Bartolomé instruye a Áurea Gala.
Son tan precoces las albas estivas, que breve es el tiempo que media entre el ocaso de la Luna y la aparición del primer albor. De manera que, a pesar de que hayan andado ligeros, la fase más oscura de la noche los sorprende todavía en las cercanías de Cesárea; y tampoco da suficiente luz una rama encendida de un arbusto espinoso. Es necesario hacer un alto, incluso porque la jovencita, menos acostumbrada que ellos a andar de noche, tropieza a menudo en las piedras medio sepultadas en la arena.
-Es mejor pararse un poco. La niña no ve y está cansada – dice Jesús.
-No, no, puedo… Vamos lejos, lejos… Podría venir. Por aquí hemos pasado para ir a aquella casa – dice, entrechocando los dientes, la jovencita, mezclando hebreo y latín en un nuevo idioma, para que la entiendan.
-Iremos detrás de aquellos árboles y no nos verá nadie. No temas – le responde Jesús.
-Sí, no temas. Ese… romano a esta hora está debajo de la mesa como una cuba… – dice Bartolomé para tranquilizarla.
-Y además estás con nosotros. ¡Nosotros te queremos! No dejamos que te hagan daño. ¡Oye, que somos doce hombres fornidos!… – dice Pedro, poco más alto que ella, pero tan corpulento cuanto grácil es ella, tan quemado por el sol cuanto nívea es ella, pobre flor crecida a la sombra para que fuera más estimulante y valiosa.
-Eres una hermanita. Y los hermanos defienden a las hermanas… – dice Juan.
La jovencita, a la luz última de la improvisada antorcha, alza hacia sus consoladores los claros iris gris hierro apenas teñido de azul, dos limpios iris aún brillantes por el llanto vertido con el terror de poco antes… Es recelosa, pero, no obstante, de ellos se fía. Y cruza con los otros el reguero seco que está pasado el camino, para entrar en una propiedad que termina allí en un tupido huerto.
Se sientan. Es noche oscura. Esperan. Los hombres quizás dormirían. Pero cualquier ruido hace dar un gemido a la muchacha, y el galope de un caballo le hace agarrarse convulsa al cuello de Bartolomé, que, quizás, por ser muy anciano, atrae su confianza y confidencia. Por tanto es imposible dormir.
-¡Pero no tengas miedo! Cuando se está con Jesús ya no pasa nada malo – dice Bartolomé.
-¿Por qué? – pregunta la muchacha, temblorosa y enroscada todavía al cuello del apóstol.
-Porque Jesús es Dios en la Tierra, y Dios es más fuerte que los hombres.
-¿Dios? ¿Qué es Dios?
-¡Pobre criatura! ¡Pero cómo te han criado! ¿No te han enseñado nada?
-A tener blanca la piel, brillante el pelo, a obedecer a los amos… a decir siempre que sí… Pero yo no podía decir que sí al romano… era feo y me producía miedo… Todo el día miedo… Siempre allí… cuando el baño, cuando una se viste… y unos ojos… y las manos… ¡oh!… Y a quien no dice «sí» le dan de palos…
-No recibirás palos. Ya no está el romano, ni sus manos… Lo que hay es la paz… — le responde Jesús.
Y los otros comentan:
-¡Pero qué horror! ¡Como a animales de valor, no más que como a animales! Y peor todavía… Porque un animal sabe al menos que le enseñan a arar o a llevar la montura y el bocado porque ésa es su función. ¡Pero esta criatura ha sido arrojada allí sin saber!…
-Yo, si hubiera sabido, me habría echado al mar. Había dicho: «Te haré feliz»…
-Efectivamente te ha hecho feliz. De una manera que no imaginaba. Feliz para la Tierra y para el Cielo. Porque conocer a Jesús es felicidad – le dice el Zelote.
Un silencio, en que cada uno medita en los horrores del mundo. Luego, en voz baja, la niña pregunta a Bartolomé: -¿Me dices lo que es Dios? ¿Y por qué Él es Dios? ¿Porque es guapo y bueno?
-Dios… ¿Cómo arreglárselas para enseñarte tanto a ti que estás vacía de toda idea religiosa?
-¿Religiosa? ¿Qué es?
-¡Altísima Sabiduría! ¡Me siento como uno que se está ahogando en un gran mar! ¿Cómo me las arreglo ante esta sima?
-Es muy sencillo, Bartolomé, lo que difícil te parece. Es una sima, sí, pero vacía. Y puedes colmarla de Verdad. Peor es cuando las simas están colmas de fango, venenos, serpientes… Habla con la sencillez con que hablarías a un niño pequeño. Te comprenderá de forma que mejor que ella no te comprendería un adulto.
-¡Maestro! ¿Pero no podrías hacerlo Tú?
-Podría. Pero la muchacha aceptará las palabras de un semejante suyo más fácilmente que las mías de Dios. Y además es que… en el futuro os encontraréis ante estas simas, para llenarlas de mí, y debéis aprender a hacerlo.
-Es verdad. Voy a intentarlo. Escúchame, niña… ¿Te acuerdas de tu mamá?
-Sí, Señor. Hace siete años que las flores florecen sin ella. Pero antes estaba con ella.
-De acuerdo. ¿Y te acuerdas de ella? ¿La quieres?
-¡Oh! – un acceso de llanto unido a la exclamación dice todo.
-Pobre criatura, no llores… Escucha… El amor que sientes por tu mamá…
-…Y mi padre… y mis hermanitos… – dice entre sollozos la niña.
-Sí… por tu familia, el amor por tu familia, el pensamiento que tienes de tu familia, el deseo de volver a ella… -¡Ya nunca!…
-Bueno pues… todo esto es una cosa que se puede llamar la religión de la familia. Las religiones, las ideas religiosas, por tanto, son el amor, el pensamiento y el deseo de ir a donde está Aquel o aquellos en quienes creemos, a quienes amamos y anhelamos.
-¡Ah! Y si yo creo en ese Dios, tendré una religión… ¡Es fácil!
-Bien. ¿Fácil qué? ¿Tener una religión o creer en ese Dios?
-Una cosa y la otra. Porque se cree fácilmente en un Dios bueno como ése. E1 romano nombraba muchos dioses y juraba… decía: «¡Por la diosa Venus!», «¡por el dios Cupido!». Pero debían ser dioses no buenos, porque él hacía cosas no buenas cuando los nombraba.
-No es estúpida la niña – comenta Pedro en voz baja.
-Pero todavía no sé qué es Dios. Yo lo veo hombre como tú… Es un hombre Dios entonces. ¿Y entonces cómo podemos comprenderlo? ¿En qué es más fuerte que todos? No tiene ni espadas ni siervos…
-Maestro, ayúdame…
-¡No, hombre, Natanael, que enseñas muy bien!…
-Lo dices por bondad… De todas formas vamos a intentar seguir adelante. Escucha, niña… Dios no es hombre. Él es como una luz, una mirada, un sonido, tan grandes, que llenan el cielo y la tierra e iluminan todo, y todo lo ve, instruye todo y a todo da órdenes…
-¿También al romano? Entonces no es un Dios bueno. ¡Tengo miedo!
-Dios es bueno y da órdenes buenas, y a los hombres les había dado órdenes de no hacer guerras, de no hacer esclavos, de dejar a las niñas con sus madres y no aterrorizar a las muchachas. Pero los hombres no escuchan siempre las órdenes de Dios.
-Pero tú sí…
-Yo sí.
-Pero, si es más fuerte que nadie, ¿por qué no se hace obedecer? ¿Y cómo habla, si no es hombre?
-Dios… ¡oh, Maestro!…
-Sigue, Bartolmái. ¿Siendo un maestro tan sabio y sabiendo decir con tanta sencillez los más altos pensamientos, tienes miedo? ¿No sabes que el Espíritu Santo está en los labios de los que enseñan la Justicia?
-¡Parece tan fácil cuándo uno te escucha!… Y todas tus palabras están aquí dentro… ¡Pero para sacarlas afuera cuando se debe hacer lo que Tú haces!… ¡Ay, míseros de nosotros, pobres hombres! ¡Qué maestros de tres al cuarto!
-Reconocer vuestra nada predispone al espíritu a la enseñanza del Espíritu Paráclito…
-De acuerdo. Escucha, niña. Dios es fuerte, fortísimo, más que César, más que todos los hombres puestos juntos con sus ejércitos y máquinas de guerra. Pero no es un amo despiadado que haga decir siempre que sí, so pena del azote para quien no lo dice. Dios es un padre. ¿Tu padre te quería?
-¡Mucho! Me puso por nombre Áurea Gala, porque el oro es precioso y Galia es la patria, y decía que me quería más que al oro que un tiempo tuvo y más que a la patria…
-¿Tu padre te apaleaba?
-No. Nunca. Aunque fuese mala me decía: «¡Pobre hija mía !» y lloraba…
-¡Eso! Así hace Dios. Es padre, nos ama y llora si somos malos, pero no nos fuerza a obedecerle. Pero el que es malo será un día castigado con suplicios horrendos…
-¡Oh, qué bien! ¡En los suplicios el amo que me arrebató de mi madre y me llevó a la isla y el romano! ¿Y lo voy a ver
yo?
-Tú verás a Dios de cerca, si crees en Él y eres buena. Pero para ser buena no debes odiar ni siquiera al romano. -¿No? ¿Y cómo lo hago?
-Orando por él o…
-¿Qué es orar?
Hablarle a Dios diciéndole lo que queremos…
-¡Pero yo quiero la mala muerte para los amos! – dice con salvaje vehemencia la muchacha.
-No, no debes hacerlo. Jesús no te quiere si hablas así…
-¿Por qué?
-Porque no se debe odiar a quien nos haya hecho el mal.
-Pero no puedo quererlos…
-Por ahora olvídalos… Trata de olvidarlos… Luego, cuando estés más… instruida en Dios, orarás por ellos… Bueno, estábamos diciendo que Dios es poderoso, pero deja libres a sus hijos.
-¿Yo hija de Dios? ¿Tengo dos padres? ¿Cuántos hijos tiene?
-Todos los hombres son hijos de Dios, porque han sido hechos por Él. ¿Ves las estrellas allá arriba? Las ha hecho Él. ¿Y estos árboles? Los ha hecho Él. Y la tierra donde estamos sentados, y aquel pájaro que canta, y el mar con su grandeza, todo, y a todos los hombres. Y los hombres son más hijos que todo, porque son hijos por una cosa que se llama alma y que es luz, sonido, mirada, no grandes como su luz, su sonido, su mirada, que llenan el Cielo y la Tierra, pero bonitos de todas formas, y que no mueren nunca, como tampoco muere Él.
-¿Dónde está el alma? ¿Yo la tengo?
-Sí. En tu corazón, y es la que te ha hecho comprender que el romano era malo, y ciertamente no te hará desear ser como él. ¿No es verdad?
-Sí…
La jovencita reflexiona después del titubeante sí… Luego dice con seguridad:
-Sí! Era como una voz de dentro y una necesidad de que alguien me auxiliara… y con otra voz aquí dentro – pero esta era mía – llamaba a mi mamá… porque no sabía que existía Dios, que existía Jesús… Si lo hubiera sabido, le habría llamado a Él con aquella voz que tenía aquí dentro…
-Has comprendido bien, niña, y crecerás en la Luz. Yo te lo digo. Cree en el Dios verdadero, escucha la voz de tu alma
virgen respecto a la sabiduría adquirida, pero virgen también respecto a la mala voluntad, y tendrás en Dios a un Padre, y en la
muerte, que es paso de la Tierra al Cielo para los que creen en el Dios verdadero y son buenos, tendrás un puesto en el Cielo,
cerca de tu Señor – dice Jesús, poniendo la mano en la cabeza de la jovencita, la cual cambia de postura, se arrodilla y dice:
-De ti. Es bonito estar contigo. No te separes de mí, Jesús. Ahora sé quién eres y me postro. En Cesárea tenía miedo de
hacerlo… Pero me parecías un hombre. Ahora sé que eres un Dios escondido en un hombre y para mí eres Padre, y Protector. -Y Salvador. Áurea Gala.
-Y Salvador. Me has salvado.
-Y te salvaré más. Tendrás un nombre nuevo…
-¿Me quitas el nombre que me dio mi padre? E1 amo en la isla me llamaba Aurea Quintilia, porque nos dividían por color y por número y yo era la quinta rubia así… Pero ¿por qué no me dejas el nombre que me dio mi padre?
-No te lo quito. Llevarás, añadido a tu antiguo nombre, el nombre nuevo, eterno».
-¿Cuál?
-Cristiana. Porque Cristo te ha salvado. Pero ya clarea. Vamos… ¿Ves, Natanael, como es fácil hablar de Dios a las simas
vacías?… Has hablado muy bien. La niña se formará rápidamente en la Verdad… Ve adelante con mis hermanos, Áurea… La niña obedece, pero con temor. Preferiría permanecer junto a Bartolomé, el cual comprende y promete:
-Voy inmediatamente yo también. Ve, obedece…
Y va sólo con Jesús, Pedro, Simón y Mateo, observa:
-Es una pena que la tenga Valeria. A1 fin y al cabo es una pagana…
-No puedo imponérsela a Lázaro…
-Está también Nique, Maestro – sugiere Mateo.
-Y Elisa… – dice Pedro.
-Y Juana… Es amiga de Valeria, y Valeria se la cede sin duda de buena gana. Estaría en una casa buena – dice el Zelote. Jesús piensa y guarda silencio…
-Bueno, Tú verás… Yo voy donde la muchacha, que se vuelve continuamente. Se fía de mí porque soy viejo… La tomaría conmigo… una hija más… Pero no es de Israel… – y se marcha el bueno de Natanael, bueno aunque demasiado israelita.
Jesús lo mira mientras camina y menea 1a cabeza.
-¿Por qué ese gesto, Maestro? – pregunta el Zelote.
-Porque… me da pena ver que los sabios también son esclavos de los prejuicios…
-Pero… así, entre nosotros… Bartolmái tiene razón… y, es más, deberías tomar medidas… Acuérdate de Síntica y Juan… No vaya a suceder una cosa igual… Mándasela a Síntica… – dice Pedro, que tiene miedo de complicaciones por la presencia de la paganita entre ellos.
-Pronto morirá Juan… Síntica no está todavía suficientemente formada como para ser maestra de una niña como ésta… No es ambiente adecuado…
-De todas formas, no debes tenerla. Piensa que Judas pronto estará con nosotros. Y Judas, Maestro, déjame que lo diga, es un lujurioso y un… uno que suelta la lengua con facilidad con tal de obtener ganancias… y tiene demasiados amigos entre los fariseos… – insiste el Zelote.
-¡Sí, Simón tiene razón! ¡Es exactamente lo que pensaba yo! – exclama Pedro. ¡Hazle caso, Maestro!… Jesús piensa y calla… Luego dice:
-Vamos a orar y el Padre nos ayudará… – y, al final del grupo, oran fervorosamente…
El alba se transforma en aurora… Pasan un pueblecillo, vuelven al camino que va entre los campos… E1 sol se hace cada vez más fuerte. Se paran a comer a la sombra de un gigantesco nogal.
-¿Estás cansada? – pregunta Jesús a la niña, que come sin apetito – Dilo y nos paramos.
-No, no. Vamos…
-Se lo hemos preguntado varias veces. Pero contesta siempre que no… – dice Santiago de Alfeo.
-¡Puedo, puedo! Vamos lejos…
Reanudan la marcha. Pero Áurea se acuerda:
-Tengo una bolsa. Me han dicho las damas: «La darás cuando empiecen los montes». Los montes están aquí. Y la doy. Y hurga en la talega donde Livia le ha metido algún indumento… Saca la bolsa y se la da a Jesús.
-La dádiva… No han querido que les diéramos las gracias. Son mejores que muchos de nosotros… Toma, Mateo. Y conserva estas monedas. Servirán para limosnas secretas.
-¿No debo decírselo a Judas de Keriot?
-No.
-Pero verá a la niña…
Jesús no responde… Reanudan la marcha fatigosamente, por el gran calor, el polvo y la luz cegadora. Luego empieza la subida a las primeras estribaciones del Carmelo, creo. Pero, a pesar de que aquí haya más sombra y más frescor, Áurea va lentamente, tropezando a menudo.
Bartolomé vuelve hacia atrás, a donde el Maestro.
-Maestro, la niña está febricitante y exhausta. ¿Qué hacemos?
Se consultan. ¿Pararse? ¿Cargar con ella y seguir? Sí. No. A1 final deciden que es necesario, al menos, llegar hasta el camino que va a Sicaminón, para pedir ayuda a algún viandante que tenga cabalgadura o carro. Ellos quisieran tomar en brazos a la niña, pero ella, heroica en su voluntad de alejarse, repite su: « ¡Puedo! ¡Puedo!», y quiere caminar por sí sola. Está roja, tiene ojos febriles, está realmente exhausta. Pero no cede… Va lentamente, aceptando ser sujetada por Bartolomé y Felipe… Pero anda… Están todos cansados verdaderamente. Pero comprenden que es necesario andar, y andan…
Ya han superado la colina. Ya tienen enfrente la ladera opuesta… el llano de Esdrelón allá abajo, y más allá… las colinas donde se halla Nazaret…
-Si no encontramos, nos detendremos donde los campesinos… – dice Jesús…
Caminan, caminan… Ya casi en el llano, ven a un grupo de discípulos. Están Isaac y Juan de Éfeso con su madre, y Abel de Belén con la suya, y otros que no conozco de nombre. Y para las mujeres llevan un rústico carro tirado por un fuerte mulito. Están también los pastores Daniel y Benjamín, y el barquero José y otros.
-¡Es la Providencia, que nos socorre! – exclama Jesús, y ordena que se detengan mientras Él va a hablar con los discípulos y especialmente con las dos discípulas.
Las toma aparte, junto con Isaac, y cuenta en parte el caso de Áurea:
-Se la hemos arrebatado a un inmundo amo… Quisiera llevarla a Nazaret para atenderla, porque está enferma de miedo y de fatiga. Pero no tengo vehículo. ¿Vosotros a dónde ibais?
-A Belén de Galilea, a casa de Mirta. Es imposible resistir los calores del llano – responde Isaac.
-Id a Nazaret primero, os lo pido por caridad. Llevadle la niña a mi Madre y decidle que Yo, dentro de dos o tres días, llegaré. La niña está febril. Por tanto no hagáis caso de sus delirios. Más adelante os explicaré…
-Sí, Maestro. Lo que quieras. Partimos inmediatamente. ¡Pobre criatura! ¿La apaleaba? – preguntan los tres. -Quería profanarla.
-¡Oh!… ¿Cuántos años tiene?
-A lo mejor ni trece…
-¡Qué vil! ¡Qué inmundo! Pero nosotros la querremos. No somos madres por ganancia, ¿verdad Noemí? -Por supuesto, Mirta. Señor, ¿la recibes como discípula?
-No sé todavía…
-Si la recibes, estamos nosotras. Yo no vuelvo a Éfeso. He mandado a unos amigos para que liquiden todo. Me quedo con Mirta… Acuérdate de nosotras para la niña. Tú nos has salvado a nuestros hijos. Nosotras queremos salvar a esta niña. -Veremos más adelante…
-Maestro, estas dos discípulas dan garantías de santidad… – intercede Isaac.
-No depende de mí… Orad mucho y guardad silencio con todos. ¿Entendéis? Con todos.
-Guardaremos silencio.
-Venid con el carro.
Y Jesús retrocede, seguido por Isaac (que guía el carro) y por las dos mujeres. La muchacha está echada en el prado, buscando refrigerio entre la hierba para la fuerte fiebre…
-¡Pobre criatura! Pero no morirá, ¿verdad?
-¡Qué niña más bonita!
-Bonita, no temas. Soy una mamá, ¿sabes? Ven… Sujétala, Mirta… Vacila… Ayúdanos, Isaac… Aquí donde hay menos traqueteos… El talego debajo de la cabeza… Vamos a meterle debajo nuestros mantos… Isaac, moja estos paños para ponérselos en la frente… ¡Qué fiebre, pobre hija!…
Las dos mujeres se muestras solícitas y maternales. Áurea, obnubilada por el febrón, está casi ausente… Todo listo… El carro puede empezar a moverse… Isaac, antes de dar con la tralla, se acuerda:
-Maestro, si vas al puente encuentras a Judas de Keriot. Te espera como un mendigo… Es él el que nos ha dicho que ibas a pasar por aquí. La paz a ti, Maestro. Hoy por la noche estaremos en Nazaret.
-La paz a ti, Maestro – dicen las discípulas.
-¡La paz a vosotros!…
El carro se va al trote…
-¡Gracias sean dadas al Señor!… – dice Jesús.
-Sí. Bien para la niña y para Judas… Mejor si no sabe nada…
-Sí, es mejor; tanto, que pido a vuestro corazón un sacrificio: nos separaremos antes de llegar a Nazaret, y vosotros, los del lago, iréis con Judas a Cafarnaúm, mientras Yo con mis hermanos y Tomás y Simón iremos a Nazaret.
-Así lo haremos, Maestro. ¿Y a esos que te esperan qué les vas a decir?
-Que teníamos urgencia de advertir a mi Madre de mi llegada… Vamos… – y va donde los discípulos, que, demasiado felices por tener con ellos al Maestro, no hacen ninguna pregunta.