Parábola de las frentes destronadas y explicación de la parábola sobre lo no puro.
Jesús regresa solamente a Endor. Se detiene en la primera casa del pueblo, que es más un aprisco que una casa; pero, precisamente por serlo, con establos bajos, cerrados, colmados de heno, puede alojar a los trece peregrinos. El dueño, un hombre rudo pero bueno, se apresura a llevar una lámpara y un pequeño cubo de leche espumosa, y unos panes muy oscuros. Luego se retira, con la bendición de Jesús, que se queda sólo con los doce apóstoles.
Jesús ofrece el pan y lo distribuye. A falta de escudillas o tazas, cada uno moja sus rebanadas de pan en el cubo y, cuando tiene sed, bebe directamente de él. Jesús sólo bebe un poco de leche. Está serio, silencioso… Tanto que, acabada la comida, saciada el hambre que en los apóstoles nunca falta, terminan por darse cuenta de su mutismo.
Andrés es el primero que pregunta:
-¿Qué te sucede, Maestro? Te veo triste o cansado…
-No niego que lo esté.
-¿Por qué? ¿Por esos fariseos? Pues si ya deberías estar acostumbrado a ellos… ¡Casi, casi que me he acostumbrado yo que…! Ya sabes cómo era yo las primeras veces con ellos. ¡Cantan siempre la misma canción!… La verdad es que las serpientes sólo pueden silbar; jamás ninguna logrará imitar el canto del ruiseñor. Se termina por no hacer caso – dice Pedro, parte convencido, parte queriendo liberar de preocupaciones a Jesús.
-Así es como se pierde el control y se cae en sus roscas. Os ruego que no os habituéis nunca a las voces del Mal como si fueran voces inocuas.
-¡Ah, sí! Pero no deberías estar triste, si es sólo por eso. Ya ves cómo te ama el mundo – dice Mateo.
-¿Pero es sólo por eso por lo que estás triste de esa forma? Dímelo, Maestro bueno. ¿O es que te han referido mentiras, o te han insinuado calumnias, o sospechas, o qué sé yo… respecto a nosotros, que te queremos? – pregunta presuroso y lisonjero el Iscariote, pasando un brazo por detrás de Jesús, que está sentado en el heno a su lado.
Jesús vuelve la cara en la dirección de Judas. Sus ojos emanan un relámpago fosfórico a la luz trémula de la lámpara colocada en el suelo, en medio del círculo de los que están sentados en el heno dispuesto como bajo asiento en redondel. Jesús mira muy fijamente a Judas de Keriot, y mirándolo, le pregunta:
-¿Y me crees tan necio como para recibir como verdaderas las insinuaciones de cualquiera, hasta el punto de preocuparme por ellas? Son las realidades, Judas de Simón, las que me preocupan – y su mirada no deja ni un momento de hincarse, derecha como un calador, en la pupila oscura de Judas.
-¿Qué realidades te turban, entonces? – pregunta seguro el Iscariote.
-Las que veo en el fondo de los corazones y leo en las frentes destronadas.
Jesús marca mucho esta palabra.
Todos se agitan:
-¿Destronadas? ¿Por qué? ¿Qué quieres decir?
-Un rey pierde el trono cuando es indigno de permanecer en él. Lo primero que se le quita es la corona que tiene en su frente como en el lugar más noble del hombre, único animal que – siendo animal como materia, pero sobrenatural como ser dotado de alma – tiene la frente erguida hacia el cielo. Pero no es necesario ser rey con un trono terreno para poder ser
destronados. Todo hombre es rey por el alma y su trono está en el Cielo. Pero cuando un hombre prostituye su alma y viene a ser un animal, y viene a ser un demonio, entonces pierde el trono. El mundo está lleno de frentes destronadas, que ya no están erguidas hacia el Cielo, sino agachadas hacia el Abismo, gravadas con la palabra que en ellas ha esculpido Satanás. ¿Queréis saber qué palabra es? Es la que leo en las frentes. Está escrito en ellas: «¡Vendido!». Y, para que no tengáis dudas acerca de quién es el comprador, os digo que es Satanás, en sí mismo y en los siervos que tiene en el mundo».
-¡Comprendo! Esos fariseos, por ejemplo, son siervos de un siervo que está por encima de ellos y que a su vez es siervo de Satanás -dice convencido Pedro.
Jesús no rebate.
-Pero, ¿sabes, Maestro, que esos fariseos, cuando han oído tus palabras, se han marchado escandalizados? A1 salir se han chocado conmigo y lo decían… Has estado muy tajante – observa Bartolomé.
Y Jesús replica:
-Pero muy verdadero. Si se tienen que decir estas cosas, es culpa de ellos, no mía. Es más, decirlas es un acto de caridad por mi parte. Toda planta que no haya plantado mi Padre celeste debe ser arrancada; y plantas no plantadas por Él es el improductivo brezal de parásitas hierbas, sofocantes, espinosas, que ahogan la semilla de la Verdad santa. Caridad es extirpar las tradiciones y preceptos que ahogan el Decálogo, lo enmascaran, hacen de él una cosa ineficaz e imposible de ser observado. Para las almas honestas, es caridad hacerlo. Respecto a ésos, a los alteros obstinados, cerrados a toda acción y consejo del Amor, dejadlos; que los sigan los que por corazón y por tendencias son semejantes a ellos. Son ciegos, guías de ciegos. Si un ciego guía a otro ciego, por fuerza caerán los dos en la fosa. Dejadlos que se nutran de esas cosas contaminadas a las que dan el nombre «pureza»; ya no pueden contaminarlos más, porque lo único que hacen es colocarse bien en la matriz de que provienen.
-Esto que dices ahora empalma con cuanto dijiste en casa de Daniel, ¿no es verdad? Que no es lo que entra en el hombre lo que contamina, sino lo que sale del hombre» pregunta, pensativo, Simón e1 Zelote.
-Sí – dice escuetamente Jesús.
Pedro, después de un silencio, porque la seriedad de Jesús congela hasta el carácter más exuberante, solicita:
-Maestro, yo – y no sólo yo – no he comprendido bien la parábola. Explícanosla un poco. ¿Cómo es que lo que entra no contamina y lo que sale contamina? Yo, si tomo un ánfora limpia y meto en ella agua sucia, la ensucio. Por tanto, lo que entra en el ánfora la ensucia. Pero si de un ánfora llena de agua pura arrojo agua al suelo, no ensucio el ánfora, porque del ánfora sale agua pura. ¿Y entonces?
Y Jesús:
-Nosotros no somos ánforas, Simón. No somos ánforas, amigos. ¡Y en el hombre no todo es puro! ¿Entonces también vosotros estáis sin inteligencia? Reflexionad sobre el caso que esgrimían contra vosotros los fariseos. Vosotros, decían, os contaminabais porque llevabais alimento a vuestra boca con manos polvorientas, sudadas… bueno, sin lavar. Pero, ¿esa comida a dónde iba? De la boca al estómago, de éste al vientre, del vientre a la cloaca. ¿Podrá, pues, portar impureza a todo el cuerpo, y a lo que en él está contenido, pasando sólo por el canal a ello destinado, cumpliendo su oficio de nutrir a la carne, sólo a ella, para terminar, como conviene, en una cloaca? ¡No es esto lo que contamina al hombre! Lo que contamina al hombre es lo que es suyo, únicamente suyo, aquello que suyo ha engendrado y dado a la luz. O sea, aquello que tiene en el corazón y del corazón sube a los labios y a la cabeza y corrompe el pensamiento y la palabra y contamina a todo el hombre. Del corazón vienen los malos pensamientos, los homicidios, los adulterios, las fornicaciones, los robos, los falsos testimonios y las blasfemias. Del corazón vienen avaricias, lujurias, soberbias, envidias, iras, apetitos intemperados, ocios pecaminosos. Del corazón viene el fómite de las distintas acciones; si el corazón es malo, malas serán éstas como el corazón. Todas las acciones: desde los actos de idolatría a las murmuraciones insinceras… Todas estas cosas malas que van del interior hacia afuera contaminan al hombre, no el comer sin lavarse las manos. La ciencia de Dios no es cosa del suelo, lodo para ser pisado por todo pie; es algo sublime, que habita en las regiones de las estrellas, de donde desciende con rayos de luz para informar de sí a los justos. No queráis, vosotros al menos, arrancarla de los cielos para envilecerla en el fango… Id a descansar ahora. Yo salgo para orar.