Palabras de Jesús y milagros en Bosrá, después de la irrupción de dos fariseos. El don de la fe a Alejandro Misax
…Y también está muy cerca el mundo con sus olas de odio, traición, dolor, necesidad, curiosidad. Y las olas vienen, como las del mar a un puerto, a morir aquí, dentro del patio de la posada de Bosrá, limpio ahora de excrementos e inmundicias por el respeto del hospedero, cuyo corazón es mejor de lo que su cara hace suponer. Mucha gente, del lugar y no del lugar, aunque todavía de la región; y gente que, por lo que dicen, comprendo que vienen de lejos, de las riberas del lago o de allende el lago. Nombres de pueblos y fragmentos de dolor se captan de las palabras que, a la espera de Jesús, se entrecruzan. Gadara, Ippo, Gerguesa, Gamala, Afeq, y Naím, Endor, Yizreel, Magdala y Corazín pasan de boca en boca; con ellos las referencias de los motivos que hasta aquí los han traído desde tan lejos.
-Cuando supe que Él había venido por la Transjordania me desanimé; pero, cuando iba a volver a Yizreel vinieron unos discípulos, y nos dijeron a los que estábamos esperando en Cafarnaúm: “Ahora estará seguro más allá de Gerasa. Id sin demora a Bosrá o a Arbela», y he venido con éstos…
-Yo vi pasar por Gadara a unos fariseos que preguntaban si Jesús de Nazaret estaba en la región. Tengo a mi mujer enferma. Me uní a ellos. Luego, ayer, en Arbela, supe que iba a venir antes a Bosrá, así que he venido aquí.
-Yo vengo de Gamala, por este niño. Le embistió una vaca furiosa. Se me ha quedado así… – y muestra a su hijo, tullido por entero, incapaz de mover libremente siquiera los brazos.
-Yo no he podido traer al mío. Vengo de Meguiddó. ¿Creéis que me lo curará desde aquí? – gime una mujer con el rostro enrojecido por el llanto.
-¡Hace falta el enfermo!
-No. Basta tener fe.
-No. Si no impone las manos no hay curación. Así hacen también sus discípulos.
-¡Has recorrido mucho camino para nada, mujer!
La mujer se abandona al llanto diciendo:
-¡Ay de mí! Lo he dejado, casi agonizando, esperando que… No lo va a curar y ahora tampoco lo voy a consolar yo cuando muera…
Otra mujer la conforta:
-No lo creas, mujer, que yo vengo a darle las gracias porque me hizo un gran milagro desde el monte donde estaba hablando.
-¿Qué mal tenía tu hijo?
-No era mi hijo. Era mi marido, que se había vuelto loco… – y las dos mujeres siguen hablando en voz baja.
-Es verdad. También la madre de Arbela recuperó convertido a su hijo sin que el Maestro lo viera – dice uno de Arbela, y sigue hablando con otros que tiene al lado…
-¡Abrid paso, por piedad! ¡Abrid paso! – gritan unos que transportan unas angarillas cubiertas por entero.
La muchedumbre se separa y la camilla pasa con su carga de dolor para disponerse en el fondo, casi detrás de un pajar. ¡Quién sabe si es hombre o mujer la persona extendida en las angarillas!
Entran dos fariseos todo orondos y bien conservados de aspecto, más soberbios que nunca. Asaltan, como si fueran dos locos, al pobre hospedero gritando:
-¡Maldito embustero! ¿Por qué nos dijiste que no estaba? ¿Eres cómplice suyo? ¡Burlarte así de nosotros, los santos de Israel, por favorecer a… ¿a quién?! ¿Tú qué sabes quién es? ¿Qué es para ti?
-¿Qué es? Pues lo que vosotros no sois. De todas formas no he mentido. Vino pocas horas después de vuestra llegada. Y no se ha escondido, ni yo lo escondo. Pero, dado que quien manda aquí soy yo, en este mismo instante os digo: «¡Fuera de mi casa!». Aquí no se injuria al Nazareno. ¿Entendido? ¡Y si no entendéis las palabras puedo hablaros con los hechos, abusones, que no sois más que unos abusones!
El fornido hospedero parece tan dispuesto a pasar a la acción, que los dos fariseos cambian de tono y reptan como perrillos amenazados con el azote.
-¡No, pero si lo buscábamos para venerarlo! ¿Qué idea te has hecho? Lo que nos ha sacado de nuestras casillas ha sido
el pensar que por tu culpa no lo íbamos a poder ver. Sabemos quién es. El Mesías, santo y bendito, y no somos dignos de alzar
nuestra mirada a Él: nosotros, polvo; El, gloria de Israel. Llévanos a El. Nuestra alma arde de deseo de oír su palabra. El hospedero les devuelve la pelota maravillosamente, respondiendo:
-¡Oh, pues fíjate, ¿cómo he podido pensar que fuera otra cosa, yo que he oído hablar de la justicia de los fariseos?! ¡Pues claro, habéis venido a adorarlo! ¡Os consume este deseo! Voy a decírselo. Voy… ¡No, por Satanás, tú no me sigues! Y tú tampoco, u os pego una sacudida, momias viejas venenosas, que os hago entrar al uno en el otro. Vosotros os quedáis aquí. Tú aquí, donde te planto, y tú aquí. Lo que siento es no poderos hincar en el suelo hasta el cuello para servirme de vosotros como una estaca para atar a los cerdos y degollarlos – y une la acción a las palabras: coge primero al fariseo más delgaducho, por las axilas, lo alza y lo planta en el suelo con tanta violencia que, verdaderamente, si no fuera una tierra bien dura, el desdichado habría entrado al menos hasta el tobillo (pero es tierra dura y el fariseo queda de pie, tras un fuerte bamboleo, como si fuera un muñeco); luego coge al otro y, a pesar de ser más bien obeso, lo levanta y lo baja con igual furia, y, como reacciona y forcejea, al final, en vez de ponerlo derecho, lo tira al suelo, y el fariseo cae sentado: un envoltorio de carne y ropa… Luego se marcha, diciendo una palabrota que se pierde entre los lamentos de los dos fariseos y las carcajadas de muchos.
Entra por un pasillo, pasa a un patio pequeño, toma una escalera, pone pie en una galería, y luego en una habitación amplia donde Jesús con todos los suyos, más el mercader, están terminando de comer.
-Han llegado dos de los cuatro fariseos. Te lo digo para tu gobierno. Yo, por el momento, ya les he dado un repaso. Pretendían venir detrás de mí. No he querido. Ahora están abajo, en el patio, entre muchos enfermos, muchos, y más gente. -Voy enseguida. Gracias, Fara. Tú ya puedes ir yendo.
Se levantan todos. Pero Jesús ordena que los discípulos se queden donde están, y también las mujeres, excepto su Madre, María Cleofás, Susana y Salomé. Y, visto el dolor que se dibuja en los rostros de los que quedan excluidos, dice:
-Subid a la terraza. Me podréis oír igualmente.
Sale con los apóstoles y las cuatro mujeres. Sigue en sentido contrario el mismo recorrido del hospedero. Entra en el patio grande. La gente alarga el cuello para ver; los más astutos se suben a los pajares, a los carros que están aparcados en uno de los lados, a los bordes de los pilones…
Los dos fariseos se adelantan respetuosísimos para recibirlo. Jesús los saluda con su habitual saludo, como si fueran sus más fieles amigos. No obstante, no se detiene a responder a sus preguntas hipócritas:
-¿Tan pocos sois? ¿Sin discípulos? ¿Te han abandonado?
Jesús, continuando su paso, responde serio:
-Ningún abandono. Venís de Arbela, donde habéis encontrado a los que me preceden; en Judea habéis encontrado a Judas de Simón, Tomás, Natanael y Felipe.
El fariseo corpulento no se atreve a seguirle más y se para de golpe, colorado como una brasa. El otro, más descarado,
insiste:
-Es verdad. Pero, precisamente sabíamos que estabas con discípulos fieles y con las mujeres, y nos extrañaba verte con tan pocos. Queríamos ver tus nuevas conquistas para congratularnos contigo – y ríe falaz.
-¿Mis nuevas conquistas? ¡Aquí están! – y Jesús hace un gesto en semicírculo señalando a la multitud, que, en su mayor parte, son de la Transjordania, o sea, de esta región donde está Bosrá. Luego, sin darle al fariseo tiempo para replicar, empieza su discurso.
-“Me han buscado los que antes no se hacían cuestión de mí, me han encontrado los que antes no me buscaban. Y he dicho: “Aquí estoy, aquí estoy” a una nación que no invocaba mi Nombre” (Cita aquí Jesús a Isaías 65, 1 y siguientes, y 63)
¡Gloria al Señor, que habla la verdad por la boca de los Profetas! Yo, verdaderamente, al ver a esta muchedumbre que se apiña en torno a mí, exulto en el Señor, porque veo cumplidas las promesas que el Eterno me hizo cuando me envió al mundo, aquellas promesas que Yo mismo encendí, con el Padre y el Paráclito, en el pensamiento, en la boca, en el corazón de los Profetas, aquellas promesas que conocí antes de ser Carne y me incitaron a vestirme de carne. Y me sostienen. Sí, me sostienen frente al odio, el rencor, la sospecha y la mentira. Me han buscado los que antes no se hacían cuestión de mí, me han encontrado los que no me buscaban. ¿Por qué esto, si aquellos a quienes he tendido la mano diciendo: “Aquí estoy~, por el contrario, me han rechazado? Y éstos me conocían, mientras que aquéllos no me conocían. ¿Entonces?
He aquí la clave del misterio. Ignorar no es pecado, renegar sí. Demasiados de los que tienen noticia de mí -a los cuales he tendido la mano- me han renegado como si fuera espurio, o un ladrón, o un diablo corruptor; porque en su soberbia han apagado la fe, se han descarriado por caminos no buenos, retorcidos, pecaminosos, abandonando el camino que mi voz les indica. El pecado está en el corazón, en los platos, en los lechos, en los corazones, en las mentes de este pueblo que me rechaza y que, viendo reflejada en todas partes su propia impureza, la ve también en mí, más concentrada aún por su odio; y entonces me dice: “Aléjate porque eres impuro».
¿Qué habrá de decir, pues, Aquel que viene con sus vestiduras teñidas de rojo, vestido de esplendor, caminando en la grandeza de su fuerza? Va a cumplir ya lo que dice Isaías, no va a guardar silencio, pero, ¿verterá en el interior de ellos cuanto se merecen? No. Antes debe pisar en su lagar, completamente solo, abandonado por todos, para hacer el vino de la Redención. El vino que embriaga a los justos para hacerlos bienaventurados, el vino que embriaga a los culpables del gran pecado para triturar su sacrílego poder. Sí. Mi vino, el que va madurando hora tras hora al sol del eterno Amor, significará ruina y salvación de muchos, como ha dicho una profecía no escrita aún, mas sí depositada en la roca sin hendidura de que ha brotado la Vid que produce el Vino de Vida eterna.
¿Entendéis? No, no entendéis, doctores de Israel. Pero no importa que no entendáis. Está descendiendo sobre vosotros la tiniebla de que habla Isaías: «Tienen ojos pero no ven, oídos pero no oyen». Con vuestra malignidad os protegéis de la Luz; así se podrá decir que la Luz ha sido rechazada por las tinieblas y el mundo no ha querido conocerla.
Sin embargo, vosotros, vosotros que viviendo en las tinieblas habéis sabido creer en la Luz que os anunciaban, vosotros que la habéis deseado, buscado y encontrado, exultad. Exulta, pueblo de los fieles que has venido a la Salud, por montes, ríos, valles y lagos, sin contar el peso del largo camino. Lo mismo se hace por el otro camino, espiritual, que es el que, de las tinieblas de la ignorancia, te conducirá, pueblo de Bosrá, a la luz de la Sabiduría.
¡Exulta, pueblo de la Auranítida! Exulta en la alegría de conocer. Verdaderamente también de ti se habla, y de tus pueblos limítrofes, cuando canta el Profeta que vuestros camellos y dromedarios se apiñarán por los caminos de Neftalí y Zabulón, para llevar adoración al verdadero Dios y para ser sus siervos en la santa y dulce ley que sólo impone la observancia de los diez preceptos del Señor, a cambio de paternidad divina y bienaventuranza eterna: amar al verdadero Dios con la totalidad de uno mismo, amar al prójimo como a uno mismo, respetar los sábados sin profanarlos, honrar a los padres, no matar, no robar, no cometer adulterio, no ser falso en los testimonios, no desear la mujer ni las cosas de los demás. Bienaventurados vosotros si, viniendo desde más lejos, superáis a los que estaban en la casa del Señor, y que la han dejado, aguijoneados por los diez preceptos de Satanás: el desamor a Dios, el amor a uno mismo, la corrupción del culto, la dureza con los padres, el deseo homicida, el afán de hurtar la santidad ajena, la fornicación con Satanás, los falsos testimonios, la envidia por la naturaleza y misión del Verbo, el horrendo pecado que fermenta y va madurando en el fondo de los corazones, de demasiados corazones.
Exultad, vosotros los sedientos, los hambrientos, los afligidos! ¿Erais los repudiados, los proscritos, los despreciados, los extranjeros? ¡Venid! ¡Exultad! Ahora ya no. Yo os doy casa, bienes, paternidad, patria. Os doy el Cielo. ¡Seguidme, porque soy el Salvador! ¡Seguidme, porque soy el Redentor! ¡Seguidme, pues soy la Vida! ¡Seguidme, pues soy Aquel a quien el Padre no niega gracias! ¡Exultad en mi amor! ¡Exultad! Para que veáis -vosotros que me habéis buscado con vuestros dolores, que habéis creído en mí antes de conocerme- que os amo, para que este día sea de verdadera exultación, oro así: «¡Padre, Padre santo! ¡Sobre todas las heridas, las enfermedades, las llagas de los cuerpos, las angustias, los tormentos, los remordimientos de los corazones, sobre todas las fes que están naciendo, sobre las que vacilan, sobre las que se fortalecen, descienda, descienda salud, gracia, paz! ¡Paz en mi Nombre! ¡Gracia en tu Nombre! ¡Salud por nuestro recíproco amor! ¡Bendice, oh Padre santísimo! ¡Recoge y funde en un solo rebaño a estos tus hijos e hijos míos dispersos! ¡Haz que donde esté Yo estén ellos, una sola cosa contigo, Padre santo, contigo, conmigo y con el divinísimo Espíritu!
Jesús, con los brazos abiertos en forma de cruz, las palmas elevadas hacia el cielo, el rostro alzado, su voz sonando aguda e intensa como una trompeta de plata, ha hablado arrol ladora mente… Ahora se queda así, en silencio, durante unos minutos. Luego sus ojos de zafiro dejan de mirar al cielo para mirar al vasto patio lleno de gente, que suspira emocionada y vibra de esperanza; las manos se juntan extendiéndose levemente hacia delante, y, con una sonrisa que le transfigura, lanza su último grito:
-¡Exultad, vosotros que creéis y esperáis! ¡Pueblo que sufre, yérguete y ama al Señor Dios tuyo!
Simultánea y globalmente, se produce la curación de todos los enfermos: un clamor de trino y trueno, de gritos y voces, se eleva para ensalzar al Salvador. Desde el fondo del patio, todavía arrastrando la sábana que la cubría, una mujer hiende la muchedumbre para caer a los pies del Señor. El clamor de la gente se hace distinto, de terror:
-¡María, la leprosa, la mujer de Joaquín! – y huyen en todas las direcciones.
-¡No temáis! Está curada. El contacto con ella ya no os puede hacer ningún daño – dice Jesús en tono tranquilizador. Y luego dice a la mujer que está prosternada: «Levántate, mujer. Tu gran esperanza te ha premiado y te merece el perdón de haber conculcado la prudencia que debías guardar con los hermanos. Vuelve a tu casa después de las purificaciones por la curación.
La mujer, joven y pasablemente guapa, llora mientras se pone de pie. Jesús la muestra a la gente, que se acerca un poco, admira el milagro y expresa con gritos su maravilla:
-El marido la adoraba. Le había construido un refugio en el extremo de sus tierras y todas las tardes iba y, llorando, le daba comida…
-Había enfermado por su piedad, atendiendo a un mendigo que no había dicho que era leproso.
-Pero, ¿cómo ha venido María, la buena?
-Con esa camilla. ¿Cómo no hemos pensado que eran dos servidores de Joaquín?
-Se han arriesgado a que los lapidaran.
-¡Su ama! La quieren, sabe hacerse querer más que a uno mismo…
Jesús hace un gesto y todos guardan silencio:
-Habéis visto que el amor y la bondad provocan el milagro y la alegría. Sabed ser buenos, pues. Puedes marcharte, mujer. Nadie te hará ningún mal. Paz a ti y a tu casa.
La mujer sale seguida por los servidores, que han prendido fuego a la camilla en medio del patio; detrás de ella, mucha
gente.
Jesús, después de escuchar a alguno, despide a la multitud y se retira a casa seguido de los que estaban con Él. -¡Qué palabras, Maestro!
-¡Qué transfigurado estabas!
-¡Qué voz!
-¡Y qué milagros!
-¿Has visto cuándo han desaparecido los fariseos?
-Se han marchado reptando como dos lagartos después de las primeras palabras.
-Los de Bosrá y de todos estos pueblos tienen de ti un recuerdo espléndido…
-Madre, ¿y tú qué dices?
-Te bendigo, Hijo. Por mí y por ellos.
-Y tu bendición me acompañará hasta que nos volvamos a reunir.
-¿Por qué dices eso, Señor? ¿Es que las mujeres nos dejan?
-Sí, Simón. Mañana, con los primeros albores, Alejandro parte para Aera. Iremos con él hasta el camino de Arbela, luego lo dejaremos… con dolor, créeme, Alejandro Misax, tú que has sido un amable guía del Peregrino. Te recordaré siempre, Alejandro…
La emoción se transparenta en el anciano. Está saludando con los brazos cruzados, con gran reverencia, a la manera oriental, un poco inclinado, frente a Jesús. Mas, al oír estas palabras, dice:
-Sobre todo, acuérdate de mí cuando estés en tu Reino.
-¿Lo deseas, Misax?
-Sí, mi Señor.
-Yo también deseo una cosa de ti.
-¿Cuál, Señor? Si puedo, te la daré; aunque fuera la cosa más valiosa que poseo.
-Es la más valiosa. Quiero tu alma. Ven a mí. A1 principio del viaje te dije que esperaba ofrecerte un don al final. El don es la Fe. ¿Crees en mí, Misax?
-Creo, Señor.
-Entonces santifica tu alma, para que la Fe no signifique para ti un don que no sólo sería ineficaz sino incluso perjudicial.
-Mi alma es vieja. Pero me esforzaré en hacerla nueva. Señor, soy un viejo pecador. Pero, absuélveme y bendíceme para que desde ahora empiece una vida nueva. Llevaré conmigo tu bendición como la mejor ayuda en mi camino hacia tu Reino… ¿No nos vamos a volver a ver, Señor?
-Nunca más en esta tierra. Pero tendrás noticias mías y tu fe aumentará, porque no te dejaré sin evangelización. Adiós,
Misax. Mañana tendremos poco tiempo para saludarnos. Saludémonos ahora, antes de comer juntos por última vez.
Lo abraza y lo besa. También lo hacen los apóstoles y los discípulos, mientras que las mujeres saludan con un único
saludo.
Pero Misax se arrodilla casi delante de María diciendo:
-Tu luz de pura estrella de la mañana resplandezca en mi pensamiento hasta la muerte.
-Hasta la Vida, Alejandro. Ama a mi Hijo y me amarás a mí, y yo te amaré.
Simón Pedro pregunta:
-¿Pero de Arbela vamos a ir a Aera? Tengo miedo de que nos coja el mal tiempo. Mucha niebla… Hace tres días que baja al alba y al atardecer…
-Porque aquí hemos descendido. ¿No te parece que hemos bajado mucho? De todas formas es así. A partir de mañana subirás hacia los montes de la Decápolis y ya no tendrás nieblas – explica Misax.
-¿Hemos bajado? ¿Cuándo? Era camino llano…
-Sí, pero en continua bajada. ¡Tan suave que no se advierte! ¡Pero por millas y millas!…
-¿Cuánto tiempo estaremos en Arbela?
-Tú, Santiago y Judas, ni siquiera una hora – dice resueltamente Jesús.
-¿Yo… Santiago y Judas… ni siquiera una hora? ¿Y a dónde voy, si no estoy con todos vosotros?
-A otro lugar. Hasta las tierras que custodia Cusa. Acompañarás con los otros a mi Madre y a las mujeres hasta allí. Luego seguirán solas con los servidores de Juana, y vosotros volveréis y os reuniréis conmigo en Aera.
-¡Oh, Señor, me castigas porque estás enojado conmigo!… ¡Cuánto dolor me causas, Señor!
-Se siente castigado quien tiene conciencia de culpa, Simón. Esta conciencia de culpa, y no el castigo en sí mismo, debe
producir dolor. Pero no creo que sea un castigo el acompañar a mi Madre y a las discípulas en el camino de regreso. -¿Pero no sería mejor que vinieras Tú también con nosotros? Deja Aera, y estos lugares, y ven con nosotros. -He prometido que iría e iré.
-Pues entonces voy también yo.
-Tú obedece como hacen mis hermanos sin protestar.
-¿Y si encuentras fariseos?
-Ciertamente no eres tú el más indicado para convertirlos. Pero precisamente porque los voy a encontrar es por lo que quiero que tú, con Santiago y Judas, os separéis antes de Arbela con las mujeres y con Juan de Endor y Margziam.
-¡Ah!… ¡Entiendo! Bien.
Jesús se vuelve hacia las mujeres y las bendice, una a una, dándoles a cada una consejos apropiados. Magdalena, al agacharse a besar los pies de su Salvador, pregunta:
-¿Te voy a ver antes de volver a Betania?».
-Sin duda, María. Para Etanim estaré en el lago.