Una predicción a Santiago de Alfeo. La Regada a Engannim tras un alto en Meguido
-¿Señor, aquella cima es el Carmelo? – pregunta Santiago, el primo de Jesús.
-Sí, hermano. Aquélla es la cadena montañosa del Carmelo. La cúspide más alta le da el nombre. -Debe ser bonito también desde allí el mundo. ¿Has estado alguna vez?
-Una vez, Yo solo, al principio de mi predicación. A1 pie de ese monte curé a mi primer leproso. Pero iremos de nuevo, juntos, para rememorar a Elías…
-Gracias, Jesús. Me has comprendido, como siempre.
-Y, como siempre, te perfecciono, Santiago.
-¿Por qué?
-El porqué está escrito en el Cielo.
-¿No me lo dices, hermano, Tú que lees lo que está escrito en el Cielo?
Jesús y Santiago van caminando el uno al lado del otro; sólo el pequeño Yabés, que va también ahora de la mano de Jesús, puede oír la conversación confidencial de los dos primos, que se sonríen mirándose a los ojos.
Jesús, pasando un brazo por encima de los hombros de Santiago para acercárselo aún más, pregunta:
-¿Realmente quieres saberlo? Pues bien, te lo voy a decir en forma de adivinanza; cuando encuentres la clave serás sabio. Escucha: «Habiéndose reunido los falsos profetas en el monte Carmelo, se acercó Elías y dijo al pueblo: “¿Hasta cuándo seguiréis cojeando de dos partes? Si el Señor es Dios, seguidlo; si Baal, seguid a éste”. El pueblo no respondió. Entonces Elías siguió diciendo al pueblo: “De los profetas del Señor he quedado yo sólo”, y la única fuerza de este hombre solo era el grito: “Escúchame, Señor, escúchame, para que este pueblo reconozca que eres el Señor Dios y que has convertido de nuevo sus corazones”. Entonces el fuego del Señor cayó y devoró el holocausto». Hermano, adivina.
Santiago agacha la cabeza y se pone a pensar. Jesús lo mira sonriendo.
Caminan unos metros así, luego Santiago dice:
-¿Tiene que ver con Elías o con mi futuro?
-Con tu futuro, naturalmente…
Santiago se queda de nuevo pensativo y susurra:
-¿Seré destinado a invitar a Israel a que siga con autenticidad un camino? ¿Seré llamado a quedarme solo en Israel? Si la respuesta es afirmativa, quieres decir que los otros serán perseguidos y que los dispersarán y que… que… elevaré mi oración a ti por la conversión de este pueblo… como sacerdote… como… víctima… Si es así, ¡oh, inflámame ya desde este momento, Jesús!…
-Lo estás ya. Mas ha de raptarte el Fuego, como a Elías; por este motivo subiremos al Carmelo tú y Yo solos, y hablaremos.
-¿Cuándo? ¿Después de la Pascua?
-Después de una Pascua, sí. Entonces te diré muchas cosas…
Un lindo riachuelillo, que fluye hacia el mar, colmado su caudal por las lluvias primaverales y la disolución de las nieves, se interpone en su camino.
Acude Pedro y dice:
-El puente está más arriba, por donde pasa el camino que va de Tolemaida a Enganmín (o Engannim).
Jesús, dócilmente, vuelve sobre sus pasos. Cruza el riachuelo por un sólido puente de piedra. Enseguida vuelven a verse montañas pequeñas y colinas de poca entidad.
-¿Llegaremos a Engannim antes de que anochezca? – pregunta Felipe.
-Ciertamente. Pero… ahora tenemos con nosotros a un niño. ¿Estás cansado Yabés? – pregunta amorosamente Jesús – Sé sincero como un ángel.
-Un poco, Señor. De todas formas, me esforzaré en seguir caminando.
-Este niño está débil – dice con su voz gutural el hombre de Endor.
-¡Mira tú éste!… – exclama Pedro – ¡Con la vida que lleva desde hace algunos meses!… ¡Ven que te coja en brazos! -¡Oh, no, señor! No, que te cansas. Todavía puedo andar yo.
-¡Ven, ven, que no pesas. Pareces un pajarillo desnutrido – Pedro lo sube en vilo, lo sienta sobre sus anchos y fuertes hombros, a caballo, y lo sujeta por las piernas.
Caminan ligeros porque el sol ya es fuerte e invita y estimula a llegar a las umbrías colinas.
Se detienen en un pueblo – oigo que lo llaman Meguido -, para comer y descansar, junto a una fuente muy fresca y ruidosa (por la mucha agua que de ella brota y que cae en una pila de piedra oscura). Ninguno del pueblo se interesa por los peregrinos, anónimos entre los muchos otros que, más o menos ricos, van a pie o en burros o mulas hacia Jerusalén para la Pascua. Se respira ya aire de fiesta. Muchos niños – pensando ya, jubilosos, en la ceremonia de su mayoría de edad – van con los viajeros.
Dos jovenzuelos de holgada condición vienen a jugar junto a la fuente. Yabés está con Pedro, que lo tiene conquistado con mil zarandajas. Preguntan al muchacho:
-¿Vas tú también para ser hijo de la Ley?
Yabés responde tímidamente: «Sí», casi escondiéndose detrás de Pedro.
-¿Es tu padre éste? Eres pobre, ¿verdad?».
-Soy pobre, sí.
Los dos niños – quizás hijos de fariseos – lo escudriñan irónicos y curiosos, y dicen: -Se ve.
En efecto, se ve… ¡Su vestidito es bien mísero! Quizás es que el niño ha crecido y, a pesar de que hayan sacado el jaletón, el vestido (marrón y descolorido por las inclemencias del tiempo) apenas si le llega a la mitad de las delgadas piernecitas morenas, dejando completamente descubiertos los pequeños pies, mal calzados con dos informes sandalias sujetas con unas cuerdas que deben torturarlos.
Los niños, despiadados con ese egoísmo propio de muchos niños, con la crueldad de los niños no buenos, dicen:
-¡Pues entonces no tendrás un vestido nuevo para tu fiesta! ¡Nosotros sí!… ¿Verdad, Joaquín? Yo, todo rojo, con el manto igual; él, de color cielo; y llevaremos sandalias con hebillas de plata y un cinturón muy valioso y un taled sujeto con un aro de oro y…
-¡ … Y un corazón de piedra, digo yo! – salta Pedro, que ha terminado de refrescarse los pies y de llenar de agua todas las cantimploras – Sois malos, muchachos. Ni la ceremonia ni el vestido valen un pito si el corazón no es bueno. Prefiero a este niño mío. ¡Largaos, soberbios! ¡Id con los ricos, y tened respeto a los pobres y honrados! ¡Ven, Yabés! Esta agua es buena para los pies cansados. Ven, que te los voy a lavar, así caminarás mejor después. ¡Ay, cuánto daño te han hecho estas cuerdas! Pero no tendrás que seguir caminando; te voy a llevar en brazos hasta Engannim. Allí encontraré a uno que haga sandalias y te compraré un par nuevo.
Y Pedro lava y seca esos piececitos, que desde hace mucho tiempo no han vuelto a ser acariciados tanto como ahora.
El niño lo mira… titubea… y acaba por echarse sobre este hombre que le está atando las sandalias, y lo aprieta con sus bracitos flacos, y dice:
-¡Qué bueno eres! – y le besa su pelo entrecano.
Pedro se conmueve; se sienta en el suelo, sin cambiar de sitio aunque esté mojado; se pone sobre su regazo al niño y le
dice:
-Pues entonces llámame «padre».
La escena es delicada. Jesús y los demás se acercan.
Los dos soberbiosillos de antes, que, curiosos, no se habían marchado todavía, preguntan:
-¿Pero no es tu padre?
A lo que Yabés responde sin vacilar:
-Padre y madre para mí.
-Sí, querido mío, bien has dicho: padre y madre; y os aseguro, señoritingos, que no irá mal vestido a la ceremonia. También él tendrá un vestido de rey, rojo como el fuego y con un cinturón verde como la hierba, y el taled blanco como la nieve. Aunque sea un batiburrillo de colores, deja asombrados a los dos vanidosos y los pone en fuga.
-¿Qué haces, Simón, en el suelo mojado? – pregunta Jesús sonriendo.
-¿Mojado? ¡Ah, sí; ahora me doy cuenta! ¿Que qué hago? Con la inocencia apoyada en mi pecho vuelvo a ser como un cordero. ¡Ah!… ¡Maestro, Maestro! Bien, vamos. Pero debes dejarme que me ocupe de este pequeño; después lo cederé; pero hasta que no sea un verdadero israelita es mío.
-¡Sí, hombre, sí! Y serás siempre su tutor, como un anciano padre. ¿De acuerdo? Vamos, para estar por la tarde en Engannim sin hacer correr demasiado al niño.
-Lo llevo yo. Pesa más mi red. No puede caminar con estas dos suelas rotas. Ven.
Y, cargándose encima a su ahijado, Pedro reanuda contento su camino, cada vez más umbrío entre arbolados de frutas varias, en un ascender suave de colinas, desde las cuales la vista se dilata hacia la fecunda llanura de Esdrelón.
Engannim debe ser una bonita ciudad, no grande, bien abastecida de agua de las colinas a través de un acueducto elevado que es probablemente obra romana. Jesús y los suyos están ya en las cercanías de la ciudad. En esto, perciben el rumor de una patrulla militar que está acercándose. Deben ponerse al seguro arrimándose al borde del camino. Los cascos de los caballos resuenan contra el suelo, que aquí, en las cercanías de la ciudad, muestra apenas la pavimentación bajo la tierra que se ha ido acumulando junto con detritos; en efecto, jamás una escoba ha limpiado este camino.
-¡Salve, Maestro! ¿Cómo por aquí? – exclama Publio Quintiliano, mientras se apea y se acerca a Jesús con una abierta sonrisa, llevando de la brida al caballo. Sus soldados, al ver esto en su superior, aminoran la marcha.
-Voy a Jerusalén por la Pascua.
-Yo también. Se refuerza la guardia para estas fiestas, incluso porque estará en la ciudad Poncio Pilatos, y también está Claudia. Nosotros patrullamos los caminos para protegerla a ella. ¡Son caminos tan inseguros!… Las águilas ponen en fuga a los chacales- dice riendo el soldado mientras mira a Jesús, y sigue diciendo en tono más bajo: -Este año, doble guardia para guardar las espaldas del sucio Antipas. Hay mucho descontento por el arresto del Profeta; descontento en Israel y, como consecuencia, entre nosotros. Pero, ya nos hemos encargado de hacer llegar a oídos del Sumo Sacerdote y demás compadres un… benigno toque de… flautas – y concluye en voz baja: «Ve seguro, que las uñas ahora están metidas en las zarpas. ¡Ja! ¡Ja! Nos tienen miedo. Carraspea uno y creen que ha rugido. ¿Vas a hablar en Jerusalén? Acércate al Pretorio. Claudia habla de ti como de un gran filósofo. Te conviene porque… el procónsul es Claudia».
Quintiliano mira a su alrededor y ve a Pedro cargado, rojo y sudado.
-¿Y ese niño?
-Un huérfano que he tomado conmigo.
-¡Pero… ese hombre tuyo se está esforzando demasiado! Niño, ¿tienes miedo a ir unos metros a caballo? Te pongo aquí, bajo mi clámide; iré suave. Cuando lleguemos a las puertas, te dejo que sigas con ese hombre.
El niño no ofrece resistencia; debe ser dulce como un cordero. Publio lo levanta en vilo y lo sienta consigo en su montura.
A1 dar la orden de ir despacio a los soldados, ve también al hombre de Endor. Lo mira fijamente y dice: -¿Tú también por aquí?
-Sí. Ya no vendo huevos a los romanos, pero los pollos están todavía allí. Ahora estoy con el Maestro…
-¡Bien para ti! Así te sentirás más confortado. ¡Adiós! ¡Salve, Maestro, te espero en aquel pequeño grupo de árboles. Y espolea a su cabalgadura.
-¿Os conocéis? – le preguntan muchos de los presentes a Juan de Endor.
-Sí, como proveedor de pollos. Antes no me conocía. Una vez fui llamado a la comandancia a Naím, para fijar los precios, y estaba él. Desde entonces, cuando iba a Cesárea a comprar libros o algún utensilio siempre me saludaba. Me llama o Cíclope o Diógenes. No es malo. A pesar de mi odio por los romanos, no me mostré nunca agresivo con él porque me podía ser útil.
-¿Has oído, Maestro? ¿Ves?, han surtido buen efecto mis palabras al centurión de Cafarnaúm. Ahora voy más tranquilo – dice Pedro.
Y llegan a la mata de árboles a cuya sombra se ha apeado la patrulla.
-Mira, te devuelvo el niño. ¿Mandas algo, Maestro?
-No, Publio. Dios te muestre su rostro.
-¡Salve!
Monta y espolea, seguido por los suyos con un gran rumor metálico de herraduras y corazas que se entrechocan. Entran en la ciudad. Pedro con su pequeño amigo va a comprar las sandalitas.
-Este hombre muere de deseos de un hijo – dice Simón Zelote; y añade: «Con razón».
-Os daré millares de hijos. Busquemos ahora cobijo, para seguir mañana al despuntar el alba.