Sacrificio de Margziam por la curación de una niña. Enmienda de Simón de Alfeo
Los acoge una casa pobre con una abuelita rodeada de un buen pelotón de niños de diez a dos años apenas. La casa está en medio de unas parcelas poco cuidadas, muchas de ellas convertidas de nuevo en prados, en que se yerguen algunos restantes árboles frutales.
-La paz a ti, Juana. ¿Va mejor hoy? ¿Han venido a ayudarte?
-Sí, Maestro y Jesús. Y me han dicho que volverán para sembrar. Nacerá con retraso, pero me han dicho que sí que nacerá todavía.
-Nacerá, sin duda. Lo que sería milagro de la tierra y de la semilla se convertirá en milagro de Dios; por tanto, milagro perfecto. Tus campos serán los más hermosos de esta región, y estos pajaritos que te circundan tendrán grano abundante para
sus bocas. No llores más. El año que viene irá ya mucho mejor. Pero Yo te seguiré ayudando. O mejor, te ayudará una mujer que tiene tu mismo nombre y que nunca se sacia de ser buena. Mira, esto es para ti. Con esto podrás tirar adelante hasta la cosecha. La anciana toma bolsa y mano de Jesús juntas, y besa esta mano llorando. Luego pregunta:
-Dime, Señor, ¿quién es esta criatura buena, para que yo diga su nombre al Señor?
-Una discípula mía y hermana tuya. Su nombre lo conocemos Yo y el Padre de los Cielos.
-¡Oh, eres Tú!…
-Yo soy pobre, Juana. Doy cuanto me dan. Lo único mío que puedo dar es el milagro. Siento no haber tenido antes noticia de tu desventura. Nada más decírmelo Susana, he venido. Tarde ya. Pero así resplandecerá más la obra de Dios.
-¡Tarde! Sí. ¡Tarde! ¡Dalló muy rápida la muerte aquí! Y se ha llevado a los jóvenes. No a mí, que ya no sirvo; no a éstos, que todavía no sirven. Se llevó a los que podían trabajar. ¡Maldita luna de Elul, cargada de malignos influjos!
-No maldigas al planeta; que no tiene nada que ver… ¿Son buenos estos niños? Venid aquí. ¿Veis? Éste también es un niño sin padre ni madre. Y ni siquiera puede vivir con su abuelo. Pero Dios no lo abandona de todas formas. Y no lo abandonará mientras sea bueno. ¿Verdad, Margziam?
Margziam asiente y habla a los pequeños – por edad más pequeños que él, aunque algunos le sacan un buen trozo de estatura -, que han hecho círculo en torno a él. Dice:
-¡Oh, es verdad que Dios no abandona! Yo lo puedo decir. Mi abuelo rezó por mí. Y, sin duda, también mi madre y mi
padre desde la otra vida. Y Dios ha escuchado esas oraciones, porque es muy bueno y siempre escucha las oraciones de los
justos, estén vivos o hayan muerto ya. Por vosotros, sin duda, han orado vuestros muertos y esta abuelita tan maja. ¿La queréis? -Sí, sí…
Los piídos de la huérfana nidada se alzan entusiastas. Jesús calla para escuchar el coloquio de su pequeño discípulo y de los huerfanitos.
-Hacéis bien. No se debe hacer llorar a los ancianos. No se debe hacer llorar a nadie, porque quien causa dolor al prójimo causa dolor a Dios. ¡Pues mucho menos a los ancianos! El Maestro trata bien a todos. Bueno, pues con los ancianos, como con los niños, es todo caricias. Porque los niños son inocentes y los ancianos sufren. ¡Han llorado ya mucho! ¡Hay que quererlos el doble, el triple, diez veces más, por todos los que no los quieren ya. Jesús dice siempre que quien no honra al anciano, como quien maltrata al niño, es doblemente malo. Porque los ancianos y los niños no se pueden defender. Por tanto, sed buenos con vuestra anciana madre.
-Yo alguna vez no la ayudo… – dice uno de los más grandecitos.
-¿Por qué? ¡Comes el pan que ella te ofrece con su trabajo! ¿No sientes en el pan el sabor del llanto cuando la entristeces? ¿Y tú, mujer (la mujer tendrá al máximo diez años y es una criatura muy menudita y pálida), la ayudas?
Sus hermanitos dicen en coro:
-¡Raquel es buena! Se queda despierta hasta tarde para hilar la poca lana y el poco estambre que tenemos, y se ha cogido las fiebres por trabajar en el campo preparando las tierras para la simiente cuando nuestro padre se estaba muriendo. -Dios te premiará – dice serio Marziam.
-Ya me ha premiado confortando a la abuela.
Jesús interviene:
-¿No pides nada más?
-No, Señor.
-¿Pero estás curada?
-No, Señor. Pero no importa. Ahora, aunque me muera, la abuela está socorrida. Antes me apenaba morir porque la ayudaba.
-Pero la muerte es fea, niña…
-Dios, de la misma forma que me ayuda mientras vivo, me ayudará cuando muera. Iré con mi mamá… ¡No llores, abuela! También te quiero a ti, amor. No lo volveré a decir, si te hace llorar. Es más, si quieres, le diré al Señor que me cure… No llores, mamaíta mía… – y abraza a la ancianita desolada.
-Cúrala, Señor. A mi abuelo lo hiciste feliz, por mí. Haz feliz a esta anciana, ahora — dice Margziam.
-Las gracias se obtienen con sacrificio. ¿Qué sacrificio haces para obtenerla? – pregunta serio Jesús.
Margziam piensa… Busca la cosa cuya renuncia es más penosa…
Luego sonríe:
-No tomaré miel durante toda una luna.
-¡Poco! La de Kisléu está ya muy avanzada…
-Digo luna para decir cuatro fases. Y… fíjate… que en estos días está la fiesta de las Luces y los bollos de miel… -Es verdad. Bien, pues entonces Raquel sanará por mérito tuyo.
-Ahora vámonos. Adiós, Juana. Antes de mi partida volveré. Adiós, Raquel, y tú, Tobiolo. Sé siempre bueno. Adiós a todos vosotros, pequeños. Quede con vosotros mi bendición y en vosotros mi paz.
Salen, seguidos de las bendiciones de la anciana y de los niños.
Margziam, habiendo terminado de ser «apóstol y víctima», se pone a saltar como un cabritillo corriendo adelante. Simón observa sonriendo:
-Su primera predicación y su primer sacrificio. Promete, ¿no te parece, Maestro?
-Sí. Pero ya ha predicado otras veces. También a Judas de Simón…
-…Al cual parece que el Señor le habla a través de los niños… Quizás para impedir venganzas por parte de él… -Venganzas no… No creo que llegue a tanto. Pero sí reacciones turbulentas. Quien merece reproche no ama la verdad… Y a pesar de todo hay que decirla…
Jesús suspira.
Simón lo observa. Luego pregunta:
-Maestro, dime la verdad. Lo has apartado, y has tomado la decisión de mandar a todos a casa para las Encenias, para impedir que Judas esté ahora en Galilea. No te pregunto ni quiero que me digas por qué es conveniente que el hombre de Keriot no esté entre nosotros. Me basta con saber si he acertado. Todos pensamos esto, ¿sabes? El mismo Tomás. Y me ha dicho: «Yo voy sin poner objeciones porque comprendo que detrás hay un motivo serio». Y ha añadido: «Y el Maestro hace bien así. Demasiados Nahum, Sadoq, Jocanán y Eleazar en las amistades de Judas…». ¡Tomás no es estúpido! Ni tampoco malo, si bien es muy hombre. En su afecto por ti es muy sincero…
-Lo sé. Y es verdad lo que habéis pensado. Pronto conoceréis el motivo…
-No te lo preguntamos.
-Pero tendré que pediros ayuda y os lo tendré que decir.
Vuelve Margziam corriendo:
-Maestro, allí, donde termina el sendero en el camino, está tu primo Simón, todo sudado, como si hubiera corrido mucho. Me ha preguntado: «¿Dónde está Jesús?». He respondido: «Viene detrás, con Simón Zelote». Me ha dicho: «¿Pasa por aquí?». «Sí, sí» he respondido. «Pasa por aquí de regreso a casa, a menos que no haga como los pájaros, que vuelan y van por todas partes para volver al nido. ¿Quieres verlo?» he preguntado yo también. Tu hermano se ha quedado indeciso. Pero quiere verte, estoy seguro.
-Maestro, ha visto ya a su mujer… Vamos a hacer esto: yo y Margziam te dejamos libre; damos la vuelta por detrás de Nazaret. Total… no tenemos prisa en llegar… Y Tú vas por el camino normal.
-Sí. Gracias, Simón. Adiós a los dos.
Se separan. Jesús acelera el paso hacia el camino principal.
Ya se ve a Simón, jadeante y secándose el sudor, apoyado en un tronco. En cuanto ve a Jesús, alza los brazos… pero luego los deja caer de nuevo y baja la cabeza descorazonado.
Jesús llega adonde él, le pone una mano en un hombro y le dice:
-¿Qué quieres de mí, Simón? ¿Hacerme feliz con una palabra tuya de amor, que desde hace muchos días espero? Simón baja más la cabeza y calla…
-Dime, entonces. ¿Soy un extraño para ti? No, la verdad es que sigues siendo mi buen hermano Simón, y Yo, para ti, el pequeño Jesús que llevabas en brazos, no sin esfuerzo pero con mucho amor, cando volvimos a Nazaret.
El hombre se tapa el rostro con las manos y se desliza al suelo de rodillas gimiendo:
-¡Oh, mi Jesús! Soy yo el culpable, pero ya he recibido suficiente castigo…
-Vamos, ¡levántate! ¡Somos parientes! Vamos, ¿qué quieres?
-¡Mi hijo! Está… – el llanto no le consiente seguir.
-¿Tu hijo? Sí… ¿qué?
-Está agonizando. Con él muere también el amor de Salomé… Yo me quedo con dos remordimientos: haber perdido a mi hijo y a mi mujer juntos… Esta noche he creído que ya hubiera muerto verdaderamente. Ella me parecía una hiena. Me gritaba a la cara: «¡Asesino de tu hijo!». He suplicado que no sucediera, jurándome a mí mismo ir a ti si el niño se recobraba, aun a costa de ser rechazado -que por lo demás me lo merezco -, para manifestarte esto: que solamente Tú puedes impedir mi desventura. A la aurora el niño se ha recobrado un poco… He salido inmediatamente de mi casa, hacia la tuya, por detrás de la ciudad para no encontrar obstáculos… He llamado. María me ha abierto y se ha asombrado. Habría podido tratarme mal. Y, sin embargo, no ha dicho sino: «¿Qué te sucede, pobre Simón?». Y me ha acariciado como si fuera todavía un niño… Esto me ha hecho llorar mucho. La soberbia y la vacilación han terminado así. No puede ser verdad lo que nos dijo Judas, tu apóstol, no mi hermano. Esto a María no se lo he dicho, pero me lo digo a mí mismo, dándome golpes de pecho y diciéndome a mí mismo todo tipo de injuria, desde aquel momento. A ella le he dicho: «¿Está Jesús? Es por Alfeo. Se me está muriendo…». María me ha dicho: «¡Corre! Está hacia Caná, con el niño y un apóstol. Por el camino que va a Caná. Pero date prisa. Ha salido al alba. Estará para volver. Oraré para que lo encuentres». ¡Ninguna palabra de reprensión, ni siquiera una, para mí, que tantas merezco!
-Yo tampoco te reprendo, sino que te abro los brazos para…
-¡Ay! ¡Para decirme que Alfeo ha muerto!…
-No. Para decirte que te quiero.
-¡Ven, entonces! ¡Pronto! ¡Pronto!…
-No. No hace falta.
-¿No vienes? ¡Ah, ¿no perdonas?! ¿O es que Alfeo ha muerto? Pero, aunque hubiera muerto, ¡Jesús, Jesús, Jesús, Tú que resucitas a los muertos, rescátame a mi criatura! ¡Jesús bueno!… ¡Jesús santo!… ¡Jesús al que yo he abandonado!… ¡Oh, Jesús, Jesús, Jesús!…
El llanto del hombre llena el camino solitario, y, de rodillas nuevamente, convulso, soba la túnica de Jesús o le besa los pies, atormentado por el dolor, por el remordimiento, por el amor paterno…
-¿No has pasado por casa antes de venir aquí?
-No. He venido corriendo hasta aquí como un loco… ¿Por qué? ¿Hay algún otro dolor? ¿Salomé ha huido? ¿Se ha vuelto loca? Lo parecía ya esta noche…
-Salomé me ha hablado. Ha llorado. Ha creído. Ve a casa, Simón. Tu hijo está curado.
-¡Tú!… ¡Tú! ¡¿Tú has hecho esto, por mí, que te he ofendido creyendo a esa serpiente?! ¡Señor, no soy digno de tanto! ¡Perdón! ¡Perdón! ¡Perdón! Dime qué quieres que haga para reparar, para decirte que te amo, para convencerte de que sufría mostrándome falto de cordialidad, para decirte que desde que estás aquí, incluso antes de que Alfeo se pusiera tan enfermo, deseaba hablar contigo!… Pero… Pero…
-Déjalo. Son cosas pasadas. Yo ya no me acuerdo de ellas. Haz tú lo mismo. Y olvida también las palabras de Judas de Keriot. Es un muchacho. De ti quiero solamente esto: que tú, ni ahora ni nunca, digas esas palabras a mis discípulos, a mis apóstoles y, menos que a nadie, a mi Madre. Esto solamente. Ahora, Simón, ve a tu casa. Ve. Queda en paz… No te demores en gozar de la alegría que llena tu hogar. Ve.
Lo besa y lo empuja dulcemente hacia Nazaret.
-¿No vienes conmigo?
-Te espero en mi casa, con Salomé y Alfeo. Ve. Y recuerda que es por tu mujer, que ha sabido creer sólo en la verdad, por quien tienes la alegría presente. Por ella.
-Quieres decir que a mí…
-No. Quiero decir que he sabido percibir el arrepentimiento en ti. Y el arrepentimiento te ha venido por el grito acusador de ella… ¡Verdaderamente Dios grita por la boca de los buenos, y reprende, y aconseja!… Y he visto la fe humilde y fuerte de Salomé. Ve, te digo. No tardes más en decirle «gracias».
Casi lo empuja rudamente para convencerlo de que se marche. Y cuando Simón por fin se marcha, lo bendice… Luego menea la cabeza, en un mudo soliloquio, y lentas lágrimas descienden por el rostro quebrado… Una sola palabra da la dirección de su pensamiento: ¡Judas!…
Se encamina hacia casa por el mismo camino que había tomado el Zelote, detrás del límite de la ciudad.