Una jornada de Judas Iscariote en Nazaret
La casa de Nazaret sería la más indicada para vuelos del espíritu: en ella, paz, silencio, orden. Sus piedras parecen rezumar santidad; santidad parecen exhalar los árboles del huerto; santidad parece llover del cielo sereno, su cerúlea cúpula: en realidad, emana de la mujer que en ella habita, y que se mueve ágil y silenciosa con la donosura de sus movimientos juveniles, intactos, con el paso leve que tenía cuando entró en ella después de los esponsales, y la misma sonrisa mansa que calma y acaricia.
El sol, en esta hora de la mañana, hiere el lado derecho de la casa (el que se apoya en la primera ondulación de la colina). Sólo las copas de los árboles se benefician. Primero, los olivos plantados para sujetar con sus raíces la tierra del ribazo; los olivos que quedan, re-torcidos, robustos, los de ramas más gruesas, alzadas todas al cielo como si invocaran su bendición, o como si rezasen -también ellos-desde este lugar de paz; los olivos que quedan del olivar de Joaquín, en aquel entonces bien poblado de árboles que proseguían su paseo de peregrinos orantes hasta la campiña lejana en que el olivar y los campos terminaban en pastos, y ahora reducido a pocos árboles supervivientes en la linde de la mutilada propiedad. Luego, se benefician el almendro y los manzanos, altos y robustos, que abren el paraguas de sus ramas para amparo del huerto. El tercero en beber los rayos del sol es el granado. La última, la higuera que da contra la casa, cuando ya el sol acaricia las bien cuidadas flores y verduras en los cuadros rectangulares y a lo largo de los setos dispuestos bajo la pérgola cargada de racimos.
Zumban las abejas, gotas de oro voladoras sobre todo lo que puede procurarles jugos dulces y perfumados. Se lanzan al asalto de una pequeña rama de madreselva, y lo mismo hacen con un seto de flores -cuyo nombre ignoro- en forma de campanillas que forman una panoja y que se están cerrando -deben ser flores nocturnas-, con un perfume intensísimo. Las abejas se apresuran a succionar en estas flores antes de que plieguen los pétalos en el sueño de la corola.
María va, ágil, de los nidos de las palomas a la fuentecilla que gotea junto a la pequeña gruta; de ésta a la casa, ocupada en sus labores. Pero, a pesar de su trabajo, encuentra la forma de admirar las flores o las palomas que danzan minués por los senderos o forman un corro de vuelos por encima de la casa y del huerto.
Vuelve a casa Judas Iscariote, cargado de plantas y esquejes.
-¡Hola, Madre! Me han dado todo lo que quería. He venido corriendo para que no padecieran. Creo que echarán raíces como la madreselva. Para el año que viene tendrás el jardín como un banasto lleno de flores. Así te acordarás del pobre Judas y de su estancia aquí – dice mientras extrae con cuidado de una bolsa unas plantas con las raíces envueltas en tierra y en hojas húmedas, y de otra bolsa unos esquejes.
-Gracias, Judas, muchísimas gracias. No puedes hacerte una idea de lo feliz que me siento por esa madreselva de la gruta. Cuando era pequeña, allí, al final de aquellos campos, que entonces eran nuestros, había una gruta todavía más bonita. Hiedras y madreselvas la vestían de ramas y flores: cortina de la gruta, protección de las minúsculas azucenas que crecían incluso dentro de ella, toda verde por el fino recamo de los adiantos. Porque allí había un manantial… En el Templo pensaba siempre en esa gruta, y te digo que cuando oraba, yo virgen del Templo, ante el Velo del Santo, no sentía a Dios más que allí; es más, tengo que decir que allí evocaba el sueño de los dulces coloquios de mi espíritu con mi Señor… Mi José hizo que pudiera tener esta gruta, con un útil hilo de agua; pero, sobre todo, para darme la alegría de una gruta copiada de aquélla… José era bueno, hasta en las más pequeñas cosas… Y había plantado una madreselva, y la hiedra que vive todavía. La madreselva murió durante los años del exilio… luego la volvió a plantar, pero murió también, hace tres años. Ahora tú la has puesto de nuevo. Ha agarrado, ¿ves? Eres un jardinero excelente.
-Sí. Cuando era niño me gustaban mucho las plantas. Mi madre me enseñaba a cuidarlas… Ahora, a tu lado, Madre, me siento niño de nuevo y recupero esta capacidad del pasado… por darte estas satisfacciones. ¡Eres muy buena conmigo!… – responde Judas mientras trabaja, como un experto, en colocar sus plantas en los lugares más adecuados. Va junto al seto de las flores nocturnas, a poner unas marañas de raíces, que no sé si son de muguetes o de otras flores.
-Aquí están bien – dice mientras da unos golpes con una azadilla en la parte donde ha enterrado las raíces.
-No requieren mucho sol. No me las quería dar el siervo de Eleazar, pero he insistido tanto que me las ha dado. -Tampoco le querían dar a José esas gardenias, pero trabajó sin cobrar para procurármelas. Siempre han prosperado. -Ya está, Madre. Ahora las riego y todo irá bien.
Riega, y luego se lava las manos en la fuente.
María lo mira – tan distinto de su Hijo como es, y tan distinto del Judas de ciertas horas de agitación -, lo escudriña, piensa, se acerca a él, y, poniendo una mano en su brazo, le pregunta dulcemente:
-¿Estás mejor, Judas? Quiero decir, en tu espíritu.
-¡Oh! ¡Madre! ¡Mucho mejor! Estoy en paz. Tú misma lo puedes ver. Encuentro gusto y salvación en las cosas humildes y en estar contigo. No debería dejar jamás esta paz ni este recogimiento. Aquí… ¡qué lejos de esta casa está el mundo!… – Judas mira al huerto, a los árboles, a la casita… y termina: «Pero, si estuviera aquí, no sería nunca apóstol, y quiero serlo…».
-Aunque -créeme- sería mejor para ti ser un alma honesta que no un apóstol deshonesto. Si comprendes que el contacto con el mundo te turba, si comprendes que las alabanzas y honores del apóstol te perjudican, renuncia a ello, Judas: es mejor para ti ser un simple fiel de mi Jesús, pero un fiel santo, que no un apóstol pecador.
Judas agacha la cabeza pensativo. María lo deja con sus meditaciones y entra en la casa, a seguir sus labores.
Judas está parado un rato, luego se pone a pasear de un lado para otro bajo la pérgola. Tiene los brazos cruzados; la cabeza, baja. Piensa, piensa… y pasa a monologar y a gesticular solo… Un monólogo incomprensible; los gestos son los propios de una persona en gran contraste de ideas: parece suplicar y rechazar, o compadecerse, o maldecir algo; y pasa de una expresión interrogante a una expresión de miedo, de angustia… hasta adquirir su rostro la expresión de sus peores momentos, y, así, de repente, se para a mitad de recorrido del sendero, y se queda así un rato, con una expresión de verdadero demonio…
Luego se lleva las manos a la cara y huye al ribazo de los olivos, lejos de la vista de María, y llora con la cara escondida entre las manos, hasta que se calma; y se queda sentado con la espalda apoyada en un olivo, como aturdido…
«…Ya no es por la mañana. Toca a su fin un intenso ocaso. Nazaret abre las puertas de sus casas, que habían permanecido continuamente cerradas al despiadado calor estival del día, ¡día de oriente además! Mujeres, hombres, niños salen a los huertos o a las calles -todavía calientes pero ya no llenas de sol- en busca de aire, o a la fuente, a jugar, a conversar… en espera de la cena. Calurosos saludos, charloteo, risas y gritos, respectivamente entre hombres, mujeres y niños.
También Judas sale y se encamina hacia la fuente con los cántaros de cobre. Los nazarenos lo ven y lo señalan con el sobrenombre de «el discípulo del Templo» (cosa que llegando a los oídos de Judas suena como una música). Pasa saludando con afabilidad, pero también con un no se qué de actitud reservada que, si no llega a ser gravedad soberbia, es pariente muy cercana de ésta.
-Eres muy bueno con María, Judas – dice un nazareno muy barbado.
-Se merece esto y más. Es verdaderamente una gran mujer de Israel. Dichosos vosotros que es paisana vuestra.
La alabanza a la mujer de Nazaret seduce mucho a los nazarenos, los cuales se repiten unos a otros lo que Judas ha dicho. Éste, entretanto, ha llegado a la fuente, y ahora espera su turno, y extiende su cortesía hasta el punto de llevarle los
cántaros a una viejecita, que no acaba nunca de bendecirlo, y también hasta el punto de tomar el agua para dos mujeres que
encuentran dificultad para hacerlo porque tienen en brazos a un lactante. Levantando un poco su velo, susurran: -Que Dios te lo pague.
-El amor al prójimo es el primer deber de un amigo de Jesús – responde Judas acompañando su palabra con una inclinación de cabeza. Luego llena sus cántaros y vuelve hacia la casa.
En el camino de regreso, lo paran el arquisinagogo de Nazaret y otros y lo invitan a que el sábado siguiente hable.
-Hace más de dos semanas que estás con nosotros y tu única lección ha sido la de una gran cortesía con todos nosotros – se queja el jefe de la sinagoga, que está con otros ancianos del pueblo.
-Pero, si no os resulta agradable la palabra de vuestro mayor hijo, ¿os puede complacer, acaso, la de su discípulo -la mía-, que además soy judío? – responde Judas.
-Tu desconfianza es injusta y nos entristece. Nuestra invitación es franca. Tú eres discípulo y judío, esto es verdad, pero eres del Templo; por tanto, puedes hablar, porque en el Templo hay doctrina. El hijo de José es sólo un carpintero…
-¡Pero es el Mesías!
-Lo dice Él… ¿Será verdad… o será un delirio?
-¿Y su santidad, nazarenos!? ¡Su santidad! – Judas se muestra escandalizado de la incredulidad de los nazarenos. -Es grande. Es verdad. ¡Pero de eso a ser el Mesías!… Y además… ¿por qué habla con esa dureza?
-¿Dureza? ¡No! No me parece dureza. Más bien… sí, eso sí, es demasiado sincero e intransigente. No deja cubierta ninguna culpa, no duda en denunciar un abuso… y ello no gusta. Mete el dedo exactamente en el centro de las llagas, y eso hace daño. Pero es por santidad. ¡Sí, sin duda, sólo por santidad actúa así! Yo se lo he dicho en repetidas ocasiones: “Jesús, te perjudicas a ti mismo». ¡Pero no me quiere hacer caso!…
-Tú lo amas mucho, y además eres docto… Podrías guiarle.
-¡Oh, no, docto no!… Práctico… sí. ¡Eso… del Templo! Conozco los mecanismos. Tengo amigos. El hijo de Anás es como un hermano para mí. Es más, si queréis algo del Sanedrín, pues decídmelo… Pero ahora dejadme llevar el agua a María, que me espera para la cena.
-Vuelve después. En mi terraza hace fresco. Estaremos entre amigos y hablaremos…
-Sí. Adiós.
Judas va a casa, donde se disculpa ante María por haber tardado a causa de que lo han entretenido el arquisinagogo y los ancianos del pueblo. Y termina:
-Quisieran que hablase el sábado… El Maestro no me lo ha mandado. ¿Qué opinas, Madre? Aconséjame. -¿Hablar con el jefe de la sinagoga… o hablar en la sinagoga?
-Las dos cosas. No quisiera hablar con ninguno, ni a ninguno, porque sé que son contrarios a Jesús, y también porque me parece sacrílego hablar donde sólo Él tiene derecho a ser Maestro. ¡Pero, han insistido tanto!… Quieren que vaya después de cenar… Casi he dado mi palabra. Si crees que, hablando, voy a poder quitarles ese espíritu tan penoso de resistencia al Maestro, yo, aunque me resulte cosa pesada, iré y hablaré; así, como sé hacer, como pueda, tratando de ser muy longánimo con sus obcecaciones. Porque he comprendido que si uno es duro es peor. ¡No volveré a incurrir en el error de Esdrelón! ¡El Maestro se sintió muy disgustado! No me dijo nada, pero yo lo entendí. No lo volveré a hacer. Pero querría dejar Nazaret después de haberla persuadido de que el Maestro es el Mesías y que debemos creer en El y amarlo.
Judas está hablando mientras, sentado a la mesa en el sitio de Jesús, come lo que María ha preparado. Y me duele ver a Judas sentado en ese sitio, frente a María escuchándolo y sirviéndole como una madre.
Ahora ella responde:
-Estaría bien, efectivamente, que Nazaret comprendiera la verdad y la aceptara. Yo no te pongo trabas. Ve si quieres. Nadie mejor que tú puede decir si Jesús merece amor. Piensa cuánto te ama y cómo te lo demuestra disculpándote siempre y dándote gusto siempre que puede… Que esta reflexión te dé palabras y acciones santas.
La cena termina pronto. Judas va a regar las flores del huerto antes de que la luz se nuble demasiado, y luego sale, dejando a María en la terraza ocupada en doblar la ropa que había puesto a secar.
Judas, tras saludar a Alfeo de Sara y a María Cleofás, que están hablando en la puerta de la casa del primero, se dirige hacia la casa del arquisinagogo. Además de seis ancianos, están presentes los dos primos del Señor.
Después de los ampulosos saludos, se sientan todos ceremoniosamente en asientos adornados con almohadones; toman el fresco mientras beben agua anisada o de menta, que deben estar bien frescas porque la jarra metálica suda en la separación
entre el líquido gélido y el aire, todavía caliente a pesar de la brisa que procede de las colinas situadas al norte de Nazaret y que mueve la cima de los árboles.
-Me alegro de que hayas aceptado venir. Eres joven. Un poco de solaz es cosa sana- dice el arquisinagogo, que se muestra lleno de atenciones para con Judas.
-No he venido antes porque temía ser inoportuno. Sé de vuestro desdén hacia Jesús y sus seguidores…
-¡Desdén¡ No. Estamos escépticos.., y heridos por sus… admitámoslo, ¿por qué no?… sus verdades demasiado crudas. Si no te invitábamos a venir es porque pensábamos que nos despreciabas.
-¡Despreciaros yo¡ ¡No¡ ¡Todo lo contrario¡ Os comprendo muy bien… ¿Cómo no? ¡Claro¡ Pero estoy convencido de que acabará habiendo paz entre vosotros y Él. Os trae cuenta siempre, tanto a Él como a vosotros: a Él, porque tiene necesidad de todos; a vosotros, porque no os conviene cargaros con el nombre de enemigos del Mesías.
-¿Para ti lo es verdaderamente? – pregunta José de Alfeo. No tiene nada de esa figura regia que nos ha sido profetizada. Quizás es porque nosotros lo recordamos como carpintero… Pero… ¿Dónde se ve en Él al rey liberador?
-David parecía también simplemente un zagal, y, sin embargo, como sabéis, no hubo rey más grande que David. Ni siquiera Salomón, en toda su gloria, lo igualó. Porque, en fin, Salomón siguió a David, nada más, y jamás tuvo la inspiración suya. ¡Sin embargo, David¡ ¡Pensad en la figura de David¡ Es gigantesca, de una realeza que casi toca el Cielo. David, rey y pastor, o, mejor, pastor y luego rey; Jesús, rey y carpintero, o, mejor, carpintero y luego rey.
-Hablas como un rabí. Se ve que has sido educado en el Templo – dice el arquisinagogo – ¿Podrías hacer saber al Sanedrín que yo, el arquisinagogo, necesito ayuda del Templo para una cuestión privada?
-¡Pues claro¡ ¡Sin duda¡ ¡Con Eleazar¡ ¡Fíjate tú¡ ¡Y luego José el Anciano, ¿sabes?, el rico de Arimatea¡ ¡Y el escriba Sadoq¡… Y… ¡bueno, no tienes sino que hablar y basta¡
-Entonces te invito mañana a mi casa. Hablaremos.
-¿A tu casa? No. No dejo sola a esa santa y afligida mujer que es María. He venido precisamente a hacerle compañía…
-¿Qué le pasa a nuestra pariente? Sabemos que está sana y que, dentro de su pobreza, vive feliz – dice Simón de Alfeo.
-Sí. No la abandonamos. Mi madre está siempre atenta a ella. También yo y mi mujer, a pesar… a pesar de que yo, particularmente, no le puedo perdonar su debilidad para con su Hijo; ni el dolor de mi padre, que por causa de Jesús murió teniendo sólo a dos de sus hijos al pie de su cama. ¡Y luego¡ ¡Y luego¡… Bueno, las penas de familia no se pregonan desde los tejados…- suspira José de Alfeo.
-Tienes razón. Se susurran en el rincón más apartado, vertiéndolas en un corazón amigo. ¡Pero esto sucede con muchas otras penas¡ Yo también tengo las mías, de discípulo… ¡Pero, es mejor que no hablemos¡
-¡No, no, hablemos¡ ¿Qué sucede? ¿Complicaciones respecto a Jesús? No aprobamos su conducta, pero seguimos siendo parientes suyos, dispuestos a ponernos de su parte contra sus enemigos. ¡Habla¡ – dice José.
-¿Complicaciones? ¡No, hombre, no¡ Era una forma de expresarme… Además, las penas de un discípulo son muchas. No es sólo dolor por el modo como el Maestro trata con amigos y enemigos, perjudicándose a sí mismo, sino también el ver que no lo aman. Quisiera que todos vosotros le amarais…
-¿Y cómo? ¡Tú mismo lo dices¡ ¡Tiene un modo de hacer las cosas¡… No era así cuando estaba con su Madre – dice, justificándose, el arquisinagogo – ¿No es verdad, todos vosotros?
Todos asienten con gravedad y hacen comentarios muy positivos del Jesús silencioso, manso, apartado, de antes. -¿Quién podía imaginarse que de aquel Jesús pudiera salir uno como es ahora? Todo casa y familia. ¿Y ahora? – dice un nazareno muy anciano.
Judas suspira:
-¡Pobre mujer¡
-Bueno, ¿pero qué es lo que sabes? Habla – grita José.
-Nada que tú no sepas. ¿Crees que le guste sentirse abandonada?
-Si José hubiera vivido el tiempo que vivió vuestro padre, no habría sucedido eso – sentencia un nazareno también muy
anciano.
-No lo creas, hombre. Habría sido lo mismo. ¡Cuando cuajan ciertas… ideas¡ – dice Judas.
Un siervo trae unas lámparas y las pone encima de la mesa, porque es una noche sin Luna, aunque el cielo sea todo un titilar de estrellas. Junto con la luz traen otras bebidas y el arquisinagogo quiere ofrecérselas enseguida a Judas.
-Gracias. No me entretengo más. Tengo obligaciones hacia María – dice mientras se levanta.
También los dos hijos de Alfeo se levantan y dicen:
-Vamos contigo. Es el mismo camino… – y con exuberantes saludos el grupo se divide; se quedan con el arquisinagogo los seis ancianos.
Las calles están ya desiertas y silenciosas. De arriba de las casas baja un continuo hablar quedo de voces graves. Los niños duermen ya en sus camitas: faltan, por tanto, sus gorjeos de pajarillos alegres. Con las voces, desde lo alto de las casas más ricas, descienden leves resplandores de lámparas de aceite.
Los dos hijos de Alfeo y Judas andan unos metros en silencio, luego José se para, coge de un brazo a Judas y dice:
-Mira. He comprendido que sabes algo, pero que no quieres hablar en presencia de extraños. Ahora conmigo tienes que hablar. Soy el mayor de la casa y tengo el derecho y el deber de saber todo.
-Y yo he venido con intención de decíroslo y de tutelar al Maestro, a María, a vuestros hermanos y vuestro nombre. Es una cosa muy penosa de decir y de oír; penosísimo hacerlo. Porque parece una delación. Mirad, os ruego que me comprendáis rectamente. No es una delación. Es amor y cordura, nada más. Yo sé muchas cosas, que vosotros… bueno, la verdad es que no las ignoráis. Las sé por mis amigos del Templo. Y sé que son un peligro para Jesús y para el buen nombre de la familia. He tratado de hacérselo entender al Maestro, pero no lo he conseguido. Es más, cuanto más le aconsejo, Él actúa peor, y se busca cada vez
más críticas y odios. Ello porque es tan santo, que no es capaz de comprender lo que es el mundo. En fin, es triste ver sucumbir una cosa santa por la imprudencia de su fundador.
-Pero bueno, ¿qué es? Di todo. Buscaremos el remedio. ¿Verdad, Simón?
-Ciertamente. Pero me parece imposible esto de que Jesús haga cosas imprudentes y que vayan contra su misión…
-¡Pero si este buen muchacho, que además ama a Jesús, lo dice!… ¿Ves cómo eres? ¡Siempre así! Inseguro. Vacilante. Siempre me dejas solo en el momento decisivo. Yo contra toda la parentela. ¿Es que no tienes compasión ni siquiera de nuestro nombre y de nuestro pobre hermano, que se está destruyendo!
-¡No! ¡Destruirse, no! Pero se perjudica.
-¡Habla, habla! – insiste José, mientras Simón, perplejo, guarda silencio.
-Hablaría… pero quisiera estar seguro de que no me mencionaréis ante Jesús… Juradlo.
-Lo juramos por el santo Velo. Habla.
-No debéis hablar de lo que os voy a decir ni siquiera a vuestra madre, y mucho menos con vuestros hermanos. -Puedes estar seguro de nuestro silencio.
-¿Guardaréis silencio también ante María? Para no causarle dolor. Es un deber también el preocuparse de la paz de esta pobre madre, como yo hago, en silencio…
-Guardaremos silencio con todos. Te lo juramos.
-Pues bien, escuchad. Jesús no se limita ya a tratar con gentiles, publicanos y meretrices, a ofender a los fariseos y a las otras personas importantes; es que ahora hace cosas verdaderamente absurdas. Fijaos que fue a tierra de filisteos y nos hizo peregrinar con un macho cabrío todo negro que le seguía. Ahora ha metido a un filisteo entre los discípulos. ¿Y antes, con aquel niño que recogió? ¿No sabéis los comentarios que hubo? Y ahora, hace pocos días, una griega, esclava y que había huido de su amo romano. Y… discursos que chocan con los conocimientos ya bien sabidos. En definitiva, parece como si hubiera perdido el juicio. Y se perjudica. En Filistea se metió en una ceremonia de brujos y se puso a competir con ellos de tú a tú. Los venció, sí, pero… Ya hay escribas y fariseos que lo odian, así que si llegan estas cosas a sus oídos, ¿qué va a suceder? Tenéis el deber de intervenir, de impedir…
-Esto es grave, muy grave. ¿Cómo podíamos saberlo? Nosotros estamos aquí… Y ahora lo mismo, ¿cómo podremos estar al corriente!
-Y a pesar de todo tenéis que intervenir y poner freno. Su Madre es madre, y es demasiado buena. No debéis abandonarlo así. Ni por Él ni por el mundo. También eso de que sigue arrojando demonios… Circula la voz de que Belcebú está a su servicio. Juzgad vosotros si esto le puede beneficiar a no. ¡Y además… pero bueno ¿qué rey va a poder ser, si las turbas ya desde ahora se lo toman a risa o están escandalizadas?
-¿Hace realmente estas cosas? – pregunta, incrédulo, Simón.
-Preguntádselo a Él. Os dirá que sí, porque además lo considera una gloria.
-Deberías avisarnos…
-¡Lo haré, sí! Cuando vea algo nuevo, os mandaré un aviso. ¡Pero, cuidado, eh!, ¡silencio ahora y siempre con todos! -Lo hemos jurado. ¿Cuándo te marchas?
-Después del sábado. Ya no tiene sentido seguir aquí. He hecho lo que debía.
-Te quedamos agradecidos. ¡Ya decía yo que estaba cambiado!
-Tú, hermano, no querías creerme… ¿Ves como tengo razón? – dice José de Alfeo.
-Me cuesta creerlo todavía. En fin, Judas y Santiago no son unos estúpidos. ¿Por qué no nos han dicho nada? ¿Por qué no toman medidas, si estas cosas suceden realmente? – dice Simón de Alfeo.
-No me vas a hacer ahora la afrenta de no creer en mis palabras, ¿no?! – replica Judas inmediatamente y resentido. -¡ No!.., pero… Basta. Perdona si te digo que creeré cuando vea.
-De acuerdo, pues pronto verás y tendrás que decirme: «Tenías razón». Bien, pues hemos llegado a vuestra casa. Os dejo. Dios sea con vosotros.
-Dios sea contigo, Judas. Y… oye, no hables tú tampoco con otros de esto. Por nuestro honor…
-No se lo diré ni al aire. Adiós.
Y se marcha caminando ligero. Entra tranquilo en casa y sube a la terraza, donde María, apoyadas las manos sobre su regazo, contempla el cielo repleto de astros; y con la leve luz de la lamparita, que Judas ha encendido para subir la escalera, se ven dos hilos de llanto brillando en las mejillas de María.
-¿Por qué lloras, Madre? – pregunta Judas con ansiosa premura.
-Porque tengo la impresión de que el mundo está más repleto de insidias que el cielo de estrellas. Insidias contra mi
Jesús…
Judas se queda mirándola, atento y turbado.
Pero ella termina, dulcemente:
-Pero me anima el amor de los discípulos… Amad mucho a mi Jesús… amadlo… ¿Quieres estar aquí, Judas? Yo bajo a mi habitación. María Cleofás ya se ha ido a dormir, después de preparar la levadura para mañana.
-Sí. Me quedo. Se está bien aquí.
-La paz sea contigo, Judas.
-La paz sea contigo, María.