Tercer discurso de la Montaña: los consejos evangélicos que perfeccionan la Ley
Sigue el discurso de la Montaña.
El lugar y la hora son los mismos, pero ha aumentado el número de personas. Retirado en un ángulo, junto a un sendero, como si quisiese oír sin suscitar repugnancias en la multitud, hay un romano. Lo distingo por la túnica corta y el manto, que es distinto. Todavía están Esteban y Hermas.
Jesús se dirige lentamente hacia su puesto y reanuda su discurso
«De lo que os dije ayer no debéis concluir que haya venido a abolir la Ley. No. Lo único que pretendía era – puesto que soy el Hombre y comprendo las debilidades del hombre – animaros a seguir la Ley, para lo cual orientaba vuestra mirada espiritual hacia el Abismo luminoso, en vez de hacia el abismo negro; porque si el miedo a un castigo puede contener tres veces de diez, la certeza de un premio impulsa, de diez, siete veces. Por tanto, consigue más la confianza que el miedo, y quiero que la
tengáis en plenitud: una confianza segura, para poder hacer, no siete partes de bien por cada diez, sino diez, y conquistar el premio santísimo del Cielo.
No modifico ni siquiera una iota de la Ley. ¿Quién la dio entre los rayos del Sinaí?: el Altísimo. ¿Quién es el Altísimo?: el Dios uno y trino. ¿De dónde la ha tomado?: de su Pensamiento. ¿Cómo la ha dado?: con su Palabra. ¿Por qué la ha dado?: por su Amor. Ved, pues, que la Trinidad estaba presente. Y el Verbo, obediente como siempre al Pensamiento y al Amor, habló por el Pensamiento y el Amor. ¿Podría Yo desmentir afirmaciones mías? No, no podría hacerlo. Lo que sí puedo – porque todo lo puedo – es completar la Ley, hacerla divinamente completa; no como los hombres, que durante siglos en vez de completa la hicieron indescifrable, imposible de cumplir, apilando leyes y preceptos hasta la saciedad, sacados de su pensamiento, según sus conveniencias, y echando encima de la santísima Ley dada por Dios todo ese montón de escombros, lapidándola, ahogándola, enterrándola, haciéndola estéril. ¿Puede, acaso, un árbol sobrevivir sumergido continuamente por aludes, escombros o inundaciones? No; el árbol muere. La Ley ha muerto en muchos corazones, ahogada bajo los aludes de demasiadas estructuras sobrepuestas: pues bien, he venido a quitar esas sobreestructuras Una vez desenterrada, resucitada, la Ley no será ya ley sino que la haré reina.
Las reinas promulgan las leyes. Las leyes son obra de las reinas, pero no están por encima de las reinas. Pues bien, hago de la Ley 1a soberana: la completo, la corono, ciño su cabeza con la guirnalda de los consejos evangélicos. Antes era el orden, ahora es más que el orden; antes era lo necesario, ahora es más que lo necesario. Ahora es la perfección. Quien se desposa con ella – tal y como os la ofrezco – al instante viene a ser rey, porque en ese momento habrá alcanzado lo «perfecto», porque no sólo ha sido obediente sino que ha sido un héroe, o sea, santo (siendo la santidad la suma de las virtudes llevadas al más alto vértice que una criatura puede alcanzar, heroicamente amadas y servidas con completo desapego de todo lo que sea apetencia o reflexión humana hacia cualesquiera cosas).
Podría decir que el santo es aquel a quien el amor y el deseo le obstaculizan el ver cualquier otra cosa que no sea Dios; sin distraerse con la visión de cosas inferiores, tiene las pupilas del corazón fijas en el Esplendor santísimo que Dios es, y en Él ve – puesto que todo está en Dios – a sus hermanos, inquietos y con manos implorantes Sin separar sus ojos de Dios, el santo se prodiga en favor de sus hermanos suplicantes. Contra la carne, las riquezas y las comodidades, enarbola su ideal: servir. ¿Es un ser pobre o con taras el santo? No. Ha llegado a la posesión de la sabiduría y riqueza verdaderas, por tanto, a la posesión de todo. Y no siente cansancio, porque, si bien es cierto que produce continuamente, también lo es que continuamente está siendo alimentado. En efecto, cierto es que comprende el dolor del mundo, mas cierto es también que se apacienta de la alegría del Cielo. De Dios se nutre, en Dios se alegra. Es la criatura que ha comprendido el sentido de la vida.
Como podéis ver, ni cambio ni mutilo la Ley, ni la corrompo con la superposición de fermentadoras teorías humanas; antes al contrario, la completo. La Ley es lo que es, y tal seguirá siendo hasta el último día, y no cambiará ni una palabra, ni se abolirá ningún precepto; antes al contrario, se ciñe de la corona de lo perfecto. Para obtener la salud, basta aceptarla como fue dada; pero, para obtener la inmediata unidad con Dios, es necesario vivirla como Yo la aconsejo.
Ahora bien, dado que los héroes son la excepción, voy a hablar para las almas comunes, para la generalidad de las almas; así no se podrá decir que en aras de lo perfecto hago que se olvide lo necesario. De cuanto digo, tened bien presente esto: quien se permita violar uno de estos mandamientos – incluso mínimo – será considerado mínimo en el Reino de los Cielos; quien induzca a otros a violarlos será mínimo por él y por aquel a quien indujo a la violación. Por el contrario, quien con la vida y las obras – más aún que con la palabra – haya persuadido a otros a obedecer será grande en el Reino de los Cielos, y su grandeza aumentará en razón de cada uno de los que hayan sido conducidos por él a obedecer y a santificarse así.
Sé que a muchos lo que voy a decir les sabrá agrio, pero no puedo mentir, a pesar de que esto que voy a decir me va a crear enemigos.
En verdad os digo que, si vuestra justicia no se renueva, separándose completamente de la pobre justicia – definida injustamente tal – que os han enseñado los escribas y fariseos; que, si no sois mucho más justos, verdaderamente, que los escribas y fariseos -que creen serlo a fuerza de aumentar las fórmulas, pero sin cambiar sustancialmente los espíritus -, no entraréis en el Reino de los Cielos.
Guardaos de los falsos profetas y de los doctores que enseñan el error. Vienen a vosotros con apariencia de corderos, siendo en realidad lobos rapaces; vienen con apariencia de santidad, cuando en realidad viven zahiriendo a Dios; dicen que aman la verdad, y se apacientan de embustes: estudiadlos antes de seguirlos.
El hombre tiene lengua para hablar, ojos para mirar, manos para señalar; pero tiene otra cosa que manifiesta de forma más fiel su verdadero ser: sus actos. ¿Qué sentido le veis a dos manos unidas en actitud de oración, si luego ese hombre es un ladrón o un fornicario?; ¿y a dos ojos que, queriendo parecer profundos, se mueven ágiles en todas las direcciones cuando, terminada la hora de la comedia, saben clavarse lujuriosos en la mujer u homicidas en el enemigo? ¿Qué sentido le veis a una lengua que sabe musitar con falsedad la canción laudatoria y seducir con sus frases melosas, si luego, a vuestras espaldas, os calumnia y es capaz de perjurar con tal de haceros pasar por gente despreciable? ¿Qué es la lengua que pronuncia largas oraciones hipócritas, si luego, sin demora, mata la estima del prójimo o seduce su buena fe? ¡Es una cosa asquerosa… como asquerosos son los ojos y manos engañadores! Sin embargo, los actos del hombre, los verdaderos actos, es decir, el modo de comportarse en la familia, en los tratos comerciales, o para con el prójimo y los siervos manifiestan esto: «Éste es un siervo del Señor». Porque las acciones santas son fruto de una verdadera religión.
Un árbol bueno no da frutos malos, un árbol malo no da frutos buenos. ¿Podrán, acaso, daros uva sabrosa estos pungentes espinos? ¿Y aquellos cardos, más mortificadores aún, pueden, acaso, maduraros blandos higos? No. En verdad, pocas y agrias moras recogeréis de los primeros e incomibles frutos producirán aquellas flores, que ya, a pesar de ser todavía flores, tienen espinas.
Un hombre no justo podrá infundir respeto con su aspecto, pero sólo con su aspecto; de la misma forma, ese esponjoso cardo parece un copo de delgados hilos argentinos decorados de diamantes por el rocío, pero, si lo tocáis sin daros cuenta, veis
que no es un copo sino un conjunto de espinas, penosas para el hombre, perjudiciales para las ovejas, por lo cual los pastores lo arrancan de sus pastos y lo echan al fuego encendido por la noche, para que se consuma y ni siquiera las semillas se salven: justa y previsora medida. No os digo: “Matad a los falsos profetas y a los fieles hipócritas~, sino que os digo: «Dejad este menester a Dios»; pero sí que os digo: «Poned atención, apartaos de ellos, para que sus humores no os intoxiquen».
Ayer expliqué cómo se debe amar a Dios; ahora voy a insistir acerca de cómo se debe amar al prójimo.
Se dijo: «Amarás a tu amigo y odiarás a tu enemigo». No. Eso no. Esto era bueno para los tiempos en que el hombre no gozaba del consuelo de la sonrisa de Dios. Ahora llegan los tiempos nuevos, los tiempos en que Dios tanto ama al hombre, que le envía a su Verbo para redimirlo. Ahora el Verbo habla, y esto es ya efusión de Gracia, después el Verbo consumará el sacrificio de paz y redención, con que la Gracia no sólo será esparcida, sino que será otorgada a todo espíritu que crea en el Cristo. Por tanto, es necesario elevar el amor del prójimo a la perfección que unifica amigo y enemigo.
¿Os calumnian? Amad y perdonad. ¿Os maltratan? Amad y ofreced la otra mejilla a quien os da una bofetada, pensando que es mejor que la ira se descargue sobre vosotros, que la sabéis soportar, que no sobre otro, que se vengaría de la afrenta. ¿Os roban? No penséis: «Este semejante mío es un avariento». Pensad, más bien, caritativamente: «Este pobre hermano mío se siente necesitado»; dadle, entonces, también la túnica, si ya os ha quitado el manto: así lo pondréis en la imposibilidad de cometer un doble hurto, porque no tendrá necesidad de robarle a otro la túnica. Decís: «Pero podría ser un vicio y una necesidad». Pues bien, aun así, dadlo: Dios os recompensará y el inicuo pagará. De todas formas, muchas veces -y esto recuerda que dije ayer sobre la mansedumbre -, viéndose tratado así, cae de1 corazón del pecador su vicio, repara el hurto devolviendo lo que había robado, y así se redime. Sed generosos con quienes, más honrados, en vez de sustraeros aquello de que tienen necesidad, os lo piden. Si los ricos fueran realmente pobres de espíritu como he enseñado ayer, no existirían las penosas desigualdades sociales que son causa de tantas desventuras humanas y suprahumanas. Pensad siempre: «Si yo me encontrase en la necesidad, ¿qué efecto me causaría que me negarán ayuda?»; sobre la base de lo que vuestro yo os responda, actuad. Haced con los demás lo que quisierais que con vosotros hicieran, no hagáis a los demás lo que no quisierais que se os hiciera a vosotros.
La antigua palabra: «Ojo por ojo, diente por diente», que no está en los diez mandamientos, sino que fue pronunciada porque el hombre, sin la Gracia, es una fiera tan feroz que no puede comprender sino la venganza, queda anulada – ésta sí – por la nueva palabra: “Ama a quien te odia, pide por el que te persigue, disculpa a quien te calumnia, bendice a quien te maldice, haz el bien a quien te perjudica, sé pacífico con el pendenciero, condescendiente con el molesto, ayuda de buena gana a quien recurre a ti, no practiques la usura, no critiques, no juzgues». Vosotros no conocéis los datos principales de las acciones de los hombres. En cualquier tipo de ayuda que prestéis, sed generosos, misericordiosos. Cuanto más deis más se os dará. Dios verterá en el seno de quien haya sido generoso una medida colmada y compacta; no os dará sólo lo equivalente a cuanto hayáis dado sino que sobreabundará. Proponeos amar y haceros amar. Los litigios cuestan más que un arreglo amigable; la amabilidad es como la miel: su sabor permanece largo tiempo en la lengua.
¡Amad! ¡Amad! Amad a amigos y enemigos, para que seáis como vuestro Padre, que hace llover sobre buenos y malos y hace salir el so1 para justos e injustos, reservándose – para cuando los buenos, cual elegidas espigas, hayan sido entresacados de las gavillas de mies – dar sol y rocío eternos, fuego y granizo infernales. No basta mar a quienes os aman, amar a aquellos de quienes esperáis compensación. Esto no puede considerarse meritorio. En efecto, es incluso motivo de alegría; los hombres naturalmente honrados lo saben hacer, y lo hacen también los publicanos y gentiles. Mas vosotros debéis amar a semejanza de Dios y por respeto a Dios, que es el Creador también de vuestros enemigos, o de quienes os son poco simpáticos. Quiero en vosotros la perfección del amor. Por tanto, os digo «Sed perfectos como perfecto es vuestro Padre que está en los Cielos».
Tan grande es el precepto de amor al prójimo, que no os digo ya lo que fue escrito: «No matéis» – los hombres condenarán al asesino – sino que os digo: «No os airéis», porque pende sobre vosotros un juicio más alto, que tiene cuenta también de las acciones inmateriales. Quien insulte a su hermano será condenado por el Sanedrín, pero quien lo trate como a un loco (perjudicándolo, por tanto) será condenado por Dios.
Es inútil llevar ofrendas al altar, si primero no se han ofrendado en lo íntimo del corazón los propios rencores por amor a Dios, y si no se ha cumplido el rito santísimo del perdón. Por ello, si, cuando estás para ofrecer un sacrificio a Dios, te acuerdas de que has faltado contra tu hermano, o de que le guardas rencor por una culpa, deja tu ofrenda ante el altar, inmola primero tu amor propio reconciliándote con tu hermano, ve después al altar; sólo entonces será santo tu sacrificio.
Llegar a un buen acuerdo es siempre el mejor de los partidos. Precario es el juicio del hombre, y quien, obstinadamente, lo desafía puede perder la causa: deberá pagar a su adversario hasta la última moneda, o consumirse en la cárcel.
Alzad en todo la mirada hacia Dios. Preguntaos si tenéis derecho a hacer lo que Dios no hace con vosotros, pues Dios no tiene esa inflexibilidad y obstinación que tenéis vosotros: ¡ay de vosotros, si fuera así!; ni uno siquiera se salvaría. Que esta reflexión promueva en vosotros sentimientos de mansedumbre, humildad, piedad. No os faltará, por parte de Dios, aquí y después, la recompensa.
Aquí, delante de mí, hay uno que me odia y que no se atreve a decirme: «¡Cúrame!», porque sabe que conozco sus pensamientos, Pues bien, a pesar de todo, digo: «Cúmplase lo que deseas, y que, de la misma forma que caen las escamas de tus ojos, se desprendan de tu corazón el rencor y las tinieblas».
Idos todos con mi paz. Mañana seguiré hablándoos.
La gente va marchándose lentamente, quizás esperando un grito que indique la consecución de un milagro, pero éste no se oye. Incluso los apóstoles y los discípulos más antiguos, que se quedan en el monte, le preguntan al Maestro:
-¿Quién era? ¿Es que no ha quedado curado?
Jesús, que permanece de pie, con los brazos cruzados, viendo descender a la gente, al principio no responde, pero luego dice:
-Los ojos han quedado curados, el alma no; no puede curarse porque está cargada de odio.
-Pero, ¿quién es? ¿El romano?
-No. Un desdichado.
-¿Y por qué lo has curado? – pregunta Pedro.
-¿Tengo que fulminar, acaso, a todos los que son como él?
-Señor… sé que no quieres que responda «sí»‘, por tanto no lo digo pero lo pienso… y es lo mismo…
-Es lo mismo, Simón de Jonás. Sabe que, si así fuera… ¡Oh, cuántos corazones cubiertos de escamas de odio en torno a mí! Ven. Vamos hasta la punta de la cima, a mirar desde lo alto nuestro bonito mar de Galilea. Yo y tú solos.