Los milagros después de la elección apostólica. Simón el Zelote y Juan predican por primera vez
Jesús desciende a media altura de la escarpada ladera y encuentra a muchos discípulos y a otros muchos que poco a poco se han ido añadiendo, a quienes la necesidad de un milagro o el deseo de la pa labra de Jesús han conducido a este lugar apartado del tránsito: han venido seguros, o por las indicaciones de la gente o por el instinto del alma. Pienso que sus ángeles, los de estos hombres deseosos de Dios los guiaban al Hijo de Dios. No creo que al decir esto me ponga al nivel de la leyenda: en efecto, si se piensa con qué pronta y astuta constancia Satanás conducía a los enemigos hacia Dios y hacia su Verbo en los momentos en que el espíritu demoníaco podía mostrarles a los hombres una apariencia de culpa en Cristo, se podrá pensar también – y más que lícito, es justo – que los ángeles no fueran inferiores a los demonios, y que llevaran a los espíritus no demoníacos a Cristo.
Jesús se prodiga en favores (milagros y la propia palabra) para estas personas que le han esperado sin cansancio ni temor. ¡Cuántos milagros! (una riqueza semejante a la de las flores que decoran los rodales del abrupto monte). Milagros grandes, como el de un niño al que han extraído, con atroces quemaduras, de un pajar en llamas: es un amasijo de carne quemada que gime lastimeramente bajo el lienzo con que lo han cubierto para ocultar su horrible aspecto; ya agoniza. Lo han traído en una camilla. Jesús, infundiéndole su respiro, regenerando las zonas quemadas, lo devuelve a su estado precedente: las quemaduras han desaparecido completamente; tanto es así que el jovencito se pone en pie, completamente desnudo, y corre feliz hacia su madre, la cual, llorando de alegría, acaricia su carne totalmente sana, sin huellas de quemaduras, y besa sus ojos – que deberían estar quemados y que, sin embargo, se muestran vivaces y resplandecientes de alegría – y su cabello, muy corto pero no destruido (cual si una llamarada hubiera actuado como una navaja). También milagros pequeños, como el de un viejecillo tosegoso que dice:
-No por mí, sino porque tengo que hacer de padre con mis nietecillos huérfanos y no puedo labrar la tierra teniendo esta mucosidad que me ahoga aquí parada en la garganta»… 0 el milagro – no visible, aunque, sin duda, real – que provoca estas palabras de Jesús: «Entre vosotros hay uno que llora con el alma y que no se atreve a decir de palabra: «Ten piedad». Mi respuesta es: «Sea como pides. Toda la piedad. Para que sepas que soy la Misericordia». Lo único que por mi parte digo es que seas generoso. Sé generoso con Dios, rompe toda atadura con el pasado, y, pues que sientes a Dios, ve a El con corazón libre, con total amor». (No sé, entre la muchedumbre, a qué hombre o mujer van dirigidas estas palabras).
Jesús sigue diciendo:
-Éstos son mis apóstoles. Cada uno de ellos es otro Cristo, porque los he elegido tales. Dirigíos a ellos con confianza. Conocen de mí todo lo de que tenéis necesidad para vuestras almas…
Los apóstoles miran a Jesús que más asustados no podrían, pero Jesús sonríe y prosigue:
«… Y la intensa luz astral y el copioso rocío reconfortante que darán a vuestras almas impedirán que languidezcáis en las tinieblas; después vendré Yo y os daré plenitud de sol y de agua, toda la sabiduría para haceros sobrenaturalmente fuertes y felices. Paz a vosotros, hijos. Otros me esperan, otros más infelices y pobres que vosotros. No os dejo solos, os dejo a mis apóstoles: es como si confiara a los hijos de mi amor a los cuidados de las más amorosas y fiables nodrizas.
Jesús hace un gesto de despedida y bendición, y se pone en camino incidiendo en la masa de la muchedumbre, que no quiere dejarlo partir; es entonces cuando se produce el último milagro, el de una ancianita semiparalizada. La había traído su nieto. Pues bien, ahora agita jovialmente su brazo derecho, que antes estaba inerte, y grita:
-!Me ha rozado con su manto al pasar y he quedado curada! Ni siquiera se lo había pedido, porque ya soy vieja… pero ha tenido piedad incluso de mi secreto deseo y me ha curado con el manto, con un extremo del manto que apenas si me ha tocado el brazo perdido! !Oh, qué gran Hijo ha tenido nuestro santo David! !Gloria a su Mesías! !Fijaos!, !fijaos!, la pierna también, como el brazo, se mueve ligera… !Estoy como a los veinte años!
Gracias a que muchos de los presentes se arremolinan en torno a la viejecita, que proclama a voz en grito su dicha, Jesús puede escabullirse, y, desde ese momento ya no le vuelven a interceptar el paso. Los apóstoles lo siguen.
Llegados casi al llano, a un espacio desierto, entre las matas de un espeso brezal que desciende hacia el lago, se detienen un momento y Jesús dice:
-!Os bendigo! Volved a vuestro trabajo y hacedlo hasta que regrese como he dicho.
Pedro, que hasta ese momento había estado callado, rompe a hablar:
-Pero, mi Señor, ¿qué has hecho? ¿Por qué has dicho que tenemos todo aquello de que tienen necesidad las almas? Es verdad que nos has dicho muchas cosas, pero somos duros de mollera – al menos yo -, y… y de lo que te he oído me ha quedado poco, realmente poco. Me pasa como a aquel que lo que le queda en el estómago después de una comida es la parte más consistente; lo demás ya no está.
Jesús sonríe abiertamente:
-¿Y dónde está el resto de la comida?
-Bueno, pues… no sé. Lo que sé es que si como cositas delicadas, pasada una hora no siento nada en el estómago, mientras que si como raíces pesadas o lentejas con aceite, sé que me cuesta digerirlo.
-Cuesta. Pues piensa que esas raíces y esas lentejas, que parece que te llenan más, son las que menos sustancia te dejan: es todo paja que pasa sin aprovechar gran cosa. Sin embargo, los alimentos delicados, que ya no los sientes después de una hora, pasado ese tiempo ya no están en el estómago, pero sí en tu sangre.
Una vez digerido un alimento, ya no está en el estómago, pero su sustancia está en la sangre y aprovecha más. Ahora os parece, tanto a ti como a tus compañeros, que, de todo lo que os he ido diciendo, nada o muy poco os queda. Quizás – o sin quizás – tenéis bien presentes los aspectos que se conforman más a vuestro modo particular de ser: los de carácter impulsivo, los aspectos impulsivos; los de carácter meditativo, pues los aspectos meditativos; los afectuosos, los aspectos cargados de amor. No. Creedme: todo está en vosotros, aunque os parezca que se haya perdido. La verdad es que lo habéis absorbido. Vuestro pensamiento se irá desenvolviendo cual hilo multicolor, aportándoos las tonalidades suaves o severas, según las vayáis necesitando. No temáis. Pensad también que Yo sé las cosas y que nunca os encargaría algo para lo que os viera incapaces. Adiós, Pedro. !Venga, hombre, sonríe! !Ten fe! !Pon un buen acto de fe en la Sabiduría omnipresente! Adiós a todos. El Señor queda con vosotros.
Y, rápido, los deja, todavía atónitos y turbados por todo lo que han oído que tienen que hacer.
-Lo que está claro es que hay que obedecer – dice Tomás.
-!Sí… claro!… !Pobre de mí! Casi que le doy alcance corriendo… – comenta Pedro.
-No, no lo hagas; la obediencia es amor a Él – dice Santiago de Alfeo.
-Es elemental, y señal de santa prudencia, empezar ahora que todavía lo tenemos cercano y puede darnos un consejo si nos equivocamos. Tenemos que ayudarle – aconseja Simón Zelote.
-Es verdad. Jesús está visiblemente cansado. Tenemos que aliviarle en lo que podamos; no basta con transportar los talegos y preparar las camas y la comida; estas cosas las puede hacer cualquiera. Hay que ayudarle en su misión, como Él quiere – confirma Bartolomé.
-Tú sabes hablar porque eres una persona instruida; pero yo… soy casi un completo ignorante… – dice en tono quejumbroso Santiago de Zebedeo.
-!Ay, Dios!, !están llegando los que estaban arriba! ¿Qué hacemos? – exclama Andrés.
Mateo interviene:
-Perdonad si yo, que soy el más mísero, doy un consejo, pero !no sería mejor orar al Señor en vez de estar aquí plañendo por cosas que no se arreglan con lamentaciones? !Venga, Judas, tú que sabes tan bien la Escritura, di por todos la oración de Salomón para obtener la Sabiduría. !Rápido, antes de que lleguen!
Y Judas Tadeo, con su hermosa voz de barítono, comienza:
-Dios de mis padres, Señor de misericordia que todo lo has creado… – etc., etc.,… hasta donde dice: «… por la Sabiduría se salvaron todos los pue fueron gratos al Señor desde los orígenes.
Termina justo un instante antes de que la gente llegue, los circunde, los asalte con mil preguntas sobre el lugar a dónde ha ido el Maestro, sobre cuándo piensa volver…; y – lo que es más difícil de conseguir – pretendiendo una respuesta satisfactoria a la pregunta: «¿Cómo se las arregla uno para seguir al Maestro no con las piernas sino con el alma, por los caminos del Camino que Él indica?».
Esta pregunta pone en apuro a los apóstoles. Se miran unos a otros. A1 final, Judas Iscariote responde: -Siguiendo la perfección – como si fuera una respuesta que pudiera explicar todo (!).
Santiago de Alfeo, más humilde y sereno, piensa un poco y dice:
-La perfección a que alude mi compañero se alcanza obedeciendo a la Ley, porque la Ley es justicia y la justicia es perfección.
Pero la gente no se da todavía por satisfecha y, por boca de uno de ellos que parece un dirigente, objeta:
-Nosotros somos pequeños como niños por lo que respecta al Bien. Los niños no conocen todavía el significado del Bien y del Mal; no distinguen. Igualmente nosotros, en este Camino que Jesús indica estamos tan poco formados que somos incapaces de distinguir. Conocíamos un camino, el viejo, el que se nos ha enseñado en las escuelas: ¿qué camino tan difícil, largo y amedrentador! Ahora, por sus palabras, sentimos que es como aquel acueducto que se ve desde aquí: abajo está el camino de los animales y del hombre; arriba, encima de los ligeros arcos, alto, inscrito en sol y azul cielo, cercano a las ramas más altas, con su frufrú de viento y su canto de aves, hay otro, tan liso, limpio y luminoso, cuanto escabroso, sucio, oscuro es el inferior, un camino para el agua límpida y sonorosa – esa agua que es bendición -,un camino para el agua que viene de Dios, acariciada por lo que de Dios es: rayos de sol y de estrellas, frondas nuevas, flores, alas de golondrina. Quisiéramos subir a ese camino alto, el suyo, pero no sabemos cómo, porque estamos aquí clavados, bajo el peso de toda la vieja construcción – y añade: «No sabemos cómo hacer».
El que ha hablado es un joven de unos veinticinco años, moreno, de complexión recia, mirada inteligente, de aspecto menos llano que la mayoría de los presentes. Está respaldado por otro más maduro.
Judas Iscariote, que, siendo alto, lo ve, susurra a sus compañeros:
-¡Rápido, hablad bien! Está Hermas con Esteban; a Esteban lo aprecia Gamaliel.
Ello termina de azorar a los apóstoles.
En fin, Simón Zelote responde:
-No habría arco si no hubiera base en el camino oscuro; ésta es matriz de aquél, que sobre ella se yergue y sube a ese azul que anhelas. No pienses que las piedras hincadas en el suelo, que soportan el peso y no gozan de rayos ni vuelos, ignoran la existencia de éstos, pues de vez en cuando una golondrina desciende con su piada hasta el barro y acaricia la base del arco, y desciende también un rayo de sol, o de estrella, para expresar la gran belleza del firmamento. De la misma forma, en los siglos pasados, de vez en cuando, ha descendido una palabra celeste portadora de promesa, un rayo celeste de sabiduría para acariciar las piedras que estaban oprimidas por el enojo divino. Porque las piedras eran necesarias, y no son – ni fueron, ni serán -jamás inútiles. Sobre ellas, lentamente, se ha elevado el tiempo y la perfección del conocimiento humano hasta alcanzar la libertad del tiempo presente y la sabiduría del conocimiento sobrehumano.
Veo escrita en tu rostro la objeción; es la misma que todos hemos puesto antes de saber comprender que ésta es la Nueva Doctrina, la Buena Nueva que ahora se predica a los que, por un proceso de retrogradación, en vez de hacerse adultos paralelamente a la ascensión de las piedras del saber, se han ido entenebreciendo cada vez más, cual muro que se hunde en un abismo ciego.
Para curarnos de esta enfermedad de oscurecimiento sobrenatural, tenemos que liberar valientemente la piedra basilar de todas las otras que están encima. No tengáis miedo de demoler ese alto muro que – a pesar de serlo – no porta la savia pura del manantial eterno. Volved a la base, que no debe ser cambiada porque es de Dios y es inmóvil. De todas formas, antes de desechar las piedras probadlas una a una con el sonido de la palabra de Dios – porque no todas son desechables e inútiles-; si su sonido no desentona, conservadlas, construid de nuevo con ellas; mas si es el sonido desacorde de la voz humana, o lacerante de la voz satánica – y no podéis equivocaros porque si es voz de Dios es sonido de amor, si es voz humana es sonido del sentido, si es satánica es voz de odio -, rompedlas. Y digo -rompedlas», porque es un acto de caridad el no dejar tras uno mismo semillas u objetos portadores de mal que puedan seducir al viandante e inducirle a usarlos en perjuicio propio. Romped literalmente toda cosa no buena que haya sido vuestra, en obras, escritos, enseñanzas o actos. Es mejor quedarse con poco, elevarse apenas un codo, pero con buenas piedras, que no varios metros con piedras malas. Los rayos y las golondrinas descienden también hasta las albarradas que apenas sobresalen del suelo, y las humildes florecillas de los lindazos con facilidad llegan a acariciar las piedras bajas; mientras que las soberbias piedras, que, inútiles y ásperas, quieren elevarse, no reciben sino azote de espinos y adhesiva ponzoña. Demoled para construir, para subir, probando la calidad de vuestras viejas piedras con la voz de Dios.
-Hablas bien. ¡Pero, subir!… ¿Cómo? Te hemos dicho que somos incluso menos que los niños. ¿Quién nos ayudará a subir a la enhiesta columna? Probaremos las piedras con el sonido de Dios, romperemos las menos buenas, pero, ¿cómo podremos subir? ¿Sólo el hecho de pensarlo ya da vértigo! – dice Esteban.
Juan, que ha estado escuchando con la cabeza agachada, sonriendo para sí, levanta su rostro luminoso y toma la
palabra:
-¡Hermanos! Da vértigo el solo hecho de pensar en subir. Cierto. Pero ¿quién ha dicho que debemos afrontar la altura directamente? Esto no sólo los niños sino ni siquiera los adultos pueden hacerlo; sólo los ángeles pueden lanzarse a los cielos, pues están libres de todo peso material; y, de entre los hombres, sólo los héroes de la santidad pueden hacerlo.
Hoy todavía, en este mundo decaído, entre nosotros vive uno que sabe ser héroe de santidad como los antiguos – ornato de Israel -, cuando los Patriarcas eran amigos de Dios y la palabra del Código era la única, la que toda criatura recta obedecía. Juan, el Precursor, enseña cómo afrontar la altura directamente. Juan es un hombre. Pero la Gracia que el Fuego de Dios le ha comunicado, purificándolo desde el vientre de su madre – de la misma forma que el Serafín purificó el labio del Profeta – para que pudiera preceder al Mesías sin dejar hedor de culpa original por el camino regio del Cristo, ha dado a Juan alas de ángel; luego la penitencia las ha hecho crecer, aboliendo al mismo tiempo el peso de humanidad que su naturaleza, propia de los nacidos de mujer, todavía poseía. Por lo cual, Juan, desde su gruta donde predica la penitencia y desde su cuerpo donde arde el espíritu desposado con la Gracia, se lanza, puede lanzarse a sí mismo, al ápice del arco, por encima del cual está Dios, el altísimo Señor Dios nuestro; y puede, dominando los siglos pasados, el tiempo presente y el futuro, anunciar con voz de profeta (y con ojo de águila capaz de clavar la mirada en el Sol eterno y reconocerlo): «Éste es el Cordero de Dios, el que quita los pecados del mundo»; y morir tras este canto suyo sublime que será repetido no sólo durante el transcurso del tiempo
limitado sino también durante el tiempo sin fin, en la Jerusalén sempiterna y para siempre beata, para aclamar a la Segunda Persona, para invocarla por las miserias humanas, para cantar sus alabanzas entre los fulgores eternos.
Pero el Cordero de Dios, el dulcísimo Cordero que ha dejado su luminosa morada del Cielo en que es Fuego de Dios en abrazo de fuego – ¡oh, eterna generación del Padre que concibe con el pensamiento ilimitado y santísimo a su Verbo, y lo atrae hacia sí produciendo una fusión de amor de que procede el Espíritu de Amor, en que se centran la Potencia y la Sabiduría! -, el Cordero de Dios que ha dejado su purísima, incorpórea forma para cerrar dentro de carne mortal su pureza infinita, su santidad, su naturaleza divina, sabe que no estamos todavía purificados por la Gracia, y que no podríamos – como esa águila que es Juan – lanzarnos a las alturas, a ese ápice en que Dios Uno y Trino se encuentra. Nosotros somos los pajarillos de tejados y caminos; golondrinas que tocan el cielo, pero se alimentan de insectos; calandrias que quieren cantar para imitar a los ángeles y que, ¡ay!, respecto al canto de los ángeles, el suyo no es sino desentonado runrún de cigarra estiva. Esto lo sabe el dulce Cordero de Dios, venido para quitar los pecados del mundo, porque, a pesar de no ser ya el Espíritu infinito del Cielo por haberse confinado a sí mismo dentro de una carne mortal, su infinitud no ha quedado disminuida, y todo lo sabe, siendo siempre – como lo es – infinita su sabiduría.
Así pues, Él nos enseña su camino, el camino del amor. Él es el amor que por misericordia hacia nosotros se hace carne. Y es así que este Amor misericordioso nos crea un camino por el que pueden subir también los pequeñuelos; y Él mismo – no por propia necesidad sino para enseñárnoslo – es el primero en recorrerlo. Él no tendría tan siquiera necesidad de abrir las alas para fundirse de nuevo con el Padre. Su espíritu, os lo juro, está cerrado aquí, dentro de esta mísera tierra, pero está siempre con el Padre, porque Dios todo lo puede, y Él es Dios. Camina dejando tras sí el perfume de su santidad, Y fuego de su amor. Observad su camino: a pesar de llegar al ápice el arco, ¡cuán sosegado y seguro es! No es una recta sino una espiral. Es más largo, sí, pero precisamente su sacrificio de amor se revela en esta distancia, demorándose por amor a nosotros los débiles, más largo, pero más adecuado a nuestra miseria. La subida hacia el Amor, hacia Dios, es simple, como simple es el Amor; pero, al mismo tiempo, es profunda, porque Dios es un abismo – inalcanzable, yo diría, si Él no se rebajase y nos diera la posibilidad de alcanzarlo, para sentir el beso de las almas que lo aman – (mientras está hablando, Juan llora, aunque su boca sonríe, envuelto en el éxtasis de la revelación que está haciendo de Dios). Largo es el sencillo camino del Amor, porque Dios es Profundidad sin fondo, en que uno podría adentrarse cuanto quisiera; mas la Profundidad admirable llama a la profundidad miserable, llama con sus luces y dice: «¡Venid a mí!» ¡Oh, invitación de Dios! ¡Oh, invitación de Padre!
¡Escuchad! ¡Escuchad! Del Cielo nos llegan palabras suavísimas de ese Cielo que está abierto porque Cristo ha abierto de par en par sus puertas y ha puesto ante ellas, para que así las mantengan, a los ángeles de la Misericordia y el Perdón, a fin de que, en espera de la Gracia, de él broten al menos las luces, perfumes, cantos y quietud, capaces de seducir santamente a los corazones humanos, y sobre éstos se depositen. Habla la voz de Dios y la voz dice: “¿Vuestra puericia?… !Pero si es vuestra mejor moneda! Yo quisiera que os hicierais enteramente niños para que poseyerais la humildad, sinceridad y amor de los pequeñuelos, su confidente amor para con su padre. ¿Vuestra incapacidad?… ¡Pero si es mi gloria! ¡Venid! Ni siquiera os pido que seáis vosotros mismos quienes comprobéis el sonido de las piedras buenas o malas. ¡Dádmelas a mí! Yo las elegiré, vosotros os reconstruiréis. ¿La subida hacia la perfección?… ¡Oh, no, hijos míos! Poned vuestra mano en la de mi Hijo y Hermano vuestro, ahora, así, y subid a su lado…».
¡Subir! ¡Ir a ti, eterno Amor! ¡Adquirir tu semejanza, o sea, el amor!… ¡Amar! ¡Éste es el secreto!… ¡Amar! ¡Darse…! ¡Amar! ¡Abolirse…! ¡Amar! Fundirse… ¿La carne?: nada; ¿el dolor?: nada; ¿el tiempo?: nada. Nada es el pecado mismo, si lo disuelvo en tu fuego, ¡oh, Dios! Sólo es el Amor. ¡El Amor! El Amor que nos ha dado el Dios encarnado nos otorgará todo perdón. Pues bien, amar es un acto que nadie sabe hacer mejor que los niños, y nadie es más amado que un niño.
¡Oh, tú, a quien no conozco, pero que quieres conocer el Bien para distinguirlo del Mal, para poseer el azul del cielo, el sol celeste, todo aquello que signifique contento sobrenatural… ama y lo tendrás. Ama a Cristo. Morirás en la vida, pero resucitarás en el espíritu. Con un nuevo espíritu, sin necesidad ya de usar piedras, serás eternamente un fuego que no muere. La llama sube, no necesita ni peldaños ni alas para subir. Libera tu yo de toda construcción, pon en el Amor, y resplandecerás. Deja que ello sea sin restricciones, más, atiza la llama echándole como pasto todo tu pasado de pasiones y conocimientos: quedará consumido lo menos bueno, puro se hará el metal ya de por sí noble. Arrójate, hermano, al amor activo y gozoso de la Trinidad: comprenderás lo que ahora te parece incomprensible porque comprenderás a Dios, que es el Comprensible (pero sólo para quienes se dan sin medida a su fuego sacrificador). Quedarás finalmente fijo en Dios, en un abrazo de llama… y rogarás por mí, el niño de Cristo que ha osado hablarte del Amor.
Se han quedado todos de piedra: apóstoles, discípulos, fieles… El interlocutor está pálido; Juan, por el contrario, está de color púrpura, no tanto por el esfuerzo cuanto por el amor.
En fin, Esteban grita:
-¡Bendito tú! Dime: ¿Quién eres?
Y Juan, por su parte – con un gesto que me recuerda mucho a Virgen en el acto de la Anunciación – dice en tono bajo, inclinándose como adorando a Aquel a quien nombra:
-Soy Juan. Estás viendo al menor de los siervos del Señor.
-Pero, ¿quién ha sido tu maestro antes?
-Nadie aparte de Dios. He recibido la leche espiritual de manos de Juan, el presantificado de Dios; me alimento del pan de Cristo, Verbo de Dios; bebo el fuego de Dios que me viene del Cielo. ¡Gloria al Señor!
-Pues yo ya no me separo de vosotros, ni de ti, ni de éste, ni ninguno de vosotros! Recibidme.
-Cuando… Bueno, aquí entre nosotros el jefe es Pedro – y Juan toma a Pedro, que está atónito, y lo proclama así «el primero». Pedro reacciona y se pone en el lugar que le corresponde diciendo:
-Hijo, puesto que se trata de una gran misión, es necesaria una severa reflexión. Éste es nuestro ángel. Él enciende, pero es necesario saber si la llama va a poder durar en nosotros. Mídete a ti mismo, luego ven al Señor. Nosotros te abriremos
nuestro corazón como hermano nuestro queridísimo. Por el momento, si quieres conocer mejor nuestra vida, quédate; las greyes de Cristo pueden crecer sin medida para ser separados – perfectos e imperfectos – los verdaderos corderos de los falsos carneros.
Y con esto termina la primera manifestación apostólica.
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