Segundo discurso de la Montaña: el don de la Gracia; las bienaventuranzas
Jesús está dando instrucciones a los apóstoles, designando a cada uno un lugar para que dirijan y controlen a la multitud que desde las primeras horas de la mañana está subiendo al monte, llevando enfermos en brazos o en andas; otros se mueven a duras penas con muletas. Entre la gente están Esteban y Hermas.
Hay un aire terso, un poco frío. De todas formas, el sol templa pronto este cortante aire montano que, si por una parte suaviza el ardor del astro, por otra saca partido de éste adquiriendo una pureza fresca moderada.
La gente se sienta en las piedras, más o menos voluminosas, que están diseminadas por el vallecillo que separa las dos cimas; otros esperan a que el sol seque la hierba aljofarada de rocío para sentarse en el suelo. Hay mucha gente, de todas las regiones de Palestina, de todas las condiciones. Los apóstoles se confunden entre la muchedumbre; pero, cual abejas que van y vienen de los prados al panal, cada cierto tiempo vuelven donde el Maestro para comunicar alguna cosa, para preguntar, o por la satisfacción de que el Maestro los mire de cerca.
Jesús sube un poco más alto que el prado, que es el fondo de la hondonada, se arrima a la pared rocosa, y empieza a
hablar.
-Muchos, durante todo un año de predicación, me han planteado esta cuestión: «Tú, que te dices el Hijo de Dios, explícanos lo que es el Cielo, lo que es el Reino, lo que es Dios, pues nuestras ideas al respecto son confusas; sabemos que existe el Cielo, con Dios y los ángeles, pero nadie ha venido jamás a referirnos cómo es, pues está cerrado para los justos».
Me han preguntado también qué es el Reino y qué es Dios. Yo me he esforzado en explicároslo, no porque me resultara difícil explicarlo, sino porque es difícil, por un conjunto de factores, haceros aceptar una verdad que, por lo que se refiere al Reino, choca contra todo un edificio de ideas configuradas a través de los siglos, una verdad que, por lo que se refiere a Dios, se topa con la sublimidad de su Naturaleza.
Otros me han dicho: «De acuerdo, esto es el Reino y esto es Dios, pero ¿cómo se conquistan?». Y he tratado de explicaros, sin dar muestra de cansancio, cuál es la verdadera alma de la Ley del Sinaí; quien hace suya esa alma hace suyo el Cielo. Pero, para explicaros la Ley del Sinaí es necesario hacer llegar a vuestros oídos el potente trueno del Legislador y de su Profeta, los cuales, si bien es cierto que prometen bendiciones a los que observen aquélla, anuncian, amenazadores, tremendas penas y maldiciones a los desobedientes. La epifanía del Sinaí fue tremenda; su carácter terrible se refleja en toda la Ley, halla eco en los siglos, se refleja en todas las almas.
Mas Dios no es sólo Legislador, Dios es Padre, y además Padre de inmensa bondad.
Quizás – y sin quizás – vuestras almas, debilitadas por el pecado original, por las pasiones, los pecados y los muchos egoísmos vuestros y ajenos – los ajenos irritan vuestra alma, los propios la cierran -, no pueden elevarse a contemplar las infinitas perfecciones de Dios (y menos que todas la bondad, porque ésta es la virtud que, con el amor, es menos propiedad de los mortales). ¡La bondad . oh, qué dulce es ser buenos, sin odio ni envidias ni soberbias; tener ojos que sólo miren animados por el amor, y manos que se extiendan para gesto de amor, y labios que no profieran sino palabras de amor y corazón – sobre todo corazón – que, henchido sólo de amor, haga que los ojos y las manos y los labios se esfuercen en actos de amor!
Los más doctos de entre vosotros saben con qué dones Dios había enriquecido a Adán, para él y sus descendientes. Hasta los menos instruidos de entre los hijos de Israel saben que tenemos un espíritu (sólo los pobres paganos ignoran la existencia de este huésped regio, soplo vital, luz celeste que santifica y vivifica nuestro cuerpo). Ahora bien, los más doctos saben qué dones habían sido otorgados al hombre, a su espíritu.
No fue menos magnánimo con el espíritu que con la carne y la sangre de la criatura creada por Él con un poco de barro y su aliento. De la misma forma que otorgó los dones naturales de belleza e integridad, inteligencia y voluntad, capacidad de amarse y de amar, otorgó los dones morales, sujetando el apetito a la razón, siendo así que en la libertad y dominio de sí y de la propia voluntad con que Dios había favorecido a Adán no se introducía la maligna tiranía de los sentidos y pasiones: libre era el amarse y el desear y el gozar en justicia, sin eso que os esclaviza haciéndoos sentir el aguijón del veneno que Satanás esparció y que se extravasa, que os esclaviza sacándoos del límpido álveo para llevaros a cenagosos campos, a pantanos en putrefacción, donde fermentan las fiebres de los sentidos carnales y morales; pues habéis de saber que es sensualidad incluso la concupiscencia del pensamiento. Recibieron también dones sobrenaturales: la Gracia santificante, el destino superior, la visión de Dios.
La Gracia santificante es la vida del alma, es cosa espiritualísima depositada en la espiritual alma nuestra. Nos hace hijos de Dios porque nos preserva de la muerte del pecado, y quien no está muerto “vive” en la casa del Padre, o sea, el Paraíso; en mi Reino, es decir, el
Cielo. ¿Qué es esta Gracia que santifica, que da Vida y Reino? ¡No uséis muchas palabras… la Gracia es amor! La Gracia es, pues, Dios; es Dios, que, mirándose embelesado a sí mismo en la criatura creada perfecta, se ama, se contempla, se desea, se da a sí mismo lo que es suyo para multiplicar esta riqueza suya, para gozarse de esta multiplicación, para amarse en razón de todos los que son otros Él-mismo.
¡Oh, hijos, no despojéis a Dios de este derecho suyo, no le robéis esta riqueza, no defraudéis este deseo de Dios! Pensad que actúa por amor. Aunque vosotros no existierais, Él sería en cualquier caso el Infinito, su poder no se vería disminuido; mas Él, a pesar de ser completo en su medida infinita, inconmensurable, quiere, no para sí y en sí – no podría porque ya es el Infinito – sino para la Creación, criatura suya, aumentar el amor en la proporción de todas las criaturas contenidas en ella; y es así que os da la Gracia: el Amor, para que vosotros, en vosotros, lo llevéis a la perfección de los santos, y vertáis este tesoro – sacado del tesoro que Dios os ha otorgado con su Gracia, y aumentado con todas vuestras obras santas, con toda vuestra vida heroica de santos – en el Océano infinito donde Dios está: en el Cielo.
¡Divinas, divinas cisternas del Amor!… ¡Oh, vosotras sois, y no conocerá la muerte vuestro ser, porque sois eternas como Dios, siendo así que sois dioses; ( María Valtorta añade las referencias a: Salmo 82 (Vulgata 81), 6; Romanos 8, 16; 2 Pedro 1, 4) vosotras seréis, y no se pondrá término a vuestro ser, porque sois inmortales como los espíritus santos que os han supernutrido volviendo a vosotras enriquecidos con los propios méritos: vivís y nutrís, vivís y enriquecéis, vivís y formáis esa santísima cosa que es la Comunión de los espíritus, desde Dios, Espíritu perfectísimo, hasta el niño recién nacido que por primera vez mama del materno seno!
No me critiquéis en vuestro corazón, vosotros los doctos! No digáis: «Está fuera de sí, habla como un desquiciado cuando dice que la Gracia está en nosotros, siendo así que por la Culpa estamos privados de ella; miente al decir que ya somos uno con Dios». Sí, la Culpa existe, como también existe la separación. Pero, ante el poder del Redentor, la Culpa, cruel separación entre el Padre y los hijos, caerá cual muralla sacudida por el nuevo Sansón; ya la he aferrado, ya la remuevo violentamente, ya se muestra endeble, ya tiembla de ira Satanás, y de impotencia, al no poder nada contra mi poder, al sentirse arrebatar tantas presas y hacérsele más difícil arrastrar al hombre al pecado. En efecto, una vez que os haya conducido a mi Padre a través de mí, una vez que, al empaparos mi Sangre y mi dolor, hayáis quedado purificados y fortalecidos, la Gracia renacerá en vosotros, se despertará de nuevo, recuperará su poder, y triunfaréis, si queréis.
Dios no fuerza vuestro pensamiento, ni tampoco os fuerza a santificaros. Sois libres. Lo que hace es daros de nuevo la fuerza, devolveros la libertad respecto al dominio de Satanás. Os toca ahora a vosotros colocaros otra vez el yugo infernal o ponerle a vuestra alma alas angélicas; todo depende ahora de vosotros, conmigo como hermano para guiaros y alimentaros con alimento inmortal.
Decís: «¿Cómo se conquista a Dios y su Reino por un camino más dulce que no el severo camino del Sinaí?».
No hay otro camino, ése es; mirémoslo, no obstante, no a través del color de la amenaza sino del del amor. No digamos: «¡Ay de mí si no hago tal cosa!», temblorosos esperando pecar, esperando no ser capaces de no pecar; digamos, por el contrario: «¡Bienaventurado seré si hago tal cosa!», y con arrebato de sobrenatural alegría, gozosos, lancémonos hacia estas bienaventuranzas nacidas de la observancia de la Ley cual corolas de rosa de una mata de espinas. Digamos:
«¡Bienaventurado seré si soy pobre de espíritu, porque será mío el Reino de los Cielos!
¡Bienaventurado seré si soy manso, porque heredaré la Tierra!
¡Bienaventurado seré si soy capaz de llorar sin rebelarme, porque seré consolado!
¡Bienaventurado seré si tengo hambre y sed de justicia, más que de pan y vino para saciar la carne: la Justicia me
saciará!
¡Bienaventurado seré si soy misericordioso, porque se usará conmigo divina misericordia!
¡Bienaventurado seré si soy puro de corazón, porque Dios se inclinará hacia mi corazón puro, y lo veré!
¡Bienaventurado seré si tengo espíritu de paz, porque Dios me llamará hijo suyo, pues en la paz está el amor y Dios es Amor amante de quien se asemeja a Él!
¡Bienaventurado seré si soy perseguido por amor a la justicia, porque Dios, Padre mío, como compensación por las persecuciones terrenas, me dará el Reino de los Cielos!
¡Bienaventurado seré si, por saber ser hijo tuyo, oh Dios, me ultrajan y acusan con mentira! Ello no deberá hacerme sentir desolado, sino alegre, porque me pone al nivel de tus mejores siervos, al nivel de los Profetas, perseguidos por el mismo motivo; con ellos compartiré – lo creo firmemente – la misma recompensa, grande, eterna en ese Cielo que ya es mío!».
Veamos así el camino de la salud, a través de la alegría de los santos.
“Bienaventurado seré si soy pobre de espíritu»
¡Oh riquezas, quemazón satánica, cuántos delirios producís!… en los ricos y en los pobres: en el rico que vive para su oro (ídolo infame de su espíritu misérrimo); en el pobre que vive del odio al rico porque tiene el oro, y que, aunque no cometa materialmente un homicidio, lanza sus maldiciones contra la cabeza de los ricos, deseándoles todo tipo de males. No basta no hacer el mal, hay que no desear hacerlo. Quien maldice, deseando tragedias y muertes, no es muy distinto de quien físicamente mata, porque dentro de sí desea la muerte de aquel a quien odia. En verdad os digo que el deseo no es sino un acto retenido; como el que ha sido concebido en un vientre: ya ha si formado pero aún permanece dentro. El deseo malvado envenena y destruye, porque persiste más que el acto violento y más profundamente que el acto mismo.
El pobre de espíritu, aunque sea rico, no peca a causa del oro; antes bien, se santifica con él porque lo convierte en amor. Amado y bendecido, es semejante a esos manantiales salvíficos de los desiertos, que se dan sin escatimar agua, felices de poderse ofrecer para alivio de los desesperados. El pobre de espíritu, si es pobre, se siente dichoso en su pobreza; come su sabroso pan (el de la alegría de quien vive libre del febril apego al oro), duerme su sueño exento de pesadilla alguna, se levanta, habiendo descansado, para ir a su sereno trabajo, que parece siempre ligero si se realiza sin avidez ni envidia.
Las cosas que hacen rico al hombre son: materialmente, el oro; moralmente, los afectos. En el oro están comprendidos no sólo las monedas sino también casas, campos, joyas, muebles, ganado… en definitiva, todo aquello que hace, desde el punto de vista material, vivir en la abundancia; en cuanto al mundo de los afectos, los vínculos de sangre o de matrimonio, amistades, sobreabundancia intelectual, cargos públicos. Como veis, por lo que se refiere al primer grupo de cosas, el pobre puede decir: «¡Bueno!, ¡bien!, basta con que no envidie al que posee; y además… yo no tengo ese problema, porque soy pobre y, por fuerza, no tengo ese problema»; sin embargo, por lo que respecta al segundo grupo de cosas, el pobre debe vigilarse a sí mismo, pues hasta el más mísero de los hombres puede hacerse pecaminosamente rico de espíritu: en efecto, peca quien pone su corazón desmedidamente en una cosa.
Diréis: «¿Entonces debemos odiar el bien que Dios nos ha concedido? ¿Por qué manda, entonces, amar al padre y a la madre, a la esposa y a los hijos, y dice: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo?».
Distinguid. Debemos amar al padre, a la madre, a la esposa, al prójimo, pero con la medida establecida por Dios («como a nosotros mismos»). Sin embargo, a Dios ha de amársele sobre todas las cosas y con todo nuestro ser. No se ama a Dios como amamos a los más queridos de nuestros prójimos: a ésta porque nos ha amamantado, a esta otra porque duerme con su cabeza apoyada sobre nuestro pecho y procrea nuestros hijos. No, a Dios se le ama con todo nuestro ser, o sea, con toda la capacidad de amar que hay en el hombre: amor de hijo, de esposo, de amigo, y – ¡no os escandalicéis! – amor de padre sí, debemos cuidar los intereses de Dios igual que un padre cuida a su prole, por la cual, con amor, tutela los bienes y los aumenta, y de cuyo crecimiento físico y cultural, así como de que los hijos alcancen felizmente su finalidad en el mundo, se ocupa y se preocupa.
El amor no es un mal, ni debe llegar a serlo. Las gracias que Dios nos concede tampoco son un mal o deben llegar a serlo; son amor; por amor son otorgadas. Tenemos que usar con amor estas riquezas que Dios nos concede – afectos y bienes -. Solamente quien no las eleva a ídolos, sino que las hace medios de servicio a Dios en santidad, muestra no tener apego pecaminoso a ellas; practica, pues, esa santa pobreza del espíritu que de todo se despoja para ser más libre en la conquista de Dios santo, suprema Riqueza. Y conquistar a Dios significa poseer el Reino de los Cielos.
“Bienaventurado seré si soy manso»
Los ejemplos de la vida cotidiana pudieran parecer en contraste con esta afirmación. Los no mansos parecen triunfar en las familias ciudades y naciones. Pero, ¿se trata de un verdadero triunfo? No. Lo que mantiene sometidos, aparentemente, a los hombres dominados por un tirano es el miedo; se trata en realidad sólo de un velo que cubre la efervescencia rebelde contra el dominador. Los iracundos, los que van cometiendo atropellos, no poseen los corazones de sus familiares, conciudadanos o súbditos. Los maestros del «porque lo digo yo» no convierten ni los intelectos ni los espíritus a sus doctrinas; lo único que crean son autodidactas, personas que buscan una llave que pueda abrir las puertas cerradas de una sabiduría o ciencia que sienten que existe y que es contraria a la que se les impone.
Los sacerdotes que no van a la conquista de los espíritus con la dulzura paciente, humilde, amorosa, sino que, por el ímpetu avasallador y la gran intransigencia con que marchan contra las almas parecen guerreros armados lanzados a feroz asalto, no conducen a
Dios. ¡Pobres almas! Si fueran santas, no tendrían necesidad de vosotros para alcanzar la Luz; la poseerían ya en sí. Si fueran justos, no tendrían necesidad de vosotros, jueces, para estar sujetos por el freno de la justicia, porque ya la poseerían en sí. Si estuvieran sanos, no tendrían necesidad de quien los curase. Sed, pues, mansos. No pongáis en fuga a las almas. Atraedlas con amor; porque la mansedumbre es amor, como lo es también la pobreza de espíritu.
Si sois así, heredaréis la Tierra y llevaréis a Dios este lugar (precedentemente propiedad de Satanás), porque vuestra mansedumbre, -además de amor es humildad, habrá vencido al odio y la soberbia: dando muerte en los corazones al abyecto rey de la soberbia y el odio; el mundo será vuestro (que es como decir de Dios, porque vosotros seréis justos que reconocerán a Dios como Dueño absoluto de la creación, digno de alabanza y bendición, a cuyas manos debe volver lo que le pertenece).
“Bienaventurado seré si sé llorar sin rebelarme»
Existe el dolor en la tierra, y arranca lágrimas de los ojos del hombre. Mas el dolor no existía. El hombre lo introdujo en este mundo. Pero es que, además, por depravación de su intelecto, se aplica cada vez más a aumentarlo con todos los medios a su alcance. En efecto, a las enfermedades y desventuras producidos por rayos, tempestades, aludes, terremotos… el hombre,
para sufrir – para hacer – sufrir, pues quisiéramos que fueran los demás y no nosotros los que sufrieran con los medios estudiados para tal fin – añade, como fruto de su mente, las armas mortíferas (cada vez más terribles) y la crueldad moral (cada vez más astuta). ¡Cuántas lágrimas hace brotar el hombre a sus semejantes por instigación de su secreto rey: Satanás! Pues bien, os digo que estas lágrimas no son una tara sino una perfección del hombre.
El hombre es un niño que sólo piensa en divertirse, un despreocupado superficial, una criatura a la que le falta desarrollo intelectual, hasta que el llanto lo hace adulto, reflexivo, inteligente. Sólo los que lloran – o han llorado – saben amar y comprender; amar a los hermanos, que como ellos lloran, comprender sus sufrimientos, ayudarlos con su bondad, experta en lo mucho que se sufre cuando se llora en soledad. Y saben amar a Dios porque han comprendido que, excepto Dios, todo lo demás es dolor; porque han comprendido que el dolor se aplaca si es llorado sobre el corazón de Dios; porque han comprendido que el llanto resignado que no quebranta la fe, que no hace árida la oración, que no conoce la rebeldía, cambia de naturaleza, transformándose en consuelo.
Sí, los que lloran amando al Señor serán consolados.
“Bienaventurado seré si tengo hambre y sed de justicia»
Desde su nacimiento hasta su muerte, el hombre tiende, ávido, a la comida. Abre la boca, cuando nace, para apresar el pezón; abre los labios, cuando le oprime la agonía, para tragar algo que lo alivie. Trabaja para nutrirse. Hace de la tierra un enorme pezón del que insaciablemente chupa, extrayendo aquello mismo por lo que muere. Pero, ¿qué es el hombre? ¿Un animal? No; es un hijo de Dios. Vive un destierro de pocos o muchos años. De todas formas, su vida no cesa al cambiar de morada.
Hay una vida en la vida, de la misma manera que en una nuez está la pulpa; la nuez no es la cáscara, la pulpa interna es la nuez: si sembráis una cáscara de nuez no nace nada, pero si sembráis la cáscara con la pulpa nace un árbol grande. Pues así es el hombre: no es la carne la que viene a ser inmortal, sino el alma, que debe ser alimentada para que llegue a la inmortalidad, adonde ella, por amor, llevará a la carne en la bienaventurada resurrección. Alimento del alma son la Sabiduría y la Justicia, las cuales se incorporan a ella como alimento líquido o sólido y la fortalecen, y cuanto más se saborean más crece la santa avidez de poseer la Sabiduría y de conocer la Justicia.
Llegará, de todas formas, un día en que el alma, insaciable con esta santa hambre, será saciada; llegará. Dios se dará a su vástago, se lo llevará directamente a su pecho, y el nuevo vástago del Paraíso se saciará con esa Madre admirable que es el mismo Dios, y no volverá a sentir hambre jamás, sino que descansará feliz sobre el pecho divino. Ninguna ciencia humana equivale a esta ciencia divina. La curiosidad de la mente puede ser calmada, la del espíritu no; es más, si el sabor es distinto, el espíritu siente desagrado y separa la boca del pezón amargo, prefiriendo padecer hambre antes que llenarse de un alimento que no proceda de Dios.
¡No temáis, vosotros, sedientos o hambrientos de Dios! Sed fieles y el que os ama os saciará.
«Bienaventurado seré si soy misericordioso»
¿Quién de entre los hombres puede decir: «No necesito misericordia»? Ninguno. Y si en la antigua Ley está escrito: «Ojo por ojo y diente por diente», ¿por qué no debería decirse en la nueva: » Quien haya sido misericordioso alcanzará misericordia»? Todos tienen necesidad de perdón.
Pues bien, no es la fórmula y forma de un rito – figuras externas concedidas a causa de la opacidad del pensamiento humano – lo que obtiene el perdón; lo obtiene el rito interno del amor, o sea una vez más, de la misericordia. De hecho, si se impuso sacrificar un macho cabrío o un cordero, así como la ofrenda de algunas monedas, se hizo porque en la base de todos los males se encuentran siempre dos raíces: codicia y soberbia; la codicia queda castigada con el gasto de la compra de la víctima, la soberbia recibe su castigo en la abierta confesión del rito: «Celebro este sacrificio porque he pecado». Además el rito tenía el sentido de anticipar los tiempos y sus signos: la sangre derramada es figura de la Sangre que será vertida para borrar los pecados de los hombres.
Dichoso, pues, aquel que sabe ser misericordioso para con los hambrientos, los desnudos, los que carecen de casa, los que padecen la miseria – aún mayor – de tener un carácter malo, que hace sufrir al mismo que lo tiene y a quien con él convive. Tened misericordia. Perdonad, sed compasivos, ayudad, enseñad, apoyad. No os encerréis en una torre de cristal diciendo: «Soy puro, no desciendo a vivir con los pecadores». No digáis: «Soy rico, vivo feliz; no quiero oír hablar de las miserias de los demás». Mirad que vuestra riqueza, salud, bienestar familiar, pueden desvanecerse en menos tiempo que un fuerte viento disipa el humo. Recordad también que el cristal hace de lente, siendo así que lo que pasaría desapercibido si os mezcláis entre la gente no podéis mantenerlo escondido si os metéis en una torre de cristal y allí estáis solos, separados, recibiendo luz de todas partes.
Misericordia para cumplir un continuo, secreto, santo sacrificio de expiación y obtener misericordia.
«Bienaventurado seré si soy puro de corazón»
Dios es Pureza. El Paraíso es Reino de Pureza. Nada impuro puede entrar en el Cielo donde está Dios. Por tanto, si sois impuros, no podréis entrar en el Reino de Dios. ¡Por el contrario, qué anticipada alegría la que el Padre concede a sus hijos!, pues quien es puro ya desde la tierra posee un principio de Cielo, porque Dios se inclina hacia el hombre puro y éste, desde la
tierra, ve a su Dios; no conoce labor de amores humanos, sino que degusta, hasta extasiarse, el sabor del amor divino, y puede decir: «Yo estoy contigo y Tú estás en mí, por lo cual te poseo y conozco como esposo amabilísimo de mi alma». Pues bien, creed que quien tiene a Dios experimenta transformaciones sustanciales, inexplicables incluso para él mismo, que le hacen santo, sabio, fuerte; en sus labios florecen palabras, y sus actos asumen capacidades, que no son de la criatura sino de Dios, que en ella vive.
¿Qué es la vida del hombre que ve a Dios?: beatitud. ¿Os privaréis de semejante don por hediondas impurezas?
«Bienaventurado seré si tengo espíritu de paz»
La paz es una de las características de Dios. Dios sólo está en la paz, porque la paz es amor, mientras que la guerra es odio. Satanás es Odio, Dios es Paz. No puede uno decirse hijo de Dios, ni puede Dios llamar hijo suyo a un hombre de espíritu irascible, siempre dispuesto a crear trifulcas. Y tampoco puede llamarse hijo de Dios aquel que, aun no siendo él el origen de estas broncas, no contribuye con su gran paz a calmar las que crean otros. El hombre pacífico transmite la paz incluso sin palabras. Él lleva a Dios – no sólo es dueño de sí, sino que hasta diría que lo es de Dios – como una lámpara lleva su fuente de luz, como un incensario emana su perfume como un odre contiene su líquido… Se hace luz entre las brumas fumíferas de los rencores, se purifica el aire de los miasmas de los odios, se calman las embravecidas olas de las disputas con este aceite suave que es el espíritu de paz emanado por los hijos de Dios.
Haced que Dios y los hombres puedan decir esto de vosotros.
«Bienaventurado seré si padezco persecución por amor a Justicia»
El hombre en su mayor parte está tan lleno de mal, que odia el bien dondequiera que éste se encuentre, y que odia al bueno, como si el bueno lo estuviera acusando o reprendiendo, aunque de hecho no diga nada. En efecto: la bondad de una persona hace ver todavía más negra la maldad del malvado; la fe del creyente verdadero hace aparecer aún más viva la hipocresía del falso creyente; aquel que con su modo de vida está dando continuamente testimonio de la justicia no puede no ser odiado por los injustos. Y por eso se ataca a los amantes de la justicia.
Pasa lo mismo que con las guerras. El hombre progresa en el arte satánico de la persecución más que en el arte santo del amor. Pero sólo puede perseguir a lo que tiene breve vida; lo que de eterno hay en el hombre, escapa a la asechanza; es más, adquiere una vitalidad más vigorosa por la persecución. La vida se escapa o a través de 1as heridas que abren las venas o a causa de las fatigas que van consumiendo al perseguido; mas la sangre teje la púrpura del rey futuro, las fatigas son los peldaños para subir a los tronos que el Padre tiene preparados para sus mártires, a quienes están reservados los regios sítiales del Reino de los Cielos.
«Bienaventurado seré si me ultrajan y calumnian»
Preocupaos sólo de que vuestro nombre pueda ser recogido en libros celestes, en los cuales no se escriben los nombres según el criterio de los embustes humanos, que alaban a quienes son menos merecedores de elogio; en aquéllos, con justicia y amor, se reflejan las obras de los buenos, para darles el premio que Dios tiene prometido a los justos.
En el pasado fueron calumniados y ultrajados los Profetas. Cuando se abran las puertas de los Cielos, cual majestuosos reyes, entrarán en la Ciudad de Dios, y recibirán el saludo reverenciador de los ángeles, cantando de alegría. Vosotros también, vosotros también, ultrajados y calumniados por haber pertenecido a Dios, recibiréis el galardón celeste, y, cumplido el tiempo, completo ya el Paraíso, amaréis cada una de las lágrimas que vertisteis, porque por ellas habréis conquistado esa gloria eterna que en nombre del Padre os prometo.
Podéis marcharos. Mañana os seguiré hablando. Que se queden sólo los enfermos, porque quiero ayudarlos en sus dolores. La paz permanezca con vosotros y que la meditación sobre la salvación, a través del amor, os introduzca en el camino que lleva al Cielo.