Síntica habla de su encuentro con la Verdad
Jesús está sentado en el patio interior de pórticos de la casa de Betania, el patio que vi abarrotado de discípulos la mañana de la Resurrección de Jesús. Sentado en un asiento de mármol cubierto de almohadones, apoyadas sus espaldas contra la pared de la casa, rodeado por los dueños de ésta, por los apóstoles y los discípulos Juan y Timoneo, más José y Nicodemo, y por las pías mujeres, está escuchando a Síntica, la cual, erguida, frente a El, parece estar respondiendo a alguna pregunta suya. Todos, más o menos interesados y en distintas posturas (quién sentado en asientos, quién sentado en el suelo, quién de pie, quién apoyado en las columnas o en la pared, escuchan.
-…Era una necesidad. Para no sentir todo el peso de mi condición. Era no convencerme, un no querer convencerme de estar sola, de ser esclava, de estar exiliada de la patria. Pensar que mi madre; mis hermanos, que mi padre e Ismene, tan tierna y dulce, no estaban perdidos para siempre; sino que, a pesar de que todo el mundo insistía con saña en separarnos, como Roma, que nos había dividido siendo libres y nos había vendido como a bestias de carga, un lugar, más allá de esta vida, nos uniría de nuevo. Pensar que no es sólo materia nuestro vivir, materia que se encadena, sino que dentro tiene una fuerza libre que ninguna cadena sujeta excepto la cadena voluntaria del vivir en el desorden moral y en la crápula material.
Vosotros a esto lo llamáis «pecado». Aquel y aquellos que eran mi luz en la oscuridad de mi noche de esclava lo definen de otra manera. Pero ellos también admiten que un alma clavada al cuerpo por las pasiones malas y corporales no alcanza lo que vosotros llamáis Reino de Dios y nosotros convivencia en el Hades con los dioses. Para ello es necesario abstenerse de caer en la materialidad, esforzarse por alcanzar la libertad respecto al cuerpo, dándonos a nosotros mismos un patrimonio de virtud para obtener una feliz inmortalidad y el juntarnos de nuevo con los propios seres queridos.
Pensar que las almas de los muertos no se ven imposibilitadas para ayudar a las almas de los vivos, y sentir, por tanto, junto a una misma el alma materna, encontrar de nuevo su mirada y su voz hablándole al alma de su hija, y poder decir: «Sí, madre. Por ir a ti, sí. Por no turbar tu mirada, sí. Por no poner lágrimas en tu voz, sí. Por no enlutar el Hades en que vives en paz, sí. Por todo esto mantendré mi alma libre: la única propiedad que tengo y que nadie me puede arrebatar, y que quiero conservar pura para poder razonar según virtud».
Pensar así era libertad y alegría. Y así quise pensar. Y obrar. Porque pensar pero luego obrar con incoherencia respecto al pensamiento no es sino demediada y falsa filosofía. Pensar así significaba construirse de nuevo una patria incluso en el exilio. Una íntima patria en el yo, con sus altares, su fe, su instrucción, sus afectos… Y una patria grande, misteriosa, y al mismo tiempo no misteriosa, por ese «algo» de misterioso que hay en el alma, que sabe que no desconoce el más allá, a pesar de que al presente lo conozca sólo como un marinero conoce desde plena alta mar en una mañana brumosa los detalles de la costa, es decir, confusamente, en boceto, sólo con algún que otro punto netamente delineado, pero suficiente, suficiente para el cansado navegante mortificado por las borrascas, que puede decir: “Allí está el puerto, la paz». La patria de las almas, el lugar de proveniencia… el lugar de la Vida. Porque la vida se engendra de la muerte…
¡Oh, entendía esto a medias, hasta que vine a saber una cosa que Tú habías dicho! Después… después fue como si un rayo de sol hiriera el diamante de mi pensamiento. Todo fue luz, y entendí hasta qué punto acertaban los maestros de Grecia, y cómo después, a falta de un dato, uno sólo, para resolver con equidad el teorema de la Vida y a Muerte, erraban. El dato era: ¡el verdadero Dios, Señor y Creador de todo cuanto existe!
¿Puedo nombrarlo con estos labios míos paganos? Sí, sí puedo. Porque de Él vengo, como todos. Porque ha puesto capacidad en las mentes de los hombres todos, y en los más sabios una inteligencia superior, en virtud de la cual verdaderamente muéstranse semidioses de ultrahumana potencia. Sí, porque Él les hizo escribir aquellas verdades que son ya religión, si no divina como la tuya, moral, capaz de mantener «vivas» a las almas no en este espacio de tiempo que dura la estancia aquí en la tierra sino siempre.
Después entendí lo que quería decir: «la vida se genera de la muerte». El que lo dijo estaba no como uno totalmente ebrio, pero sí con la inteligencia cargada. Dijo una frase sublime, pero no la entendió enteramente. Yo -perdona, Señor, mi orgullo- yo entendí más que él, y desde ese momento soy feliz.
-¿Qué comprendiste?
-Que esta existencia no es sino el principio embrional de la vida, que la verdadera Vida empieza cuando la muerte nos da a luz… para el Hades, como pagana, para la Vida eterna, como creyente en Ti ¿Me equivoco?
-Es como dices, mujer – aprueba Jesús.
-Nicodemo interrumpe:
-Pero, ¿cómo es que tuviste noticia de las palabras del Maestro?
-Quien tiene hambre busca comida, señor. Yo buscaba mi comida. Siendo lectora -porque era culta y tenía una bonita voz y una buena pronunciación-, podía leer mucho en las bibliotecas de mis amos. Pero no me sentía saciada todavía. Sentía que había otra realidad al otro lado de las paredes historiadas de ciencia humana, y, cual prisionera en cárcel de oro, golpeaba con los nudillos, trataba de forzar las puertas para salir, para encontrar… Viniendo a Palestina con el último amo, temía caer en las tinieblas… sin embargo, venía hacia la Luz. Cada palabra de los siervos de Cesárea era un golpe de pico que iba resquebrajando las paredes y abriendo agujeros cada vez mayores por los que entraba tu Palabra. Yo recogía estas palabras y noticias. Como un niño que ensarta perlas, me las alineaba y me adornaba con ellas, y sacaba fuerzas de ellas para estar cada vez más purificada para recibir la Verdad. En la catarsis sentía que hallaría. Ya desde la tierra. A costa de la vida quise ser pura para el encuentro con la Verdad, con la Sabiduría, con la Divinidad. Señor, estoy diciendo palabras sin juicio. Éstos me miran atónitos. Pero has sido Tú quien me las ha pedido…
-Habla, habla. Es necesario.
-Con fortaleza y templanza he resistido a las presiones externas. Bastaría que hubiera querido y habría podido ser libre y feliz, según el mundo. Pero no quise trocar el saber por el placer. Porque sin sabiduría no es útil tener las otras virtudes. Él, el filósofo, lo dijo: “Justicia, templanza y fortaleza, separadas del saber, son semejantes a un escenario pintado, virtudes verdaderamente de esclavos sin nada firme y real». Quería tener cosas reales. El amo, necio, hablaba de ti en mi presencia. Entonces fue como si las paredes se transformasen en velos. Bastaba con querer para rasgar el velo y unirse a la Verdad. Y lo hice.
-No sabías que nos ibas a encontrar – dice el Iscariote.
-Sabía creer que el dios premia la virtud. No quería ni oro, ni honores, ni libertad física, ni siquiera la libertad física; lo que quería era la Verdad. A Dios le pedía esto, o morir. Quería que me fuera evitada la humillación de acabar siendo sólo un «objeto» y, más todavía, de consentir en serlo. Renunciando a todo lo corporal en mi búsqueda de ti, ¡oh, Señor!, porque buscar por medio del sentido es siempre imperfecto -Tú lo viste cuando huí al verte, engañada por mis ojos- me abandoné al Dios que está sobre nosotros y en nosotros y que de sí informa el alma. Y te encontré porque el alma me condujo a ti.
Habla otra vez el Iscariote y dice:
-Tu alma es pagana.
-Pero el alma tiene siempre en sí misma algo de lo divino, especialmente cuando, con esfuerzo, se ha preservado del error… Y, por tanto, tiende a las cosas que tienen su misma naturaleza.
-¿Te estás comparando con Dios?
-No.
-Entonces, ¿por qué dices eso?
-¿Cómo? ¿Y me lo preguntas tú, que eres discípulo del Maestro? ¿A mí, que soy griega y libre desde hace poco? ¿No escuchas cuando habla? ¿O es que en ti el fermento del cuerpo es tal que te obceca? ¿No dice siempre Él que somos hijos de
Dios? Pues entonces somos dioses, si somos hijos del Padre, de ese Padre suyo y nuestro de que habla siempre. Me podrás reprochar falta de humildad, pero no que soy una incrédula y una distraída.
-¿Así que te crees más que yo? ¿Crees haber aprendido todo con tus libros de tu Grecia?
-No. Ni una cosa ni la otra. De todas formas, los libros de los sabios, de cualquier lugar que sean, me han dado ese mínimo para tenerme en pie. No pongo en duda que un israelita sea más que yo. Pero estoy contenta con esta suerte mía que de Dios me viene. ¿Qué más puedo desear? Encontrando al Maestro he encontrado todo. Y pienso que ello era destino, porque verdaderamente veo que hay un Poder que vela sobre mí y que me ha designado un gran destino; yo, sintiéndolo bueno, no he hecho más que secundarlo.
-¡Bueno! Has sido esclava, y de amos crueles… Si el último te hubiera atrapado de nuevo, por ejemplo, ¿cómo habrías secundado el destino, tú, que tan sabia eres?
-¿Te llamas Judas, verdad?
-Sí… ¡y qué quieres decir?
-Quiero decir… Nada. Quiero recordar tu nombre además de tu ironía. Mira que la ironía es desaconsejable incluso en los virtuosos… ¿Cómo habría secundado el destino? Quizás me habría matado. Porque, realmente, hay casos en que es mejor morir que vivir, a pesar de que el filósofo diga que ello no es correcto y que es cosa impía el procurarse este bien por propia iniciativa porque los dioses son los únicos que tienen derecho a llamarnos. Esto de esperar una señal de los dioses para hacerlo ha sido lo que siempre me ha refrenado en medio de las cadenas de mi triste suerte. Pero esta vez, si me hubiera capturado mi repulsivo amo, habría visto la señal suprema, y habría preferido morir a vivir. Yo, hombre, también tengo una dignidad.
-¿Y si ahora te atrapara de nuevo? Estarías en las mismas condiciones…
-Ahora ya no me mataría. Ahora sé que la violencia contra la carne no hiere al espíritu que no consiente. Ahora resistiría
hasta que me doblegasen con la fuerza, hasta morir a causa de las violencias. Porque interpretaría también esta violencia como
señal con la que Dios me llamaría a su presencia. Ahora moriría tranquila, sabiendo que perdería algo perecedero. -Bien has respondido, mujer – dice Lázaro, y Nicodemo también aprueba.
-El suicidio nunca está permitido – dice el Iscariote.
-Muchas son las cosas prohibidas, y no se respeta la prohibición.
-Tú, Síntica, debes pensar que Dios, de la misma forma que te ha guiado siempre, te habría preservado también de la violencia sobre ti misma. Ahora ve. Te agradecería que me buscases al niño y me lo trajeses – dice Jesús dulcemente.
La mujer se prosterna hasta tocar el suelo y se marcha. Todos la siguen con la mirada.
Lázaro susurra:
-¡Y siempre es así! No logro entender cómo las cosas que en ella han significado «vida», para nosotros de Israel han significado «muerte». Si tienes modo de continuar examinándola, verás que precisamente ese helenismo que nos ha corrompido a nosotros, que ya poseíamos una Sabiduría, a ella la ha salvado. ¿Por qué?
-Porque los caminos del Señor son admirables, y Él se los abre a quien lo merece. Ahora, amigos, os saludo porque declina la tarde. Estoy contento de que todos vosotros hayáis oído hablar a la griega. De la constatación de que Dios se revela a los mejores, sacad la lección de que excluir de las filas de Dios a todos aquellos que no son de Israel es odioso y peligroso. Que esto os sirva de norma para el futuro… No murmures Judas de Simón. Y tú, José, no tengas escrúpulos que no vienen a cuento. Ninguno de vosotros se ha contaminado en nada por haber estado al lado de una griega. Ocupaos, eso sí, de no estar con el demonio o darle cabida en vosotros. Adiós José, adiós Nicodemo. ¿Os voy a poder ver otra vez mientras estoy aquí? Ahí está Margziam… Ven, niño, saluda a los jefes del Sanedrín. ¿Qué les dices?
-La paz sea con vosotros, y… digo también: a la hora del incienso pedid por mí.
-No lo necesitas, niño. Pero, ¿por qué precisamente a esa hora?
-Porque la primera vez que entré en el Templo con Jesús, me habló de la oración del atardecer… ¡Oh, qué bonito!… -¿Y tú vas a orar por nosotros? ¿Cuándo?
-Rezaré… rezaré por la mañana y al atardecer. Para que Dios os preserve del pecado de día y de noche. -¿Y qué vas a decir, niño?
-Diré: «Señor Altísimo, haz de José y Nicodemo unos verdaderos amigos de Jesús». Será suficiente, porque quien es amigo verdadero no apena al amigo. Y quien no apena a Jesús está seguro de poseer el Cielo.
-¡Que Dios te conserve así, niño! – dicen los dos miembros del Sanedrín mientras lo acarician.
Luego saludan al Maestro, después a la Virgen y a Lázaro en particular, y a todos los demás en grupo, y se marchan.