Retiro de Jesús y Santiago de Alfeo en el monte Carmelo
-Evangelizad por la llanura de Esdrelón hasta que vuelva – ordena Jesús a sus apóstoles en una serena mañana, mientras en los márgenes del Kisón consumen un poco de comida: pan y fruta.
Los apóstoles no parecen muy entusiastas, pero Jesús los conforta dando una línea que seguir en su modo de proceder; y termina:
-Por lo demás, tenéis con vosotros a mi Madre. Será una buena consejera. Dirigíos a los campesinos de Jocanán, y tratad de hablar el sábado con los otros de Doras. Llevadles socorros y consolad al anciano padre de Margziam con las noticias del niño; decidle que para los Tabernáculos se lo llevaremos. Dad mucho, todo lo que tengáis, a los infelices: todo lo que sepáis, todo el afecto de que seáis capaces, todo el dinero que tenemos. No temáis. Como sale entra. De hambre no moriremos nunca, aunque vivamos sólo de pan y fruta. Y, si veis desnudez, dad los vestidos, incluso los míos; es más, los primeros los míos. No nos quedaremos nunca desnudos. Y, sobre todo, si encontráis desdichados que me buscan, no los rechacéis: no tenéis derecho a hacerlo. Adiós, Madre. Que Dios, por mi boca, os bendiga a todos. Id y sentíos seguros. Ven, Santiago.
-¿No tomas ni siquiera tu talega? – pregunta Tomás al ver que el Señor se pone en camino y no la toma. -No es necesaria. Caminaré más libre.
Santiago también deja la suya, a pesar de que su madre, solícita, la hubiera atiborrado de pan, pequeños quesos y fruta. Se ponen en camino. Durante un poco de tiempo siguen el ribazo del Kisón; luego, acometiendo las primeras pendientes que llevan al Carmelo, desaparecen de la vista de los que se han quedado.
-Madre, estamos en tus manos. Guíanos, porque… no somos capaces de nada – confiesa humildemente Pedro. María regala una sonrisa tranquilizadora y dice:
-Es muy simple. Lo único es obedecer sus indicaciones, y haréis todo bien. Vamos.
-Pero yo no voy con ellos. [ … ] sigo a Jesús [ … ].
Jesús sube sin hablar con su primo Santiago, que tampoco habla; está concentrado en sus pensamientos. Santiago, que se siente ante las puertas de una revelación, va penetrado todo de un amor reverencial, invadido de un temblor espiritual, y mira de tanto en tanto a Jesús, el cual, en medio de su estado de concentración, de vez en cuando, muestra una luminosa sonrisa en su rostro solemne. Mira a Jesús como miraría a Dios antes de encarnarse y con todo el resplandor de su inmensa majestad, y su cara, tan parecida a la de San José, de un moreno que no impide el rojo en lo alto de los pómulos, se pone pálida de emoción. Pero respeta el silencio de Jesús.
Van subiendo por empinados atajos, casi sin ver a los pastores que han sacado a pastar a sus rebaños a los verdes pastos de los bosques de acebos, robles, fresnos y otros árboles agrestes. Van subiendo, rozando con sus mantos las matas verdes – claras de los enebros, las matas de oro de las ginestas, o los matorrales de esmeralda salpicada de perlas de los mirtos, o las cortinas semovientes de las madreselvas y las clemátides en flor.
Van subiendo, dejando atrás a leñadores y pastores, hasta llegar, tras incansable camino, a la cresta del monte, más exactamente un pequeño rellano adosado a una cresta coronada por robles gigantescos: limitado por una balaustrada de troncos que tienen por base las copas de los otros árboles de la pronunciada pendiente, de modo que es como si el pequeño prado estuviera apoyado sobre este susurrante soporte; aislado del resto del monte, que no se puede ver por las frondas de más abajo; a sus espaldas el pico, que lanza sus árboles hacia el cielo; encima, el cielo abierto; de frente, el abierto horizonte, arrebolado a esta hora del ocaso, y que se derrama en el mar enteramente encendido.
Una grieta (de amplitud apenas suficiente para que quepa un hombre no corpulento) de la tierra -si no hay desprendimiento es porque las raíces de los robles gigantes mantienen el terreno en una red de tenazas- se abre en este rellano que un matorral de ramajes enredados parece prolongar extendiéndose horizontalmente desde su borde.
Jesús abre la boca para decir:
-Santiago, hermano mío, pasaremos esta noche aquí. A pesar de que sea mucho el cansancio de la carne, te pido pasar la noche en oración, la noche y todo el día de mañana hasta esta hora. Una jornada completa no es demasiado para recibir lo que quiero darte.
-Jesús, Señor y Maestro mío, haré siempre lo que quieras – responde Santiago, que había palidecido aún más cuando Jesús había empezado a hablar.
-Lo sé. Vamos ahora a coger moras y mirtilos para nuestro estómago y a refrescarnos a una fuente que he oído aquí abajo. Deja, si quieres, el manto en esa oquedad. Nadie lo cogerá.
Y junto con su primo da la vuelta al rellano, cogiendo frutos silvestres de las zarzas del matorral; luego, unos metros más abajo, en la parte opuesta a la que han seguido para subir, llenan las cantimploras -única cosa que llevaban consigo- en una cantarina fuente que surge de detrás de una maraña de gruesas raíces, y se lavan para refrescarse del calor que, a pesar de la altura, es todavía fuerte. Luego vuelven a subir a su rellano, y, mientras el aire aparece todo arrebolado sobre la pingorota herida por el sol -que está para desaparecer por el occidente-, comen lo que han recogido, y beben de nuevo, sonriéndose como dos niños felices, o como dos ángeles. Pocas palabras: un recuerdo de los que han dejado en la llanura, una exclamación de embeleso por la extrema belleza del día, el nombre de las dos madres… nada más.
Luego Jesús acerca hacia sí a su primo, que toma la postura habitual de Juan: la cabeza apoyada en la parte más alta del pecho de Jesús, una mano relajada sobre el regazo, la otra en la mano de su Primo; y están así, mientras la tarde declina en medio de un intenso trinar de pájaros que se van retirando a la espesura, en medio de un resonar de esquilas que se aleja y se hace cada vez más confuso, en medio del rumor leve del viento, que acaricia las cimas, las refresca y vivifica, tras el calor inmóvil del día, y anuncia ya el rocío.
Están así largo tiempo. Creo que es silencio sólo de labios, y que los espíritus, más activos que nunca, están entrelazando sobrenaturales conversaciones.