Llegada de María Stma. con María de Magdala a Cafarnaúm en medio de una tempestad
-Quizás haya tormenta hoy, Maestro. ¿Ves allí aquellas franjas de plomo de detrás del Hermón cómo vienen hacia aquí? ¿Ves cómo se riza el lago? Mira qué soplos de tramontana alternados con oleadas calientes de siroco. Torbellino de viento: signo cierto de tempestad.
-¿Dentro de cuánto tiempo, Simón?
-Antes del final de la hora prima. Mira cómo se apresuran a regresar los pescadores. Sienten el rumor del lago, que dentro de poco tendrá aspecto plomizo, luego se pondrá como la pez y luego vendrá la furia.
-¡Pero si parece muy tranquilo! – dice incrédulo Tomás.
-Tú conoces el oro, yo el agua. Sucederá como digo. Además no es una tempestad repentina. Se está preparando con signos claros. El agua está tranquila en la superficie, sólo ese fruncido que parece una nadería. ¡Pero, si fueras en barca! Sentirías como miles de avellanas golpear contra el casco y sacudir extrañamente la barca. El agua hierve ya debajo. Espera la señal del cielo y luego verás… Deja que la tramontana se anude con el siroco. Y luego… ¡Eh, mujeres, retirad lo que habéis tendido y poned al seguro vuestros animales’. Dentro de poco van a llover piedras y baldes de agua.
Efectivamente, el cielo se va poniendo cada vez más verdastro, veteado de esquisto por la invasión continua de estratos de nubes que parecen eruptadas por el gran Hermón y que repelen la aurora hacia el lugar de donde ha venido, como si la hora retrocediera hacia la noche en vez de avanzar hacia el mediodía. Sólo una lámina de sol, que pone una irreal pincelada de un amarillo-verde en la cima de una colina situada al suroeste de Cafarnaúm, se resiste a huir de detrás de la barricada de nubes de pez. El lago ya ha pasado de azul a negro-azul y las primeras espumas, ligeras, quebradas, de las cabrillas, sobre esa agua oscura, parecen de un blanco irreal. Ya no hay ninguna barca en el lago. Los hombres se apresuran a sacar las barcas al guijarral de la orilla, a poner en su sitio redes, cestas, velas y- remos; o, si se trata de campesinos, a retirar los productos agrícolas, a asegurar estacas y junturas, a cerrar en los establos a los animales; y las mujeres van de prisa a la fuente, antes de que empiece a llover, o reagrupan a los niños que se habían levantado con el primer sol, y los mueven hacia casa, y cierran las puertas, diligentes como cluecas que perciben próximo el granizo.
-Simón, ven conmigo. Llama también al sirviente de Marta y a Santiago, mi hermano. Coge una tela gruesa, gruesa y grande. Hay dos mujeres en el camino. Hay que salir a su encuentro.
Pedro lo mira con curiosidad, pero obedece sin perder tiempo. Sólo cuando ya están en el camino, atravesando rápidamente el pueblo hacia el Sur, Simón pregunta:
-Pero, ¿quiénes son?
-Mi Madre y María de Magdala.
La sorpresa es tal que Pedro se detiene un momento como clavado en el suelo y dice:
-¿Tú Madre y María de Magdala? ¿Juntas?
Luego reemprende el camino, corriendo, porque Jesús no se ha parado, ni tampoco Santiago y el sirviente. Pero vuelve
a decir:
-¡Tú Madre y María de Magdala! ¡Juntas!… Pero, ¿desde cuándo?
-Desde cuando no es sino María de Jesús. Date prisa Simón, que empiezan a caer las primeras gotas… Y Pedro se esfuerza en seguir el paso de sus compañeros, todos más altos y ligeros que él.
El viento alza ahora nubes de polvo del camino reseco; es un viento que por momentos se hace más fuerte, un viento que rompe el lago y lo alza en crestas de olas que ya se estrellan, con un primer estruendo, contra la playa. Cuando es posible ver el lago, se le ve convertido en un enorme caldero en pleno furor de ebullición. Olas de, al menos, un metro de altas lo recorren en todas las direcciones, se entrechocan, crecen fundiéndose, se separan corriendo en direcciones opuestas en busca de otra ola con que chocarse: todo un duelo de espuma, de crestas, de prominencias abultadas, de estruendos, de bramidos, de embates contra las casas más cercanas a la orilla. Cuando las casas impiden la vista, el lago hace constar su presencia con su fragor, que supera al silbido del viento que comba los árboles, arranca hojas y hace caer frutos, y también al retumbo de los truenos largos, amenazadores, precedidos de relámpagos cada vez más frecuentes y potentes.
-¡A saber cuánto miedo tendrán esas mujeres! – resopla Pedro jadeando.
-Mi Madre no. No sé la otra. Pero, lo que está claro es que si no nos damos prisa se van a calar.
Ya han dejado Cafarnaúm a unos cien metros cuando, entre nubes de polvo, en medio del primer estruendo de un aguacero que cae oblicuo y violento rayando el aire oscuro, y que pronto es una verdadera catarata que se transforma en polvo, y ciega, y corta la respiración, se ve correr a una pareja de mujeres buscando amparo bajo algún árbol frondoso.
-¡Ahí están! ¡Corramos!
Pero Pedro, aunque su amor por María le ponga alas, con sus piernas cortas y ciertamente no de corredor, llega cuando Jesús y Santiago ya tienen recogidas a las mujeres bajo un tupido pedazo de vela.
-Aquí no se puede estar. Hay peligro de rayos y dentro de poco el camino será un torrente. Vamos, Maestro; al menos hasta la primera casa – dice Pedro jadeando.
Y van andando, con las mujeres en el centro, con el telón extendido apoyado sobre sus cabezas y espaldas.
La primera palabra que Jesús dice a la Magdalena, que lleva todavía el vestido de la noche del convite en casa de Simón -pero con un manto de María echado sobre los hombros- es ésta:
-¿Tienes miedo, María?
Ella, que se ha mantenido siempre con la cabeza inclinada bajo el velo de su cabellera desordenada por la carrera, se ruboriza, agacha aún más la cabeza y susurra:
-No, Señor.
También la Virgen ha perdido las horquillas y parece una niña con las trenzas cayéndole sobre los hombros. Sonríe a su Hijo, que está a su lado y le habla con esa sonrisa propia suya.
-Estás muy mojada, María – dice Santiago de Alfeo tocando el velo y el manto de la Virgen.
-No importa. Ahora ya no nos mojamos. ¿Verdad, María? Él nos ha salvado también de la lluvia – dice dulcemente María a la Magdalena (comprende el penoso empacho que siente). Ésta asiente con la cabeza.
-Tu hermana se pondrá contenta al verte otra vez. Está en Cafarnaúm. Te buscaba – dice Jesús.
María alza un momento la cabeza y fija sus espléndidos ojos en el rostro de Jesús -que le habla con la misma naturalidad que usa con las otras discípulas-, pero no dice nada. Siente un nudo en la garganta por demasiadas emociones.
Jesús termina:
-Me alegro de haberla retenido. Podréis marcharos después de que os bendiga.
La palabra se pierde en el estallido seco de un rayo que ha caído cerca. La Magdalena reacciona con un gesto de miedo. Se lleva las manos a la cara, se pliega y rompe a llorar.
-¡No tengas miedo, que ya ha pasado! Además, con Jesús no se debe tener miedo nunca – conforta Pedro. También Santiago, que está al lado de la Magdalena, dice:
-No llores, que ya están cerca las casas.
-No lloro de miedo… Lloro porque me ha dicho que me va a bendecir… Yo… yo… – y no puede decir nada más. La Virgen interviene para calmarla diciendo:
-Tú, María, ya has pasado tu tempestad. No pienses más en ello. Ahora todo es cielo sereno y paz. ¿No es verdad, Hijo
mío?
-Sí, Madre. Es todo verdad. Dentro de poco saldrá de nuevo el sol y todo se verá más hermoso, limpio, fresco, que ayer. Pues igual para ti, María.
La Madre interviene de nuevo, apretando la mano de la Magdalena:
-Referiré a Marta tus palabras. Me siento feliz de poderla ver enseguida y decirle cuán llena de buena voluntad está su
María.
Pedro, chapoteando en el lodo y tomándose con paciencia el diluvio, sale de debajo del toldo para ir hacia una casa a pedir cobijo.
-No, Simón. Preferimos todos volver a nuestra casa. ¿No es verdad? – dice Jesús.
Todos asienten y Pedro regresa al toldo.
Cafarnaúm es un desierto. Se han adueñado de ella viento, lluvia, truenos, relámpagos, y ahora el granizo, que suena y rebota en terrazas y fachadas. El lago está de una terribilidad imponente. Las casas cercanas a él sufren las embestidas de las
olas, pues la playita ya no existe. Las barcas, aseguradas cerca de las casas, están tan llenas de agua, que parece hubieran naufragado, y cada nuevo golpe de mar aumenta el agua, haciendo que rebose la que ya tenían.
Entran corriendo en el huerto, que ahora es un enorme charco en que flotan detritos en el agua fangosa; del huerto van a la cocina, donde están todos reunidos.
El grito de Marta, cuando ve a su hermana de la mano de María, es agudo. Se echa a su cuello -sin sentir cuánto se moja al hacerlo-, la besa, le dice:
-¡ Mirí, Mirí, tesoro mío!
Quizás es el diminutivo afectuoso que usaban para la Magdalena cuando era pequeñita.
María llora, encorvada, con la cabeza apoyada en el hombro fraterno, revistiendo el indumento oscuro de Marta con un tupido velo de oro (única cosa que resplandece en la oscura cocina, en que sólo hay un fueguecillo de hornija para romper las tinieblas que no es capaz de vencer por sí sola una lamparita encendida).
Los apóstoles se han quedado de piedra, y también el dueño de la casa, y la dueña, que se han asomado al oír el grito de Marta; pero éstos, pasado el primer momento de curiosidad comprensible, se retiran discretamente.
Sedada un poco la vehemencia de los abrazos, Marta se acuerda de Jesús, de María, del hecho llamativo de que hayan venido todos juntos, y pregunta a su hermana, a la Virgen, a Jesús (no sabría decir a quién de ellos con más insistencia):
-¿Pero cómo es que venís todos juntos?
-Marta, la tormenta estaba llegando. He salido, con Simón, Santiago y tu sirviente, al encuentro de las dos peregrinas. Marta está tan atónita que no se para a pensar en el hecho de que Jesús haya salido con tanta seguridad al encuentro de ellas y no pregunta: « ¿Pero lo sabías?».
Es Tomás quien se lo pregunta a Jesús. Pero no obtiene respuesta, porque Marta le dice a su hermana: -¿Pero cómo es que estabas con María?
La Magdalena agacha la cabeza.
La socorre la Virgen, tomándola de la mano y diciendo:
-Vino a verme como la peregrina que se dirige a donde le pueden indicar el camino que debe recorrer para llegar a la meta; y me dijo: «Enséñame lo que debo hacer para ser de Jesús». Dado que en ella hay voluntad verdadera y total, enseguida ha comprendido y captado esta sabiduría. Y yo la he visto enseguida preparada para tomarla de la mano, así, y traerla a tu presencia, Hijo mío, a tu presencia, Marta buena, a vuestra presencia, hermanos discípulos, y deciros: «He aquí a la discípula y hermana que no dará sino alegrías espirituales a su Señor y a sus hermanos». Os pido a todos que me creáis y que la améis como Jesús y yo la amamos.
Entonces los apóstoles se acercan y saludan a la nueva hermana. No se puede decir que no haya algo de curiosidad… ¡Pues claro! Todavía queda su humanidad…
Es el buen sentido de Pedro el que dice:
-Todo bien, sí. Vosotros le aseguráis ayuda y santa amistad; pero habría que pensar en que esta Madre y esta hermana están caladas… También nosotros, verdaderamente… Pero para ellas es peor. Su pelo chorrea agua como sauces después de un huracán; sus vestidos están mojados y embarrados. Vamos a hacer fuego, pidamos otros vestidos, preparemos comida caliente…
Todos colaboran. Marta lleva a la habitación a las dos caladas viajeras. Mientras tanto, avivan el fuego, tienden delante de la llama los mantos, los velos y vestidos empapados. No sé qué preparan allí. Sí sé que Marta, recuperada su energía de magnífica mujer de casa, va y viene solícita, con baldes de agua caliente, tazas de leche humeantes, vestidos prestados por la dueña de la casa… para socorrer a las dos Marías…