Marta ha recibido de su hermana María la certidumbre de la conversión
Una clara aurora de verano que deshoja rosas en la seda crespa de1 lago. Jesús está para subir a la barca, cuando he aquí que llega Marta con su sierva:
-¡Maestro, escúchame por amor de Dios!
Jesús baja de nuevo a la orilla y dice a los apóstoles:
-Poneos en movimiento. Esperadme cerca del torrente. Entretanto, preparad todo para la misión hacia Magedán. La Decápolis también espera la Palabra. Marchaos.
Y, mientras la barca zarpa y sale a zona abierta, Jesús va andando al lado de Marta, a quien Marcela sigue respetuosamente.
Se van alejando así del pueblo, caminando por la orilla: primero una faja arenosa, aunque ya salpicada de matas silvestres; enseguida, cubierta de vegetación, no ya horizontal sino asumiendo la dirección vertical, acometiendo las pendientes que se reflejan en el lago.
Cuando llegan a un lugar solitario, Jesús dice sonriendo:
-¿Qué me querías decir?
-Maestro, esta noche, poco después de la segunda vigilia, María ha vuelto a casa. ¡Ah… se me olvidaba decirte que, mientras estábamos comiendo, a la hora sexta, me había dicho: «¿Te importaría prestarme tu vestido y un manto? Serán un poco cortos, pero si dejo suelta la túnica y llevo bajo el manto…». Yo le dije: «Coge lo que quieras, hermana mía». El corazón me latía fuerte, porque antes en el jardín yo había dicho, hablando con Marcela: “Al atardecer tenemos que estar en Cafarnaúm, porque esta noche el Maestro va a hablar a la multitud», y había visto que María se sobresaltaba, que cambiaba de color; no sabía ya estar quieta, iba y venía de un lado para otro, sola, como angustiada, en vilo, como una persona que estuviera para tomar una decisión sin saber todavía qué aceptar y qué rechazar.
Después de la comida ha venido a mi habitación, ha cogido el vestido más oscuro que tenía, el más modesto; se lo ha probado y le ha pedido a la nodriza que bajase todo el jaletón porque era demasiado corto. Primero lo intentó ella, pero me confesó llorando: «Ya no sé co-ser. Todo lo útil y bueno lo he olvidado…», y me echó los brazos al cuello diciendo: «Reza por mí».
Salió de casa sola, hacia la hora del ocaso… ¡Cuánto oré para que no se encontrase con ninguno que le estorbara venir aquí, para que comprendiera tu palabra, para que lograse definitivamente estrangular al monstruo que la esclaviza!… Mira: me he puesto tu cinturón, bien ceñido debajo de los otros; cuando sentía la opresión del cuero duro en mi cintura, que no está habituada a cinturones tan recios, decía: «Él es más fuerte que todo».
Luego vinimos yo y Marcela. Con el carro es poco tiempo. No sé si nos viste entre la gente… Pero, ¡qué dolor, qué espina en el corazón, al no ver a María! Pensaba: «Ha cambiado de idea. Se ha vuelto a casa. 0… o ha huido porque no podía resistir mi imposición sobre ella, la que ella misma me había pedido». Te escuchaba y lloraba bajo mi velo. Tus palabras parecían exactamente para ella… ¡y no las estaba oyendo! Lo pensaba porque no la veía. Volví a casa desconsolada. Es verdad que te he desobedecido, porque me habías dicho: «Si viene, espérala en casa». Pero considera el estado de mi corazón, Maestro. ¡Era mi hermana, que iba a ti! ¿Podía faltar yo y no verla a tu lado? Además… me habías dicho: «Estará quebrantada». Quería estar al lado de ella antes, para apoyarla…
Estaba de rodillas, llorando y orando en mi habitación -hacía mucho que había terminado ya la segunda vigilia-, y ella ha entrado tan suavemente, que no me he dado cuenta de su presencia sino cuando se ha arrojado a mí y me ha abrazado fuertemente diciéndome: «Es verdad todo lo que dices, bendita hermana mía; y supera con mucho lo que tú dices, su misericordia es mucho mayor. ¡Oh, Marta mía, ya no es necesario que me tengas sujeta! Ya no me verás ni cínica ni desesperada. Ya no me oirás decir: `¡Para no pensar!’. Ahora quiero pensar, sé en qué pensar: en la Bondad hecha carne. Tú rezabas, hermana mía, sin duda rezabas por mí. Pues bien, tienes tu victoria ya en tu puño, tu María, que no quiere pecar más y que renace ahora. Aquí está. Mírala bien a la cara. Porque es una María nueva. Su cara ha sido lavada por el llanto de la esperanza y del arrepentimiento. Puedes besarme, hermana mía pura. Ya no hay señales de amores vergonzosos en mi rostro. El ha dicho que ama mi alma. Porque hablaba a mi alma y de mi alma. La oveja extraviada era yo. Ha dicho… escucha, mira a ver si lo digo bien, tú que conoces el modo de hablar del Salvador…». Y me ha repetido perfectamente tu parábola.
¡María es muy inteligente, mucho más que yo! Y sabe recordar. Así, te he oído dos veces; y, si en tu labio esas palabras eran santas y adorables, en el suyo me eran santas, adorables, encantadoras, porque me las decía un labio de hermana, de mi hermana hallada, que había vuelto al redil familiar. Estábamos abrazadas las dos, sentadas en la estera, como cuando éramos niñas y estábamos así en la habitación de nuestra madre, o junto al telar donde ella tejía o bordaba sus espléndidas telas; estábamos así, desaparecida ya la división del pecado, y me parecía como si nuestra madre estuviera también con su espíritu. Llorábamos sin dolor; es más, con una gran paz. Nos besábamos felices… Luego María, cansada por el camino recorrido a pie, por la emoción y muchas otras cosas, se ha dormido entre mis brazos. Con la ayuda de la nodriza la he echado en mi cama… y la he dejado. Luego he venido corriendo aquí – y Marta besa toda feliz las manos de Jesús.
-Yo también te digo lo mismo que te ha dicho María: «Tienes tu victoria en tu puño». Ve y sé feliz. Ve en paz. Sigue una conducta llena de dulzura y de prudencia para con la renacida. Adiós, Marta. Comunícaselo a Lázaro, que está preocupado allá abajo.
-Sí, Maestro. Pero María ¿cuándo va a venir con nosotras discípulas?
Jesús sonríe y dice:
-El Creador hizo la creación en seis días y el séptimo descansó.
-Entiendo. Hay que tener paciencia.
-Paciencia, sí. No suspires. Esta también es una virtud. Paz a vosotras, mujeres. Nos volveremos a ver pronto – y Jesús las deja y se dirige hacia el lugar en que la barca está esperando, en la orilla.