Palabras y milagros en Arbela, ya evangelizada por Felipe de Jacob
Con la primera persona a la que se dirigen, preguntándole por Felipe de Jacob, se dan cuenta de lo mucho que ha trabajado el joven discípulo. La persona consultada, una viejecita llena de arrugas, que con fatiga transporta un cántaro lleno de agua, mirando fijamente con sus ojitos hundidos por la edad al hermoso rostro de Juan -que le ha hecho la pregunta sonriendo y precediéndola con un «La paz sea contigo» tan dulce que la anciana ha quedado conquistada- dice:
-¿Eres el Mesías?
-No. Soy su apóstol. Él viene allí.
La anciana deja en el suelo su cántaro y dirige sus pasos, renqueando, al punto indicado; cuando llega, se arrodilla ante
Jesús.
Juan, que está con Simón frente al cántaro, que casi se ha volcado, derramándose la mitad de su contenido, sonríe mientras dice a su compañero:
-Creo que es mejor que tomemos este cántaro y vayamos donde la anciana.
Toma el cántaro y se encamina, mientras Si- añade:
-Nos servirá para beber, que todos tenemos sed.
En llegando donde la viejecita -la cual, no sabiendo exactamente qué decir, repite una y otra vez: «¡Bonito, santo Hijo de la Madre más santa!», arrodillada, bebiéndose con sus ojos la figura de Jesús, quien, a su vez, le sonríe, repitiendo también: «Levántate, madre. ¡Pero mujer, levántate!»-, en llegando, Juan le dice:
-Hemos cogido tu cántaro, que casi se había volcado. Hay poca agua. Pero, si nos lo permites, bebemos esta agua y luego te lo llenamos.
-Sí, hijos, sí. Lo que siento es tener solamente agua para vosotros. Leche, como cuando alimentaba a mi Judas, querría tener en mi pecho, para daros lo más dulce que hay en la tierra: la leche de una madre; vino querría tener, del más selecto, para daros fuerzas… Pero Mariana de Eliseo es vieja y pobre…
-Tu agua, madre, es para mí vino y leche, porque la ofreces con amor – responde Jesús, y bebe, Él el primero, del cántaro que Juan le ha acercado. Luego beben los demás.
La anciana se ha levantado por fin, y ahora los mira como miraría al Paraíso; pero, al ver que han bebido todos y ahora van a tirar el agua que queda y ya hacen ademán de ir a la fuente que gorgotea en el fondo de la calle, la anciana se interpone defendiendo el cántaro y dice:
-No, no. Esta agua de la que ha bebido Él es más santa que el agua lustral. La conservaré con esmero para que me purifiquen con ella cuando muera.
Y, aferrando su cántaro, dice:
-Me lo llevo a casa. Tengo otros. Ya llenaré ésos. Antes ven, Santo, que te enseño la casa de Felipe – y va dando trotecillos, ligera, encorvada toda, todo risueños su rostro rugoso y sus ojillos, avivados por la alegría; va dando trotecillos teniendo cogido el borde del manto de Jesús con sus dedos, como temiendo que se le pueda escapar, y defiende su cántaro de las insistencias de los apóstoles; que quisieran que no llevase ese peso; va dando trotecillos, sí, dichosa, mirando la calle y las casas de Arbela (desierta la primera, cerradas éstas, en el atardecer) con la mirada de un conquistador feliz de su victoria.
Por fin, al pasar de esta calle secundaria a otra más céntrica, en que hay gente que se apresura a llegar a casa -y la gente la observa con asombro, señalándosela unos a otros y preguntándole-, ella espera a que se forme alrededor un corro de gente y grita:
-¡Tengo conmigo al Mesías de Felipe! Corred a decirlo por todas partes; primero a la casa de Jacob. Que estén preparados para glorificar al Santo.
Grita hasta desgañitarse. Sabe hacerse obedecer. Le ha llegado, pobre ancianita lugareña, sola y desconocida, la hora de mandar. Y ve a toda una ciudad revolucionada por su imperativo.
Jesús, mucho más alto que ella, le sonríe cuando, de vez en cuando, ella lo mira; y le pone una mano en su cabeza senil, con una caricia de hijo que la hace desmayarse de felicidad.
La casa de Jacob está en una calle céntrica. Abierta de par en par e iluminada, muestra tras el portal una larga entrada, en que hay movimiento de gente con lámparas, personas que, en cuanto Jesús aparece en la calle, corre afuera jubilosa: el joven discípulo Felipe, luego su madre y su padre, parientes, domésticos y amigos.
Jesús se detiene y responde con majestuosidad al reverente saludo de Jacob, luego se agacha hacia la madre de Felipe – la cual, de rodillas, lo está venerando- y la hace ponerse de pie, la bendice y le dice:
-Sé siempre feliz por tu fe.
Luego saluda al discípulo y al otro que ha venido con él.
La anciana Mariana, a pesar de todo, no suelta el borde del manto, ni su puesto al lado de Jesús, hasta que están ya para poner pie en el atrio. Entonces gime:
-¡Una bendición para que yo sea feliz! Ahora Tú estarás aquí… yo voy a mi pobre casa y… ¡todo lo bonito se acabó! ¡Cuánta nostalgia en esa voz senil!
Jacob, al que su mujer le ha hablado en voz baja, dice:
-No, Mariana de Eliseo. Quédate tú también en mi casa, como si fueras una discípula. Quédate el tiempo que el Maestro esté con nosotros, y sé feliz así.
-Dios te bendiga, hombre. Tú comprendes la caridad.
-Maestro… Ella te ha traído a mi casa. Tú me has concedido gracia y caridad. No hago sino restituir, y, en todo caso, míseramente, lo mucho que de ti y de ella he recibido. Entra. Entrad. Quisiera que encontrarais acogedora mi casa.
La multitud, afuera, en la calle, los ve entrar y grita:
-¿Y nosotros? Queremos oír su palabra.
Jesús se vuelve:
-Es ya de noche. Estáis cansados. Preparad vuestra alma con un santo descanso. Mañana oiréis la Voz de Dios. Por ahora, os acompañen la paz y la bendición.
Y el portal se cierra, cubriendo con ello la felicidad de esta casa. Santiago de Zebedeo, mientras se purifican del viaje, hace esta observación al Señor:
-Quizás hubiera sido mejor hablar inmediatamente y partir al alba. Los fariseos están en la ciudad. Me lo ha dicho Felipe. Te van a crear conflictos.
-Los que habrían tenido conflictos con ellos están lejos. Los problemas que me puedan causar no tienen importancia. El amor anulará…
Es la mañana del día siguiente… La salida, alegre, entre los familiares de Felipe y los apóstoles. La ancianita va detrás. La cita con los de Arbela, que esperan pacientemente. El camino hacia la plaza principal, donde Jesús empieza a hablar.
Se lee en el capítulo octavo del segundo de Esdras esto que ahora os repito aquí: «Llegado el séptimo mes…» (Jesús me dice: «No escribas más. Repito íntegramente las palabras del libro»). (Las palabras del libro son las de Nehemías 8, porque el primero y el segundo libro de Esdras reciben, respectivamente, en los nuevos títulos de los libros de la Biblia, los nombres de libro de Esdras y libro de Nehemías)
¿Cuándo vuelve a su patria un pueblo? Cuando regresa a las tierras de sus padres. Yo vengo a conduciros de nuevo a las tierras del Padre vuestro, al Reino del Padre. Puedo hacerlo porque para hacer esto he sido enviado. Vengo, por tanto, a llevaros al Reino de Dios. Es, pues, justo equipararos con los que con Zorobabel regresaron a Jerusalén, la ciudad del Señor; y es justo hacer con vosotros como hiciera Esdras, el escriba, con el pueblo recogido de nuevo dentro de los muros sagrados. Porque, reconstruir una ciudad, dedicándola al Señor, y no reconstruir las almas, cada una semejante a una pequeña ciudad de Dios, es necedad sin igual.
¿Cómo reconstruir estas pequeñas ciudades espirituales, por muchas razones derruidas? ¿Qué materiales se habrán de usar para hacerlas sólidas, hermosas, duraderas? Los materiales están en los preceptos del Señor. Los diez mandamientos. Vosotros los sabéis porque Felipe, hijo vuestro y discípulo mío, os los ha recordado. Los dos santos de entre los preceptos santos, “Ama a Dios con todo tu ser, ama al prójimo como a ti mismo~, son el compendio de la Ley. Y estos preceptos predico Yo, porque con ellos segura es la conquista del Reino de Dios. En el amor, uno encuentra la fuerza de conservarse santo o de venir a serlo, la fuerza del perdón, la fuerza de las virtudes heroicas: todo lo encuentra en el amor.
No es el miedo lo que salva. El miedo al juicio de Dios, a las sanciones de los hombres, a las enfermedades. El miedo nunca es constructivo; antes bien, agita, disgrega, desencaja, quebranta. El miedo lleva a la desesperación; lleva sólo a la astucia para ocultar las malas acciones; lleva sólo a temer, cuando ya el temor es inútil porque el mal ya está en nosotros. ¿Quién se preocupa, mientras está sano, de ser prudente, por piedad hacia su cuerpo? Nadie. Pero en cuanto el primer escalofrío de fiebre culebrea por las venas, o una mancha hace pensar en enfermedades impuras, en ese momento, viene el miedo, como tormento que se agrega a la enfermedad, como fuerza disgregadora en un cuerpo al que ya la enfermedad disgrega.
(Nota.- Con respecto a lo que dice Jesús “No es el miedo lo que salva. El miedo al juicio de Dios”, hay que entender sus palabras en el contexto de todo el mensaje evangélico. Digo esto porque alguno puede pensar que es malo predicar la existencia del Infierno y sus sufrimientos para conseguir la salvación de las almas, lo que no es exacto, ya que Jesús habla hasta catorce veces del Infierno a lo largo del Evangelio, ¿por qué? Porque también hay que tener en cuenta, a la hora de salvar nuestras almas, la existencia del Infierno con sus horrores, donde podemos ir, si no cumplimos los Mandamientos. Cuando la tentación se muestra cercana, palpable, sensual, a veces se apaga el amor de Dios y entonces, solo el conocer la posibilidad de poder condenarnos en un Infierno horrible y eterno, hace al alma entrar en sí y da marcha atrás, y no peca. Por eso la Virgen en Fátima se apareció a los tres pastorcillos y les hizo ver el Infierno. La Beata Jacinta decía luego que la visión del Infierno y sus horrores, la motivó a ser Santa, cosa que consiguió. Hoy no se habla del Infierno, es tabú hacerlo, y así vemos los resultados: la impiedad, el ateísmo y la condenación de muchos es palpable, porque, quitado todo temor, el alma se lanza a todos los vicios, contando, presuntuosamente, con la bondad de Dios y su misericordia, olvidando su Justicia. Metido así hasta el cuello en el vicio, el alma pierde la fe en Dios y, al final, se condena. Santa Teresa de Jesús dice que a Dios se va con dos alas: el amor y el temor. La Iglesia Católica considera el perdón de los pecados por dos caminos: por amor, o contrición, y atrición, o temor a condenarse, también válido este último arrepentimiento para salvarse, aunque el de contrición sea más perfecto, algo que nadie dudar: cumplir los Mandamientos por amor a Dios es el ideal supremo, pero cumplir los Mandamientos por el temor a condenarse, aunque inferior, también es válido. ¿Es bueno, entonces hablar del Infierno? Sí, y muy necesario en nuestros días,
porque hay muchos, que ante el temor de condenarse, se salvarían, algo que ahora, como hemos mencionado antes, no ocurre perdiéndose lamentablemente las almas por esta desidia del clero actual progresista. En estas palabras, pues, de Jesús, lo que Él insiste y nos quiere decir es que cumplir los Mandamientos por amor a Dios es mucho más perfecto que por el temor, pero no descarta, no rechaza, el cumplimiento de los Mandamientos por temor a condenarse, como se comprueba a lo largo de todo el contexto evangélico y bíblico)
El amor, por el contrario, construye. El amor edifica, da solidez, mantiene la cohesión, preserva. El amor porta esperanza en Dios; aleja de las malas acciones; conduce a la prudencia hacia el propio cuerpo, que no es el centro del universo (como lo creen y lo hacen los egoístas, los falsos amantes de sí mismos, porque aman sólo una parte, la menos noble, con perjuicio de la parte inmortal y santa), pero que, en todo caso, debe ser conservado sano, hasta que Dios no decida lo contrario, para ser útiles a nosotros mismos, a la familia, a la propia ciudad, a la nación toda.
Es inevitable que vengan las enfermedades, y no se puede decir que toda enfermedad sea prueba de vicio o castigo. Existen enfermedades santas, enviadas por el Señor a sus justos, para que en el mundo, que de sí mismo hace el todo y el medio del gozo, haya santos como rehenes de guerra para salvación de los demás, los cuales pagan personalmente para expiar con su sufrimiento la dosis de culpa que el mundo diariamente acumula y que acabaría cayendo sobre la Humanidad, sepultándola bajo su maldición. ¿Recordáis al anciano Moisés orando mientras Josué combatía en nombre del Señor? Tenéis que pensar que quien sufre con santidad presenta la mayor batalla al más feroz guerrero que habita en el mundo, celado bajo apariencias de hombres y pueblos, a Satanás, el Torturador, el Origen de todo mal; y combate por todos los demás hombres. ¡Mas, cuánta diferencia entre estas santas enfermedades que Dios manda y las enviadas por el vicio a causa de un pecaminoso amor por la carnalidad!: las primeras son pruebas de la voluntad benéfica de Dios; las segundas, pruebas de la corrupción satánica.
Así pues, es necesario amar para alcanzar la santidad, porque el amor crea, preserva, santifica.
Yo también, anunciándoos esta verdad, os digo, como Nehemías y Esdras: «Este día está consagrado al Señor Dios nuestro. No guardéis luto, no lloréis». Porque todo luto cesa cuando se vive el día del Señor. La muerte suspende su aspereza, pues de la pérdida de un hijo, del marido, de un padre o una madre o un hermano, se transforma en una separación transitoria y limitada: transitoria, porque con nuestra muerte cesa; limitada, porque se limita al cuerpo, a lo sensible. El alma nada pierde con la muerte del familiar perecido. Es más, de las dos partes, ahora una sola está limitada en su libertad, la nuestra, que todavía permanecemos con el alma encerrada en la carne; la otra parte, la que ha pasado a la segunda vida, goza de la libertad y del poder de velar por nosotros y de obtener para nosotros mucho más que cuando nos amaba en la cárcel de su cuerpo.
Os digo, como Nehemías y Esdras: «Id a comer pingües carnes y a beber dulce vino, y enviad raciones a quienes no tienen, porque es día consagrado al Señor, y en este día ninguno debe sufrir. No os entristezcáis, porque el gozo del Señor, que está entre vosotros, es la fuerza de quien recibe la gracia del Señor altísimo en su ciudad y en su corazón».
Ya no podéis celebrar los Tabernáculos. Su tiempo ha pasado. Alzad, eso sí, tabernáculos espirituales en vuestros corazones. Subid al monte, es decir, ascended hacia la Perfección. Coged ramas de olivo, mirto, palma, encina, hisopo, de los más bellos árboles. Ramas de las virtudes: paz, pureza, heroísmo, mortificación, fortaleza, esperanza, justicia… todas, todas las virtudes. Adornad vuestro espíritu celebrando la fiesta del Señor. Sus Tabernáculos os esperan. Los suyos. Tabernáculos hermosos, santos, eternos, abiertos a todos aquellos que viven en el Señor. Y, conmigo, hoy, proponeos hacer penitencia del pasado, proponeos empezar una vida nueva.
No tengáis miedo del Señor. Os llama porque os ama. No temáis. Sois sus hijos como cualquiera de Israel. También para vosotros ha hecho la Creación y el Cielo, y suscitó a Abraham y a Moisés, abrió el mar, creó la nube que guiaba, bajó del Cielo para dar la Ley, abrió las nubes para que soltaran el maná, hizo fecundas a las rocas para que dieran agua. Y ahora, ¡sí!, ahora también para vosotros envía el vivo Pan del Cielo para vuestra hambre, la verdadera Vid y la Fuente de la Vida eterna para vuestra sed. Y, por mi boca, os dice: «Entrad. Tomad posesión de la Tierra que Yo, alzando mi mano, os entrego». Mi Tierra espiritual: el Reino de los Cielos».
La multitud intercambia palabras entusiastas.
Luego… los enfermos. Muchos. Jesús los manda colocarse en dos filas. Mientras se lleva esto a cabo, pregunta a Felipe de Arbela:
-¿Por qué no los has curado tú?
-Para que tengan lo que yo tuve: la curación por medio de ti.
Jesús pasa bendiciendo, uno a uno, a los enfermos, y se repite el mismo prodigio de ciegos que recuperan la vista, sordos que oyen, mudos que hablan, tullidos que se enderezan, fiebres y estados de debilidad que desaparecen.
Las curaciones han quedado concluidas. Al final, después del último enfermo, están los dos fariseos que habían ido a Bosrá y otros dos.
-Paz a ti, Maestro. ¿A nosotros no nos dices nada?
-He hablado para todos.
-Pero nosotros no tenemos necesidad de esas palabras. Somos los santos de Israel.
-A vosotros, que sois maestros, os digo: comentad entre vosotros el capítulo que sigue, el noveno del segundo de Esdras, (El noveno capítulo del segundo libro de Esdras corresponde a Nehemías 9, según la aclaración de la nota precedente) recordando cuántas veces Dios ha tenido misericordia con vosotros hasta el presente; y, dándoos golpes de pecho, repetid, como si fuera una oración, la conclusión del capítulo.
-Bien has dicho, bien has dicho, Maestro. ¿Y tus discípulos lo hacen?
-Sí, es lo primero que exijo.
-¿Todos? ¿Incluso los homicidas que hay en tus filas?
-¿Os hiede el olor de la sangre?
-Es voz que clama al Cielo.
-Pues entonces no imitéis nunca a quienes la derraman.
-¡No somos asesinos!
Jesús clava en ellos sus ojos taladrándolos con su mirada.
No se atreven a decir nada durante un rato. Pero se ponen en la cola del grupo que vuelve a la casa de Felipe, el cual se siente obligado a invitarlos a entrar y a participar en el banquete.
-¡Con mucho gusto, con mucho gusto! Así estaremos más tiempo con el Maestro – dicen haciendo enormes reverencias.
Pero una vez dentro de la casa parecen sabuesos… Miran, ojean, hacen preguntas astutas a la servidumbre, incluso a la viejecita, que me parece atraída por Jesús como el hierro por el imán. Pero ella responde enseguida:
-Ayer he visto sólo a éstos. Vosotros soñáis. Los he acompañado hasta aquí, y el único Juan era ese muchacho rubio y bueno como un ángel.
Los fariseos fulminan a la abuelita con un improperio y se vuelven hacia otra parte.
Pero uno de la servidumbre, sin responderles directamente a ellos, se inclina hacia Jesús, que habla, sentado, con el dueño de la casa, y le pregunta:
-¿Dónde está Juan de Endor? Este señor lo bus ca.
El fariseo fulmina al hombre y le signa con el apelativo de «necio».
Pero Jesús ya está al corriente de sus intenciones y hay que arreglar las cosas de alguna manera, así que el fariseo dice: -Era para congratularnos con este prodigio de tu doctrina, Maestro, y honrarte a ti a través del convertido.
-Juan está lejos ya para siempre y cada vez estará más lejos.
-¿Ha vuelto a caer en el pecado?
-No. Está ascendiendo al Cielo. Imitadlo y en la otra vida lo encontraréis.
Los cuatro no saben qué más decir y, prudentemente, hablan de otras cosas.
Los domésticos anuncian que están preparadas las mesas. Todos pasan a la sala del banquete.