Parábola sobre la virtud de la esperanza, que sujeta la fe y la caridad
Algunos viñadores que pasan por el huerto cargados de cestas de uva, dorada como si fuera de ámbar, ven a los apóstoles y les preguntan:
-¿Sois peregrinos o forasteros?
-Galileos y peregrinos hacia el Carmelo – responde por todos Santiago de Zebedeo, el cual -como sus compañeros pescadores- se está desentumeciendo las piernas para terminar de eliminar un resto de somnolencia.
Judas Iscariote y Mateo se están despertando, tendidos sobre la hierba. Los ancianos, sin embargo, cansados, todavía duermen. Jesús habla con Juan de Endor y Hermasteo; María y María Cleofás están al lado, pero guardan silencio.
Los viñadores dicen:
-¿Venís de lejos?
-La última etapa que hemos hecho ha sido Cesárea. Antes hemos estado en Sicaminón, y más allá incluso. Venimos de Cafarnaúm.
-¿Que camino más largo en esta estación del año! ¿Por qué no habéis venido a nuestra casa? Está allí, ¿la veis? Os habríamos dado agua fresca para reponeros, y comida, de aquí de la tierra pero buena. Venid ahora.
-Vamos a reanudar la marcha. Que Dios os lo pague igual.
-El Carmelo no huye en un carro de fuego como su profeta – dice un campesino con tono semiserio.
-Ya no viene ningún carro del Cielo a llevarse a los profetas. Ya no hay profetas en Israel. Se dice que Juan ha muerto ya – dice el otro campesino.
-¿Muerto? ¿Cuándo?
-Eso han dicho algunos que venían del otro lado del Jordán. ¿Lo venerabais?
-Éramos discípulos suyos.
-¿Por qué lo dejasteis?
-Para seguir al Cordero de Dios, al Mesías que Juan anunció. Israel todavía tiene a este profeta, ¡y para llevárselo al Cielo con el honor que requiere haría falta mucho más que un carro de fuego! ¿No creéis en el Mesías?
-¿Que si creemos? Hemos decidido que una vez que hayamos terminado la recolección iremos en su busca. Se dice que obedece con celo la Ley y va al Templo en las solemnidades prescritas. Iremos pronto para los Tabernáculos. Estaremos todos los días en el Templo para verlo. Y, si no lo encontramos, iremos a buscarlo hasta que lo encontremos. Vosotros que lo conocéis, decidnos: ¡es verdad que está en Cafarnaúm casi siempre?, ¿es verdad que es alto, joven, de tez clara, rubio, y que tiene una voz distinta de todos los demás hombres, con la cual toca los corazones, y hasta los animales y las plantas la oyen?
-Todos los corazones menos los de los fariseos, Gamala; ésos se han endurecido más.
-No son ni siquiera animales. Son demonios, incluido el que se llama como yo. Pero, decidnos: ¿es verdad que es así y que es tan bueno que habla con todos, consuela a todos, cura las enfermedades y convierte a los pecadores?
-¿Esto creéis?
-Sí, pero querríamos saberlo de vosotros que le seguís. ¡Si nos llevarais a Él!
-¿Pero no tenéis que ocuparos de las viñas?
-Tenemos que cuidar también el alma, que es más que las viñas. ¿Está en Cafarnaúm? Forzando el camino, en diez días podríamos ir y volver…
-El que buscáis está ahí. Ha descansado en vuestro huerto y ahora está hablando con aquel anciano y aquel joven. A su lado tiene a su Madre y a la hermana de su Madre.
-¿Aquél?… ¡Oh!… ¿Qué se hace?
Se quedan petrificados del estupor. Son todo ojos para mirar. Su vitalidad está enteramente concentrada en sus pupilas.
Pedro los pincha:
-¿Entonces? ¡Tanto deseo como teníais de verlo y ahora no os movéis? ¿Os habéis convertido en sal?
-No… es que… ¿Pero es tan sencillo el Mesías?
-¿Cómo queríais que fuera? ¿Queríais que estuviera sentado en un trono fulgurante y envuelto en regio manto? ¿Pensabais que fuera un nuevo Asuero?
-No… Pero… ¡tan sencillo… siendo tan santo!
-Es muy sencillo porque es santo, hombre. Bien, vamos a hacerlo de otra forma… ¡Maestro! Perdona, ven aquí a hacer un milagro.
-Aquí hay unos hombres que te buscan y que se han quedado petrificados al verte. Ven a restituirles el movimiento y la palabra.
Jesús, que al oír que lo llamaban se ha vuelto, se levanta, sonriendo, y viene hacia los viñadores, que lo miran tan estupefactos que parecen asustados.
-Paz a vosotros. ¿Me buscabais? Aquí estoy – y hace el gesto habitual de abrir los brazos tendiéndolos hacia ellos un poco como para ofrecerse.
Los viñadores caen a sus pies, de rodillas, y guardan silencio.
-No temáis. Decidme qué queréis.
Le ofrecen las cestas llenas de uvas, sin decirle nada.
Jesús admira la espléndida fruta y, diciendo «gracias», alarga una mano para coger un racimo, y empieza a comer las uvas.
-¡Dios altísimo! ¡Come como nosotros! – suspira el que se llamaba
Es imposible no echarse a reír por esta salida. También Jesús sonríe más marcadamente, y, casi como si quisiera pedir disculpa dice:
-¡Soy el Hijo del hombre!
El gesto de Jesús ha vencido el entorpecimiento extático, y Gamala dice:
-¿Por qué no entras en nuestra casa, al menos hasta que empiece a atardecer? Somos muchos, porque somos siete hermanos, con las respectivas esposas e hijos, y luego los ancianos, que esperan en paz la muerte.
-Vamos. Vosotros llamad a los compañeros y venid detrás. Madre, ven con María.
Jesús se pone en marcha, detrás de los campesinos, que ya se han levantado y ahora caminan un poco al sesgo para verlo caminar. El sendero, entre los troncos de los árboles unidos con las vides, es estrecho.
Llegan pronto a la casa, o más exactamente a las casas, porque se trata de un pequeño cuadrado de viviendas. En el centro hay un patio común, amplio, con un pozo. Se accede al patio a través de un largo pasillo que hace de vestíbulo y que durante la noche se cierra con una pesada puerta.
-Paz a esta casa y a los que en ella viven – dice Jesús al entrar, alzando la mano para bendecir. Luego la baja para acariciar a un niño pequeño medio desnudo que lo mira extático y que está guapísimo con su camisita sin mangas, medio caída y que deja al descubierto uno de los hombros regordetes, erguido sobre sus piececitos desnudos, con un dedito en la boca y una corteza de pan untado en aceite en la otra mano.
-Es David, el hijo de mi hermano menor – explica Gamala, mientras otro de los viñadores entra en la vivienda más cercana para advertir; luego sale y entra en otra, y así todas; de forma que se asoman rostros de todas las edades y luego se retiran… para volver después de un rápido aseo.
Sentado a la sombra de una techumbre en saledizo protegida por una higuera gigantesca, está un viejo con su bastoncito entre las manos. Ni siquiera alza la cabeza, como si no tuviera interés por nada.
-Es nuestro padre – explica Gamala – Uno de los ancianos de la casa, porque también la mujer de Jacob ha traído aquí a su padre, que está solo, y luego está también la anciana madre de Lía, la más joven de las esposas. Nuestro padre es ciego. Le ha venido el velo a las pupilas. ¡Mucho sol en los campos! ¡Mucho calor de la tierra! ¡Pobre padre! Está muy triste, pero es muy bueno. Está esperando a los nietos, que son su única alegría.
Jesús va donde el anciano.
-Dios te bendiga, padre.
-Quienquiera que seas, que Dios te pague tu bendición – responde el anciano alzando la cabeza en dirección a la voz. -Dura condición la tuya, ¿verdad? – pregunta Jesús con dulzura, y hace ademán de no decir quién es el que habla.
-Viene de Dios, después de tantos bienes como me ha dado durante mi larga vida. De la misma forma que he tomado de
Dios el bien, debo recibir la desventura de la vista. A fin de cuentas, no es eterna. Sobre el seno de Abraham concluirá. -Es como dices. Peor sería si estuviera ciega el alma.
-Siempre he tratado de tenerla con vista.
-¿Cómo lo has hecho?
-Eres joven, tú que me estás hablando; tu voz lo dice. ¿No serás como esos jóvenes de ahora, que están todos ciegos porque viven sin religión, ¿no? Considera que no creer y no cumplir lo que Dios ha dicho es una gran desventura. Te lo dice un viejo, muchacho. Si abandonas la Ley, serás un ciego aquí y en la otra vida. No verás jamás a Dios. Porque llegará un día en que el Mesías Redentor nos abrirá las puertas de Dios. Yo soy demasiado viejo para poder ver este día en este mundo. Pero lo veré desde el seno de Abraham. Por eso no me quejo de nada, porque espero con estas sombras expiar lo que de ingrato a Dios puedo haber cometido, y merecerlo en la vida eterna. Pero tú eres joven. Sé fiel, hijo, de forma que puedas ver al Mesías. Porque el tiempo está próximo. El Bautista lo ha dicho. Tú lo verás. Pero si tienes el alma ciega, serás como aquellos de que habla Isaías: tendrás ojos pero no verás.
-¿Querrías verlo, padre? – pregunta Jesús mientras le pone una mano en la blanca cabeza.
-Querría verlo. Sí. Pero prefiero irme de este mundo sin verlo, antes que verlo yo y que mis hijos no lo reconozcan. Yo poseo todavía la antigua fe y me basta. Ellos… ¡el mundo de ahora!…
-Padre, ve pues al Mesías. La marcha hacia tu ocaso se vea coronada de júbilo – y Jesús desliza su mano desde los blancos cabellos, por la frente, hasta el barbado mentón del anciano, como si fuera una caricia; y se agacha para ponerse a la altura del rostro senil.
-¡Oh, Altísimo Señor! ¡Veo!… Veo… ¿Quién eres, con ese rostro desconocido y, no obstante, familiar, como si te hubiera visto antes?… Pero… ¡qué estúpido soy! ¡Tú, que me has devuelto la vista, eres el Mesías bendito! ¡Oh!
El anciano llora sobre las manos de Jesús -las ha cogido con las suyas- y las llena de besos y lágrimas. Toda la parentela está revolucionada.
Jesús libera una mano y acaricia otra vez al anciano mientras dice:
-Sí, soy Yo. Ven, para que además de mi cara conozcas mi palabra.
Y se dirige hacia una escalera que conduce a una terraza umbría, cubierta toda de sombra de una tupida parra. Todos lo
siguen.
-Había prometido a mis discípulos que hablaría de la esperanza y que la explicaría con una parábola. Pues bien, aquí tenéis la parábola: este anciano israelita. El Padre de los Cielos me proporciona el objeto de nuestro tema, para enseñaros a todos la gran virtud que, como los brazos de un yugo, sujeta la fe y la caridad.
Suave yugo. Patíbulo de la Humanidad como el brazo transversal de la cruz, trono de la salvación como el apoyo de la serpiente salvífica alzada en el desierto. Patíbulo de la Humanidad. Puente del alma para alzar el vuelo y desplegarlo en la Luz. Si está colocada entre la indispensable fe y la perfectísima caridad, es porque sin la esperanza no puede haber fe y sin esperanza muere la caridad.
Fe presupone esperanza segura. ¿Cómo se puede creer que se llegará a Dios si no se espera en su bondad? ¿Cómo mantenerse a flote en la vida si no se espera en una eternidad? ¿Cómo se podrá perseverar en la justicia si no nos anima la esperanza de que Dios vea todas nuestras buenas acciones y nos premiará por ellas? De la misma forma, ¿cómo hacer vivir la caridad si no hay esperanza en nosotros? La esperanza precede a la caridad y la prepara. Porque un hombre necesita esperar para poder amar. Los desesperados ya no aman. Ésta es la escalera, hecha de peldaños y barandilla: la fe, los peldaños; la esperanza, la barandilla; arriba está la caridad y a ella se sube mediante las otras dos. El hombre espera para creer, cree para amar.
Este hombre ha sabido esperar. Nació. Era un niño de Israel como todos los demás. Fue creciendo con las mismas enseñanzas que los demás. Llegó a hijo de la Ley, como todos los demás. Se hizo un hombre. Se casó. Fue padre. Envejeció. Siempre esperando en las promesas hechas a los patriarcas y repetidas por los profetas. En la ancianidad las sombras han velado sus pupilas, mas no su corazón, donde la esperanza ha estado siempre encendida; la esperanza de ver a Dios. Ver a Dios en la otra vida. Y, dentro de la esperanza de la visión eterna, otra esperanza, más íntima y entrañable: «ver al Mesías». Y me ha dicho, no sabiendo quién era el joven que le hablaba: «Si abandonas la Ley, serás un ciego en la tierra y en el Cielo. Ni verás a Dios ni reconocerás al Mesías». Ha hablado sabiamente.
A1 presente, en Israel, hay muchos ciegos. Ya no tienen esperanza porque la rebelión a la Ley la ha matado en su interior; rebelión es, en efecto, aunque esté encubierta por paramentos sagrados, siempre que no hay aceptación íntegra de la palabra de Dios. Digo «de Dios»; no se trata de una aceptación de los aditamentos puestos por el hombre, que, por ser demasiados, y todos humanos, sufren la desatención de los mismos que los pusieron, mientras que las demás personas los cumplen de forma mecánica, de mala gana, con fatiga y sin fruto alguno. Ya no tienen esperanza; antes bien, se muestran sarcásticos con las verdades eternas. No tienen ya, por tanto, ni fe ni caridad. El divino yugo, que Dios ha dado al hombre para que haga de él obediencia y mérito, la celeste cruz que Dios ha dado al hombre como exorcismo contra las serpientes del Mal, para obtener
salvación de ella, han perdido su brazo transversal, el que sujetaba la cándida llama y la llama roja: la fe y la caridad; y las tinieblas han bajado a los corazones.
Este anciano me ha dicho: «Gran desventura es no creer y no hacer lo que Dios ha indicado». Es verdad. Os lo confirmo. Es peor que la ceguera material, la cual incluso puede ser curada para dar al justo la alegría de ver de nuevo el sol, los prados y los frutos de la tierra, el rostro de los hijos y nietos, y, sobre todo, lo que era la esperanza de su esperanza: «Ver al Mesías del Señor». Quisiera que una virtud semejante latiera en el corazón de todo Israel, especialmente en el de los más instruidos en la Ley. No basta haber vivido en el Templo o haber pertenecido a él, no basta saber de memoria las palabras del Libro; es necesario saber hacerlas vida de nuestra vida mediante las tres virtudes divinas. Tenéis un ejemplo: donde estas virtudes viven todo es suave, incluso la desventura; porque el yugo de Dios es siempre ligero, pesa sobre el cuerpo, pero no debilita el espíritu.
Id en paz, vosotros que os quedáis aquí, en esta casa de buenos israelitas; ve en paz, anciano padre; del amor de Dios a ti tienes certeza; termina tu justa jornada depositando tu sabiduría en el corazón de los pequeñuelos que llevan tu misma sangre. No puedo quedarme aquí más tiempo, pero queda mi bendición entre estas paredes copiosas en gracias como los racimos de esta vid.
Jesús querría marcharse ya, pero se ve obligado a detenerse al menos para poder conocer a esta tribu de todas las edades y para recibir cuanto le quieren dar… tanto que los talegos de viaje acaban panzudos como odres. Luego puede reanudar el camino, por un atajo que va entre plantas de vid, indicado por los viñadores, los cuales no lo dejan sino cuando llegan a la vía de primer orden, visible ya un pueblecillo, donde Jesús con los suyos podrán pasar la noche.