Una ola de amor a Jesús, que en Yuttá habla desde la casita de Isaac
Toda Yuttá corre al encuentro de Jesús, con flores silvestres de las laderas de sus montes y con las primicias de los frutos de sus campos, además de las sonrisas de sus niños y las bendiciones de sus habitantes. Antes de que Jesús ponga pie en el pueblo, se ve rodeado de estas buenas personas que, avisadas por Judas de Keriot y Juan, que habían sido enviados con anticipación, acuden a honrar al Salvador con las cosas mejores que han encontrado; sobre todo, con su amor.
Jesús no hace otra cosa sino bendecir con el gesto y la palabra a las personas, adultos o niños, que están pegadas alrededor de Él y besan sus vestiduras y sus manos, o que depositan en sus brazos, para que los bendiga con un beso, a los lactantes; la primera que lo hace es Sara: le pone en su corazón a ese espléndido nene de diez meses que es ya Iesaí.
Tan impetuoso es el amor, que hace difícil proseguir el camino; no obstante, es como una ola que aligera. Creo que Jesús camina, más por el impulso de esta ola que por el de sus propios pies. Sin duda, la alegría que le proporciona este amor eleva su Corazón bien alto, al cielo sereno. Su rostro refulge como en los momentos de más viva alegría de Hombre-Dios; no es ese rostro de poder, de magnética mirada, de cuando realiza milagros; tampoco es el rostro majestuoso de cuando expresa su unión continua con el Padre, ni el severo de cuando reprime un pecado: todos esplendorosos, aunque con diversa luminosidad. La luz de ahora es la de las horas de distensión de todo su yo, agredido por todas partes, obligado a vigilar siempre hasta los más mínimos gestos o palabras, suyos o de los demás, rodeado de todas las asechanzas de este mundo que lanzan – maléfica tela de araña – sus hilos satánicos para envolver a la divina Mariposa que es e1 Hombre-Dios, queriendo paralizar su vuelo y aprisionar su espíritu, para que no salve al mundo; queriendo amordazar su palabra, para que no instruya a los supremos y culpables ignorantes de la tierra; atar sus manos, para que no santifiquen – sus manos de Sacerdote eterno – a los hombres corrompidos por el demonio y la carne; tapar sus ojos, para que la perfección de su mirada, verdadero imán, perdón, amor, encanto que vence toda resistencia excepto la del perfecto Satanás, no atraiga hacia sí a los corazones.
¡Oh! ¿Es que, acaso, no sigue siendo así con Cristo por obra de sus enemigos? ¿Es que hoy día, la Ciencia y la Herejía, el Odio y la Envidia, los enemigos de la Humanidad, nacidos de la misma Humanidad cual ramas envenenadas en árbol bueno, no hacen, acaso, todo esto para que la Humanidad muera; ellos, que la odian más aún que a Cristo, puesto que la odian activamente privándola de su alegría al descristianizarla, mientras que a Jesús no pueden quitarle nada siendo Él Dios y ellos polvo? Sí, lo hacen.
Mas Cristo se refugia en los corazones fieles, y desde allí mira habla, bendice a la Humanidad, y luego… y luego se da a estos corazones, y ellos… y ellos, aunque permanezcan aquí, tocan el Cielo bienaventurado, y arden hasta el punto de que todo su ser sufre un delicioso tormento: los sentidos, los órganos, los sentimientos, el pensamiento y, en fin, el espíritu… Lágrimas y sonrisas, gemidos y canto, agotamiento y urgencia de vida, son nuestros compañeros; más que compañeros: son nuestro propio ser, porque de la misma forma que los huesos están en la carne, y las venas y los nervios bajo la epidermis y todo ello constituye un solo hombre, igualmente estas cosas, verdaderamente encendidas, nacidas del hecho de que Jesús se ha dado a nosotros, están en nosotros, en nuestra pobre humanidad. ¿Y, qué somos nosotros en esos momentos, que no pueden ser eternos, porque si durasen más de algunos instantes moriríamos abrasados o fragmentados? No basta ya decir que somos hombres. No basta ya decir que somos animales dotados de razón que viven sobre la faz de la tierra. Somos, somos, ¡oh, Señor, déjame decirlo al menos una vez, no por soberbia, sino para cantar tus alabanzas, porque tu mirada me quema y me hace delirar!… ¡Somos serafines!, y me sorprende grandemente que de nosotros no salgan llamas y ardores sensibles para las personas y la materia, como sucede en las apariciones de los réprobos. Porque, si el fuego del Infierno es tal que basta un reflejo emanado de un réprobo para quemar la madera y derretir los metales – y ello es verdad -, ¿qué será tu fuego, ¡oh Dios!, que eres infinito y perfecto en todo?
No morimos, no, de fiebre, no es ella la que nos quema, no nos consumimos de fiebre proveniente de enfermedades de la carne. ¡Tú eres nuestra fiebre, Amor! De esto se arde, se muere, nos consumimos, de esto y por esto se desgarran las fibras del corazón que no puede resistir tanto. Pero… no, digo mal, porque el amor es delirio, cascada que hace pedazos los diques y
baja abatiendo todo lo que no es él; el amor es un agolparse de sensaciones en la mente, todas verdaderas, todas presentes… pero que la mano no puede transcribir, porque la mente es demasiado veloz en traducir en pensamiento el sentimiento que experimenta el corazón. No es verdad que morimos. Vivimos. Es una vida multiplicada por diez, una vida binaria: como hombres y como bienaventurados: la de la tierra y la del Cielo. Tengo la certeza de que no sólo se alcanza, sino que se supera, esa vida sin taras, sin menguas ni limitaciones, que Tú, Padre, Hijo y Espíritu Santo, Tú, Dios Creador, uno y trino, habías dado a Adán; esa vida que era preludio de la Vida que habría de gozarse en el Cielo tras un pacífico paso, en los amorosos brazos de los ángeles – como el dulce sueño y asunción de María al Cielo -, del Paraíso terrenal al celestial, para ir a ti, a ti, a ti… Vivimos la verdadera Vida.
Y luego nos encontramos de nuevo aquí, y, como yo ahora, nos asombramos, nos avergonzamos de haber ido tan allá, y decimos: Señor, no soy digno de tanto. Perdona, Señor», y nos damos golpes de pecho porque sentimos un gran miedo a haber cometido un acto de soberbia, y uno corre un velo, más espeso, para cubrir el resplandor, el cual no sigue llameando, por compasión hacia nuestra limitación, en modo supercompleto, sino que se recoge en el centro de nuestro corazón en espera de volver a arder con poderosa llama en un nuevo momento de beatitud querido por Dios. Uno corre el velo para cubrir el sagrario en que Dios arde con su fuego, su luz, su amor… y, agotados, aunque también regenerados, reanudamos el camino como… embriagados con un vino fuerte y delicado, que no obnubila la razón; antes bien, nos preserva de dirigir nuestra mirada o nuestros pensamientos hacia lo que no es el Señor, Tú, mi Jesús, eslabón de juntura entre nuestra miseria y la Divinidad, medio de redención para nuestra culpa, creador de beatitud para nuestra alma; , Hijo, que con tus manos heridas metes las nuestras entre las manos espirituales del Padre y del Espíritu Santo, para que estemos y permanezcamos, ahora y siempre, en Vosotros. Amén.
Jesús entra en Yuttá. Lo llevan a la plaza del mercado, y de aquí a la mísera casucha en que Isaac se consumió durante treinta años. Le explican:
-Aquí venimos a hablar de ti y a orar, como si fuera una sinagoga; la más auténtica, porque aquí hemos empezado a conocerte, aquí las oraciones de un santo te han llamado para venir a nosotros. Entra. Mira cómo lo hemos preparado.
La casita, que no más de un año antes se componía de tres cuartuchos – el primero, donde Isaac, enfermo, mendigaba; el segundo un tabuco; el tercero, una cocinita que daba al patio -, ahora se ha transformado en una única estancia con bancos para las reuniones que allí se celebran. En el patio, en una barraquilla, están los pocos enseres y muebles de Isaac (cada objeto es una reliquia). Con la veneración de los habitantes de Yuttá, el patio presenta ahora un aspecto menos desolado, pues han puesto en él unas enredaderas que con sus flores cubren la rústica estacada y, siguiendo unas cuerdas que han sido extendidas en forma de red sobre el patio, forman un principio de enramada a la altura del techo bajo.
Jesús los elogia y dice:
-Aquí podemos quedarnos. Sólo os pido una cosa, que alojéis a las mujeres y al niño.
-¡No, Maestro nuestro; jamás! Vendremos aquí, contigo, para que nos hables, pero Tú y los tuyos sois nuestros huéspedes. Concédenos la bendición de dar alojamiento a ti y a los siervos de Dios; lo único que sentimos es que no sean tantos como el número de casas…
Jesús da su consentimiento y sale de la casita para ir a la de Sara, que no cede a nadie su derecho a invitar a Jesús y a los suyos a comer…
Jesús está hablando en la casa de Isaac. La gente abarrota la estancia y el patio, y hasta incluso la plaza; Jesús, para que todos le puedan oír, se pone en el medio de la estancia, de forma que su voz se extienda tanto por el patio como por la plaza. Debe estar hablando de un aspecto que ha surgido de alguna pregunta o de algún hecho. Dice:
-«… Pues bien, podéis estar seguros de que, como dice Jeremías, llegada la hora de la verdad, se darán cuenta de lo doloroso y amargo que es haber abandonado al Señor. Amigos, para ciertos delitos no hay nitro ni saponaria capaces de quitar la señal; ni siquiera el fuego del Infierno la corroe: es indeleble.
También en este caso debe reconocerse la exactitud de las palabras de Jeremías, pues los grandes de Israel, los nuestros, asemejan las burras salvajes de que habla el Profeta. Están habituados al desierto de su corazón. Creedme: mientras uno está con Dios, aunque sea pobre, como Job, aunque esté solo o desnudo, no está nunca ni solo ni pobre ni desnudo, no es nunca un desierto. Ellos, sin embargo, han quitado a Dios de su corazón; por eso, están en un árido desierto. Como burras salvajes olisquean en el viento la presencia de los burros, que, en su caso, por su sed inapagable, se llama poder, dinero – además de lujuria en el verdadero sentido de la palabra -, y van tras ese olor, hasta cometer el reato. Sí, van tras él, y seguirán yendo, y no saben que no son los pies los que tienen desnudos sino el corazón, desguarnecido ante los dardos de Dios, que vengará su delito. Llegada esa hora, ¡cuán confusos quedarán reyes y príncipes, sacerdotes y escribas! Ellos, en verdad, han dicho, y dicen, a lo que es nada, o, peor aún, pecado: «¡Tú eres mi padre, tú me has engendrado!”
En verdad, en verdad os digo que Moisés rompió con ira las tablas de la Ley al ver a su pueblo en la idolatría y luego volvió a lo alto del monte; oró, adoró y obtuvo. Ello sucedió hace siglos. Pero todavía no ha cesado, ni cesará – es más, crece, como levadura en la harina – la idolatría en el corazón de los hombres. Ahora casi todos los hombres tienen su propio becerro de oro. La tierra es una selva de ídolos, cada corazón es un altar sobre el que raramente está Dios; quien no tiene una mala pasión tiene otra, quien no tiene una concupiscencia tiene otra con otro nombre; quien no vive sólo para el oro vive sólo para obtener una posición, quien no vive sólo para la carne vive sólo para el egoísmo. ¡Cuántos yoes reducidos a becerros de oro reciben adoración en los corazones! Llegará, pues, el día en que, compungidos, llamarán al Señor, y oirán la respuesta: «Invoca a tus dioses. Yo no te conozco».
Tremenda palabra ésta, si la pronuncia Dios dirigida a un hombre. Dios ha creado al Hombre raza y conoce a cada individuo humano, así que, si dice: «Yo no te conozco», es señal de que ha borrado con la fuerza de su voluntad a ese hombre de su memoria. ¡Yo no te conozco! ¿Será Dios demasiado severo por pronunciar este veredicto?
El hombre ha gritado al Cielo: «Yo no te conozco» y el Cielo ha respondido al hombre: «Yo no te conozco». Fiel como el eco… ‘Meditad además esto: el hombre está obligado a conocer a Dios por deber de gratitud y por respeto a su propia inteligencia.
Por gratitud. Dios ha creado al hombre y le ha dado el don inefable de la vida; además lo ha provisto del regalo superinefable de la Gracia, que el hombre perdió por su culpa. He aquí que éste recibe una gran promesa: «Te restituiré la Gracia». Dios, el ofendido, habla en este modo al ofensor, casi como si Dios fuera el culpable, obligado a dar satisfacción. Y Dios ha mantenido su promesa: Yo estoy aquí para restituir la Gracia al hombre. Dios no se limita a dar lo sobrenatural, sino que incluso rebaja su Esencia divina a proveer a las gravosas necesidades de la carne y sangre del hombre, y ofrece el calor del sol, el alivio del agua, cereales, vino, árboles y animales de todas las especies. Así, el hombre ha recibido de Dios todos los medios para la vida. Es el Benefactor. La gratitud es obligada, y hay que mostrarla esforzándose en conocerlo.
Por respeto a la propia razón. El imbécil, el estúpido, no muestran gratitud hacia quien los cuida, porque no comprenden el verdadero valor de esas atenciones, y odian a la persona que los lava y acerca la comida a su boca, que los guía a la cama o los acuesta, porque, siendo, como son, animalescos a causa de su desgracia, confunden los cuidados con las torturas. El hombre que falta en este sentido para con Dios se deshonra a sí mismo, que es un ser dotado de razón. Sólo un estúpido o demente no logra distinguir a su padre de un extraño, al benefactor del enemigo. El hombre inteligente conoce a su padre y a su benefactor y se complace en conocerlos cada vez más incluso en las cosas que ignora por haber sucedido antes de que él naciera de su padre o fuera beneficiado por su benefactor. Pues así debemos actuar para con el Señor, para mostrar que somos inteligentes, y no mentecatos.
Sucede que en Israel demasiados son como estos dementes que no reconocen a su padre o a su benefactor. Jeremías se pregunta: «¿Podrá, acaso, una virgen olvidarse de sus atavíos o una esposa de ceñir su cintura?». Pues Israel está poblado de vírgenes insensatas que olvidan sus atavíos y de esposas impúdicas que olvidan los cinturones recatados y se ponen oropeles de meretriz; y esto se ve más extendido cuanto más se sube a las clases que deberían ser maestras del pueblo. Pues bien, he aquí el reproche que Dios, con cólera y llanto, les dirige: «¿Por qué te esfuerzas en mostrar que tu conducta es buena para buscar afecto, cuando en realidad enseñas la malicia y esos modos tuyos de actuar, y han encontrado en los bordes de tus vestiduras la sangre de los pobres e inocentes?».
Amigos, la distancia es un bien y un mal. Estar muy lejos de los lugares donde a menudo hablo es un mal, porque os impide oír las palabras de Vida. Os doléis de ello y tenéis razón. Pero considerad que también es un bien porque así estáis lejos de los lugares donde fermenta el pecado, hierve la corrupción y se oye el zumbido de la insidia que obra contra mí, poniéndome zancadillas e insinuando a los corazones dudas y mentiras respecto a mí. Bien, pues yo os prefiero lejos antes que corrompidos. Me ocuparé de vuestra formación. Como podéis ver, Dios ya lo había hecho antes de que nos conociéramos y consecuentemente nos amáramos: me conocíais sin habernos visto nunca. Isaac ha sido el heraldo entre vosotros. Pues bien, enviaré a muchos como Isaac para que os refieran mis palabras. Pero debéis saber también que Dios puede hablar en todas partes, de Tú a tú, con el espíritu humano, y educarlo en su doctrina.
No tengáis miedo a que por estar solos podáis errar. No. Si no queréis, no seréis infieles al Señor y a su Cristo. Pero si, a pesar de todo, hay quien no puede realmente estar lejos del Mesías, sepa que el Mesías le abre el corazón y los brazos y le dice: «Ven». Venid los que queráis venir; quedaos los que os queráis quedar. Mas unos y otros predicad a Cristo con una vida honesta; predicadlo contra la deshonestidad que anida en demasiados corazones, contra la ligereza de los infinitos que no saben permanecer fieles y que se olvidan de ponerse sus atavíos y de ceñirse las cinturas como conviene a las almas llamadas al desposorio con Cristo.
Vosotros me habéis dicho, con alegría: «Desde que viniste no hemos tenido ya ni enfermos ni muertos. Tu bendición nos ha protegido». Sí, la salud es una cosa grande. Pero haced que esta venida mía de ahora os haga sanos de espíritu a todos, siempre y en todo. En vista de esto os bendigo y os doy mi paz: a vosotros, a vuestros niños, los campos, casas y mieses, a los rebaños y árboles frutales. Usadlo con santidad, no viviendo para ello, sino de ello, dando lo superfluo a quien esté carente, y tendréis la medida prensada de las bendiciones de1 Padre, y un lugar en el Cielo.
Podéis marcharos. Yo me quedo a orar…