Regreso a Hebrón, patria del Bautista
Están todos en un bosquecillo de las cercanías de Hebrón. Conversan, sentados en círculo, mientras comen.
Judas, ahora que está seguro de que María irá a ver a su madre, ha vuelto a sus mejores disposiciones de espíritu, y trata de borrar con mil atenciones el recuerdo de sus malhumores para con sus compañeros y las mujeres. Debe haber ido él al
pueblo para comprar. Está contando que lo ha encontrado muy cambiado respecto al año anterior: «La noticia de la predicación y milagros de Jesús ha llegado hasta aquí. La gente ha empezado a recapacitar sobre muchas cosas. ¿Sabes, Maestro, que en esta zona hay una propiedad de Doras? También la mujer de Cusa posee aquí, por estos montes, unas tierras y un castillo propio, de su dote. Se ve que un poco ella y otro poco los campesinos de Doras han preparado el terreno, porque debe haber aquí alguno de los de Esdrelón. Doras ordena que guarden silencio, pero ellos… ¡yo creo que ni ante el tormento callarían! Ha causado estupor la muerte del fariseo, ¿sabes?, así como la excelente salud de Juana, que vino aquí antes de la Pascua. ¡Ah, y también te ha sido útil el amante de Áglae. ¿Sabes que ella se escapó poco después de haber pasado nosotros por aquí? Bueno pues él ha sido un demonio para con muchos inocentes, para vengarse. Así que la gente al final ha pensado en ti como en un vengador de los oprimidos, y desea tu presencia. Quiero decir los mejores…
-¿Vengador de los oprimidos? Sí, lo soy, pero sobrenaturalmente. Ninguno de los que me ven con el cetro y la segur en la mano, como rey y justiciero según el espíritu de la tierra, juzga con acierto. Sí, claro que he venido a liberar de las opresiones: la del pecado – la más grave -, la de las enfermedades y el desconsuelo; como también de la ignorancia y del egoísmo. Muchos aprenderán que no es justa la tiranía porque el destino lo haya colocado a uno arriba; y que, más bien, se debe usar de las posiciones privilegiadas para elevar al que está abajo.
-Lázaro lo hace, y también Juana; pero son dos contra centenares… – dice Felipe lleno de desconsuelo.
-Los ríos, en el nacimiento, no tienen la anchura que presentan en el estuario; son unas gotas, un hilo de agua… pero luego… hay ríos que en la desembocadura parecen mares.
-¡El Nilo, ¿no?! Tu Madre me contaba cosas de cuando fuisteis a Egipto. Siempre me decía: «Créeme: es un mar, un mar verde-azul. ¡Verlo durante las crecidas es realmente un sueño!». Y me hablaba de las plantas que parecían nacer del agua, y de esa abundancia de hierba que parecía nacer también del agua cuando se retiraba… – dice María de Alfeo.
-Pues os digo que, de la misma forma que el Nilo en su nacimiento es un hilo de agua y luego se transforma en un verdadero gigante, esto que ahora es sólo un hilito (Juana, Lázaro, Marta) inclinado con amor y por amor hacia los más pequeños llegará a ser una multitud: ¡cuántos!, ¡oh, cuántos! – Jesús parece como si estuviera viendo a estos que serán misericordiosos para con sus hermanos… y sonríe, absorto en su visión.
Judas confía que el arquisinagogo quería venir con él, pero que no se ha atrevido a tomar por sí solo la decisión: ¿Te acuerdas, Juan, cómo nos rechazó el año pasado?
-Sí… pero vamos a decírselo al Maestro.
Le preguntan a Jesús, y responde que entrarán en Hebrón (si desean su presencia y los llaman, se detendrán un tiempo; si no, pasarán sin detenerse).
-Así veremos también la casa de Juan el Bautista. ¿De quién es ahora?
-Creo que de quien quiere. Samay se marchó y no ha vuelto. Ha quitado el mobiliario y la servidumbre. Los habitantes de la ciudad, para vengarse de sus vejaciones, han abierto una brecha en el muro de protección y ahora la casa es de todos; al menos el jardín. Se reúnen allí para venerar a su Juan. Se dice que Samay ha sido asesinado. No sé por qué motivo… parece que por una cuestión de mujeres…
-¡Alguna trama podrida de la corte, sin duda! – masculla Natanael entre dientes.
Se alzan y se ponen en camino en dirección a Hebrón, hacia la casa de Juan el Bautista. Cuando les falta poco para llegar, se ve venir hacia ellos a un grupo compacto de gente de la ciudad. Se acercan un poco vacilantes, curiosos, cohibidos. Pero Jesús los saluda con una sonrisa, lo cual hace que se sientan más seguros. El grupo entonces se escinde, con lo cual deja ver al arquisinagogo irrespetuoso del año anterior.
-¡Paz a ti! – saluda inmediatamente Jesús.
-¿Nos permites detenernos en tu ciudad? Vienen conmigo mis discípulos predilectos y las madres de algunos de ellos. -Maestro, ¿pero no nos guardas rencor, al menos a mí?
-¿Rencor? No lo conozco, ni sé por qué motivo debería sentirlo?
-El año pasado fui violento contigo…
-Fuiste violento con el Desconocido, creyéndote en el derecho de serlo. Luego viste claro y te arrepentiste de lo que habías hecho. Mira, son cosas pasadas, y, de la misma forma que el arrepentimiento anula la culpa, el presente anula el pasado; ahora, para ti, Yo ya no soy el Desconocido. ¡Qué sentimientos tienes, pues, respecto a mí en este momento?
-De respeto, Señor. De… deseo de…
-¿Deseo? ¿Qué quieres de mí?
-Quiero conocerte más de lo que te conozco.
-¿Cómo? ¿De qué forma?
-A través de tu palabra y de tu obra. Nos ha llegado noticia de ti, de tu doctrina y poder; se ha dicho incluso que contribuiste a la liberación de Juan… Significa que no lo odiabas, que no tratabas de suplantar a nuestro Juan. Él mismo no ha negado que por ti volvió a ver el valle del santo Jordán. Hemos ido a verlo y le hemos hablado de ti. Nos ha dicho: «No sabéis lo que habéis rechazado. Debería maldeciros, pero os perdono porque El me ha enseñado a perdonar y a ser manso. No obstante, si no queréis ser anatemas ante el Señor y ante mí, su siervo, amad al Mesías. Y no dudéis. Su testimonio es éste: espíritu de paz, amor perfecto, sabiduría que supera a cualquier otra, doctrina celestial, mansedumbre absoluta, poder sobre todas las cosas, humildad total, castidad angelical. No podréis equivocaros: cuando respiréis paz ante un hombre que se dice Mesías, cuando bebáis amor (el amor que emana de Él), cuando paséis de vuestras tinieblas a la Luz, cuando veáis la redención de los pecadores y la curación de los cuerpos, decid: ` ¡Éste es verdaderamente el Cordero de Dios!'». Pues bien, nosotros sabemos que tus obras son las que dice nuestro Juan; por tanto, perdónanos, ámanos, danos eso que el mundo espera de ti.
-Estoy aquí para esto. Vengo de muy lejos para dar también a la ciudad de Juan lo que ofrezco en todos los lugares en que se me recibe. ¿Qué deseáis de mí? Hablad.
-Nosotros también tenemos enfermos y somos ignorantes, especialmente en lo que concierne al amor y a la bondad. Juan, en su amor total a Dios, tiene mano férrea y palabra de fuego; quiere doblegar a todos como un gigante comba un tallito de hierba; muchos se desaniman porque el hombre es más pecador que santo. ¡Es difícil ser santo!… Se dice que Tú no sometes, sino que elevas; que no cauterizas, sino que aplicas bálsamos; que no trituras, sino que acaricias. Se sabe que eres paternal con los pecadores, que dominas las enfermedades, cualesquiera que sean, sobre todo las del corazón. Los rabíes ya no lo saben hacer.
-Traedme a vuestros enfermos; luego reuníos en este jardín que fue elevado a templo por la Gracia que en él habitó, y que después quedó abandonado y fue profanado por el pecado.
Los hebronitas se esparcen en todas las direcciones, como golondrinas; se queda el arquisinagogo, que atraviesa con Jesús y sus discípulos la cerca del jardín, para ir a la sombra de una vasta pérgola recubierta de una maraña de rosas y parras que han crecido según su beneplácito. Regresan pronto, trayendo a un paralítico recostado en una camilla, a una joven ciega, a un mudito y a otros dos enfermos de no sé qué que vienen apoyándose en los que los acompañan.
-Paz a ti – es el saludo de Jesús a cada uno de los enfermos que se acerca. Luego la dulce pregunta: « ¿Qué deseáis que os haga?», luego el coro de lamentos de estos desdichados con que cada uno de ellos quiere narrar su propia historia.
Jesús, que estaba sentado, se levanta y va hacia el mudito. Le moja los labios con su saliva y pronuncia la magnífica palabra « ¡Ábrete!». Repite la misma palabra mientras moja con su dedo húmedo de saliva los párpados sin abertura de la ciega. Luego da la mano al paralítico y le dice: « ¡Levántate!». Por último, impone las manos a los dos enfermos diciendo: « ¡Quedad sanos, en el nombre del Señor!».
Y el mudito, que antes sólo emitía gemidos, dice claramente « ¡Mamá!». La joven, desellados sus párpados, los abre y cierra ante la luz, se protege con sus dedos del desconocido sol, y llora y ríe, y mira, apretando los párpados porque no está acostumbrada a la luz, a las plantas, a la tierra, a las personas, a Jesús especialmente. El paralítico, con movimientos seguros, baja de las angarillas, que los compasivos guizqueros levantan, ahora vacías, para que los que están lejos se den cuenta de que se ha cumplido el milagro. Los dos enfermos lloran de alegría y se arrodillan ante su Salvador para venerarlo. La muchedumbre prorrumpe en un frenético clamor de júbilo.
Tomás, que está al lado de Judas, lo mira tan fijamente y con una expresión tan clara, que éste le responde: -He sido un estúpido, perdona.
Una vez que se ha calmado el griterío, Jesús empieza a hablar:
-El Señor dijo a Josué: “Habla a los hijos de Israel y diles: Separad las ciudades de que os hablé por medio de Moisés para los fugitivos, para que en ellas se puedan refugiar los que involuntariamente hayan matado a una persona, pudiendo evitar así la ira del pariente próximo, del vengador de la sangre'». Pues bien, Hebrón es una de estas ciudades. También está escrito: «Los ancianos de la ciudad no entregarán al inocente en manos de quien lo busca para matarlo; antes bien, lo acogerán, le darán morada, y permanecerá allí hasta el juicio y hasta la muerte del sumo sacerdote de entonces, después de lo cual podrá volver a su ciudad y a su casa».
En esta ley está ya presente y establecido el amor misericordioso hacia el prójimo. Dios ha impuesto esta ley porque no es lícito condenar al acusado sin haberlo escuchado, ni matar en un momento de ira. Lo mismo puede decirse también para los delitos y las acusaciones de orden moral. No es lícito acusar si no se conoce, ni juzgar sin haber oído al acusado. Mas, hoy día, a las acusaciones y condenas debidas a culpas supuestas en todos, o a culpas imaginadas, se ha añadido una nueva serie: la que se dirige y se pronuncia contra los que se presentan en nombre de Dios. Durante los siglos pasados, se ha repetido contra los Profetas; ahora es contra el Precursor del Cristo y contra el Cristo.
Ya lo habéis visto. Juan, atraído con engaño fuera del territorio de Siquem, espera la muerte en las prisiones de Herodes, porque nunca se doblegará ante ninguna mentira ni amaño alguno; de todas formas, se podrá truncar su vida, cortarle la cabeza, mas no podrán quebrar su honestidad, ni separar su alma de la Verdad, a la que él ha servido fielmente en sus más distintas formas (divinas, sobrenaturales o morales). De la misma forma, se persigue al Cristo, con furia doble, diez veces mayor, porque Él no se limita a decir: «No te es lícito» a Herodes, sino que, con vehemencia, va diciendo, en nombre de Dios y por el honor de Dios, esto mismo por todos aquellos lugares donde entra y encuentra pecado o sabe que hay pecado, sin excluir a ninguna categoría.
¿Cómo es posible esto?, ¿es que ya no hay siervos de Dios en Israel? Sí los hay. Lo que pasa es que son «ídolos».
En la carta de Jeremías a los exiliados están escritas entre muchas cosas éstas. Quiero que pongáis atención en ellas, porque toda palabra del Libro es una enseñanza que, desde que el Espíritu la hace escribir por un hecho presente, se refiere a un hecho futuro. Así pues, está escrito: …»Cuando entréis en Babilonia veréis dioses de oro, plata, piedra, madera… Cuidaos de no imitar las obras de los extranjeros. Y no tengáis miedo a sus ídolos… Decid en vuestro corazón: “Sólo a ti se te debe adorar, Señor»‘.
La carta enumera las particularidades de estos ídolos, que tienen lengua fabricada por un artífice, de la que no se sirven contra sus falsos sacerdotes, que los despojan de su oro para ataviar a las meretrices y luego toman el oro profanado por el sudor de la prostitución para volver a componer al ídolo; de estos ídolos que pueden ser corroídos por la herrumbre o la polilla y que están limpios y ordenados solamente cuando el hombre los lava y los compone, pues por sí mismos nada pueden hacer a pesar de tener en la mano el cetro o la segur.
Y termina el Profeta diciendo: «Por tanto, no los temáis». Luego añade: «Estos dioses son inútiles como vasijas rotas. Sus ojos están llenos del polvo que levantan los pies de los que entran en el templo. Están bien custodiados: como en una tumba, o como quien hubiera ofendido al rey, porque cualquier persona podría despojarlos de sus valiosas vestiduras. No ven la luz de las lámparas; son, en el templo, como las vigas. Las lámparas lo único que hacen es ahumarlos, mientras lechuzas, golondrinas u otros pájaros vuelan sobre sus cabezas y los motean de excrementos, y los gatos se guarecen entre sus vestiduras y las rompen. Por tanto, no hay que tenerles miedo, son cosas muertas. El oro no les sirve para nada, sólo es una cosa externa; si no se limpia,
no brillan. Tampoco sintieron nada cuando los fabricaron. El fuego no los despertó. Los compraron a precios fabulosos. Los llevan a donde el hombre quiere, porque son vergonzosamente impotentes… ¿Y por qué, pues, se les llama dioses? Porque se les dedica adoración, ofrendas y la pantomima de falsas ceremonias (los que las celebran no las sienten, quienes las ven no creen en ellas). Si se les hace algún mal, como si es un bien, no responden Son incapaces de elegir o destronar a un rey. No pueden devolver las riquezas, ni tampoco el mal. No pueden salvar a un hombre de la muerte, ni al débil de las manos del déspota. No sienten piedad ni por las viudas ni por los huérfanos. Asemejan a las piedras de la montaña…
Así, más o menos, dice la carta.
Mirad, ya no tenemos santos, sino ídolos, en las filas del Señor; por este motivo el mal es capaz de alzarse contra el bien: el mal que motea de excremento el intelecto y el corazón de los que ya no son santos, y anida entre sus falsas vestiduras de bondad.
Ya no saben pronunciar las palabras de Dios. Es lógico: su lengua es obra humana y hablan, por tanto, palabras de hombre – ¡cuando no de Satanás! -. Sólo saben arremeter insensatamente contra inocentes y pobres; pero guardan silencio ante la corrupción grave. En efecto, habiéndose corrompido todos, no pueden acusar al otro de las mismas culpas propias: con ambición – no por el Señor sino por Satanás -, trabajan aceptando el oro de la lujuria y del desmán, y lo trafican y sustraen, en manos de un frenesí que desborda todo límite y arrasa cuanto encuentra a su paso. Sin cesar, se les deposita encima el polvo, que fermenta sobre ellos. Externamente, su rostro está limpio, pero el ojo de Dios ve muy sucio su corazón. La herrumbre del odio y el gusano del pecado los corroe. No saben cómo hacer para salvarse. Blanden maldiciones, como cetros o hachas, sin saber que sobre ellos pesa la maldición. Están encerrados en su pensamiento y en su odio, cual cadáveres en sus sepulcros o prisioneros en sus cárceles, y permanecen ahí, agarrándose a las barras, pues temen que una mano los aleje de ese lugar: en efecto, donde están, estos muertos son todavía algo (momias, nada más que momias, de aspecto humano, y sólo el aspecto, pues su cuerpo está reducido a madera seca), mientras que fuera serían objetos desechados por el mundo que busca la Vida, que necesita la Vida como el niño el pecho materno y que acepta a quien le da Vida y no hedor de muerte.
Están en el Templo, sí, y el humo de las lámparas – de los honores – los ahuma, pero la luz no les llega; todas las pasiones – los pájaros y gatos – anidan en ellos, pero el fuego de la misión no les da el místico tormento de ser consumidos por el fuego de Dios. Son -refractarios al Amor. El fuego de la caridad no los enciende, la caridad no los viste con sus áureos esplendores: la caridad de dúplice forma y origen: caridad para con Dios y para con el prójimo, la forma; caridad de Dios y del hombre, el origen. Dios se aleja, en efecto, del hombre que no ama, siendo así que el origen divino cesa; el hombre se aleja del malvado, cesando así el segundo origen. La Caridad arrebata todo al hombre que no tiene amor. Se dejan comprar con precio maldito, se dejan llevar a donde quieren la ganancia y el poder.
¡No, no es lícito! Ninguna moneda puede comprar la conciencia, y menos aún la de los sacerdotes y maestros. No es lícito mostrarse sumisos ante las cosas fuertes de la tierra cuando quieren conducirnos a obrar en contra de lo que Dios ha establecido: esto no es sino impotencia espiritual, y está escrito: «El eunuco no entrará en la asamblea del Señor». Si, pues, no puede ser del pueblo de Dios el impotente por naturaleza, ¿podrá ser su ministro el impotente de espíritu? En verdad os digo que muchos sacerdotes y maestros, habiendo perdido su virilidad espiritual, han venido a ser, culpablemente, eunucos espirituales. Muchos. ¡Demasiados!
Meditad, observad, comparad, y os daréis cuenta de que tenemos muchos ídolos y pocos ministros del Bien, que es Dios. Ahora se ve por qué sucede que las ciudades-refugio no son ya tales. Ya no se respeta nada en Israel. Los santos mueren por el odio hacia ellos de los no santos.
Pues bien, mi propuesta es una llamada. Os llamo en nombre de nuestro Juan, que se está consumiendo por haber sido santo, que sufre ahora la acción punitiva por ser precursor mío y por haber tratado de quitar de los caminos del Cordero las inmundicias. Venid a servir a Dios. El tiempo está cercano. No os coja desapercibidos la Redención. Haced que llueva en terreno sembrado; si no, en vano caerá la lluvia. Vosotros, habitantes de Hebrón, debéis ir a la cabeza, porque habéis convivido aquí con Zacarías e Isabel, los santos que merecieron del Cielo a Juan; aquí Juan ha esparcido el perfume de su gracia con verdadera inocencia de párvulo, y, desde su desierto, os ha enviado el incienso anticorruptor de su Gracia, prodigio de penitencia. No defraudéis a vuestro Juan, que ha llevado el amor al prójimo hasta una altura casi divina, de forma que ama al último habitante del desierto cuanto a vosotros, paisanos suyos. Estad seguros que impetra la Salud para vosotros, y la Salud está en seguir la Voz del Señor y creer en su Palabra. Venid en masa, de esta ciudad sacerdotal, al servicio de Dios. Yo paso y os llamo. No seáis menos que las meretrices, a las cuales les es suficiente una palabra de misericordia para abandonar el camino recorrido precedentemente y tomar el del Bien.
Cuando he llegado me han preguntado: «Pero, ¿no nos guardas rencor?». ¡Rencor! ¡No; antes bien, amor! Espero incluso veros entre las filas de mi pueblo, del pueblo que guío hacia Dios en el nuevo éxodo hacia la verdadera Tierra Prometida (el Reino de Dios), al otro lado del Mar Rojo de los sentidos, más allá de los desiertos del pecado, libres ya de todo tipo de esclavitud, hacia la Tierra eterna, de pingües delicias, colmada de paz…
¡Venid! Es el Amor que pasa; quien quiera puede seguirle, porque para ser acogidos por El se requiere solamente buena voluntad.
Jesús ha terminado en medio de un silencio atónito. Parece que muchos están sopesando las palabras que han escuchado, prueban su sabor, las degustan, las confrontan.
Mientras esto sucede, y Jesús, cansado y sudoroso, se sienta a hablar con Juan y Judas, he aquí que se alza un clamor al otro lado del muro: gritos confusos, luego más claros:
-¿Está el Mesías? ¿Está?
La respuesta es afirmativa. Entonces pasan adelante a un hombre contrahecho que de tan torcido como está parece una
«S».
-¡Es Masa la!
-¡Demasiado contrahecho! ¿Qué puede esperar? ¡Ahí está su madre! ¡Pobrecilla!
-Maestro, su marido la rechaza por ese aborto de hombre de su hijo, así que vive aquí de la caridad; pero ahora es ya anciana y le queda poca vida…
El aborto de hombre – realmente es así – está ante Jesús. No puede ni siquiera ver su rostro de lo encorvado y torcido que está Parece una caricatura de hombre-chimpancé o de un camello humanizado.
La madre, anciana y mísera, ni siquiera habla; sólo gime:
-Señor. Señor… creo…
Jesús pone sus manos sobre los hombros sesgados del hombre, que apenas si le llega a la cintura; alza su rostro hacia el Cielo y dice con voz potente:
-¡Enderézate y sigue los caminos del Señor!
El hombre experimenta un brusco movimiento y, como impulsado por un resorte, queda derecho como el más perfecto de los hombres. E1 movimiento ha sido tan repentino, que parece como si se hubieran roto unos resortes que lo tuvieran contenido en esa posición anómala. Ahora le llega a Jesús a los hombros; lo mira y cae de rodillas, con su madre, ante su Salvador, y ambos le besan los pies.
Es indescriptible la reacción de la muchedumbre… A pesar de todas las resistencias, Jesús se ve obligado a permanecer en Hebrón, porque la gente está dispuesta a formar barreras en las salidas para impedirle marcharse.
Así… entra en la casa del anciano arquisinagogo, que tan cambiado está respecto al año pasado…