Un secreto del apóstol Juan
Pasada Yabnia, las colinas, en dirección oeste-este respecto a la estrella polar, aumentan de altura; más lejos se ven montañas que se yerguen cada vez más altas, más altas; en la lejanía, bajo la última claridad de la tarde, se dibujan los yugos verdes y violetas de las montañas de Judea.
El día ha declinado rápidamente, como sucede en los lugares meridionales. De la orgía de rojo del ocaso, en menos de una hora, se ha pasado al primer titilar de estrellas; parece imposible que la lumbrarada solar se haya apagado tan rápidamente, anulando el color sangre del cielo con una veladura, cada vez más densa, de amatista sanguíneo, y luego un malva que va palideciendo y haciéndose cada vez más transparente para dejar entrever un cielo irreal, no azul, sino verde pálido, que poco después se ensombrece para adquirir un color glauco como de avena nueva, preludio del añil que reinará en la noche recamándose de diamantes, como un manto regio. Y las primeras estrellas sonríen ya por el oriente, junto a un cuarto de luna creciente. La tierra exulta cada vez más, con hilaridad verdaderamente paradisíaca, bajo la luz de los astros y en el silencio de los hombres. Ahora cantan las cosas que no pecan: los ruiseñores; las aguas con su arpegio; el follaje con su frufrú; los grillos, lisonjeros; los sapos, que hacen acompañamiento de oboe cantando al rocío. Quizás cantan también arriba las estrellas (ellas están más cerca de los ángeles que nosotros)… El calor ardiente se va desvaneciendo en el aire de la noche húmeda de rocío (¡qué grato a la hierba, al hombre, a los animales!).
Jesús ha estado esperando a los apóstoles al pie de una colina – Juan ha ido a buscarlos a Yabnia y ha vuelto con ellos – y ahora está hablando apretadamente con Judas Iscariote (le entrega unas bolsas con monedas y le da instrucciones sobre cómo repartirlas). Detrás de Él está Juan, que tiene el macho cabrío y que guarda silencio, entre Simón Zelote y Bartolomé, que hablan
de Yabnia, donde han demostrado su coraje Andrés y Felipe. Más atrás todavía, en grupo, todos los demás (es un grupo vocinglero, que está haciendo como un resumen de las aventuras corridas en tierras filisteas y que muestra claramente su alegría por el ya próximo regreso a Judea para Pentecostés).
-Pero, ¿vamos a ir inmediatamente? – pregunta Felipe, muy cansado ya de la rápida marcha sobre arenas abrasadoras. -Eso ha dicho el Maestro.
-Ya lo has oído – responde Santiago de Alfeo.
-Mi hermano lo sabe, sin duda, pero parece como ido. Lo que han hecho durante estos cinco días es un misterio – dice Santiago de Zebedeo.
-Sí. No aguanto más la curiosidad… al menos como premio por la… purga que hemos pasado en Yabnia: cinco días en que uno tenía que estar atento a cada una de las palabras que pronunciaba, a cada mirada y a cada paso que daba, para no verse metido en un apuro – dice Pedro.
-Pero nos ha salido bien. Ya empezamos a saber – dice contento Mateo.
-La verdad… yo me he echado a temblar dos o tres veces. ¡Ese bendito muchacho de Judas de Simón!… ¿Pero es que no va
a aprender nunca a moderar sus maneras? – dice Felipe. -Cuando sea viejo. De todas formas, pensemos que lo hace con
buen fin. Ya has oído; el mismo Maestro lo ha dicho. Lo hace por celo… – dice Andrés tratando de justificarlo.
-¡Venga hombre! El Maestro ha dicho eso porque es la Bondad y la Prudencia, pero no creo que lo apruebe – dice Pedro.
-Él no miente – objeta Judas Tadeo.
-No, mentir no, pero sabe dar a sus respuestas toda la prudencia que nosotros no sabemos dar, y dice la verdad sin hacer sangrar el corazón de ninguno, sin despertar resentimientos, sin dar pie a censuras. ¡Claro! ¡El es Él! – suspira Pedro.
Una tregua de silencio mientras van caminando bajo la claridad cada vez más nítida de la luna. Luego Pedro dice a Santiago de Zebedeo:
-Mira a ver, llama a Juan. No sé por qué no quiere estar con nosotros».
-Yo te lo puedo decir: porque sabe que si está con nosotros lo vamos a ahogar con nuestro deseo de saber – responde Tomás.
-¡Claro! Por eso va con los dos más prudentes y sabios — confirma Felipe.
-Bueno, de todas maneras. ¡Anda, Santiago, inténtalo!» insiste Pedro.
Entonces Santiago, condescendiente, llama a Juan, tres veces, pero éste o no oye o hace como que no oye; el que se vuelve es Bartolomé, y Santiago le dice:
-Di a mi hermano que venga – y luego dice a Pedro: «De todas formas no creo que averigüemos nada». Juan, obediente, va donde ellos inmediatamente y pregunta:
-¿Qué queréis?
-Saber si de aquí se va directamente a Judea – dice su hermano.
-Eso es lo que ha dicho el Maestro: No quería casi retroceder desde Ecrón. Quería mandarme a mí por vosotros, pero al final ha pre-ferido venir hasta las últimas pendientes… Total, también por aquí se va a Judea.
-¿Hacia Modín?
-Hacia Modín.
-Es camino de malhechores, que esperan a las caravanas para asaltarlas; es inseguro – objeta Tomás.
-Pero… ¡yendo con Él!… ¡Nada se le resiste!…». Juan alza hacia el cielo un rostro extasiado quién sabe en qué recuerdos, y sonríe. Todos los presentes lo observan y Pedro dice:
-Juan, ¿tienes esa expresión porque estás leyendo una historia feliz en el cielo estrellado?
-¿Yo? No…
-¡Venga, hombre! Hasta las piedras ven que estás lejos del mundo. Dinos lo que te ha sucedido en Ecrón. -Nada, Simón, nada; te lo aseguro. Si hubiera sucedido algo penoso, no estaría contento.
-No penoso, todo lo contrario… ¡Venga! ¡Habla!
-¡Pero si no tengo nada que contar que no haya dicho ya Él! Han sido buenos, propios de personas asombradas por los milagros. Eso es todo. Es exactamente como ha dicho Él.
-No – Pedro menea la cabeza -, no, no sabes mentir. Eres limpio como agua de manantial. No. Cambias de color. Te conozco desde que eras niño. Jamás podrás mentir; por incapacidad de tu corazón, de tu pensamiento, de tu lengua, y hasta de tu piel, que cambia de color. Por eso te quiero tanto, y te he querido siempre mucho. ¡Venga, hombre, ven aquí, con tu viejo Simón de Jonás, con tu amigo! ¿Te acuerdas de cuando eras niño? Yo era ya un hombre. ¿Te acuerdas con qué mimo te trataba? Querías oírme contar historias, y querías barcas de corcho, «que no naufragaban nunca» – decías – y que te servían para ir lejos… Como ahora, que te vas lejos y dejas en la orilla al pobre Simón. Y tu barca no naufragará jamás; se aleja, colmada de flores, como las que echabas a navegar, de niño, en Betsaida, para que el río las llevara al lago, y se marcharan lejos. ¿Te acuerdas? Juan, yo te quiero. Todos te queremos. Eres nuestra vela, nuestra barca que no naufraga; navegamos siguiendo tu estela. ¿Por qué no nos hablas del prodigio de Ecrón?
Pedro mientras hablaba tenía ceñida con un brazo la cintura de Juan, el cual trata de eludir la pregunta diciendo:
-Y tú, que eres la cabeza, ¿por qué no hablas a las muchedumbres con esta intensidad persuasiva que usas conmigo? Ellas necesitan que se las convenza, no yo.
-Porque contigo me siento a mis anchas. Yo te quiero a ti, a las muchedumbres no las conozco – dice Pedro como justificación.
-Y no las amas. Ése es tu error. Ámalas aunque no las conozcas. Dite a ti mismo: «Son de nuestro Padre». Verás como te parecerá conocerlas y las amarás. Ve en cada uno de los que componen esas muchedumbres a otro Juan…
-¡Parece fácil! Como si tú, niño eterno, pudieras ser intercambiado con las áspides o los puercoespines. -¡Yo soy como todos!
-No, hermano, no eres como todos. Nosotros – menos, quizás, Bartolomé, Andrés y el Zelote – habríamos dicho ya hasta a la hierba lo que nos hubiera sucedido que nos hiciera dichosos. Tú, sin embargo, guardas silencio. Pero, a mí, que soy tu hermano mayor, debes decírmelo. Soy para ti como un padre – dice Santiago de Zebedeo.
-El Padre es Dios, el Hermano es Jesús, la Madre es María…
-¿De forma que la sangre para ti ya no cuenta nada? – dice Santiago levantando inquieto la voz.
-No te alteres. Yo bendigo la sangre y el seno que me formaron: padre y madre. Y te bendigo a ti, hermano de mi misma sangre. Pero, a los primeros porque me han engendrado y sustentado para darme la posibilidad de seguir al Maestro, y a ti porque lo sigues. A nuestra madre, desde que es discípula, la amo de dos formas: como hijo, con la carne y la sangre; como condiscípulo suyo, con el espíritu. ¡Qué alegría estar unidos en el amor a Él!…
Jesús, al oír la voz nerviosa de Santiago, ha vuelto y las últimas palabras lo iluminan acerca de la cuestión. -Dejad tranquilo a Juan. Es inútil que lo atormentéis, tiene muchos puntos en común con mi Madre, no hablará. -Pues entonces dilo Tú, Maestro – suplican todos.
-Bien. Mirad, he llevado conmigo a Juan porque era el más adecuado para lo que quería hacer. A mí me ha servido de ayuda y él se ha perfeccionado. Eso es.
Pedro, Santiago el hermano de Juan, Tomás y Judas Iscariote se miran y, desilusionados, tuercen un poco la boca. Judas Iscariote no se limita a quedar desilusionado y dice:
-¿Por qué perfeccionarlo a él si ya es el mejor?
Jesús le responde:
-Tú dijiste: «Cada uno tiene su modo, y lo usa». Yo tengo el mío. Juan el suyo, muy parecido al mío. El mío no puede perfeccionarse, el suyo sí, y esto es lo que quiero porque es justo que sea así. Así que por este motivo lo he tomado conmigo. Necesitaba a uno que tuviera ese modo y ese corazón suyos. Por tanto, ni malos humores ni curiosidad. Vamos a Modín. La noche está serena, fresca y luminosa. Caminaremos mientras haya luna, luego dormiremos hasta el alba. Llevaré a los dos Judas a venerar las tumbas de los Macabeos, cuyo nombre glorioso llevan.
-¿Solos contigo? – dice Judas Iscariote todo contento.
-No. Con todos. Pero la visita a la tumba de los Macabeos es para vosotros, para que los sepáis imitar sobrenaturalmente con luchas y victorias en un campo enteramente espiritual.