Una lección de Juan de Endor a Judas Iscariote. Llegada a Jerusalén
Jornada lluviosa. Pedro me parece un Eneas al revés, porque, en vez de cargar con su padre, lleva sobre sus hombros al pequeño Yabés, que va todo arropado en el manto del apóstol. Se ve sobresalir la cabecita por encima de la cabeza cana de Pedro, y los brazos del niño en torno al cuello. Pedro ríe, chapoteando en los charcos.
-Nos podía haber ahorrado este inconveniente – dice malhumorado Judas Iscariote, nervioso por el agua que viene del cielo y rebota contra el suelo y salpica los vestidos.
-¡Ya! ¡Se podrían ahorrar muchas cosas! – responde Juan de Endor, mirando fijamente con su único ojo – que creo que ve por dos – al guapo de Judas.
-¿Qué quieres decir?
-Quiero decir que es inútil pretender que los elementos sean delicados con nosotros, cuando nosotros no lo somos
con nuestros semejantes, y además en materia mucho más grave que no dos gotas de agua o una salpicadura de barro. -Cierto. Pero yo quiero entrar en la ciudad limpio y en orden; tengo muchas amistades, y además de alta categoría. -Pues estáte atento a no caer.
-¿Me estás provocando?
-¡No, no! Pero es que soy veterano, como maestro… y como alumno. Llevo toda mi vida aprendiendo. Primero aprendí a vegetar, luego observé la vida, después conocí la amargura de la vida. Ejercité una justicia inútil, la del «solo» contra Dios y contra la sociedad: Dios me castigó con el remordimiento; la sociedad, con las cadenas. Con lo cual, el ajusticiado, en el fondo, fui yo. Finalmente, ahora, he aprendido, estoy aprendiendo, a «vivir». Así que, como comprenderás, por mi condición de maestro y de alumno, me viene natural repetir las lecciones.
-Pero yo soy el apóstol…
-Y yo un desgraciado, ya lo sé, y no debería permitirme enseñarte a ti. Pero, mira, nunca se sabe lo que puede uno ser el día de mañana. Tenía la idea de que moriría como un hombre honrado y un maestro respetado en Chipre, y vine a ser un homicida y un condenado a cadena perpetua. Cuando alzaba el cuchillo para vengarme, cuando arrastraba las cadenas odiando al universo, si me hubieran dicho que sería discípulo del Santo, habría dudado del estado mental de quien me lo hubiera dicho. Y, a pesar de todo… ya lo ves. Por eso, quién sabe, a lo mejor puedo darte alguna lección buena a ti, que eres apóstol; por mi experiencia, no por santidad, que esto último ni siquiera se me pasa por la mente.
-Tiene razón ese romano al llamarte Diógenes.
-Bien… sí. Pero Diógenes buscaba al hombre y no lo encontró; yo, sin embargo, más afortunado que él, encontré, sí, primero una serpiente donde creía que estaba la mujer y un cuco donde veía al hombre amigo, pero luego, tras haber vagado muchos años, ya enloquecido por este conocimiento, he encontrado al Hombre, al Santo.
-Yo no conozco otra sabiduría sino la de Israel.
-Si es así, ya tienes con qué salvarte; pero ahora tienes también la ciencia, o mejor, la sabiduría, de Dios. -Es lo mismo.
-¡No, no! Sería como comparar un día neblinoso con uno lleno de sol.
-En definitiva, ¿quieres darme lecciones? Pues yo no me siento con ganas de ello.
-¡Déjame hablar! A1 principio, hablaba a los niños: se distraían; luego a los espectros: me maldecían; luego a los pollos: eran mucho mejores que los dos primeros grupos, mucho mejores; ahora hablo conmigo mismo, porque todavía no puedo hablar con Dios. ¿Por qué quieres impedírmelo? Tengo la vista reducida a la mitad, la vida quebrada por el esfuerzo hecho en las minas, el corazón enfermo desde hace muchos años: deja, al menos, que mi mente no se vuelva estéril.
-Jesús es Dios.
-Lo sé, lo creo; más que tú, porque yo he renacido por obra suya, tú no. Pero, aunque Él sea el Bueno, es siempre Él, o sea, Dios, y ese pobre desgraciado que soy yo no se atreve a tratarlo con la familiaridad con que tú lo tratas. Le habla mi alma, pero los labios no se atreven; el alma… y creo que Él siente cómo llora de amor agradecido y penitente.
-Es verdad, Juan. Siento tu alma – Jesús entra en la conversación; Judas se pone colorado de vergüenza y el hombre de Endor de alegría – Es verdad, siento tu alma, como siento también el trabajo de tu mente. Bien has hablado. Cuando estés formado en mí, sacarás mucho beneficio de haber sido maestro y atento alumno. Habla, habla, aun contigo mismo…
Judas, impertinente, observa:
-Una vez, Maestro, además no hace mucho, me dijiste que uno no debe hablar con el propio yo.
-Es verdad, lo dije, pero era porque murmurabas con tu propio yo. Este hombre no murmura, medita, y con buen fin: no hace mal.
-¡En definitiva, que estoy en error!
Judas se muestra agresivo.
-No, lo que tienes es tedio en el corazón. Considera que no siempre puede haber cielo sereno. Los campesinos desean la lluvia y también es caridad orar para que llueva; también ella es caridad. Pero, mira, se ve un bonito arco iris, que describe su curva desde Atarot hasta Ramá. Hemos sobrepasado Atarot, la triste hoz ha quedado atrás, aquí ya todo está cultivado y ríe bajo este sol que rasga las nubes. Cuando lleguemos a Rama estaremos a treinta y seis estadios de Jerusalén. Aparecerá de nuevo ante nuestra vista tras ese collado, que señala el lugar del horrendo acto de lujuria cometido por los guibeítas. Tremenda cosa es que la carne haga presa, Judas…
Judas no responde, sino que se aleja chapoteando con ira en los charcos.
-¿Pero qué le pasa hoy a ése? – pregunta Bartolomé.
-Calla. Que no lo oiga Simón de Jonás. Evitemos cuestiones y…no amarguemos a Simón, que está muy contento con su
niño.
-Sí, Maestro, pero eso no está bien, y se lo pienso decir.
-Es joven, Natanael. Tú también lo fuiste…
-Sí… pero… ¡No debe faltarte al respeto!
Sin querer, alza la voz. Acude Pedro enseguida:
-¿Qué pasa? ¿Quién falta al respeto? ¿El nuevo discípulo? – y mira a Juan de Endor, que se había retirado discretamente al comprender que Jesús estaba corrigiendo al apóstol, y que ahora está hablando con Santiago de Alfeo y Simón Zelote.
-No, ni por sueños. Es respetuoso como una niña.
-¡Ah !, ¡bien!, porque si no… peligraba su ojo. Entonces… ¿entonces es Judas?
-Mira, Simón, ¿por qué no te ocupas de tu niño? Me lo has arrebatado, y ahora quieres meterte en una conversación amistosa entre mí y Natanael… ¿No te parece que quieres hacer demasiadas cosas?
La tranquilidad con que sonríe Jesús es tanta, que Pedro siente vacilar su juicio; mira a Bartolomé… mas éste tiene levantado su rostro aguileño al cielo… Pedro siente que se desvanece su sospecha. La vista de la Ciudad, ya cercana, visible en toda la belleza de sus colinas, olivares, casas, y, especialmente, del Templo; esta vista, que debía ser siempre fuente de emoción y de orgullo para los israelitas, acaba de distraerlo del todo.
El sol abrileño de Judea, bien fuerte, ha secado pronto el empedrado de la vía consular. Ahora es difícil encontrar un charco. Los apóstoles se aderezan al borde del camino: bajan las túnicas, pues las habían abolsado, se lavan los pies llenos de barro en un riachuelo de aguas claras, se ponen en orden el pelo, se cubren con sus mantos. Y lo mismo hace Jesús. Veo que todos hacen lo mismo.
La entrada en Jerusalén debía ser una cosa importante. Presentarse ante estos muros en tiempo de fiesta era como presentarse ante un soberano. La Ciudad santa era la «verdadera» reina de los israelitas; lo veo con claridad este año en que observo, en esta vía consular, las turbas y su comportamiento: los componentes de las distintas familias se disponen según un orden (las mujeres por su parte, solas, los hombres en otro grupo, los niños con uno u otro grupo, pero todos serios y, al mismo tiempo, tranquilos); algunos doblan el manto más usado y sacan otro, nuevo, de los fardos de viaje, o se cambian de sandalias; el paso se hace solemne, ya hierático; en cada grupo hay un solista que da el tono, se cantan himnos, los antiguos, gloriosos himnos de David… Y la gente se mira con más bondad en los ojos, como más tiernos ahora que han visto la Casa de Dios, y mira a esta Casa santa, enorme cubo de mármol coronado por las cúpulas de oro, colocado, como una perla, en el centro del recinto majestuoso del Templo.
La comitiva apostólica se forma así: delante, con el niño en medio, Jesús y Pedro; detrás de ellos, Simón, Judas Iscariote y Juan; luego Andrés con Santiago de Zebedeo, y, entre ellos, obligado por Andrés, Juan de Endor; en la cuarta fila, los dos primos del Señor con Mateo; los últimos, Tomás, Felipe y Bartolomé. Aquí es Jesús quien entona el canto, y lo hace con esa potente y preciosa voz suya, con un ligero tono de barítono que se armoniza con las vibraciones de tenor para hacerlas aún más estimables; responden Judas Iscariote, tenor puro, y Juan, de voz límpida propia de su muy joven edad, y las dos voces de barítono de los primos de Jesús, y Tomás (casi bajo: un barítono tan profundo, que casi no se le puede catalogar como tal). Los demás, dotados de voces menos hermosas, acompañan, en forma menos perceptible al coro lleno de los más virtuosos. Los salmos son los ya conocidos, llamados graduales.
El pequeño Yabés – voz de ángel entre las recias de los hombres – canta muy bien – quizás porque lo sabe mejor que los demás el salmo 122: «Estoy alegre porque me han dicho: «Iremos a la casa lel Señor»». Verdaderamente, su carita, tan triste pocos días antes, es todo un esplendor de alegría.
Ya están cerca de los muros, ya se ve la Puerta de los Peces, y las calles, llenísimas de gente.
Enseguida, al Templo, para una primera oración; luego, la paz en la paz del Getsemaní; la cena; el descanso. El viaje hacia Jerusalén ha terminado.