Los idólatras de Magdalgad y la curación milagrosa de la parturienta
Ascalón y sus huertas son ya sólo un recuerdo. En las horas frescas de una espléndida mañana, dando la espalda al mar, Jesús, con los suyos, se dirige hacia las colinas enteramente verdes, poco altas pero graciosas, que se elevan en la feraz llanura. Los apóstoles, descansados y satisfechos, están llenos de contento; van hablando de Ananías, de sus esclavas, de Ascalón, del jaleo que había en la ciudad cuando volvieron para llevar los denarios a Dina.
-Estaba escrito que tenía que experimentar los apretones de los filisteos. Se podría decir que el amor y el odio tienen las mismas manifestaciones. Yo, que no había tenido que sufrir por el odio de los filisteos, por poco si me hieren por el amor; faltó poco para que los que estaban exaltados por el milagro nos apresaran para obligarnos a decirles dónde estaba el Maestro. ¡Qué forma de chillar! ¿Verdad, Juan? La ciudad hervía como un caldero. Los que estaban agitados no querían atender a razones, buscaban a los judíos para darles de palos; los agraciados, o sus amigos, querían persuadir a los primeros de que por la ciudad había pasado un dios. ¡Qué barullo! Tienen para discutir durante meses; lo malo es que discuten más con estacas que con palabras. ¡Bueno… son cosas suyas! ¡Que hagan lo que quieran’ – dice Tomás.
-De todas formas, no son malos… – observa Juan.
-No. Lo único es que están cegados por muchas cosas – responde Simón Zelote.
Jesús, durante un buen trecho de camino, no habla. Luego dice
-Mirad, voy a ir a aquel pueblecillo del monte; vosotros proseguid hacia Azoto. Sed prudentes, amables, delicados, pacientes. Aunque os injurien, soportadlo con paz, como ayer hizo Mateo, y Dios os ayudará. A la puesta del sol salid, id al estanque que está en los aledaños de Azoto. Allí nos encontraremos.
-Señor, ¡no te dejo ir solo! – exclama Judas Iscariote – ¡Son gente violenta!… Es una imprudencia.
-No temáis nada por mí. Ve, ve, Judas, y sé tú prudente. Adiós La paz sea con vosotros.
Los doce se marchan, si bien no demasiado entusiastas. Jesús se queda mirándolos mientras se alejan, luego toma el sendero fresco y umbrío que lleva a la colina (un collado cubierto de bosques de olivos, nogales, higueras, y de viñedos bien cuidados que ya prometen pingüe cosecha). En los rellanos hay pequeñas parcelas dedicadas a cereales, mientras que en las zonas de pendiente pacen cabras rubias en la hierba verde.
Jesús llega a las primeras casas del pueblo. Estando ya para entrar en él se topa con un extraño cortejo: mujeres gritando y clamor de hombres alternándose en una verdadera composición fúnebre, todos haciendo una especie de danza en torno a un macho cabrío, que camina con los ojos vendados y recibiendo golpes, y que ya sangra por las rodillas por haber tropezado y haber caído sobre las piedras del sendero: luego otro grupo, también con su vocerío y sus gritos, que se mueve inquieto alrededor de un fetiche esculpido, verdaderamente muy feo, manteniendo alzadas unas páteras con brasas encendidas que alimentan echando encima resinas y sal – por lo menos me lo parece, porque las primeras despiden un olor a trementina y la segunda crepita como hace la sal-; un último grupo va alrededor de un santón, ante el que continuamente se arrodillan gritando: «¡Por tu fuerza!» (hombres), « ¡sólo tú lo puedes!» (mujeres), «¡ora al dios!» (hombres), «¡rompe el sortilegio!» (mujeres), « ¡da la orden a la matriz!», «¡salva a la mujer!»… y luego, todos juntos, con un alarido de aquelarre: « ¡Muerte a la maga!»… y vuelven a empezar, con la variante: «Por tu fuerza!», «¡sólo tú lo puedes!», «da la orden al dios!», «¡que haga ver!», «¡da la orden al macho cabrío!», «¡que diga dónde está la maga!»… y, con un alarido de réprobos: «¡Que odia la casa de Fara!».
Jesús para a uno del último grupo y pregunta con dulzura:
-¿Qué está sucediendo? Soy forastero…
El hombre, puesto que la procesión se ha detenido un momento para golpear al macho cabrío, echar resina en las brasas y coger aliento, explica:
-La mujer de Fara, el primero de Magdalgad, está muriendo de parto. Una que la odia le ha lanzado un maleficio. Sus entrañas se han anudado y el hijo no puede nacer. Estamos buscando a la maga para matarla. Sólo así la mujer de Fara se salvará. Si no encontramos a la maga, sacrificaremos el macho cabrío para impetrar misericordia de la diosa Madre» (¡se ve que ese espantajo es una diosa!…).
-Deteneos. Yo puedo curar a la mujer y salvar al niño. Decídselo al sacerdote – dice Jesús al hombre y a otros dos que entretanto se habían acercado.
-¿Eres médico?
-Más que médico.
Los tres hombres se abren paso entre la muchedumbre y se llegan hasta el sacerdote idólatra. Le hablan. La voz corre. La procesión, que había reanudado la marcha, se detiene.
El sacerdote, solemne con sus andrajos multicolores, hace una seña a Jesús y dice en tono imperativo: -!Joven, ven aquí!
Cuando Jesús llega a él añade:
-¿Es verdad lo que dices? Ten en cuenta que si lo que dices no se cumple pensaremos que el espíritu de la maga se ha personificado en ti y te mataremos en vez de a ella.
-Es verdad. Llevadme inmediatamente a donde la mujer. Entretanto, dadme el macho cabrío, que me hace falta. Quitadle la venda y traédmelo aquí.
Llevan a Jesús al pobre animal, aturdido, tambaleándose, sangrando, y Jesús le acaricia su tupido pelo negro. -Pero es preciso que me obedezcáis sin reserva alguna. ¿Lo vais a hacer?
-!Sí! – grita la muchedumbre.
-Vamos. Dejad de gritar, dejad de quemar resina. Lo ordeno.
Se ponen en marcha. Entran en el pueblo. Por una calle, la mejor, se dirigen hacia una casa construida en medio de un pomar. Gritos y llantos salen a través de la puerta abierta de par en par; lúgubre, destaca el atroz lamento de la mujer que no puede dar a luz a su hijo.
Corren a advertir a Fara, el cual acude, térreo, desgreñado, entre mujeres que lloran e inútiles santones que vienen quemando incienso y hojas en unas páteras de cobre
-« !Salva a mi mujer!», « !salva a mi hija!», « !sálvala, sálvala!» – gritan sucesivamente el hombre, una anciana, la muchedumbre.
-La salvaré, y también a tu hijo, porque es varón, y además espléndido, con dos dulces ojos del color de la aceituna cuando madura, y su cabeza recubierta de cabellos negros como esta lana.
-¿Cómo lo sabes? ¿Es que ves, acaso, el interior de las entrañas?
-Todo lo veo y lo penetro. Todo lo conozco. Todo lo puedo. Soy Dios.
Si hubiera enviado un rayo habría hecho menos efecto. Todos se echan al suelo como muertos.
-Alzaos. Escuchad. Yo soy el Dios poderoso y no tolero delante mí a otros dioses. !Encended una hoguera y arrojad a ella la estatua». La muchedumbre se rebela. Empieza a dudar de ese «dios» misterioso que ordena quemar a la diosa. Los más exaltados son los sacerdotes.
Pero Fara y la madre de la mujer, que están angustiados por la vida de ésta, se oponen a la muchedumbre hostil; como Fara es el primero de la ciudad, la muchedumbre contiene su ira. De todas formas, el hombre pregunta:
-¿En virtud de qué puedo creer que eres un dios? Dame un signo de ello y mandaré que se haga lo que deseas.
-Mira. ¿Ves las heridas de este macho cabrío? ¿Están abiertas, verdad?, ¿sangran, verdad?, ¿este animal está moribundo, no? Pues bien, no quiero que esto suceda… ¿Ves? Mira.
El hombre sé inclina a mirar… y grita:
-! No tiene heridas! – y se arroja al suelo suplicante: « ! Mi mujer, mi mujer!».
Mas el sacerdote que venía en la procesión dice:
-!Cuidado, Fara! ¿No sabemos quién es éste! !Teme la venganza de los dioses!
El hombre se ve entre dos sentimientos de temor: los dioses, su esposa… -Pregunta:
-¿Quién eres?
-Yo soy el que soy, en el Cielo y en la tierra. Toda fuerza me está sujeta, ningún pensamiento me es secreto. Los que viven en el Cielo me adoran, los que están en el Infierno me temen, y los que crean en mí verán todo prodigio cumplido.
-!Yo creo! !Creo!… !Cuál es tu Nombre?
-Jesucristo, el Señor encarnado. !Ese ídolo! !A las llamas! !No soporto dioses en mi presencia! !Apagad esos turíbulos! !Sólo mi Fuego puede y quiere! !Obedeced! !Si no, os reduzco a cenizas vuestro vano ídolo y me voy sin hacer la curación!
Jesús se muestra terrible, con su indumento de lino, pendiéndole de los hombros el manto azul, que roza el suelo, el brazo en alto en ademán imperativo, fulgurante el rostro. La gente siente miedo de Él. Ya nadie habla… En el silencio, se oye el grito, cada vez más apagado, cada vez más desgarrador, de la mujer, que está sufriendo. Pero no se resuelven a obedecer.
El rostro de Jesús cada vez se hace más irresistible para los que lo miran; es verdaderamente un fuego que quema las cosas y las entrañas de los corazones. Las páteras de cobre son las primeras que sufren su voluntad. Los que las sujetan las tienen que soltar porque no resisten su ardor. Y, no obstante, las brasas se ven apagadas… Luego son los que llevan el ídolo quienes tienen que posar en el suelo las andas que llevaban apoyadas por las barras sobre los hombros, porque la madera se está carbonizando como lamida por una misteriosa llama. En cuanto las depositan en el suelo, las angarillas del ídolo comienzan a arder. La gente huye aterrorizada…
Jesús se vuelve a Fara:
-¿Puedes creer realmente en mi poder?
-Creo, creo. Tú eres Dios, eres el Dios Jesús.
-No. Yo soy el Verbo del Padre, de Yeohveh de Israel, venido en Carne, Sangre, Alma y Divinidad a redimir al mundo y a
darle la fe en el Dios verdadero, uno, trino que está en lo alto del Cielo. Vengo a ayudar a los hombres, a usar con ellos
misericordia, para que dejen el Error y vengan a la Verdad, único Dios de Moisés y los Profetas. Puedes creer? -!Creo, creo!
-He venido a traer Camino, Verdad, Vida a los hombres; a derrocar los ídolos, a enseñar la sabiduría. El mundo tendrá por mí su redención, porque moriré por amor al mundo, moriré para la salvación eterna de los hombres. ¿Puedes creer?
-!Creo, creo!
-He venido para decirles a los hombres que si creen en el Dios verdadero poseerán la vida eterna en el Cielo, al lado del Altísimo, que es el Creador de todos los hombres, los animales, las plantas, los planetas. ¿Puedes creer?
-¡Creo, creo!
Jesús no entra siquiera en la casa, se limita a extender sus brazos hacia la habitación en que está la afligida, con las manos abiertas como en la resurrección de Lázaro, y grita:
-¡Ven a la luz para conocer la Luz divina, por orden de la Luz que es Dios!
Y al fragor de esta orden, pasado un momento, hace de eco un grito de triunfo, que lleva en su sonido lamento y alegría… y luego el leve llanto de un recién nacido, leve pero bien nítido, y cada vez más fuerte como por fuerza cada vez mayor.
-Tu hijo saluda a esta tierra llorando. Ve y dile, ahora y en el futuro, que la patria no es la tierra, sino el Cielo. Provee a su crecimiento y educación para el Cielo, y al hacerlo con él hazlo también contigo. Te está hablando la Verdad, mientras que aquellas cosas (señala a las páteras de cobre, arrugadas como hojas secas, inservibles ya, tiradas por el suelo; y a la ceniza, que marca el lugar donde estaban las angarillas con el ídolo) son la Mentira, que ni ayuda ni salva. Adiós.
Jesús hace ademán de marcharse, cuando he aquí que una mujer acude ligera con un recién nacido vivaracho envuelto en un lienzo, y grita:
-¡Es niño, Fara! ¡Guapo, fuerte, de ojos oscuros como la aceituna cuando madura; tiene rizos, más negros y delicados que los de un cabritillo sagrado. Tu mujer está descansando feliz. Ya no sufre. Como si no hubiera pasado nada. Ha sido una cosa inesperada, cuando estaba ya en la agonía… después de esas palabras…
Jesús sonríe. El hombre le muestra al recién nacido, y Él le toca en la cabeza con el extremo de sus dedos. La gente – excepto los sacerdotes, que se han marchado indignados al ver la defección de Fara – se acerca, curiosa por ver al recién nacido y, sobre todo, a Jesús.
Fara quisiera ofrecerle algún presente y dinero por el milagro, pero Jesús dice, con dulzura y firmeza:
-Nada. El milagro no se paga sino con la fidelidad a Dios por haberlo otorgado. Me llevo solamente a este macho cabrío, en recuerdo de tu ciudad.
Y se marcha con el animal, que va trotando a su lado como si Jesús fuera su amo; curado, contento, expresando con su balitar la alegría de estar con alguien que no le pega…
Bajan así los rellanos del monte y llegan a la vía principal que conduce a Azoto…
Ya por la tarde, Jesús, al lado del estanque umbrío, ve venir a sus discípulos: el asombro es recíproco, al ver ellos a Jesús con ese macho cabrío, y Él a ellos con rostros apesadumbrados, propios de personas a las que no les han salido las cosas en modo satisfactorio.
-¡Un desastre, Maestro! No han llegado a pegarnos, pero nos han arrojado de la ciudad. Luego hemos estado vagando por los campos. Si hemos podido procurarnos comida, ha sido pagándola muy cara. Y no es que no nos hayamos comportado con dulzura… – dicen desconsolados.
-No importa. El año pasado también nos echaron de Hebrón y esta vez, nos han recibido con honores. No debéis desanima ros».
-¿Y Tú, Maestro? ¿Ese animal? – preguntan.
-He estado en Magdalgad. Allí he quemado un ídolo y sus turíbulos, he hecho nacer a un niño, he predicado al Dios verdadero a través de milagros, y me he traído como retribución a esta cabra que estaba destinada al rito idolátrico. ¡Pobre animal; era todo una llaga!
-¡Pero ahora está bien! ¡Es un espléndido animal!
-Es animal sagrado, destinado al ídolo… Sano. Sí. Ha sido el primer milagro para convencerlos de que Yo era el Poderoso, y no su pedazo de madera.
-¿Y qué vas a hacer con él?
-Se lo llevo a Marziam; ayer un muñeco, hoy una cabra. Se pondrá contento.
-¿Pero lo vas a llevar contigo hasta Béter?
-¡Sí, ciertamente! ¡No veo el horror de esto! ¡Si soy el Pastor, podré tener un macho cabrío! Luego se lo damos a las mujeres, que se lo llevarán a Galilea. Encontraremos una cabra. Simón, serás pastor le cabras… Mejor sería que fueran ovejas, pero la verdad es que el mundo es más de cabras que de corderos… Es un símbolo, Pedro mío. Acuérdate de esto: con tu sacrificio convertirás a muchos machos cabríos en corderos. Venid. Vamos hasta ese pueblecito que está entre árboles frutales. Allí encontraremos dónde pasar la noche, o en las asas o sobre las gavillas de los campos. Y mañana iremos a Yabnia.
Los apóstoles están asombrados, apenados, descorazonados: asombrados de los milagros; apenados por no haber estado con Él; descorazonados porque… sí, Jesús lo puede todo, pero ellos… se sienten incapaces.
Él, sin embargo, está muy contento, y logra convencerlos de esto: nada es inútil, ni siquiera la derrota, porque sirve para formaros en la humildad; y hablar sirve para que se vaya difundiendo mi nombre y dejar un recuerdo en los corazones.
Jesús se muestra tan convincente y luminoso de alegría, que ellos también se tranquilizan.