Alto obligado en las cercanías de Efraím y parábola de la granada.
Y Jesús cree, efectivamente, que con las primeras luces del alba podrá rebasar Efraím, todavía toda silenciosa y con las calles desiertas, sin que nadie lo vea. Por prudencia orilla la ciudad sin entrar en ella, a pesar de que la hora sea más que matutina. Pero cuando, de la callecita que han recorrido, a espaldas del pueblo, salen al camino de primer orden, se encuentran en frente a todo el pueblo -podría decir esto- y, con el pueblo, a otros que han venido de los otros lugares ya rebasados, y que señalan a los de Efraím al Señor en cuanto lo ven aparecer. Por suerte, faltan totalmente fariseos, escribas y otros semejantes. Los notables, por voluntad de la gente de Efraím, se adelantan. Uno de ellos, después de un solemne saludo, dice por todos: -Hemos sabido que estabas entre nosotros y que no te habías desdeñado de compadecerte de ninguno. Sabíamos ya que habías sido compasivo con los de Siquem. Y hemos deseado tu presencia. Ahora Aquel que ve los pensamientos de los hombres te ha guiado a nosotros. Quédate y habla, porque también nosotros somos hijos de Abraham. -No me es dado quedarme… -¡Oh, sabemos que te buscan! Pero no por aquí. Esta ciudad está en el límite del desierto y de las Montañas de la sangre. Ellos no pasan con gusto por aquí. Y esta vez, además, después de los primeros no hemos vuelto a ver a ninguno. -No puedo quedarme… -Te espera el Templo. Lo sabemos. Pero, créenos. Nos consideráis gente proscrita porque no inclinamos la frente ante los pontífices de Israel. ¿Pero es que el pontífice es Dios? Estamos lejos, pero no tanto como para no saber que vuestros sacerdotes no son menos indignos que los nuestros. Y nosotros pensamos que Dios no puede ya estar con ellos. No. Tras la nube del incienso ya no se cela el Altísimo. Podrían dejar de quemarlo, y podrían entrar en el Santo de los Santos sin miedo a quedar reducidos a cenizas por el fulgor de Dios asentado en su gloria. Y nosotros adoramos a Dios sintiéndolo fuera de las piedras deshabitadas de los templos vacíos. Y para nosotros no está más vacío nuestro templo que el vuestro, si queréis acusarnos de tener un templo ídolo. Como ves, somos ecuánimes. Escúchanos, pues. Adquiere un tono solemne: -Mejor sería que te quedaras a adorar al Padre entre aquellos que, al menos, reconocen que tienen un espíritu de religión vacío de verdad como los demás, que no quieren reconocer esto y nos ofenden. Solos, evitados como leprosos, sin profetas, sin doctores, nosotros hemos sabido, al menos, estar unidos sintiéndonos hermanos. Y nuestra ley es no traicionar, porque está escrito (Éxodo 22, 20; 23, 2-3; Deuteronomio 16, 19; 28, 14; 27, 24-25): «No sigas a la turba para hacer el mal; en el juicio no te apartes de la verdad por adecuarte al parecer de la mayoría». Está escrito: «No quites la vida al inocente y al justo, porque yo aborrezco al impío. No aceptes dones, que ciegan incluso a los sabios y subvierten las palabras de los justos. No hostigues al extranjero, porque vosotros sabéis lo que quiere decir ser extranjeros en la tierra de otros». Y en las bendiciones dichas precisamente en el Garizim -monte amado del Señor, si lo eligió como monte de bendición- se promete toda bendición a quien se atiene a la verdadera Ley que está en el Pentateuco. Ahora bien, si rechazamos como ídolos las palabras de los hombres, pero conservamos las de Dios, ¿podemos, acaso, ser llamados idólatras? La maldición de Dios cae sobre el que ataca escondidamente a su prójimo y acepta dones para condenar a muerte a un inocente. Nosotros no queremos ser maldecidos por Dios por nuestras acciones. Porque por ser samaritanos no seremos maldecidos, siendo Dios el Justo que premia el bien donde se halla. Ésta es nuestra confianza en el Señor. Se recoge un instante, luego continúa: -Por todo esto, te decimos: Sería mejor para ti quedarte con nosotros. El Templo te odia y te busca para causarte dolor. Y no sólo eso. Siempre estarás demasiado con aquellos que te rechazan como a un oprobio. No de los judíos te vendrá el amor. -No puedo quedarme. Pero recordaré vuestras palabras. Entretanto, os digo que perseveréis en la observancia de las leyes de justicia que habéis recordado y que brotan del precepto del amor al prójimo, el precepto que, con el del amor a Dios, forma el mandamiento principal de la Religión antigua y de la mía. Para el que vive como justo no está lejos el camino del Cielo. A los que están en el sendero cercano, separados ya sólo por puntillo, más que por una convicción, un solo paso los llevará al camino del Reino de Dios. -¡Tu Reino! -El mío. Pero no el Reino como lo imaginan los hombres, reino de poder temporal, justo y, a lo mejor, violento para ser poderoso, sino el Reino que empieza dentro del corazón de los hombres, a quienes el Rey espiritual da un código espiritual y dará un premio espiritual. Dará el Reino. Este Reino que no estará habitado exclusivamente por judíos o galileos o samaritanos, sino por todos aquellos que en la Tierra tuvieron una única fe: la mía, y en el Cielo llevarán un único nombre: santos. Las razas, y las divisiones entre raza y raza, se quedan en la Tierra, limitadas a ella. En mi Reino no habrá razas distintas, sino únicamente la de los hijos de Dios. Los hijos de Uno Solo pueden ser sólo de una única estirpe. Ahora dejadme continuar. Todavía es largo el camino que debo recorrer antes de la noche. -¿Vas a Jerusalén? -A Ensemes. -Entonces te vamos a indicar un camino que sólo nosotros conocemos para ir al vado sin sufrir demora ni hostilidad. No llevas cargas ni carros, así que puedes ir por él. Para nona estarás en el lugar. Y conocer ese sendero será bueno para ti. Pero descansa entre nosotros una hora y acepta el pan y la sal y danos a cambio tu palabra. -Hágase como queréis. Pero vamos a quedarnos aquí donde estamos. El día está muy plácido y este lugar es muy hermoso. En efecto, están en una depresión cubierta de árboles frutales, _ por su centro fluye un pequeño torrente alimentado por las primeras lluvias, que corre hacia el Jordán, cantarín y luciente bajo el sol, bajando por entre piedras grandes que lo fragmentan en espumas anacaradas. En las dos orillas, los arbustos, que han resistido el verano, parecen gozar del agua rota en espuma y diminutamente polvorizada; y brillan intensamente, dulcemente trémulos por un viento templado con sabor a manzanas maduras y a mostos en fermentación. Jesús va justamente hasta el torrente y se sienta en una peña. Sobre su cabeza, la leve sombra de un sauce; al lado, las risueñas aguas que descienden. La gente se sienta en la hierba nueva de las dos orillas. Entretanto, han traído del pueblo pan, leche recién ordeñada, quesos, fruta y miel, y se lo ofrecen a Jesús para que coma de ello con los suyos. Y lo miran comer, después de la ofrenda y bendición de los alimentos: como un mortal (¡qué sencillo!), como un dios (¡qué soberanamente hermoso y espiritualmente imponente!). Lleva una túnica de lana blanca (un blanco levemente marfileño, como es el color de la lana hilada en casa), y el manto azul oscuro echado a la espalda. El sol, filtrándose a través del sauce, enciende sus cabellos con chispas de oro en continuo movimiento que reproduce el de las livianas hojitas del sauce. Y un rayo logra acariciarle la mejilla izquierda, haciendo del esponjoso rizo en que termina la guedeja caediza sobre el carrillo una madeja de oro en hilos que repite más pálidamente su color en la blanda y no excesiva barba que cubre el mentón y la parte baja de la cara. La piel, de un color marfil antiguo, a la luz del sol muestra el delicado bordado de las venas en los carrillos y en las sienes, y una de ellas atraviesa de la nariz al pelo la frente lisa y alta… Pienso que precisamente de esa vena vi caer mucha sangre por una espina que la traspasaba durante la Pasión… Siempre, cuando veo a Jesús tan hermoso y compuesto en su varonil cuidado, recuerdo cómo quedó después de los sufrimientos y las agresiones de los hombres… Jesús come, y sonríe a unos niños que están arrimados a sus rodillas, relajada la cabeza sobre ellas, o que lo miran comer como si vieran quién sabe qué. Y Jesús, cuando llega a la fruta y la miel, les ofrece a ellos; y a los más pequeños, cual si fueran pajarillos, les pone en la boca granos de uva o migas untadas en la miel filamentosa. Un niño -sin duda le gustan y espera encontrarlas- se marcha corriendo por entre la gente en dirección a un árbol. Vuelve con los brazos cruzados sobre su pequeño pecho, haciendo de éste un cesto vivo en que descansan tres granadas de un volumen y belleza maravillosos, y se las ofrece a Jesús, insistiendo. Jesús toma los frutos y abre dos de ellos; los divide en tantas partes como pequeños amigos tiene, y las reparte. Luego, tomando en la mano la tercera, se pone en pie y empieza a hablar, teniendo en la palma izquierda, bien a la vista, la espléndida granada. -¿Con qué compararé el mundo en general, y en particular Palestina, que estuvo unida -y lo está en el pensamiento de Dios- en una única nación, y que luego se escindió por un error y por un obstinado odio entre hermanos? ¿Con qué compararé a Israel, así como está, en el estado en que, por su voluntad, se halla? Lo compararé con esta granada. Y os digo, en verdad, que las desavenencias que hay entre judíos y samaritanos se repiten, en forma y medida distinta pero con una única sustancia de odio, entre todas las naciones del mundo, y en ocasiones entre provincias de una misma nación. Y se consideran insalvables como si fueran cosas creadas por Dios mismo. No. El Creador no ha hecho tantos Adanes y tantas Evas como razas hay recíprocamente adversas, como tribus hay, como familias hay constituidas en enemigas la una de la otra. Hizo a un solo Adán a una sola Eva, y de ellos han venido los hombres todos, que se esparcieron luego para poblar la Tierra, como si fuera una sola casa que va enriqueciéndose en el número de habitaciones a medida que aumentan los hijos y se casan y procrean a los nietos para sus padres. ¿Por qué, entonces, tanto odio entre los hombres, tantas barreras, tantas incomprensiones? Habéis dicho: «Sabemos estar unidos sintiéndonos hermanos». No es suficiente. Debéis amar también a los que no son samaritanos. Mirad este fruto. Ya conocéis su sabor, además de su belleza. Está cerrado aún, como ahora, y ya os prometéis el jugo dulce de su interior; abierto, alegra también la vista con sus filas apretadas de granos, semejantes a rubíes dentro de un cofre. Pero ¡ay del incauto que lo mordiera sin haberle quitado las separaciones amarguísimas puestas entre una y otra familia de granos! Se intoxicaría los labios y las entrañas, y rechazaría el fruto diciendo: «Es veneno». Igualmente, las separaciones y los odios entre un pueblo y otro, una tribu y otra transforman en veneno aquello que había sido creado para ser dulzura. Son inútiles. Lo único que hacen es, como en este fruto, crear límites que comen espacio y producen incomprensión y dolor. Son amargos, y, a quien clava sus dientes, o sea, a quien muerde a su prójimo a quien no ama, para producirle daño y dolor, le dan una amargura que envenena el espíritu. ¿No se pueden hacer desaparecer? Se puede. La buena voluntad los elimina, de la misma forma que la mano de un niño quita las paredes de amargura en el dulce fruto que el Creador hizo para deleite de sus hijos. Y el primero que tiene buena voluntad es el mismo, único Señor, Dios tanto de los judíos como de los galileos, de los samaritanos como de los batenos. Y esto lo demuestra enviando al único Salvador, que salvará a éstos y a aquéllos pidiendo sólo la fe en su Naturaleza y Doctrina. El Salvador que os habla pasará derribando las inútiles barreras, borrando el pasado que os ha dividido, para sustituirlo por un presente que os hermane en su Nombre. Vosotros todos, de aquí y de allende los confines, lo único que tenéis que hacer es secundarlo, y el odio caerá, y desaparecerá la postración que suscita rencor, y desaparecerá el orgullo que suscita injusticia. Mi mandamiento es éste: que los hombres se amen como hermanos que son. Que se amen como el Padre de los Cielos los ama y como los ama el Hijo del hombre, que por la naturaleza humana que ha asumido se siente hermano de los hombres, y que por su Paternidad se sabe dueño de vencer al Mal con todas sus consecuencias. Habéis dicho: «Es nuestra ley no traicionar». Entonces, lo primero, no traicionéis a vuestras almas privándolas del Cielo. Amaos los unos a los otros, amaos en mí, y la paz descenderá sobre los espíritus de los hombres, como ha sido prometido. Y vendrá el Reino de Dios, que es Reino de paz y de amor para todos aquellos que tienen recta voluntad de servir al Señor su Dios. Os dejo. Que la Luz de Dios ilumine vuestros corazones… Vamos… Se envuelve en su manto, se pone en bandolera su saca y abre la marcha; junto a Él, a uno de los lados, Pedro, y al otro el notable que ha hablado al principio. Detrás, los apóstoles. Más atrás -puesto que en grupo no es posible caminar por el sendero que sigue el torrente-jóvenes de Efraím…