María Stma. instruye a Judas Iscariote sobre el deber preeminente de la fidelidad a Dios
La mañana calma y luminosa favorece la marcha. Van salvando colinas orientadas hacia el oeste, o sea, hacia el mar. -Hemos hecho bien en llegar a los montes a las primeras horas de la mañana. Con este sol no habríamos podido estar
en la llanura. Aquí hay sombra y frescor. Me dan pena los que siguen la vía romana. Buena para el invierno – dice Mateo. -Después de estas colinas tendremos el viento del mar, que siempre templa el aire – dice Jesús.
-Comeremos allá, en aquella cima. El otro día era muy bonito, y desde aquí debe serlo todavía más porque el Carmelo está más cerca, .y también el mar – añade Santiago de Alfeo.
-¡Es verdaderamente bonita nuestra tierra! – exclama Andrés.
-Sí, hay de todo en ella; montes nevados, suaves colinas, lagos, ríos, todo tipo de plantas; y no falta el mar. Realmente es la tierra de delicias celebrada por nuestros salmistas, nuestros profetas, nuestros grandes guerreros y poetas – dice Judas Tadeo.
-Recítanos algún fragmento, tú que sabes tantas cosas – ruega Santiago de Zebedeo.
“Con la belleza del Paraíso Él ha formado la tierra de Judá.
Con la sonrisa de sus ángeles ha decorado la tierra de Neftalí, con los ríos de miel del cielo ha dado sabor a los frutos de su tierra. La Creación entera se refleja en ti, gema de Dios, don de Dios a su pueblo santo.
Más dulce que los pingües racimos que maduran en las laderas de tus montes, más suave que la leche que llena las ubres de tus corderas, más embriagadora que la miel que lleva el sabor de las flores que te visten, tierra bienaventurada, es tu belleza para el corazón de tus hijos.
El cielo ha descendido y se ha hecho río para unir dos gemas, se ha hecho colgante y cinturón sobre tu verde vestido.
Tu Jordán canta. Uno de tus mares ríe, el otro recuerda que Dios es terrible, mientras las colinas parecen danzar al atardecer, cual donosas muchachas en un prado; tus montes rezan en las auroras angélicas o cantan el aleluya bajo el ardor del sol, o adoran con las estrellas tu poder, Señor altísimo.
No nos has encerrado entre apretados confines, delante nos has dejado el abierto mar para decirnos que el mundo es nuestro».
-¡Bonito, ¿eh?! ¡Precioso! Sólo he estado en la parte del lago y en Jerusalén; durante muchos años no he visto nada más. Ahora conozco sólo Palestina. Pero estoy seguro de que no hay nada más bonito en el mundo – dice Pedro lleno de orgullo nacional.
-María me decía que también es muy bonito el valle del Nilo – dice Juan.
-Y el hombre de Endor habla de Chipre como de un paraíso – añade Simón.
-¡Ya, pero nuestra tierra!…
Y los apóstoles -todos menos Judas Iscariote y Tomás, que están con Jesús un poco más adelante- siguen cantando las bellezas de Palestina.
Las mujeres van las últimas. No pueden contenerse de recoger semillas de flores para plantarlas en sus huertos y jardines (porque son bonitas y porque serán un recuerdo de su viaje).
Hay algunas águilas -creo que marítimas- o buitres, que dibujan amplios círculos por encima de las crestas de las colinas y de vez en cuando descienden en busca de alguna presa. Surge una lucha entre dos buitres. Giran, giran, perdiendo plumas, en un elegante y fiero duelo que termina con la huida del perdedor, que quizás va a morir a lo alto de algún remoto pico; al menos así lo juzgan todos, pues su vuelo es muy cansado, un vuelo de moribundo.
-Le ha hecho daño la avidez – comenta Tomás.
-La avidez y la obstinación siempre hacen daño. ¡También a los tres de ayer!… ¡Misericordia eterna! ¡Qué triste destino! – dice Mateo.
-¿No se curarán jamás? – pregunta Andrés.
-Pregúntaselo al Maestro.
Le preguntan a Jesús, y responde:
-Mejor sería preguntar si se van a convertir. Porque en verdad os digo que es preferible morir leproso y santo que no sano y pecador. La lepra queda en la Tierra, en la tumba; el pecado, en la eternidad.
-A mí me gustó mucho ayer tu discurso de por la noche – dice Simón Zelote.
-Pues a mí no. Era muy duro para demasiados israelitas — dice Judas Iscariote.
-¿Estás tú entre ellos?
-No, Maestro.
-¿Y entonces? ¿Por qué esta susceptibilidad?
-Porque te puede perjudicar.
-¿Entonces, para evitar perjuicios, debería hacer tratos con los pecadores y hacerme su cómplice?
-No digo eso. No podrías hacerlo. Pero sí guardar silencio. No buscarte la enemistad de los grandes… -Callar es otorgar. No doy mi visto bueno a los pecados; ni de los pequeños ni de los grandes.
-¿Ves lo que le ha pasado al Bautista?
-Su gloria.
-¿Su gloria? A mí me parece que es su ruina.
-Persecución y muerte por fidelidad a nuestro deber son gloria para el hombre. El mártir es siempre glorioso.
-Pero con la muerte se impide a sí mismo ser maestro, y aflige a sus discípulos y familiares; él se quita las penas, pero deja a los otros sumergidos en penas mucho mayores. El Bautista no tiene a sus más cercanos familiares, es verdad, pero tiene, de todas formas, deberes para con sus discípulos.
-Aunque tuviera a esos familiares sería igual. La vocación está por encima de la sangre.
-¿Y el cuarto mandamiento?
-Viene después de los dedicados a Dios.
-Una madre ya has visto ayer cómo sufre por un hijo…
-¡Madre! Ven.
María va donde Jesús y pregunta:
-¿Qué quieres, Hijo mío?
-Madre, Judas de Keriot está perorando en defensa de tu causa, por amor a ti y a mí.
-¿Mi causa? ¿En qué?
-Quiere persuadirme de que sea más prudente para no caer como nuestro pariente Juan. Y me está diciendo que hay que tener compasión de las madres y no arriesgar la propia vida, por ellas, porque así lo quiere el cuarto mandamiento. ¿Tú qué piensas de ello? Te cedo la palabra, Madre, para que adoctrines con dulzura a nuestro Judas.
-Yo digo que dejaría de amar a mi Hijo como Dios, que pensaría que siempre me he equivocado, que he sufrido siempre error acerca de su Naturaleza, si lo viera perder su perfección rebajando su pensamiento a consideraciones humanas perdiendo de vista las consideraciones sobrehumanas, o sea: redimir, tratar de redimir a los hombres, por amor a ellos y para gloria de Dios, a costa de crearse penas y rencores. Lo seguiría queriendo como a un hijo descarriado por efecto de una fuerza maligna, lo
seguiría queriendo por piedad, por el hecho de ser hijo mío, porque sería un desdichado, pero no ya con esa plenitud de amor con que lo amo ahora viéndolo fiel al Señor.
-A sí mismo, quieres decir.
-A1 Señor. Ahora Él es el Mesías del Señor, y debe ser fiel al Señor como todos los demás, es más, más que ninguno, porque su misión es mayor que toda otra misión que haya existido, existe y existirá, en la Tierra; ciertamente recibe de Dios la ayuda proporcional a tan alta misión.
-Pero, ¿no llorarías si le sucediera algún mal?
-Todas mis lágrimas. Pero lloraría lágrimas y sangre, si lo viera desleal a Dios.
-Ello disminuirá mucho el pecado de los que lo persigan.
-¿Por qué?
-Porque tanto Él como tú casi los justificáis.
-No lo creas. Los pecados serán siempre iguales a los ojos de Dios, tanto si nosotros juzgamos que ello es inevitable, como si juzgamos que ningún hombre de Israel debería obrar mal respecto al Mesías.
-¿Hombre de Israel? ¿Y si fueran gentiles no sería lo mismo?
-No. Para los gentiles sólo habría pecado hacia un semejante. Israel sabe quién es Jesús.
-Mucho Israel no lo sabe.
-No lo quiere saber. Es incrédulo voluntariamente; a la anticaridad, por tanto, une la incredulidad y niega la esperanza. Pisotear las tres virtudes principales no es un pecado mínimo, Judas; es grave, espiritualmente más grave que el acto material respecto a mi Hijo.
Judas, ya sin argumentos suficientes, se agacha para atarse una sandalia y se queda retrasado.
Llegan a la cima (o mejor, a un risco que está casi en la cima y que se extiende por entero hacia adelante, como si quisiera correr hacia la sonrisa azul del mar infinito). Un tupido encinar proyecta una luz de color esmeralda claro, en que inciden leves agujas de sol, en este picacho bonito, aireado, abierto a la costa ya cercana, frente a la majestuosa cadena del Carmelo. Hacia abajo, al pie del monte del risco saliente como por anhelo de volar, más abajo de unos pequeños campos a mitad de la pendiente, hay un valle estrecho con un torrente profundo (ciertamente respetable, por la violencia de las aguas, en tiempo de crecida, mas ahora reducido a un espumaje de plata en el centro del lecho). El torrente corre hacia el mar rozando la base del Carmelo. Un camino realzado sigue su orilla derecha, un camino que une una ciudad construida en el centro de la bahía con las del interior (si me oriento bien, de Samaria).
-Aquella ciudad es Sicaminón – dice Jesús – Llegaremos en la noche. Ahora descansaremos porque el descenso, aunque fresco y corto, es difícil.
Y, sentados en círculo, mientras se asa en una tosca brocheta un cordero -sin duda regalo de los pastores- hablan entre sí y con las mujeres…