta hora son buenos: son mi alegría. Debes estar tranquila sabiendo que estoy con ellos: amigos, consoladores, defensores de tu Hijo. ¡Si tú estuvieras tan defendida y fueras tan amada!-Oh, yo tengo a María, tengo a las mujeres de José y Simón y a ellos mismos y a los niños. Tengo al buen Alfeo. Y, bueno, ¿quién no quiere a María de Nazaret en Nazaret? Estáte tranquilo… Un entero pueblo ama a tu Mamá. -Pero no a mí todavía, excepto unos pocos. Esto lo sé, y sé que su amor a ti está empapado de la compasión que se siente por la madre de un demente y de un vagabundo. Pero tú sabes que no lo soy y que te quiero. Tú sabes que el separarme de ti es la obediencia, no digo más grande, pero sí más amorosamente dolorosa que el Padre me pide… -¡Sí, Hijo mío! Sí. Lo sé. Yo no me quejo de nada. La verdad es que querría estar, preferiría estar contigo, en medio del fango, con el viento, a la intemperie, perseguida, cansada, sin techo ni fuego, sin pan, como Tú muchas veces… antes que en mi casa, mientras Tú estás lejos y no sé cómo estás mientras pienso en ti. Tú conmigo y yo contigo, sufrirías menos y yo menos sufriría… Porque eres mi Hijo y te podría tener siempre entre mis brazos y defenderte del frío, de la dureza de las piedras y, sobre todo, de la dureza de los corazones, con mi amor, con mi pecho, con mis brazos. Eres mi Hijo. Te tuve mucho sobre mi corazón en la gruta, en el viaje a Egipto, y al regreso, siempre, cuando las inclemencias del tiempo y las insidias de los hombres podían dañarte. ¿Por qué no iba a poder hacerlo ahora? ¿He dejado de ser acaso, tu Madre, porque Tú seas ahora el Hombre? ¿Es que ya no puede una madre ser todo para el hijo por el hecho de que é1 ya no sea pequeño? Yo creo que si estoy contigo no podrán causarte daño… porque ninguno… No. Soy una ilusa… Tú eres el Redentor… y los hombres, lo he visto, no tienen piedad ni siquiera de la propia madre… Pero, déjame ir contigo. Todo es mejor para mí que estar lejos de ti. -Si los hombres fueran mejores, habría vuelto a Nazaret todavía. Pero también Nazaret… No importa. Vendrán a mí. Por ahora, voy a otros…Y no puedo llevarte conmigo. Sólo volveré aquí cuando sepan quién soy. Ahora voy a Judea… Subo al Templo… Luego estaré por aquellas comarcas… Recorreré una vez más Samaria. Trabajaré en los lugares donde más trabajo hay. Por ello, Madre, te aconsejo que te prepares para venir a mí al principio de la primavera y para establecerte cerca de Jerusalén. Nos veremos con más facilidad. Volveré a subir alguna vez todavía hasta la Decápolis y nos veremos todavía… Lo espero. Pero normalmente estaré en Judea. Jerusalén es la oveja más necesitada de cuidado, porque, en verdad, es más testaruda que un carnero viejo y más pendenciera que una cabra enrudecida. Voy a esparcir la Palabra como rocío que no se cansa de caer sobre su aridez… Jesús se levanta, se queda parado, mira a su Madre, que a su vez lo mira fija y atentamente. Abre la boca, luego menea la cabeza y dice: -Queda todavía por decir esto, antes de la última cosa… Madre, si José quiere hablar conmigo, que esté hacia el alba de pasado mañana en el camino que de Nazaret por el Tabor va a Yizreel. Estaré solo o con Juan. -Lo diré, Hijo mío. Silencio, un profundo silencio, porque los pájaros han terminado de pelear entre las frondas y también el viento calla, mientras el crepúsculo se adensa. Luego Jesús, que parece haber buscado con dificultad las últimas palabras, dice: -Mamá, este alto aquí ha terminado… Un beso, Mamá. Y tu bendición. Se besan y bendicen mutuamente. Luego Jesús, agachándose a recoger el velo de su Madre y llamando a Juan como para quitar gravedad a las palabras, dice: -Cuando vayas a Judea, llévame mi túnica más bonita. La que me tejiste para las fiestas solemnes. En Jerusalén debo ser «Maestro» en el sentido más amplio, y más sensiblemente humano, porque esos espíritus cerrados e hipócritas miran más lo externo, la túnica, que lo interno, la doctrina. Y así también Judas de Keriot se sentirá contento… y también José, que me verá regiamente vestido. ¡Será un triunfo! Y la túnica que tejiste contribuirá a ello… – y sonríe, meneando la cabeza, para suavizar la verdad cortante que celan esas palabras. Pero María no se engaña. Se levanta y, apoyándose en el brazo de Jesús, exclama: -¡Hijo! – y, con una congoja que me hace sufrir, Jesús la recoge en su corazón, donde Ella llora… -Mamá, he querido hablar contigo en esta hora de paz por esto… Te confío mi secreto y todo lo que amo aquí abajo. Ninguno de los discípulos sabe que no volveremos a estos lugares sino cuando todo haya sido cumplido. Pero tú… Para ti no hay secretos… Te lo había prometido, Mamá. No llores. Todavía muchas horas hemos de estar untos. Por esto te digo: «Ve a Judea». Tenerte al lado me compensará la fatiga de la más difícil evangelización a esos duros de corazón que ponen obstáculos a la Palabra de Dios. Ve con las discípulas galileas. Me seréis muy útiles. Juan se ocupará del alojamiento tuyo y de ellas. Ahora, antes de que él regrese, vamos a orar juntos. Luego tú volverás al pueblo. Yo también me acercaré durante la noche… Oran juntos, y están en las últimas palabras del Pater cuando aparece Juan, que, en la penumbra, cuando está cerca, ve la señal del llanto en el rostro de María, y se asombra; pero no dice nada al respecto. Se despide del Maestro y le dice: -Estaré a la aurora fuera de Nazaret, en el camino… Ven, Madre. Fuera del bosque hay todavía luz, y abajo el camino está todo iluminado por los faroles de los carros que van de camino… María besa de nuevo a Jesús, llorando en su velo. Luego, sujetada por Juan, que la lleva del codo, baja al sendero, y sigue hacia abajo, hacia el valle. Jesús se queda solo, orando, pensando, llorando. Porque Jesús ora mientras ve bajar a su Madre. Luego vuelve a donde estaba antes y se pone en la postura que tenía, mientras la sombra y el silencio se adensan cada vez más en torno a Él. Dice Jesús: -No he olvidado tampoco este dolor de María, mi Madre. Haber tenido que lacerarla con la expectativa de mi sufrimiento, haber debido verla llorar. Por eso no le niego nada. Ella me dio todo. Yo le doy todo. Sufrió todo el dolor, le doy toda la alegría. Quisiera que, cuando pensáis en María, meditarais en esta agonía suya que duró treinta y tres años y culminó al píe de la Cruz. La sufrió por vosotros: por vosotros, las burlas de la gente, que la juzgaba madre de un loco; por vosotros, las críticas de los parientes y de las personas de importancia; por vosotros, mi aparente desaprobación: «Mi Madre y mis hermanos son aquellos que hacen la voluntad de Dios». ¿Y quién más que Ella la hacía? Y una Voluntad tremenda que le imponía la tortura de ver martirizar al Hijo. Por vosotros, la fatiga de ir acá o allá, a donde Yo estaba; por vosotros, los sacrificios desde el de dejar su casita y mezclarse con las muchedumbres, al de dejar su pequeña patria por el tumulto de Jerusalén; por vosotros, el deber estar en contacto con aquel que guardaba dentro de su corazón la traición; por vosotros, el dolor de oír que me acusaban de posesión diabólica, de herejía. Todo, todo por vosotros. No sabéis cuánto he amado a mi Madre. No reflexionáis en cuán sensible a los afectos era el corazón del Hijo de María. Y creéis que mi tortura fue puramente física, al máximo añadís la tortura espiritual del abandono final del Padre. No, hijos. También experimenté los afectos del hombre: sufrí por ver sufrir a mi Madre, por tener que llevarla como mansa cordera al suplicio, por tener que lacerarla con una cadena de despedidas (en Nazaret, antes de la evangelización; ésta que os he mostrado y que precede a mi Pasión, ya inminente; aquélla, antes de la Cena, cuando ya la Pasión está desarrollándose con la traición de Judas Iscariote; aquélla, atroz, en el Calvario). Sufrí por verme escarnecido, odiado, calumniado, rodeado de malsanas curiosidades que no evolucionaban hacia el bien sino hacia el mal. Sufrí por todas las falsedades que tuve que oír o ver activas a mi lado: las de los fariseos hipócritas, que me llamaban Maestro y me hacían preguntas no por fe en mi inteligencia sino para tenderme trampas; las de aquellos a quienes había favorecido y se volvieron acusadores míos en el Sanedrín y en el Pretorio; aquélla, premeditada, larga, sutil de Judas, que me había vendido y continuaba fingiéndose discípulo; que me señaló a los verdugos con el signo del amor. Sufrí por la falsedad de Pedro, atrapado por el miedo humano. ¡Cuánta falsedad, y cuán repelente para mí que soy Verdad! ¡Cuánta, también ahora, respecto a mí! Decís que me amáis, pero no me amáis. Tenéis mi Nombre en los labios, y en el corazón adoráis a Satanás y seguís una ley contraria a la mía. Sufrí al pensar que en relación al valor infinito de mi Sacrificio – el Sacrificio de un Dios- demasiados pocos se salvarían. A todos – digo: a todos- los que a lo largo de los siglos de la Tierra preferirían la muerte a la vida eterna, haciendo vano mi Sacrificio, los tuve presentes. Y con esta cognición fui a afrontar la muerte. Ya ves, pequeño Juan, que tu Jesús y la Madre suya sufrieron agudamente en su yo moral. Y largamente. Paciencia, pues, si es que debes sufrir. «Ningún discípulo es más que el Maestro», lo dije. Mañana hablaré de los dolores del espíritu. Ahora descansa. La paz sea contigo.