Llegada a Siquem tras dos días de camino
Jesús prosigue hacia Jerusalén. Cada vez transita mayor número de peregrinos por los caminos, que están un poco embarrados por un chaparrón nocturno; como contrapartida, haciendo precipitar el polvo, el agua ha dejado terso el aire. Los campos parecen un jardín bien cuidado por su jardinero.
La comitiva apostólica camina ligera, pues se sienten descansados por el alto que han hecho y, además, porque el niño, con sus sandalias nuevas, ya no sufre al andar (es más, sintiendo cada vez más confianza, va charlando con unos u otros; y le hace a Juan la confidencia de que su padre se llamaba también Juan y su madre María y de que, por ello, lo quiere también a él mucho).
-Pero, bueno – termina diciendo – la verdad es que os quiero a todos; en el Templo voy a rezar mucho, mucho, por vosotros y por el Señor Jesús.
Es conmovedor ver cómo estos hombres, que en su mayor parte no tienen hijos, se muestran paternales y maravillosamente próvidos para con el más pequeño de los discípulos de Jesús. Hasta el hombre de Endor muestra un rostro delicado cuando debe obligar al pequeño a beberse un huevo, o cuando trepa por entre los arbolados que visten de verde las colinas y las montañas – cada vez más altas, cortadas por profundas hoces cuyo fondo sigue el camino principal – para coger ramitas acídulas de zarzamora o perfumados tallitos de hinojo silvestre, y se lo lleva al niño para mitigarle la sed sin que se llene demasiado de agua. Es conmovedor ver cómo lo distraen del largo recorrido llamando su atención hacia los distintos detalles o panoramas.
El que muchos años antes fuera pedagogo en Cintium, destruido posteriormente por la maldad humana, ahora renace por este niño, mísero como él, y alisa las arrugas del infortunio y de la amargura asumiendo una sonrisa buena. El aspecto de Yabés, con sus sandalias nuevas y la carita menos triste, es ya menos menesteroso. No sé qué mano apostólica se ha preocupado de borrar de esa carita todas las señales de muchos meses de vida agreste, poniéndole en orden incluso el pelo, antes descuidado y polvoriento, ahora esponjoso e igualado por una enérgica lavada. También el hombre de Endor, que todavía se queda un poco perplejo cuando oye que le llaman Juan (si bien, cuando esto le sucede, en seguida menea la cabeza con una sonrisa compasiva hacia su poca memoria), está muy cambiado: cada día que pasa, su rostro va perdiendo esa cierta dureza que tenía y va adquiriendo una seriedad que no infunde miedo.
Naturalmente, estas dos miserias renacidas por la bondad de Jesús gravitan amantes hacia el Maestro; quieren a los compañeros, sí, ¡pero a Jesús!… Cuando Él los mira o les habla directamente, su expresión se vuelve dichosísima.
Salvan una hoz y luego un collado verde, bellísimo, desde cuya cima todavía se entrevé la llanura de Esdrelón, lo cual hace suspirar al niño:
-¿Qué estará haciendo mi anciano padre? – para terminar diciendo, con un suspiro muy triste y un brillo de llanto en sus ojos castaños: «Es mucho menos feliz que yo!… ¡con lo bueno que es!».
Este lamento, a su vez, extiende sobre todos un velo de tristeza. Luego bajan por un valle fértil, lleno de olivares o campos cultivados. Un leve viento hace caer la nieve de las florecillas de las vides y de los olivos más precoces. Y pierden de vista definitivamente la llanura de Esdrelón.
Se detienen en el prado para proseguir después la marcha hacia Jerusalén. Debe haber llovido mucho – quizás es que es una zona muy rica en aguas subterráneas – porque las praderas parecen un aguazal poco profundo: en efecto, el agua brilla intensamente entre la tupida hierba y sube hasta lamer el camino, un poco más elevado para salvar otro; pero, no obstante, muy embarrado. Los mayores se suben las túnicas, para que no acaben transformándose en una costra de barro. Judas Tadeo sube a hombros al niño, para que descanse y para atravesar más rápidamente la zona inundada, que quizás es insalubre.
Bordean otras colinas, atraviesan otro valle, pequeño, rocoso, seco. El día declina. Entran en un pueblo situado en lo alto de un ribazo rocoso y, abriéndose paso entre los muchos peregrinos, buscan alojamiento en una especie de albergue muy rústico (un cobertizo grande bajo el cual hay abundante paja extendida, nada más). Pequeñas lamparitas, encendidas acá o allá, iluminan las cenas de las familias de peregrinos; familias pobres, como la apostólica, porque los ricos, por lo general, han levantado sus tiendas fuera del pueblo, desdeñando todo contacto con los lugareños y con los peregrinos pobres.
Desciende noche y silencio… El primero que cae dormido es el niño, que se ha reclinado, cansado, en el regazo de Pedro, el cual, luego lo pone bien sobre la paja y lo tapa solícito.
Jesús reúne a los mayores para hacer una oración, después cada uno va a echarse encima de la capa de paja para reponerse del mucho camino recorrido.
Es ya de día otra vez. La comitiva apostólica, que se ha puesto en marcha por la mañana, está para entrar, al declinar el día, en Siquem, dejada ya atrás Samaria. Es una ciudad de bonito aspecto, rodeada de muros, coronada de edificios bellos y majestuosos en torno a los cuales se concentran casas lindas y ordenadas. (Me da la impresión de que esta ciudad, como Tiberíades, haya sido reconstruida poco antes y con sistemas tomados de Roma). Extramuros, alrededor, una faja de tierras fertilísimas y bien cultivadas.
El camino que de Samaria conduce a Siquem desciende sinuosamente, con un sistema de muros de contención del terreno que me recuerda a las colinas fiesolanas, y con una magnífica vista de verdes montañas al sur y una llanura preciosa que va hacia el oeste.
El camino tiende a descender, pero alguna que otra vez gana altura, para salvar otros collados desde cuyas cimas se domina la tierra de Samaria, con sus lindas plantaciones de olivos, cereales y vides, guardadas, desde lo alto de los collados, por bosques de encinas y de otros árboles agrestes, que deben ser providenciales como defensa contra los vientos – los cuales, pasando por los desfiladeros, tienden ciertamente a formar remolinos -, que malograrían las plantaciones. Esta región me recuerda mucho a los lugares de nuestro Apenino, aquí, hacia Amiata, cuando la mirada contempla contemporáneamente los cultivos llanos y cerealistas de la Maremma y las esplendorosas colinas y los austeros montes que se yerguen más altos hacia el interior. No sé cómo será ahora Samaria; en aquel tiempo era preciosa.
Pues bien, entre dos altos montes – de los más altos de esta zona – la vista enfila un valle en cuyo centro, fertilísima, bien irrigada, aparece Siquem. En este punto precisamente, la alegre caravana de la corte del Cónsul que va a Jerusalén para las fiestas alcanza a Jesús y los suyos. Esclavos a pie y en carros para tutelar el transporte de los distintos pertrechos… ¡Dios mío, cuántas cosas llevaban consigo en aquellos tiempos! Con los esclavos, carros en toda regla, cargados con un poco de todo (hasta incluso literas enteras) y coches de viaje (amplios carros de cuatro ruedas, bien amortiguados, cubiertos) en los que viajan, resguardadas, las damas. Y más carros, y más esclavos…
He aquí que una mano enjoyada de mujer levanta levemente una cortina y aparece el perfil grave de Plautina, que saluda sin hablar pero con una sonrisa; lo mismo hace Valeria, quien lleva sobre sus rodillas a su pequeñuela, toda gorjeos, toda riente. El otro carro de viaje, aún más pomposo, pasa sin que ninguna cortina se separe, pero, una vez que ha pasado, por la parte de detrás, entre las cortinas anudadas, Lidia asoma su rosado rostro y hace un gesto de reverencia. La caravana se aleja…
-¡Viajan bien! – dice Pedro, cansado y sudoroso – Pero, si Dios nos ayuda, pasado mañana por la tarde estaremos en Jerusalén.
-No, Simón. No tengo otra alternativa, tengo que cambiar de dirección e ir hacia el Jordán.
-¿Pero, por qué, Señor?
-Por el niño. Está muy triste, y mucho más aumentaría su tristeza si viera el monte donde sucedió la catástrofe.
-¡No, no lo vemos! Mejor dicho, vemos la otra parte del monte… Y… bueno, yo me encargaré de tenerlo distraído; yo y Juan… Esta pobre tortolita sin nido se distrae enseguida. ¡Ir hacia el Jordán!… ¡No, hombre, mejor por aquí, el camino recto, más corto y más seguro!; ¡no, no, éste, éste! ¿Ves como es el que siguen las romanas? Por la costa y por el río estas primeras aguas de verano exhalan fiebres. Este camino es sano. Además… ¿cuándo vamos a llegar si alargamos todavía más el recorrido? ¡Piensa en qué estado de ansiedad estará tu Madre después del funesto suceso del Bautista!…
Pedro lo consigue; Jesús da su consentimiento.
-Pues entonces vámonos pronto a descansar, y descansemos bien, porque mañana al alba partiremos, para estar pasado mañana por la tarde en Getsemaní. Iremos, pasado el viernes, al día siguiente, a ver a mi Madre, a Betania; allí descargaremos esos libros de Juan que os han hecho trabajar no poco; veremos también a Isaac y le confiaremos este pobre hermano…
-¿Y el niño? ¿Lo vas a asignar ya?
Jesús sonríe:
-No. Se lo dejaré a mi Madre, para que lo prepare para «su» fiesta. Luego volverá con nosotros para la Pascua. Pero después tendremos que desprendernos de él… ¡No te encariñes demasiado! O, mejor, ámalo como si fuera tu hijo, pero con espíritu sobrenatural. Ya ves que es débil y que se cansa. También a mí me habría gustado instruirlo y criarlo, nutriéndolo Yo mismo con la Sabiduría. Pero Yo soy el Incansable, y Yabés es demasiado joven y débil para acompañarnos en nuestras fatigas. Nos moveremos por Judea; luego, para Pentecostés, volveremos a Jerusalén; luego caminaremos… caminaremos, evangelizando… Volveremos a verlo en el verano, en nuestra patria chica. Bien, ya estamos ante las puertas de Siquem. Adelántate con tu hermano y con Judas de Simón para buscar dónde alojarnos. Yo voy a la plaza del mercado; allí te espero.
Se separan. Pedro galopa en busca de un alojamiento. Los demás caminan fatigosamente por los caminos llenos de gente que grita y gesticula, llenos de asnos, carros… todos dirigidos hacia Jerusalén para la Pascua ya inminente. Voces, unos que llaman a otros, imprecaciones… se mezclan con los rebuznos asnales, creando un bullicio que retumba fuerte bajo los atrios tendidos entre casa y casa: es un ruido que recuerda al murmullo de ciertas conchas cuando se arriman a la oreja. El eco va de una bóveda a otra, donde ya las sombras se dan cita, y la gente, como un flujo continuo de agua, se da a caminar por las calles, se adentra en búsqueda de un techo, de una plaza, de un prado, para pasar la noche…
Jesús, con el niño de la mano, apoyado en un árbol, espera a Pedro en la plaza, que con esta ocasión está continuamente llena de vendedores.
-¡Que no nos vea nadie y nos reconozca! – dice Judas Iscariote.
-¿Cómo se puede reconocer un grano entre la arena? – responde Tomás – ¿No ves qué gentío?
Vuelve Pedro:
-Fuera de la ciudad hay un cobertizo con heno. No he encontrado nada más. -No vamos a buscar nada más. Es hasta demasiado para el Hijo del hombre.