Tres hombres que quieren seguir a Jesús
Veo a Jesús con sus once apóstoles – sigue faltando Juan – dirigiéndose hacia la orilla del lago. Mucha gente se aglomera en torno a Él: muchas de estas personas, en su mayor parte hombres, son las mismas que estaban en el Monte y que ahora se han llegado de nuevo a Él, a Cafarnaúm, para seguir escuchando su palabra. Intentan retenerlo, pero Jesús dice: -Yo soy de todos. Debo ir a otros muchos. Volveré. Ya os reuniréis de nuevo conmigo. Ahora dejadme que me vaya.
Con mucha dificultad logra andar entre la muchedumbre que se comprime por la estrecha callecilla. Los apóstoles empujan para abrirle paso, pero es como incidir contra una sustancia blanduzca, que enseguida recupera la forma que tenía; incluso se irritan, pero inútilmente.
Ya se ve la orilla, cuando, tras un feroz esfuerzo, un hombre de mediana edad y de aspecto distinguido se acerca al Maestro y, para atraer su atención, le toca en el hombro.
Jesús se para, se vuelve y pregunta:
-¿Qué quieres?
-Soy escriba. Lo que hay en tus palabras supera toda comparación con lo que hay en nuestros preceptos. A mí me ha conquistado. Maestro, ya no te dejo. Te seguiré a dondequiera que vayas. ¿Cuál es tu camino?
-El del Cielo.
-No me refiero a ése. Lo que te pregunto es a dónde vas: después de ésta, ¿cuáles son tus casas, para poderte encontrar siempre?
-Las raposas tienen sus huras y las aves nidos, pero el Hijo del Hombre no tiene dónde reclinar su cabeza. Mi casa es el mundo, está dondequiera que haya espíritus a los que enseñar, miserias que aliviar, pecadores que redimir.
-Entonces, por todas partes.
-Tú lo has dicho. ¿Serías capaz de hacer, tú, doctor de Israel, lo que éstos, los últimos, hacen por amor mío? Aquí se requiere sacrificio y obediencia, y caridad para con todos, espíritu de adaptación a todo y con todos. Porque la condescendencia atrae. Porque quien quiere curar debe curvarse hacia todas las llagas. Luego vendrá la pureza del Cielo; aquí estamos en el fango, y hay que arrancarle al barro en que pisamos las víctimas que ya ha succionado. No subirse las vestiduras y apartarse porque ahí el barro cubre más. La pureza debe estar en nosotros. Tenemos que estar henchidos de ella de forma que nada más pueda entrar. ¿Puedes hacer todo esto?
-Prueba. Rogaré porque seas capaz de ello.
Jesús reanuda su camino. Luego, captada su atención por dos ojos que lo están mirando, dice a un joven alto y fuerte que se ha detenido para dejar pasar a la multitud, pero que parece llevar otra dirección:
-Sígueme.
El joven siente un sobresalto, cambia de color, parpadea como si hubiera sido deslumbrado por un resplandor, abre la boca para hablar, pero no encuentra en ese momento qué responder; al final dice:
-Te seguiré. Pero, se me ha muerto mi padre en Corazín; tengo que enterrarlo. Volveré después del entierro.
-Sígueme. Deja que los muertos entierren a sus muertos. La Vida ya te ha succionado; por otra parte, tú lo has deseado. No llores por el vacío que en torno a ti te ha creado la Vida, para tenerte como discípulo suyo. Las mutilaciones del afecto son raíces de las alas que nacen en el hombre que se ha hecho siervo de la Verdad. Deja la corrupción a su suerte. Elévate hacia el Reino de lo incorrupto. Allí encontrarás también la perla incorruptible de tu padre. Dios llama y pasa. Mañana ya no encontrarías ni tu corazón de hoy ni la llamada de Dios. Ven. Ve a anunciar el Reino de Dios.
El hombre, que está apoyado en una pared baja, con los brazos colgando, de los cuales penden las bolsas (que contienen sin duda los aromas y las vendas), tiene la cabeza agachada, y medita, en pugna entre los dos amores: el de Dios y el de su padre.
Jesús lo mira y aguarda, luego coge a un pequeñuelo y lo aprieta contra su corazón diciendo:
-Repite conmigo: «Te bendigo, Padre, e invoco tu luz para los que lloran envueltos por las ofuscaciones de la vida. Te bendigo, Padre, e invoco tu fuerza para quien es semejante a un niño que necesita de alguien que lo sostenga. Te bendigo, Padre, e invoco tu amor para que canceles el recuerdo de todo lo que no seas Tú de la memoria de todos aquellos que en ti encontrarían – y no saben creerlo – todo bien propio, aquí y en el Cielo».
Y el niño – un inocente de unos cuatro años – repite con su vocecita las palabras santas, mientras Jesús le mantiene con su derecha las manitas unidas, en oración, cogidas por las muñecas regordetas, como si fueran éstas dos tallitos de flor.
El hombre se decide. Da a un compañero sus envoltorios y se acerca a Jesús, que pone en el suelo al niño tras haberlo bendecido y echa su brazo sobre los hombros del joven y sigue caminando así, para confortarlo y sostenerlo en su esfuerzo.
Otro hombre le interpela:
-También yo quisiera ir contigo como ese joven, pero antes de seguirte querría despedirme de mis familiares. ¿Me lo permites?
Jesús lo mira fijamente y responde:
-Demasiado arraigado en lo humano. Arranca las raíces, y, si no eres capaz de ello, córtalas. Al servicio de Dios se viene con espiritual libertad. Nada debe atar a quien se entrega.
-Pero, Señor, ¡la carne y la sangre son siempre carne y sangre! Alcanzaré lentamente la libertad de que hablas…
-No. Jamás lo lograrías. Dios, de la misma forma que es infinitamente generoso cuando premia, es también exigente. Si quieres ser discípulo debes abrazar la cruz y venir; si no, te quedarás en el número de los simples fieles. El camino de los siervos de Dios no es de pétalos de rosa; es de exigencia absoluta. Nadie, habiendo puesto la mano sobre el arado para arar los campos de los corazones y esparcir en ellos la semilla de la doctrina de Dios, puede volverse para observar lo que ha dejado y lo que ha perdido, o lo que tendría si siguiera un camino común; quien así actúa no es apto para el Reino de Dios. Trabájate a ti mismo, hazte viril y luego ven. Ahora no.
Llegan a la orilla. Jesús sube a la barca de Pedro y le susurra unas palabras; veo que Jesús sonríe y que Pedro hace un gesto de admiración, pero no dice nada. Sube también el hombre que ha dejado de ir a enterrar a su padre por seguir a Jesús.