Llegada a Aera bajo la lluvia. Curación de los enfermos que allí esperan
Ya también Arbela ha quedado lejos. Se han añadido a la comitiva Felipe de Arbela y el otro discípulo que oigo que le llaman Marcos.
El camino está embarrado, como si hubiera llovido mucho. El cielo está ceniciento. Un riachuelo, bastante digno de este nombre, corta el camino de Aera. Lleno por las lluvias -que está claro que han arreciado con furia en esta zona -, no presenta ciertamente un color cerúleo, sino amarillo rojizo, como si portase aguas pasadas por terrenos ferruginosos.
-Ya el tiempo se ha puesto mal. Has hecho bien despidiendo a las mujeres. Este tiempo ya no es adecuado para que estén por los camino – sentencia Santiago.
Y Simón el Zelote, siempre sereno, incluso en su absoluta dedicación al Maestro, proclama:
-E1 Maestro todo lo que hace lo hace bien. No es torpe como nosotros. Ve y prevé todo en el mejor de los modos, y más por nosotros que por Él.
Juan, contento de ir al lado de Jesús, lo mira de abajo arriba con su rostro risueño y dice:
-Eres el Maestro más encantador y bueno que jamás tuvo la tierra, tiene ni tendrá, además del más santo.
-Esos fariseos… ¡Qué desilusión! También el mal tiempo ha contribuido a convencerlos de que verdaderamente Juan de
Endor no estaba. Pero, ¿y por qué la tienen tomada con él de esa forma? – pregunta Hermasteo, que siente mucha ternura por
Juan de Endor.
Responde Jesús:
-Esa aversión no es contra él ni por él. Es un instrumento que mueven contra mí.
Felipe de Arbela dice:
-Bien, pues el agua los ha requeteconvencido de que era inútil esperar y sospechar de Juan de Endor. ¡Viva el agua! Ha servido también para tenerte yo en mi casa cinco días.
-¡Qué preocupados estarán los de Aera! Ya será mucho si no vemos venir a nuestro encuentro a mi hermano – dice
Andrés.
-¿A nuestro encuentro? Vendrá detrás de nosotros – observa Mateo.
-No. Iba por el camino del lago. Porque desde Gadara iba al lago y luego con alguna barca a Betsaida, para ver a su mujer y decirle que el niño está en Nazaret y que él pronto regresaría. De Betsaida a Merón tomaba el camino de Damasco durante un tramo, y luego el camino de Aera. Está, sin duda, en Aera.
Pasa un momento de silencio. Luego Juan dice sonriendo:
-¡Pero esa viejecita, Señor!
-Estaba casi convencido de que le ibas a conceder la alegría de morir apoyada en tu pecho, como a Saúl de Keriot – observa Simón Zelote.
-Mi amor ha sido mayor incluso. Porque espera a llamarla a mí en el momento en que el Cristo vaya a abrir las puertas del Cielo. No tendrá que esperarme mucho la pequeña madre. Ahora vive con su recuerdo y, con la ayuda de tu padre, Felipe, su vida será menos triste. Yo os bendigo de nuevo a ti y a tu familia.
Una nube más espesa que la que cubre el cielo vela ahora la alegría de Juan.
Jesús lo ve y dice:
-¿No estás contento de que la ancianita vaya pronto al Paraíso?
-Sí… pero no estoy contento porque ello querrá decir que Tú te marchas… ¿Por qué morir, Señor?
-Quien ha nacido de mujer muere.
-¿Vas a tenerla sólo a ella, Señor?
-¡Oh, no… y qué exultante será el paso de estos que salvo como Dios y que he amado como hombre!…
Atraviesan otros dos pequeños ríos, muy cercanos el uno del otro. Empieza a llover en la llana región que se abre ante los peregrinos una vez superados los cerros (donde se cruzan con el camino que aprovecha un valle para proseguir hacia el norte).
Al norte – es más, a un noroeste muy poco oeste – se delinea una alta, poderosa sierra sobre cuyos montes se superponen nubes y más nubes, que casi crean nuevos, ilusorios montes de nubes encima de los reales, de roca, cubiertos de bosques a los lados y de nieves en sus cúspides. Pero es una sierra muy lejana.
-Aquí agua, allá nieve. Es la cadena del Hermón. En las cúspides hay ahora una capa más vasta de blancura. Si en Aera tenemos sol, veréis lo bonito que es cuando el sol pone rosa el pico mayor – dice Timoneo, que se siente impulsado por el amor patrio a cantar las bellezas de su región.
-Sí, pero mientras tanto llueve. ¿Está lejos todavía Aera? – pregunta Mateo.
-Mucho. Hasta la noche no llegaremos.
-Que Dios nos salve entonces de cogernos alguna enfermedad – termina Mateo, poco entusiasta de caminar con este mal tiempo. Van todos arrebozados en sus mantos, debajo de los cuales llevan los sacos de viaje, para resguardarlos de la humedad, y resguardar así la ropa para poderse cambiar nada más llegar, pues la que llevan está ya chorreando de agua y los bajos están completamente cargados de lodo.
Jesús va a la cabeza, absorto en sus pensamientos. Los demás van dando mordiscos a sus respectivos panes. Juan dice alegremente:
-No tenemos necesidad de buscar fuentes para calmar la sed. Basta con volver hacia atrás la cabeza y abrir la boca, y los ángeles nos dan el agua.
Hermasteo, que, siendo joven también, tiene en común con Felipe de Arbela y Juan la envidiable suerte de tomarse todo con alegría, dice:
-Simón de Jonás se quejaba de los camellos. Pero ya preferiría yo estar encima de aquella torre sacudida por un terremoto que no en este barro. ¿Tú qué opinas?
Y Juan:
-Digo que en todas partes estoy bien, con tal de que esté Jesús…
Los tres jóvenes se dan a una animada conversación entre ellos. Los cuatro más mayores aceleran hasta alcanzar a Jesús. La pareja restante, Timoneo y Marcos, se pone al final, hablando…
-Maestro, en Aera estará Judas de Simón… – dice Andrés.
-Ciertamente. Y con él Tomás, Natanael y Felipe.
-Maestro… echo de menos estos días de paz – suspira Santiago.
-No debes decir eso, Santiago.
Lo sé… Pero no puedo evitarlo… – y lanza otro gran suspiro.
-Estará también Simón Pedro con mis hermanos. ¿No te alegras de ello?
-¡Mucho! Maestro, ¿por qué Judas de Simón es tan distinto de nosotros?
-¿Por qué el agua se alterna con el sol, el calor con el frío, la luz con las tinieblas?
-Pues porque no se podría tener siempre una cosa. Moriría la vida en la tierra.
-¡Así es, Santiago.
-Sí, pero eso no tiene que ver con Judas…
-Respóndeme. ¿Por qué las estrellas no son todas como el Sol, grandes, calientes, espléndidas, poderosas? -Porque… la tierra se abrasaría bajo tanto fuego.
-¿Por qué las plantas – me refiero a todos los vegetales – no son como aquellos nogales?
-Porque… los animales no podrían comérselas.
-¿Y entonces por qué no son todas como hierbas?
-Porque… no tendríamos leña para el fuego, para las casas, para hacer utensilios, carros, barcas, muebles. -¿Por qué los pájaros no son todos águilas y todos los animales elefantes o camellos?
-¡Buenos estaríamos si fuera así!
-¿Esta variedad te parece entonces una cosa buena, no?
-Sin duda.
-Juzgas entonces que… ¿Por qué, según tú, Dios la ha hecho?
-Para ofrecernos la mayor ayuda posible.
-Entonces para bien, ¿no? ¿Estás seguro de ello?
-Como de que vivo en este momento.
-Entonces, si ves justo que haya variedad de especies animales, vegetales y astrales, ¿por qué pretendes que todos los hombres sean iguales? Cada uno tiene su misión y su forma. ¡La infinita diversidad de especies te parece signo de potencia o de impotencia del Creador?
-De potencia. Una sirve para hacer resaltar a la otra.
-Muy bien. También Judas sirve para lo mismo, y tú les sirves a tus compañeros, y tus compañeros a ti. Tenemos treinta y dos dientes en la boca, pero, si los miras bien, entre sí son bien diferentes. No sólo por lo que respecta a las tres clases, sino incluso entre los elementos de una misma clase. Pues bien, puesto que estás comiendo, observa su oficio. Verás que incluso los que parecen poco útiles y que trabajan poco son precisamente los que hacen el primer trabajo de cortar el pan y de llevarlo a los otros, que lo desmenuzan, para pasarlo a los otros que lo transforman en papilla. ¿No es así? A ti te parece que Judas no hace nada, o que su actuación es negativa. Te recuerdo que ha evangelizado, y bien, la Judea meridional, y que – tú lo has dicho – sabe tener tacto con los fariseos
-Es verdad.
Mateo observa:
-También es muy hábil para obtener dinero para los pobres. Pide, sabe pedir como no lo sé hacer ni siquiera yo… Quizás porque el dinero ahora me da asco.
Simón Zelote agacha el rostro, carmesí de tan rojo como se ha puesto.
Andrés lo ve y pregunta:
-¿Te encuentras mal?
-No, no… El cansancio… no sé.
Jesús lo mira fijamente, y Simón se pone cada vez más rojo. Pero Jesús no dice nada.
Viene corriendo Timoneo:
-Maestro, allí se ve el pueblo antes de Aera. Podremos hacer un alto en el camino o pedir burros
-Ya está dejando de llover. Es mejor seguir.
-Como quieras Maestro. Pero ahora, con tu permiso, me adelanto.
-Bien.
Timoneo se echa a correr con Marcos. Jesús, sonriendo, observa:
-Quiere que tengamos un ingreso triunfal.
De nuevo están todos en grupo. Jesús deja que se metan a hablar con pasión de las diferencias de las regiones. Luego se retrasa, tomando consigo al Zelote. En cuanto están solos, pregunta:
-¿Por qué te has puesto colorado, Simón?
-Vuelve a ponerse rojo como las brasas, pero no dice nada. Jesús repite la pregunta. Simón, más rojo y más callado. Jesús insiste en la pregunta.
-¡Señor, pero si Tú ya lo sabes! ¿Por qué me obligas a hablar? – grita el Zelote, dolido como si fuera un torturado. -¿Tienes certeza?
-No me lo ha negado. Sin embargo, ha dicho: «Lo hago por previsión. Soy sensato. El Maestro no piensa nunca al mañana». Forzando las cosas, hasta podría ser así. Pero… en todo caso es… en todo caso es… Maestro, mete Tú la palabra exacta.
-En todo caso es una demostración de que Judas es solamente un «hombre». No sabe elevarse a ser un espíritu. Pera, más o menos, sois todos así. Teméis por estupideces. Os preocupáis de previsiones inútiles. No sabéis creer que la Providencia es potente y está presente. Bien, que esto quede entre nosotros dos. ¿No es verdad?
-Sí, Maestro
Un momento de silencio. Luego Jesús dice:
-Pronto volveremos al lago… Será hermoso un poco de recogimiento después de tanto camino. Nosotros dos iremos a Nazaret y estaremos allí un tiempo, hacia las Encenias. Estás sólo… Los otros estarán en familia. Tú, conmigo».
-Señor, Judas y Tomás, y también Mateo, están solos.
-No te preocupes. Cada uno celebrará las fiestas con la familia. Mateo tiene a su hermana. Tú estás solo. A menos que quieras ir con Lázaro…
-No, Señor – interviene inmediatamente Simón – No. Quiero a Lázaro. Pero estar contigo es estar en el Paraíso. Gracias, Señor – y le besa la mano.
Hace poco que han dejado atrás el pueblecillo, cuando he aquí que, bajo otro aguacero, aparecen de nuevo por el camino inundado Timoneo y Marcos, que gritan:
-¡Deteneos! Está Simón Pedro con unos burros. Lo he encontrado mientras venía para acá. Lleva ya tres días de camino hacia aquí con los animales, bajo la lluvia.
Se detienen al amparo de un robledal que resguarda un poco del chaparrón. Y ven venir, montado en un asno – el primero de una fila de borriquillos – a Pedro, que, con la manta que se ha echado sobre la cabeza y la espalda, parece un fraile.
-¡Dios te bendiga, Maestro! ¡Ya decía yo que estaría mojado como uno que se hubiera caído al lago! ¡Venga, enseguida, a caballo todos, que Aera hace tres días que está ardiendo de tanto como tiene encendidas sus chimeneas para secarte! Rápido, rápido… ¡En qué esta-do!… ¡Fijaos aquí! ¿Pero no erais capaces de hacerle esperar? ¡Ah, si no estoy yo! ¡Pero, yo digo…! ¡Pero mirad aquí! Tiene el pelo tieso como un ahogado. Debes estar helado. ¡Con toda esta agua! ¡Qué imprudencias! ¿Y vosotros? ¿Y vosotros? ¡Infames! Tú el primero, hermano, que no piensas. Y todos los demás. ¡Bien guapos estáis! ¡Parecéis sacos caídos a un pantano! ¡Venga, ligeros! ¡Ya no me vuelvo a fiar de confiároslo! Me falta poco para ahogarme de horror…
-Y de lo que hablas, Simón – dice sereno Jesús mientras el asno trota al lado del de Pedro, a la cabeza de la caravana asnal. Jesús repite: «Y de lo que hablas. De palabras inútiles. No me has dicho si han llegado los otros, si han partido las mujeres, si tu mujer está bien… No me has dicho nada.
-Te diré todo. Pero ¿por qué te has puesto en camino con esta lluvia?
-¿Y tú por qué has venido?
-Porque tenía prisa de verte, Maestro mío.
-Porque tenía prisa de reunirme contigo, Simón mío.
-¡Oh, mi querido Maestro! ¡Cuánto te quiero! ¡Mujer, niño, casa? ¡Nada, nada! Todo es feo si Tú no estás. ¿Crees que te quiero así?
-Lo creo. Sé quién eres, Simón.
-¿Quién?
Un gran niño lleno de pequeños defectos, y, bajo estos defectos, sepultadas, muchas dotes excelentes. Pero hay una que no está sepultada: tu honestidad en todo. ¿Y entonces, quién está en Aera?
-Judas, tu hermano, con Santiago, más Judas de Keriot con los otros. Parece que Judas ha hecho las cosas muy bien. Todos lo alaban…
-¿Te ha hecho preguntas?
-¡Muchas! No he respondido a nada. He dicho que no sabía nada. Y es así, porque ¿qué sé yo, aparte de haber acompañado hasta Gadara a las mujeres? Mira, no le he dicho nada de Juan de Endor. Él cree que está contigo. Deberías decírselo a los otros.
-No. Ellos, como tú, tampoco saben dónde está Juan. Inútil decir más cosas. ¿Pero estos burros?… ¡tres días!… ¡Qué gasto! ¿Y los pobres?
-Los pobres… Judas tiene un montón de dinero. Se ocupa él. Estos burros no me cuestan una perra. Los habitantes de Aera me habrían dejado incluso mil, sin ningún gasto, para ti. He tenido que levantar la voz para impedir venir a buscarte con un ejército de asnos. Tiene razón Timoneo. Aquí todos creen en ti. Son mejores que nosotros… – y suspira.
-¡Simón, Simón! En la Transjordania nos honraron; hubo un galeote, paganas, pecadoras, mujeres, que os dieron lecciones de perfección. Recuérdalo siempre, Simón de Jonás.
-Trataré de recordarlo, Señor. Mira, mira, los primeros de Aera. ¡Mira cuánta gente! Está la madre de Timoneo. Ahí están tus hermanos entre la multitud. Y los discípulos a los que habías dicho que se adelantaran, y los que luego han venido con Judas de Keriot. Ahí está el más rico de Aera con sus servidores. Quería que te alojaras en su casa. Pero la madre de Timoneo ha hecho valer su derecho y estarás en su casa. ¡Mira, mira! Están irritados porque el agua apaga las antorchas. Hay muchos enfermos, ¡eh! Se han quedado en la ciudad, junto a las puertas, para verte enseguida. Uno que tiene un almacén de leña ha puesto a su disposición los cobertizos. Hace tres días que están allí, ¡pobre gente!; desde que llegamos nosotros y nos extrañamos de no verte.
El grito de la multitud impide que Pedro continúe, así que se calla y permanece al lado de Jesús como si fuera un escudero. Ya han llegado a la gente. La multitud se va abriendo, y Jesús pasa con su borriquillo, bendiciendo continuamente mientras pasa.
Entran en la ciudad.
-Donde los enfermos, inmediatamente – dice Jesús, sin hacer caso de las protestas de quienes quisieran ofrecerle un techo y darle alimento y fuego por miedo a que sufra demasiado – Ellos sufren más que Yo – responde.
Tuercen a la derecha. Ya llegan al rústico recinto del almacén de la leña.
Abren de par en par la puerta. Del interior del recinto sale un clamor quejumbroso: -¡Jesús, Hijo de David, ten
piedad de nosotros!
Es un coro suplicante, constante como una letanía. Voces de niños, de mujeres, de hombres, de ancianos: tristes como balidos de corderos en pena; acongojadas como de madres en agonía; descorazonadas como de quien tiene una sola esperanza; temblorosas como de quien ya sólo sabe llorar…
Jesús entra en el recinto. Se yergue lo más que puede sobre los estribos, y, levantando la mano derecha, dice con su voz
potente:
-¡A todos los que creen en mí, salud y bendición!
Se apoya de nuevo en la silla y hace ademán de volver afuera. Pero la multitud le oprime, los que han quedado curados se cierran en torno a Él. Y, a la luz de las antorchas, que al amparo de los pórticos arden y dan viveza de resplandores al crepúsculo, se ve al gentío que bulle delirante de alegría aclamando al Señor; al Señor, que casi desaparece en medio de un tapiz de flores de niños sanados que las madres le han puesto en los brazos, en el regazo, y hasta en el cuello del asno, sujetándolos para que no se caigan. Jesús tiene los brazos colmados de niños, como si fueran flores, y sonríe feliz, y los besa, porque, sujetándolos como está con los brazos, no puede bendecirlos. En fin, retiran a los niños. Ahora son los ancianos curados los que lloran de alegría y le besan el vestido, y luego los hombres y las mujeres…
Es ya de noche cuando puede entrar en la casa de Timoneo y reponerse con el fuego y la ropa seca.