Una acusación de los nazarenos a Jesús, rechazada con la parábola del leproso curado
La primera escala de Jesús en Nazaret es en casa de Alfeo. Estando ya para entrar en el huerto, se encuentra con María de Alfeo, que sale con dos ánforas de cobre para ir a la fuente.
-¡La paz sea contigo, María! – dice Jesús, y abraza a su pariente, la cual, efusiva como siempre, lo besa y emite un grito de alegría.
-¡Sin duda será un día de paz y alegría, Jesús mío, porque has venido! ¡Oh, queridísimos hijos míos! ¡Qué felicidad para vuestra mamá el veros! – y besa a sus dos hijotes, que estaban inmediatamente detrás de Jesús – Estáis conmigo hoy, ¿no es verdad? Tengo precisamente encendido el horno para el pan. Estaba yendo por agua para no tener luego que suspender la cocción.
-Mamá, vamos nosotros» dicen sus hijos mientras se apoderan de las ánforas.
-¡Qué buenos son! ¿No es verdad, Jesús?
-Muy buenos – confirma Jesús.
-Pero también contigo, ¿no es verdad? Porque si te quisieran menos de lo que me quieren a mí, los querría menos. -No temas, María. Para mí son sólo motivo de alegría.
-¿Estás solo? María se ha ido tan al improviso… Habría ido también yo. Estaba con una mujer… ¿Una discípula? -Sí. La hermana de Marta.
-¡Oh, bendito sea Dios! ¡He orado mucho por esto! ¿Dónde está?
-Mira, está llegando con mi Madre, Marta y Susana.
En efecto, las mujeres están apareciendo por un recodo del camino seguidas por los apóstoles. María de Alfeo corre a su encuentro y exclama:
-¡Qué feliz me siento de poder llamarte hermana! Debería amarte hija, porque tú eres joven y yo vieja, pero te llamo con ese nombre que tanto amo desde que se lo doy a mi María. ¡Querida mía! Ven, estarás cansada… aunque, bueno, también contenta – y besa a la Magdalena mientras la tiene cogida de la mano, como queriendo hacerle sentir aún más que la quiere. La belleza fresca de la Magdalena parece todavía más viva al lado de la persona gastada de la buena María de Alfeo.
-Hoy todos en mi casa. No os dejo que os marchéis – y, con un suspiro del alma que le sale involuntariamente, se le escapa la confesión: « ¡Estoy siempre muy sola! Cuando no está mi cuñada paso los días bien tristes y solitarios.
-¿No están tus hijos? – pregunta Marta.
María de Alfeo se ruboriza y suspira:
-Con el alma sí. Todavía. Ser discípulos une y divide… Pero, de la misma forma que tú, María, has venido, también ellos vendrán – y se seca una lágrima. Mira a Jesús, que la está observando con piedad, y se esfuerza en sonreír para preguntar: « ¿Son cosas largas, verdad?».
-Sí, María. Pero tú las verás…
-Tenía esta esperanza… Después de que Simón… Pero después ha sabido otras… cosas, y está otra vez en la indecisión. ¡Ámalo igualmente, Jesús!
-¿Lo pones en duda?
María, mientras habla, prepara algo de comer y beber para los peregrinos, sorda a las palabras de todos, que le aseguran que no tienen necesidad de nada.
-Vamos a dejar a las discípulas tranquilas – dice Jesús, y añade: “Y vamos por el pueblo”.
-¿Te vas? Quizás vienen mis otros hijos.
-Estaré aquí todo el día de mañana. Por tanto, estaremos juntos. Ahora voy a ver a los amigos. Paz a vosotras, mujeres. Adiós, Madre.
Nazaret ya está toda revuelta por la llegada de Jesús (y por añadidura con María de Magdala). Quién se apresura a ir a casa de María de Alfeo, quién a la de Jesús, para ver; pero, habiendo encontrado esta última cerrada, retornan todos en dirección a Jesús, que está atravesando Nazaret hacia el centro.
La ciudad sigue cerrada al Maestro. En parte irónica, en parte incrédula, con algún núcleo incluso de clara maldad que se manifiesta en ciertas frases hirientes, sigue, por curiosidad pero sin amor, a este gran Hijo suyo al que no comprende. Incluso en las preguntas que le hacen no hay amor, sino incredulidad e ironía; pero Él no hace ver que lo nota, y dulce y manso responde a quien le habla.
-A todos das. Pero pareces un hijo desvinculado de tu tierra, porque a tu tierra no le das.
-Estoy aquí para da ros lo que pedís.
-Pero prefieres no estar aquí. ¿Es que somos más pecadores que los demás?
-No hay pecador, por grande que sea, al que Yo no quiera convertir. Y vosotros no sois peores que los demás.
-Pero tampoco dices que seamos mejores que los otros. Un buen hijo siempre dice que su madre es mejor que las otras, aunque no lo sea. ¿Acaso Nazaret es sólo madrastra para ti?
-Yo no digo nada. Callar es regla de caridad hacia los demás y hacia uno mismo, cuando decir que uno es bueno no se puede y no se quiere mentir. Pero diligente brotaría la alabanza a vosotros, con el solo hecho de que vinierais a mi doctrina. -¿Buscas ser admirado?
-No. Sólo que me escuchéis y creáis en mí, por el bien de vuestras almas.
-¡Pues habla entonces! ¡Te escuchamos!
-Decidme sobre qué os debo hablar.
Un hombre de unos cuarenta o cuarenta y cinco años dice:
-Yo querría que vinieras y me explicaras un punto».
-Voy enseguida, Leví.
Y se encaminan. La gente se aglomera tras el Maestro y el arquisinagogo. La sinagoga se abarrota enseguida de gente.
El arquisinagogo toma un rollo y lee: «Él hizo subir a la hija de Faraón de la ciudad de David a la casa que había construido para ella, porque dijo: `Mi mujer no debe vivir en la casa de David, rey de Israel, que fue santificada cuando en ella entró el
arca del Señor»
Bien, pues querría que dieras tu juicio acerca de si esa medida fue justa o no, y ¿por qué?
-Sin duda fue justa, porque el respeto a la casa de David, santificada por haber entrado en ella el arca del Señor, exigía aquello.
-¿Pero, el hecho de ser la mujer de Salomón no hacía a la hija del Faraón digna de vivir en la casa de David? ¿La esposa no viene a ser, según las palabras de Adán, «hueso de los huesos» de su marido y «carne de su carne”? Si es tal, ¿cómo profanará lo que no profana su esposo?
-Está escrito en el primer libro de Esdras: «Habéis pecado al casaros con mujeres extranjeras, y habéis añadido este delito a los muchos de Israel». Y una de las causas de la idolatría de Salomón precisamente se debe a estos connubios con mujeres extranjeras. Dios lo había dicho: «Ellas, las extranjeras, pervertirán vuestros corazones hasta el punto de haceros seguir a dioses extranjeros». Las consecuencias las conocemos.
-Y, sin embargo, no se había pervertido casándose con la hija del Faraón; tanto que llegó a juzgar con sabiduría que su esposa no debía permanecer en la casa santificada.
-No se puede medir la bondad de Dios con la nuestra. El hombre, después de una culpa, no perdona, aunque él mismo sea también culpable. Dios no se muestra implacable a la primera caída, pero no permite que impunemente el hombre se endurezca en el mismo pecado. A la primera caída, por tanto, no castiga, sino que habla al corazón; pero sí castiga cuando su bondad no sirve para convertir y el hombre juzga tal bondad como debilidad. Entonces desciende el castigo, porque nadie se burla de Dios.
Hueso de su hueso y carne de su carne, la hija del Faraón había depositado los primeros gérmenes de corrupción en el corazón del Sabio, y, como sabéis, una enfermedad no se declara realmente por un sólo germen en la sangre, sino cuando la sangre está corrompida por muchos gérmenes originados del primero. E1 hombre se viene abajo siempre a partir de una ligereza aparentemente inocua. Luego aumenta la condescendencia con el mal. Se forma el hábito de transigir con la conciencia y de descuidar lo que constituye el deber y la obediencia a Dios, y por grados, se llega al pecado grande (en Salomón incluso de idolatría, y provocó el cisma cuyas consecuencias duran hasta hoy).
-¿Estás diciendo, entonces, que es necesaria la máxima atención y respeto hacia las cosas sagradas?
-Sin duda.
-Explícame ahora otra cosa. Tú te dices el Verbo de Dios. ¿Es verdad?
-Lo soy. Él me ha enviado para traer a la tierra la buena nueva para todos los hombres, y para que los redima de todo pecado.
-Si lo eres, eres más que el Arca, pues, no ya en la gloria que está por encima del Arca, sino en ti mismo, estaría Dios. -Tú lo dices y es verdad.
-¿Y, entonces, por qué te profanas?
-¿Y me has traído aquí para decirme esto? Me das pena, tú y quien te ha movido a hablar. No debería justificarme, porque toda justificación queda quebrada por vuestro rencor. Pero os daré una justificación, a los que me acusáis de falta de amor hacia vosotros y de profanación de mi persona. Escuchad. Sé a lo que aludís. Pues bien, os respondo: «Estáis en error». Como extiendo los brazos hacia los moribundos para que vivan y llamo a los muertos para devolverlos a la vida, así extiendo los brazos hacia los más verdaderamente moribundos y llamo a los que están más verdaderamente muertos, los pecadores, para que vivan la Vida eterna y, si ya están corrompidos, resucitarlos para que no vuelvan a morir. Pero os voy a poner una parábola. Un hombre, por muchos vicios, enferma de lepra. Los demás lo alejan de la comunidad. Este hombre, en medio de una soledad atroz, medita sobre su estado y sobre el pecado que lo ha conducido a ese estado mísero. Pasan así largos años, y, cuando menos se lo espera, este leproso se cura. El Señor ha sido misericordioso con él por sus muchas oraciones y lágrimas. ¿Qué hace entonces este hombre? ¿Puede volver a su casa por el hecho de que Dios lo haya agraciado? No. Debe presentarse al sacerdote, el cual primero lo observará durante un tiempo, luego le hará purificarse tras un primer sacrificio de dos gorriones; luego, después de dos lavados -no uno— de las vestiduras, el curado vuelve a presentarse al sacerdote, con los corderos sin mancha, la cordera, la harina y el aceite prescritos. El sacerdote lo conduce entonces ante la puerta del Tabernáculo. Es entonces cuando este hombre es religiosamente admitido de nuevo en el pueblo de Israel. Pero, decidme: Cuando va por primera vez al sacerdote ¿para qué va?
-¡Para pasar una primera purificación que le permitirá cumplir la otra purificación, más grande, que lo admitirá de nuevo en el pueblo santo!
.Habéis respondido bien. ¿Pero entonces no está purificado del todo?».
-¡No, no! Le falta todavía mucho para estarlo; respecto a la materia y respecto al espíritu.
-¿Cómo, pues, osa acercarse al sacerdote la primera vez, completamente impuro, y la segunda al Tabernáculo? -Porque el sacerdote es el medio necesario para que uno pueda ser readmitido entre los vivos.
-¿Y el Tabernáculo?
-Porque sólo Dios puede borrar las culpas, y es de fe el creer que tras el santo Velo descansa Dios en su gloria y desde allí otorga su perdón.
-Entonces el leproso curado tiene todavía pecado cuando se acerca al sacerdote y al Tabernáculo.
-¡Sí, ciertamente!
-¡Hombres de pensamiento retorcido y de turbio corazón! ¿Por qué, entonces, me acusáis si Yo, el Sacerdote y el Tabernáculo, dejo que se acerquen a mí los leprosos del espíritu? ¿Por qué juzgáis con dos medidas? Sí, la mujer que estaba perdida, y Leví el publicano, presente aquí ahora con su nueva alma y su nuevo oficio, y lo mismo otros y otras, que han venido antes que éstos, están ahora a mi lado, pueden estar a mi lado porque han sido readmitidos en el pueblo del Señor. La voluntad de Dios, que ha depositado en mí el poder de juzgar y absolver, curar y resucitar, me los ha acercado. Sería profanación si perdurase su idolatría, como en el caso de la hija del Faraón; pero no lo es, porque han abrazado la doctrina que he traído a la tierra y por ella han resucitado a la Gracia del Señor. ¡Hombres de Nazaret, que me tendéis celadas porque no os parece posible que en mí esté la Sabiduría verdadera y la justicia de Verbo del Padre, Yo os digo: “Imitad a los pecadores»! En verdad os digo que saben mejor venir a la Verdad. Y también os digo: «No recurráis a bajas celadas para poderme resistir». No lo hagáis. Pedid, y os daré, como doy a todos los que vienen a mí, la palabra vital. Acogedme como a un hijo de esta tierra nuestra. No os guardo rencor. Mis manos están llenas de caricias; mi corazón, de deseos de instruiros y de haceros felices; tanto que, si me aceptáis, pasaré con vosotros mi sábado, instruyéndoos en la Nueva Ley.
Hay contraste de ideas en la concurrencia, pero prevalece la curiosidad o el amor, y muchos gritan:
-¡Sí, sí! ¡Mañana aquí! ¡Te escucharemos!
-Haré oración para que caiga esta noche la costra que oprime vuestro corazón; para que caiga todo prejuicio y, libres de ellos, podáis comprender la Voz de Dios que viene a traer a toda la tierra el Evangelio, pero con el deseo de que la primera región capaz de recibirla sea la ciudad en que he crecido. Paz a todos vosotros.