Margziam descubre por qué Jesús ora todos los días a la hora nona
Tenía razón el mercader. Octubre no podía conceder a los peregrinos un día más hermoso. Disipada la leve niebla que velaba la campiña, como si la naturaleza hubiera querido cubrir con un velo el sueño de las plantas durante la noche, los campos se ven ahora en su majestuosa extensión de cultivos caldeados por el sol. Parece como si la niebla se hubiera recogido en copos de espuma transparente para ornar las lejanas cimas, mostrándolas aún más desvanecidas bajo el cielo sereno.
-¿Qué son aquéllas? ¿Montañas que tenemos que subir? – pregunta Pedro preocupado.
-No, no. Son los montes de Aurán. Nos quedaremos en la llanura, más acá de ellos. Antes de que se haga de noche, estaremos en Bosrá de Auranítida, una hermosa y buena ciudad. Mucha actividad comercial – dice para consolar y en tono de elogio el mercader, que como base de la belleza de un lugar pone siempre la prosperidad comercial.
Jesús está completamente solo, detrás, como algunas veces hace cuando desea aislarse. Margziam se vuelve para mirarlo varias veces. Luego, no resistiendo más, deja a Pedro y a Juan de Zebedeo, se sienta al borde del camino, en un mojón que debe ser una señal militar romana, y espera. Cuando Jesús llega a su altura, el niño se levanta y sin decir nada, se pone al lado de Jesús, pero un poco retrasado para que ni siquiera el verlo le moleste, y observa, observa…
Sigue observando, hasta que Jesús sale de su meditación y, al oír las leves pisadas detrás de El, se vuelve, y sonríe tendiendo la mano al niño, y dice:
-¡Oh, Margziam! ¿Qué haces aquí tan solo?
-Te estaba mirando. Hace días que te miro. Todos tienen ojos, pero no todos ven las mismas cosas. He visto que Tú, de vez en cuando, te aíslas… Los primeros días pensaba que quizás estabas afligido por algo. Pero luego he visto que lo haces siempre a las mismas horas, y que tu Mamá, que siempre te consuela cuando estás triste, no te dice nada cuando tienes esa expresión de cara; es más, si está hablando, se calla y se recoge profundamente. ¡Yo veo, eh!… Porque siempre os miro a ti y a ella para hacer lo que hacéis vosotros. Les he preguntado a los apóstoles que qué es lo que haces, porque está claro que algo haces. Me han dicho: «Está orando». Y les he preguntado: «¿Qué dice?». Ninguno me ha respondido, porque no lo saben. Están contigo desde hace años y no lo saben. Hoy te he seguido siempre que veía que ponías esa expresión, y te he estado mirando mientras orabas. Pero no es siempre la misma cara. Esta mañana, al amanecer, parecías un ángel de luz. Mirabas las cosas con unos ojos que creo que las sacabas de las sombras más que el Sol. A las cosas y a las personas. Y luego observabas el cielo, y tenías la misma cara que cuando ofreces el pan, en la mesa. Más tarde, cruzando ese pueblecito, te has puesto el último, solo: tanto te esforzabas en decir, al pasar, palabras buenas a los pobres de ese pueblo, que me parecías un padre. A uno le has dicho: «Soporta con paciencia, que pronto te aliviaré, a ti y a otros como tú». Era el esclavo de aquel hombre feo que nos ha embriscado a sus perros. Luego, mientras preparaban la comida, nos mirabas con ojos de una bondad repleta de amor. Parecías una madre… Pero ahora tu cara era de dolor… ¿En qué piensas, Jesús, a esta hora, que estás siempre así?… De todas formas, por la noche, algunas veces, si no duermo, te veo muy serio. ‘¿Me dices cómo rezas?, ¿me dices qué te mueve a rezar?
-Por supuesto que te lo digo. Así rezarás conmigo. La jornada nos la da Dios, toda: tanto la iluminada como la oscura: el día y la noche. Es un don vivir y gozar de luz. Es un modo de santificación el modo de vivir. ¿No es verdad? Pues entonces uno tiene que santificar todos los momentos del día, para conservarse en santidad y tener presente en su corazón al Altísimo y su bondad, y, al mismo tiempo, mantener alejado al Demonio. Observa los pajarillos. Con el primer rayo de sol cantan. Bendicen la luz. También nosotros debemos bendecir la luz, que es un don de Dios, y bendecir a Dios, que nos la concede y que es Luz. Tener deseos de El ya desde los albores de la mañana, como para poner un sigilo de luz, una nota de luz en todo el día que transcurre, para que todo él sea luminoso y santo. Unirnos a toda la Creación para alabar al Creador. Luego, a medida que las horas van pasando, y pasando nos traen la constatación de cuánto dolor e ignorancia hay en el mundo, orar también, para que sea aliviado el dolor y caiga la ignorancia y conozcan a Dios, lo amen, le eleven sus oraciones, todos los hombres; que si conocieran a Dios se verían siempre consolados incluso en su sufrimiento. En la hora sexta, orar por amor a la familia. Saborear este don de estar unidos a quien nos ama, que también esto es un don de Dios. Pedir que la comida no se transforme de algo útil en pecado. Y, al declinar la tarde, orar pensando que la muerte es ese ocaso que a todos nos espera. Orar para que nuestro ocaso, de un día o de toda la vida, se produzca siempre con el alma en gracia. Y, cuando se encienden las luces, orar para dar las gracias por el día que ha concluido y para pedir protección y perdón, para echarse a dormir sin miedo a un improviso juicio, a asaltos demoníacos. Orar, en fin, por la noche -pero esto es para los que ya no son niños- para ofrecer reparación por los pecados de la noche, para alejar a Satanás de los débiles, para que en los que hayan incurrido en culpa surjan la reflexión, la contrición, los buenos propósitos que se harán realidad con los primeros rayos del sol. Y así el justo durante todo el día ora, y por estas cosas ora.
-Pero no me has dicho por qué te abstraes, tan serio y majestuoso, a la hora nona…
-Porque… digo: «Por el Sacrificio de esta hora venga tu Reino al mundo y sean redimidos todos aquellos que creen en tu Verbo». Dilo también tú…
-¿Qué sacrificio es? Dijiste que el incienso se ofrece por la mañana y al atardecer. Las víctimas, a las mismas horas, todos los días, en el altar del Templo; y las víctimas, si son por votos y expiaciones, se ofrecen a todas las horas. No hay una hora nona señalada con rito especial.
Jesús se para, toma al niño con las dos manos, lo alza, lo mantiene fijo frente a sí y, como si recitase un salmo, alzando el rostro, dice:
-Y entre la sexta y la nona aquel que vino como Salvador y Redentor, aquel de que hablan los profetas, consumará su sacrificio, después de comer el pan amargo de la traición y de dar el dulce Pan de la Vida, después de prensarse a sí mismo como el racimo en el lagar y dar de beber de sí a los hombres y a la hierba, después de tejerse púrpura de rey con su sangre, y ceñir corona, y empuñar el cetro y elevar al lugar alto su trono, para que lo vea Sión, Israel y el mundo. Levantado, con el purpúreo vestido de sus llagas infinitas, en medio de las tinieblas para dar Luz, en la muerte para dar Vida, morirá a la hora nona y será redimido el mundo.
Margziam lo mira aterrorizado, pálido, con muchas ganas de llorar en los labios y en sus ojos asustados. Con voz insegura, dice:
-¡Pero el Salvador eres Tú! ¿Entonces eres Tú el que va a morir a esa hora?
Las lágrimas empiezan a descender por las mejillas y la pequeña boca las bebe, mientras, entreabierta, espera una desmentida.
Pero Jesús dice:
-Soy Yo, pequeño discípulo. Y también por ti.
Y, dado que el niño rompe a llorar convulsivamente, lo aprieta contra su corazón y dice:
-¿Entonces te duele que Yo muera?
-¡Oh, Tú eres mi única alegría! ¡No quiero esto! Yo… Déjame morir en lugar de ti…
-Tú tienes que predicarme en todo el mundo. Ya está dicho. Pero, escúchame: moriré contento porque sé que tú me amas; luego resucitaré. ¿Te acuerdas de Jonás? Salió mejor compuesto del vientre de la ballena, descansado, fuerte. Yo también, e iré inmediatamente a ti y te diré: «Pequeño Margziam, tu llanto apagó mi sed, tu amor me ha hecho compañía en el sepulcro. Ahora vengo a decirte: “Sé sacerdote mío~’. Y te besaré teniendo todavía en mí el aroma del Paraíso.
-Pero, ¿dónde voy a estar yo? ¿No voy a estar con Pedro?, ¿no con la Madre?
-Te salvaré de las olas infernales de esos días. Salvaré a los más débiles e inocentes. Menos a uno. Margziam, pequeño apóstol, quieres ayudarme a orar por aquella hora?
-¡Oh, sí, Señor! ¿Y los demás?
-Esto es un secreto entre nosotros dos. Un gran secreto. Porque a Dios le place revelarse a los pequeñuelos… No llores más. Sonríe, pensando que después no volveré a sufrir nunca más y sólo recordaré todo el amor de los hombres, el primero el tuyo. Ven, ven. Mira qué lejos están los otros. Vamos a correr para alcanzarlos – y lo pone en el suelo y, llevándolo de la mano, se echa a correr con el niño hasta que se unen al grupo.
-Maestro, ¿qué has estado haciendo?
-Le he explicado a Margziam las horas del día.
-¿Y el niño ha llorado? Será que se ha comportado mal y Tú, por bondad, lo disculpas – dice Pedro.
-No, Simón. Ha observado que oraba. Vosotros no lo habéis observado. Me ha pedido una explicación, y se la he dado. El niño se ha emocionado por mis palabras. Ahora dejadlo tranquilo. Ve donde mi Madre, Margziam. Y vosotros escuchad todos, que no os vendrá mal a vosotros la lección.
Y Jesús explica otra vez la utilidad de la oración en las horas principales del día, omitiendo la explicación de la hora nona. Termina:
-La unión con Dios es este tenerlo presente en todo momento para alabarlo e invocarlo. Hacedlo y progresaréis en la vida del espíritu.
Bosrá está ya cerca. Extendida en la llanura, se ve grande; parece bonita, con torres y circundada de muros. La tarde, al caer, desvanece los tonos de las casas y los campos en un lila ceniciento lleno de languor, en que se confunden los contornos, mientras balidos de ovejas y gruñidos de cerdos, dentro de unos recintos fuera de los muros, rompen el silencio de la campiña. Silencio que cesa en cuanto, atravesada la puerta, la caravana entra en un dédalo de callecitas, que defraudan a quien desde fuera juzgaba bonita la ciudad. Voces, olores y… hedores se depositan en las callejuelas retorcidas, y acompañan a los peregrinos hasta una plaza –ciertamente un mercado— en que está la posada.
La llegada a Bosrá se ha cumplido.