Los distintos frutos de la predicación de los apóstoles en la ciudad de Ascalón
Obedientes a la orden recibida, los grupos de los apóstoles van llegando a la puerta de la ciudad. Jesús todavía no está, pero pronto aparece por una callecita que sigue el trazado de la muralla.
-Debe haberle ido bien al Maestro – dice Mateo – ¡Mirad cómo sonríe!
Van hacia Él. Luego salen por la puerta y toman la vía principal A ambos lados hay huertas del suburbio. Jesús les pregunta:
-¿Entonces?… ¿cómo os ha ido?, ¿qué habéis hecho?
-Muy mal – dicen al unísono Judas Iscariote y Bartolomé.
-¿Por qué? ¿Qué os ha sucedido?
-Que por poco nos apedrean. Hemos tenido que salir corriendo Vámonos de esta ciudad de bárbaros. Volvamos a donde nos estiman. Yo aquí ya no hablo más. De hecho no quería hablar, pero… me he dejado vencer, y Tú no me has frenado, a pesar de que sabes todo… – Judas está inquieto.
-Pero, ¿qué te ha pasado?
-Pues… Yo he estado con Mateo, Santiago y Andrés. Hemos ido a la plaza de los Juicios, porque allí hay gente fina y que tiene tiempo que perder escuchando a una persona que hable. Hemos decidido dejarle a Mateo hablar, porque era el más idóneo para hablar a publicanos y a clientes de publicanos. Entonces él ha empezado dirigiéndose a dos que estaban discutiendo por un campo, en una cuestión poco clara de una herencia: «No os odiéis por causa de cosas perecederas y que no podéis llevaros con vosotros a la otra vida; antes bien, amaos, para poder gozar de bienes eternos, conseguidos sin más guerras que la que combate las malas pasiones que debemos subyugar para ser vencedores y poseer el Bien». Dijiste esto, ¿no? Y luego siguió, mientras otros dos o tres se acercaban para oír: “Abrid vuestros oídos a la Verdad, que enseña estas cosas al mundo, para que el mundo tenga paz. Ya veis que se sufre por esto, por este excesivo interés por las cosas perecederas. Mas la tierra no es todo. Está también el Cielo, y en el Cielo está Dios, de la misma forma que, ahora, en la tierra está el Mesías de Dios, que nos envía para anunciaros que ha llegado el tiempo de la Misericordia, y que ningún pecador puede decir: “No seré escuchado”, pues si uno tiene verdadero arrepentimiento, recibe el perdón, es escuchado y amado y se le ofrece el Reino de Dios». A todo esto, ya mucha gente había venido. Había quien escuchaba con respeto y había quien interrumpía y molestaba a Mateo con preguntas. Yo ya de hecho no respondo nunca para no estropear el discurso. Hablo y respondo en particular al final. Que se tengan en la memoria lo que quieran decir y que guarden silencio. ¡Pero Mateo quería responder inmediatamente!… Nos preguntaban también a nosotros. Pero había también quien hacía risitas sarcásticas y decía: «¡Otro loco! Está claro que viene de la guarida de Israel. Los judíos son como malas hierbas que se difunden por todas partes. ¡Ahí tenemos otra vez sus eternas patrañas! Dios es su protector. ¡Escucha, escucha! Está en el filo de su espada, en la mordacidad de su lengua. ¡Mira, mira, ahora sacan a colación a su Mesías! Algún otro exaltado que, como de costumbre, nos va a atormentar. ¡Maldición a Él y a su raza!». Entonces he perdido la paciencia, he tirado de Mateo – que seguía hablando sonriente como si le estuvieran haciendo honores -, y he empezado a hablar yo, tomando a Jeremías como base de mi discurso: «Crecen las aguas a septentrión; torrente desbordado serán…». «Ante su rumor» he dicho «pues el castigo que Dios os dará, raza maléfica, producirá el rumor de muchas aguas, aunque serán armas y soldados de la tierra y celestes honderos de los Cielos, en movimiento todos ellos por orden de los Jefes del Pueblo de Dios, los que se abatirán sobre vosotros como castigo de vuestra obstinación; ante su fragor se desvanecerán vuestras fuerzas, caerá vuestra soberbia y vuestros corazones y vuestros brazos y sentimientos, todo. ¡Seréis exterminados, residuos de la isla del pecado, puerta del Infierno! ¿Se os han subido de nuevo los humos porque Herodes os haya reconstruido? Pues más rasos todavía quedaréis, calvos sin remedio; toda suerte de castigos caerá sobre vuestras ciudades y poblados, sobre valles y llanuras. Que la profecía no ha muerto aún…»; y quería seguir, pero se nos han echado encima, y si nos hemos podido salvar ha sido por una caravana, providencial, que pasaba por una calle, pues ya empezaban a volar las piedras. Han dado a camellos y camelleros y se ha formado un verdadero guirigay. Nosotros nos hemos escabullido. Después hemos estado parados en un pequeño patio de suburbio. ¡Ah, yo ya no vuelvo aquí…!
-¡Pero, hombre, si los has ofendido! ¡La culpa es tuya! ¡Ahora se entiende por qué han venido con tanta hostilidad a echarnos! – exclama Natanael. Y prosigue: «Escucha, Maestro. Nosotros, o sea, Simón de Jonás, yo y Felipe habíamos ido hacia la torre que está orientada al mar. Allí había unos marineros y jefes de barcos cargando mercancías para Chipre, para Grecia e incluso para más lejos. Imprecaban contra el sol, el polvo y el trabajo, y proferían maldiciones contra su condición de filisteos, esclavos – decían – de los tiranos, pudiendo ser reyes; y contra los Profetas, el Templo y todos nosotros. Yo quería alejarme de allí, pero Simón no quiso, porque decía: «¡No’ ¡Todo lo contrario! ¡Es precisamente a estos pecadores a los que tenemos que ir! El Maestro lo haría así, y así tenemos que hacerlo nosotros». «Habla tú, entonces» hemos dicho yo y Felipe. «¿Y si no lo sé hacer?» ha dicho Simón. «Pues te ayudamos nosotros» hemos respondido. Entonces Simón se ha dirigido sonriente hacia dos hombres que, sudorosos, estaban sentados encima de una voluminosa paca que no lograban izar para cargarla en el barco, y ha dicho: «¿Pesa, verdad?». «Más que pesar, es que estamos cansados. Y tenemos que ultimar la carga. El patrón quiere zarpar en la hora de la bonanza, porque por la tarde el mar va a estar bravo y para esa hora tenemos que haber pasado ya los escollos para no correr peligro». «¿Hay escollos?” «Sí, allí, donde se ve que el agua borbota. Son zonas feas». «!Corrientes, eh! !Claro! El viento sur vuelve la punta y allí choca con aquella corriente…». «¿Eres marinero?” «Pescador. De agua dulce. Pero el agua es siempre agua, y el viento, viento. Yo también más de una vez he tragado agua y la carga se me ha vuelto al fondo más de una vez. Este oficio nuestro por una parte tiene sus atractivos pero por otra es fastidioso, de todas formas en todo hay una parte agradable y otra desagradable, buena y mala; en ningún sitio todos son malos, como ninguna raza es toda cruel. Con un poco de buena voluntad siempre se llega a un acuerdo y se encuentra que en todas partes hay gente buena. ¡Venga, que os hecho una mano!». Entonces Simón ha llamado a Felipe diciendo: «¡Ánimo! Tú coge de ahí que yo cojo de aquí, y esta buena gente nos lleva a la nave, a las bodegas'». Los filisteos no querían, pero luego lo han permitido. Una vez en su sitio el fardo y otros que estaban en el puente, Simón se ha puesto, como él sabe hacer, a cantar las excelencias de la nave y el mar y la belleza de la ciudad vista desde el mar, y ha empezado a interesarse por la navegación marina y las ciudades de otras naciones. Así que todos alrededor, a darle las gracias y a celebrarlo… Por fin, uno pregunta: «Pero, ¿tú de dónde eres?, ¿del país del Nilo?». «No, del mar de Galilea; pero, como veis, no soy ningún tigre». «Sí, cierto. ¿Buscas trabajo?». «Sí». «Yo te tomo conmigo, si quieres. Veo que eres un hábil marinero» dice el patrón. «Soy yo el que te toma a ti.” «¿A mí? Pero, ¿no has dicho que buscas trabajo?». «Es verdad. Mi trabajo es llevar a los hombres al Mesías de Dios. Tú eres un hombre. Eres, por tanto, un trabajo para mí». «!Pero si soy filisteo!” «¿Y qué significa eso?” «Significa que vosotros nos odiáis, nos perseguís, desde siempre; siempre lo han dicho vuestros caudillos…». «Los Profetas, ¿no? Pero ahora los Profetas son voces que ya no gritan; ahora está el único, grande, santo, Jesús. Él no grita, sino que llama con voz de amigo; no maldice, sino bendice; no trae desgracias, las elimina. No odia y no quiere que se odie; antes al contrario, ama a todos y quiere que amemos, incluso a nuestros enemigos. En su Reino no habrá vencidos y vencedores, libres y esclavos, amigos y enemigos. No, no habrá estas distinciones, que dañan, que provienen de la maldad humana; sólo habrá seguidores suyos, es decir, personas que viven en el amor, en la libertad, vencedores del peso y del dolor. Os ruego que prestéis fe a mis palabras y que tengáis deseos del Mesías. Las profecías están escritas, sí, pero El es mayor que los Profetas, y, para el que lo ama quedan anuladas las profecías. ¿Veis esta bonita ciudad vuestra? Pues si llegaseis a amar al Señor nuestro, Jesús, el Cristo de Dios, aún más hermosa la volveríais a ver en el Cielo». Así hablaba Simón, afable e inspirado, y todos lo escuchaban con atención y respeto. Sí, respeto. Pero, por una calle ha aparecido de repente, gritando, gente de la ciudad, armados de palos y piedras. Nos han visto y, por el modo de vestir, nos han reconocido como forasteros, y – ahora comprendo – forasteros de tu raza, Judas, y nos han creído gente de tu ralea. ¡Sin la protección de los del barco, estábamos aviados!: han descolgado una chalupa y nos han alejado de allí por mar, hasta la playa de la zona de los jardines del Sur, desde donde hemos venido, junto con los que cultivan flores para los ricos de aquí. “~Pero, tú, Judas es que todo lo chafas! ¿Es ésa la manera, insolente, de actuar?
-Es la verdad.
-Hay que saber usarla. Pedro tampoco ha dicho mentiras, pero ha sabido hablar – objeta Natanael.
-¿Yo?… He tratado de ponerme en el lugar del Maestro. He pensado: «El actuaría con esta dulzura, así que yo también…» – dice Pedro con sencillez.
-A mí me gusta la manera fuerte. Es más regia
-¡Tu idea de siempre! Estás en un error, Judas. Hace un año que el Maestro está corrigiéndote esa idea, pero tú no te prestas a correcciones; te obstinas en el error como estos filisteos contra los que arremetes – dice en tono de reprensión Simón Zelote.
-¿Acaso alguna vez me ha corregido por esto? Además, cada uno tiene su modo y lo usa.
A1 oír estas palabras, Simón Zelote se estremece, y mira a Jesús, el cual no dice nada pero asiente a la mirada evocadora de Simón con una leve sonrisa.
-¡Pues vaya una razón!… – dice con serenidad Santiago de Alfeo, y continúa: «Estamos aquí para corregirnos a nosotros mismos antes que a los demás. El Maestro ha sido antes nuestro maestro; no lo habría hecho si no hubiera querido que cambiásemos nuestros hábitos e ideas.
-Era Maestro respecto a la sabiduría…
-¿Era?… ¡Es! – dice serio Judas Tadeo.
-¡Cuántas sutilezas! Es, sí, es.
-También respecto a todo lo demás es Maestro, no sólo en sabiduría; su adoctrinamiento se dirige a toda nuestra realidad. Él es perfecto; nosotros, imperfectos. Esforcémonos, pues, en ser perfectos – dice Santiago de Alfeo en tono de dulce consejo.
-No me siento culpable de lo que he hecho. Es que es una raza maldita. Todos perversos.
-No. No hay razón para que digas eso – interviene bruscamente Tomás – Juan se ha dirigido a los últimos, a los pescadores que llevaban el pescado a los mercados, y mira este talego húmedo. Es pescado de lo más fino: han renunciado a su ganancia por dárnoslo. Por miedo a que no fuera fresco a la tarde el de la mañana, han regresado al mar, y han querido que
nosotros estuviéramos con ellos. Parecía como estar en el lago de Galilea, y te aseguro que si ya de por sí el lugar lo recordaba, y las barcas llenas de rostros atentos, más aún lo recordaba Juan: parecía otro Jesús; las palabras le salían, dulces como la miel, de su boca sonriente; su rostro resplandecía como otro sol. ¡Cómo se parecía a ti, Maestro! ¡Yo estaba emocionado! Hemos estado tres horas en el mar, esperando a que las redes, extendidas entre las boyas, estuvieran llenas de peces: han sido tres horas de beatitud. Luego querían verte a ti, y Juan ha dicho: «Nos veremos en Cafarnaúm», así, como si hubiera dicho: «Nos veremos en la plaza de vuestra ciudad». ¡Han prometido que irán, han tomado nota! ¡Y hemos tenido que oponernos a que nos cargaran con demasiado pescado! Nos han dado el más selecto. Vamos a guisarlo. Esta noche un gran banquete, para compensar el ayuno de ayer.
-Pero, ¿y qué es lo que les has dicho? – pregunta, confundido Judas Iscariote.
-Nada especial. He hablado de Jesús – responde Juan.
-¡Sí, pero como tú lo haces!… También Juan ha citado a los Profetas, pero les ha dado la vuelta – explica Tomás. -¿Les ha dado la vuelta? – pregunta estupefacto Judas.
-Sí. Tú, de los Profetas, has sacado el acíbar; él, el almíbar. Porque, a fin de cuentas, incluso el mismo rigor de los Profetas es amor, exclusivo, violento si quieres, pero amor hacia todas las almas, a las que querrían ver fieles al Señor. No sé si tú, educado entre los escribas, has meditado alguna vez esto; yo sí, a pesar de ser orfebre. Al oro también se le golpea con el martillo y se le pasa por el crisol, pero es para afinarlo. No por aversión, sino por aprecio. Así actúan los Profetas con las almas. Yo lo entiendo; quizás por eso, porque soy orfebre. Pues bien, Juan ha citado a Zacarías, en su profecía a cargo de Jadrak y Damasco, y llegado al punto: “A la vista de ello Ascalón quedará aterrorizada, Gaza experimentará una gran aflicción, y también Ecrón, porque su esperanza se ha desvanecido. Gaza quedará sin rey», se ha puesto a explicar cómo todo esto era porque el hombre se había separado de Dios, y, hablando de la venida del Mesías, que – decía – es perdón amoroso, ha prometido que, de una pobre realeza como la que desean para su nación los hijos de la tierra, los que sigan la Doctrina del Mesías alcanzarán una realeza eterna e infinita en el Cielo. Dicho así no parece nada, pero ¡había que oírlo!… Se tenía la impresión de estar oyendo una música y de subir de manos de los ángeles. Y, mira por dónde, a ti los Profetas te han dado palos y a nosotros un pescado exquisito.
Judas guarda silencio desconcertado.
-¿Y vosotros? – pregunta el Maestro a sus primos y a Simón Zelote.
-Hemos ido a los arsenales donde trabajan los calafates. Nosotros también hemos preferido ir a los pobres. De todas formas, había igualmente filisteos ricos, velando por la construcción de sus naves. Como no sabíamos quién iba a hablar, como los niños, hemos echado s dedos; Judas ha sacado siete dedos, yo cuatro, Simón dos. Le tocaba, por tanto, a Judas; y ha hablado – explica Santiago de Alfeo.
-¿Qué has dicho? – preguntan todos.
-Me he dado a conocer, con franqueza, por lo que soy. Les he dicho que recurría a su hospitalidad para pedir la bondad de acoger la palabra de un peregrino que en cada uno de ellos veía a un hermano suyo, teniendo un origen y un término comunes, y la esperanza no común, pero llena de amor, de poderlos conducir consigo a la casa del Padre, y llamarlos «hermanos» por los siglos de los siglos en la gran dicha del Cielo. Luego he dicho: «Está escrito en Sofonías, nuestro Profeta: “La región del mar será lugar de pastores… allí tendrán sus pastos, al atardecer descansarán en las casas de Ascalón”, y he desarrollado este pensamiento diciendo: «El Pastor supremo ha venido a vosotros, no armado de flechas sino de amor; os abre los brazos, os señala sus santos pastos; no se acuerda del pasado, si no es para mostrarse compasivo para con los hombres, por el gran daño que se han hecho unos a otros, como niños alocados, odiándose, cuando, amándose – pues son hermanos – habrían podido disolver muchos dolores. Esta tierra» he dicho «será lugar de pastores santos, los siervos del Pastor supremo, los cuales ya saben que aquí tendrán sus pastos más fértiles y las greyes mejores, y su corazón, cuando decline su vida, podrá descansar pensando en los vuestros y en los de vuestros hijos, más íntimos que casas amigas porque su Señor será Jesús, nuestro Señor». Me han comprendido. Me han preguntado; o, mejor, nos han preguntado. Simón ha hablado de su curación, mi hermano de tu bondad para con los pobres. De esto último es prueba esta nutrida bolsa para los pobres que encontramos por el camino. Tampoco a nosotros nos han hecho ningún daño los Profetas…
Judas Iscariote no abre la boca.
-Bueno – dice Jesús en tono consolador -, para otra vez Judas lo hará mejor. Creía que actuaba correctamente, así que, habiendo obrado con un fin honesto, no ha cometido en modo alguno pecado. Estoy contento también de él. El oficio de apóstol no es fácil, pero se aprende. Lo que sí siento es no haber tenido estos denarios antes y no haberos encontrado; me habrían hecho falta para una familia desdichada.
-Podemos volver. Todavía es pronto… Pero… perdona, Maestro, ¿cómo la has conocido? ¿Tú que has hecho? ¿No has hecho nada de nada? ¿No has evangelizado?
-¿Yo? He dado un paseo. Con el silencio he dicho a una meretriz: «Abandona tu pecado». He encontrado a un niño, bastante gamberro, y lo he evangelizado, y nos hemos hecho mutuamente un regalo: Yo, la fíbula que María Salomé me había prendido en el vestido en Betania; él, este trabajo suyo» – y Jesús saca de entre sus vestiduras el muñeco de caricatura. Todos lo miran y ríen – Luego he ido a ver unas espléndidas alfombras que uno de Ascalón elabora para venderlas en Egipto y en otros lugares… Luego he consolado a una niña huérfana de padre curándole a su madre. Y nada más.
-¿Te parece poco?
-Sí, porque hacía falta también dinero y no tenía.
-Pues volvemos dentro de la ciudad nosotros, que no hemos incomodado a nadie – dice Tomás.
-¿Y tu pescado? – dice de broma Santiago de Zebedeo.
-¿El pescado?… Pues, vosotros que tenéis el anatema encima id donde el anciano que nos ha acogido en su casa y empezad a preparar las cosas. Nosotros vamos a la ciudad.
-Sí – dice Jesús – De todas formas os voy a indicar la casa desde lejos. Habrá gente. Yo no voy porque me entretendrían.
No quiero ofender al huésped que nos está esperando, faltando a su invitación. La descortesía es siempre falta de caridad.
Judas agacha todavía más la cabeza y, de tanto como cambia de color al recordar las muchas veces que él ha caído en
esa falta, se pone violado.
Jesús añade:
-Vosotros id a esa casa. Buscad a la niña. No os podéis equivocar porque es la única niña. Le daréis esta bolsa y le diréis: «Esto te lo manda Dios por haber sabido creer. Es para ti, tu mamá y tus hermanitos». No digáis nada más. Y regresad enseguida. Vamos.
Así, el grupo se divide: Jesús con Juan, Tomás y los primos suyos hacia la ciudad; los otros, hacia la casa del hortelano
filisteo.