Lázaro ofrece un refugio para Juan de Endor y Síntica. Viaje feliz hacia Jericó sin Judas Iscariote
-Lázaro, amigo mío, te pido que vengas conmigo – dice Jesús, presentándose en la puerta de la sala en que Lázaro está reclinado en un lecho leyendo un volumen.
-Inmediatamente, Maestro. ¿A dónde vamos? – pregunta Lázaro, y se alza enseguida.
-Por el campo. Necesito estar completamente solo contigo.
Lázaro lo mira turbado, y pregunta:
-¿Tienes tristes noticias que darme en secreto? ¿O…? No, no quiero pensarlo…
-Es sólo tratar contigo una cosa, y ni siquiera el aire debe saber lo que hablemos. Manda preparar el carro, porque no te quiero cansar. Cuando estemos en plena campiña te hablaré.
-Entonces guío yo. Así ni siquiera el criado sabrá lo que hayamos hablado.
-Sí. Exactamente así.
-Voy enseguida, Maestro. Dentro de poco estoy preparado – y sale.
Jesús se queda un poco pensativo en medio de la rica estancia. Mientras piensa, mueve mecánicamente dos o tres objetos, recoge el rollo que estaba caído en el suelo, y, en fin, al colocarlo en una estantería por ese innato instinto del orden que es tan fuerte en Jesús, permanece con el brazo levantado observando unos objetos de un arte raro, por lo menos distinto del arte corriente de Palestina, que están alineados en la balda de la estantería: son ánforas y copas antiquísimas -parece- con relieves y dibujos que imitan los frisos de los templos de la antigua Grecia y franjas de urnas funerarias. No se lo que estará viendo detrás del objeto… Luego sale y va al patio interior, donde están los apóstoles.
-¿A dónde vamos, Maestro? – preguntan, al ver que Jesús se coloca el manto.
-A ninguna parte. Salgo con Lázaro. Esperadme aquí, todos juntos. Regreso pronto.
Los doce se miran unos a otros… Se les ve poco contentos… Pedro dice:
-¿Vas solo? Ten cuidado…
.No temas nada. Mientras esperáis no estéis ociosos. Seguid instruyendo a Hermasteo para que vaya conociendo más la Ley y haceos mutuamente buena compañía, sin discusiones ni desaires. Sed indulgentes unos con otros, quereos.
Se encamina hacia el jardín. Todos le siguen. A1 poco viene un carro ligero, cubierto, con Lázaro ya.
-¿Vas con el carro?
-Sí, para que no se le cansen las piernas a Lázaro. Adiós, Margziam. Sé bueno. Paz a todos vosotros.
Monta. El carro, haciendo rechinar la fina grava del paseo, sale del jardín para tomar el camino principal. -¿Vas a Agua Especiosa, Maestro? – grita detrás Tomás.
-No. Una vez más os digo que os comportéis bien.
El caballo parte con un vigoroso trote. El camino, el que va de Betania a Jericó, pasa por esta campiña que va perdiendo su lozanía; cuanto más se baja hacia la llanura, más se nota este languidecer de la hierba.
Jesús piensa. Lázaro guarda silencio, se ocupa sólo de guiar el caballo. Llegados a la llanura (fértil, ya preparada toda para nutrir la semilla de la futura mies, o durmiente en sus viñas como una mujer que poco antes haya dado a luz su fruto y descansa ahora de su dulce fatiga), Jesús hace señal de pararse. Lázaro, obediente, para, y lleva al caballo a un camino secundario que conduce a unas casas lejanas… y explica:
-Aquí estaremos todavía más tranquilos que en el camino grande. Estos árboles nos ocultarán a la vista de muchos.
En efecto, un grupo de árboles bajos y tupidos hacen como de mampara contra la curiosidad de los viandantes. Lázaro está erguido frente a Jesús, esperando.
-Lázaro, necesito mandar lejos a Juan de Endor y a Síntica. La prudencia, como ves, lo aconseja, y también la caridad. Tanto para él como para ella sería una prueba peligrosa, un dolor inútil, el tener noticia de la persecución que se ha desencadenado contra ellos… y que podría -al menos para uno- provocar penosísimas sorpresas.
-En mi casa…
-No. Ni siquiera en tu casa. No los tocarían materialmente, quizás, pero sí los humillarían moralmente. El mundo es cruel. Destroza a sus víctimas. No quiero que se pierdan así estas dos buenas fuerzas. Por tanto, de la misma forma que un día junté al anciano Ismael con Sara, ahora voy a juntar a mi pobre Juan con Síntica. Quiero que muera en paz, y que no esté solo, y que no lleve consigo la quimera de que se le manda a otro lugar porque es «el ex galeote», sino porque es el discípulo prosélito que puede trasladarse a otro lugar para predicar al Maestro. Y Síntica le ayudará… Síntica es una gran persona, y será una gran fuerza en y para la Iglesia futura. ¿Me puedes aconsejar a dónde mandarlos? No a Judea, ni a Galilea, ni siquiera a la Decápolis. A los lugares a los que voy Yo, y conmigo los apóstoles y discípulos, no. A1 mundo pagano tampoco. ¿Dónde entonces? ¿Dónde, de forma que sean útiles y estén seguros?
-Maestro… yo… ¿Aconsejarte yo a ti…!
.No, no. Habla. Tú me amas, no traicionas, amas a quienes amo Yo, no eres restringido de mente como otros.
-Yo… Sí. Te aconsejaría que los mandases a uno de los lugares donde tengo amigos. A Chipre o a Siria. Elige Tú. En Chipre tengo personas de confianza. ¡Y en Siria.., bueno!… Tengo todavía alguna pequeña casa, custodiada por un administrador fiel, más fiel que una ovejita. ¡Nuestro viejo Felipe! Por mí hará todo lo que diga. Y, si me lo concedes, ellos, estos a quienes Israel persigue y Tú estimas, podrán considerarse desde ahora huéspedes míos, seguros en la casa… ¡Oh, no es un palacio! En esa casa vive sólo Felipe con un nieto que se ocupa de los jardines de Antigonio, los amados jardines de mi madre; los hemos conservado para recuerdo de ella. Había llevado a esos jardines las plantas de esencias exóticas de sus jardines judíos… ¡La madre mía!… ¡Con ellas, cuánto bien hacía a los pobres!… Eran su secreta propiedad… Mi madre… Maestro, pronto iré a decirle: “Alégrate, madre buena. El Salvador está en la Tierra». Te esperaba…
Dos hilos de llanto aparecen en el rostro doliente de Lázaro. Jesús lo mira y sonríe. Lázaro recobra los ánimos: -Pero, hablemos de ti. ¿Te parece un buen lugar?
-Me parece un buen lugar. Una vez más te doy las gracias, por mí y por ellos. Me quitas un gran peso…
-¿Cuándo se marchan? Lo pregunto para preparar una carta para Felipe. Diré que son dos amigos míos de aquí, necesitados de paz. Será suficiente.
-Sí. Será suficiente. Pero, te ruego que ni siquiera el aire sepa nada de esto. ¡Ya lo ves! Me espían…
-Lo veo. No lo hablaré ni siquiera con mis hermanas. Pero, ¿cómo piensas llevarlos allí? Tienes contigo a los apóstoles…
-Ahora subo hasta Aera sin Judas de Simón, Tomás, Felipe y Bartolomé. Entretanto, instruiré a fondo a Síntica y a Juan… para que vayan con una buena provisión de Verdad. Luego bajaré al Merón y de allí a Cafarnaúm. Y allí… y allí enviaré otra vez a los cuatro, con otras misiones; entonces haré que partan para Antioquía los dos. A esto me veo obligado…
-A tener que temer de los tuyos. Tienes razón… Maestro, sufro viéndote afligido…
-Pero tu buena amistad me conforta mucho… Lázaro, gracias… Pasado mañana me marcho y me llevo a tus hermanas. Necesito muchas discípulas para confundir entre ellas a Síntica. Viene también Juana de Cusa. De Merón irá a Tiberíades, porque va a pasar el invierno allí. Eso quiere el marido, para tenerla más cerca, porque Herodes va a volver a Tiberíades una temporada.
-Se hará como deseas. Mis hermanas son tuyas, como lo soy yo, y mis casas, mis criados, mis bienes. Todo es tuyo, Maestro. Utilízalo para el bien. Te prepararé la carta para Felipe. Es mejor que la tengas Tú directamente.
-Gracias, Lázaro.
-Es todo lo que puedo hacer… Si estuviera sano, iría… Cúrame, Maestro, y voy.
-No, amigo. Tengo necesidad de ti así como estás.
-¿A pesar de que no hago nada?
-Aun así. ¡Oh, mi Lázaro! – y Jesús lo abraza y besa.
Suben de nuevo al carro y regresan.
Ahora es Lázaro quien está muy silencioso y pensativo. Jesús le pregunta la razón de ello.
-Pienso que pierdo a Síntica. Me atraían su ciencia y su bondad…
-Le gana Jesús…
-Es verdad. Es verdad. ¿Cuándo te voy a volver a ver, Maestro?
-Para la primavera.
-¿Hasta la primavera no? El año pasado estabas en mi casa para las Encenias…
-Este año voy a complacer a los apóstoles. Pero para el otro año estaré mucho contigo. Te lo prometo. Betania aparece bajo el sol de Octubre. Están ya casi llegando, cuando Lázaro para el caballo para decir: -Maestro, bueno será que te deshagas del hombre de Keriot. Tengo miedo de él. No te ama. No me gusta. Nunca me ha
gustado. Es sensual y ambicioso. Por eso puede cometer cualquier pecado. Maestro, es él el que te ha denunciado… -¿Tienes pruebas?
-No.
-Pues entonces no juzgues. No eres muy experto en tus juicios. Acuérdate de que juzgabas inexorablemente perdida a tu María… No digas que es mérito mío. Ella fue la primera en buscarme.
-Eso también es verdad. Pero, en fin, desconfía de Judas.
Poco después entran en el jardín donde están esperando, curiosos, los apóstoles.
La ausencia de cuatro apóstoles, y sobre todo de Judas, hace, por un lado, más íntimo el grupo de los que quedan; por otro, más feliz.
Es verdaderamente una familia -con Jesús y María como cabezas- esta que, dando la espalda a Betania en una mañana serena de Octubre, se dirige hacia Jericó para pasar a la orilla opuesta del Jordán.
Las mujeres marchan agrupadas en torno a María. Sólo falta Analía en el grupo femenino de las discípulas, o sea, en el grupo de las tres Marías, Juana, Susana, Elisa, Marcela, Sara y Síntica. Agrupados en torno a Jesús, Pedro, Andrés, Santiago y Judas de Alfeo, Mateo, Juan y Santiago de Zebedeo, Simón Zelote, Juan de Endor, Hermasteo y Timoneo. Margziam, por su parte, saltando como un cabritillo, va y viene incansable de este grupo a aquél (que caminan a pocos metros uno tras otro). Cargados con pesados talegos, van alegres por el camino dulcemente soleado, por la campiña solemne transida de quietud.
Juan de Endor anda con esfuerzo, oprimido por el peso que le cuelga de sus espaldas.
Pedro se da cuenta y dice:
-Dámelo, ya que has querido coger de nuevo este lastre. ¿Sentías nostalgia de esto?
-Me lo ha indicado el Maestro.
-¿Sí? ¡Ésta sí que es buena! ¿Y cómo así?
-No lo sé. Ayer por la noche me dijo: «Coge otra vez tus libros y sígueme con ellos».
-¡Hay que ver!… Bueno, pero, si lo ha dicho Él, está claro que es una cosa buena. Quizás lo hace por esa mujer. ¡Cuánto sabe, ¿no?! ¿Tú también sabes tantas cosas?
-Casi. Es muy docta.
-De todas formas, no vas a seguir viniendo detrás de nosotros con este peso, ¿no? Qué
-¡ No creo! No lo sé. De todas formas, lo puedo llevar también yo…
-No, amigo. Me preocupa mucho que no enfermes. ¿No te das cuenta de que estás mal de salud?
-Sí, lo sé. Me siento morir.
-No gastes bromas y déjanos al menos llegar a Cafarnaúm! Se está tan bien ahora, nosotros solos sin ese… ¡Maldita lengua! ¡He faltado una vez más a mi promesa al Maestro!… ¿Maestro? ¿Maestro?
-¿Qué quieres, Simón?
-He murmurado de Judas y te había prometido que no lo volvería a hacer. Perdóname.
-Sí. Trata de no volver a hacerlo.
-Tengo todavía 489 veces de recibir tu perdón…
-Pero, ¿qué dices, hermano? – pregunta Andrés sorprendido.
Y Pedro, lleno de brillo de sagacidad su rostro bueno, torciendo el cuello bajo el peso del saco de Juan de Endor:
-¿Y no te acuerdas de que dijo que debíamos perdonar setenta veces siete? Por tanto me quedan todavía 489 perdones. Y llevaré la cuenta escrupulosamente…
Todos se echan a reír, incluso Jesús tiene que sonreír por fuerza; pero responde:
-Mejor sería, niño grande, que es lo que eres, si llevaras la cuenta de todas las veces que sabes ser bueno. Pedro se junta a Jesús y con el brazo derecho rodea su cintura, diciendo:
-¡Querido Maestro mío! ¡Qué feliz me siento de estar contigo! ¡Bah! Tú también estás contento… Y entiendes lo que quiero decir. Estamos nosotros solos. Está tu Madre. Está el niño. Vamos a Cafarnaúm. La estación es hermosa… Cinco razones para sentirnos felices. ¡Verdaderamente es hermoso ir contigo! ¿Dónde vamos a detenernos esta noche?
-En Jericó.
-El año pasado en Jericó vimos a la Velada. ¿Quién sabe qué habrá sido de ella?… Me gustaría saberlo… Y hemos encontrado también al de las viñas…
La carcajada de Pedro es tan sonora que contagia a los demás. Se echan a reír todos, recordando la escena del encuentro con Judas de Keriot.
-¡Eres incorregible, Simón! – dice Jesús en tono de reprensión.
-No he dicho nada, Maestro. Me han venido ganas de reír al pensar en su cara cuando nos ha encontrado allí… en sus viñas…
Pedro ríe con verdaderas ganas, tanto que debe pararse, mientras los otros siguen caminando y riéndose por fuerza. Las mujeres alcanzan a Pedro. María pregunta con dulzura:
-¿Qué te sucede, Simón?
-No lo puedo decir porque cometería otra falta de caridad. Pero… mira, Madre, tú que eres sabia, quisiera saber tu opinión. Si acuso con un fondo maligno a alguien, o, peor todavía, levanto una calumnia, peco, es natural. Pero, si me río de una cosa que todos saben, de un hecho que todos conocen, una cosa que hace reír, como, por ejemplo, recordar la sorpresa de un embustero, su turbación, sus explicaciones para disculparse, y volver a reírme como entonces nos reímos, ¿está también mal?
-Es una imperfección respecto a la caridad. No es pecado como lo es la maledicencia o la calumnia, y ni siquiera como una acusación velada, pero es, de todas formas, una falta de caridad. Es como un hilo sacado en una tela. No es un desgarrón, ni que la tela esté con sumida, pero es algo que va contra la integridad de la tela y su belleza, y facilita deslavazaduras y agujeros. ¿No te parece?
Pedro se restriega la frente y dice un poco avergonzado:
-Sí. No lo había pensado nunca.
-Piénsalo ahora y no lo vuelvas a hacer. Hay carcajadas que ofenden a la caridad más que un bofetón. ¿Alguno ha cometido un error? ¿Lo hemos pillado en una mentira o en otra falta? ¿Y entonces? ¿Por qué recordarlo? ¿Por qué hacérselo recordar a otros? Corramos un velo sobre las faltas de los hermanos, pensando siempre: «Si fuera yo el que hubiera faltado, ¿me gustaría que otro recordase esta falta y que la hiciera recordar a otros?». Hay sonrojos íntimos, Simón, que hacen sufrir mucho. No menees la cabeza. Sé lo que quieres decir… Pero también los culpables los tienen, créelo. Sea siempre tu primer pensamiento: «¿Desearía eso para mí?». Verás como no volverás a pecar contra la caridad. Y sentirás siempre mucha paz dentro de ti. Mira a Margziam allí cómo salta y canta feliz. Es porque no tiene ninguna preocupación en su corazón; no tiene que pensar en itinerarios, ni en compras, ni en las palabras que tendrá que decir. Sabe que otros se preocupan por él de estas cosas. Haz tú igual. Abandona todo en Dios, incluso el juicio sobre las personas. Mientras puedas ser como un niño guiado por el buen Dios, ¿por qué querer cargarte con el peso de decidir y juzgar? Llegará el momento en que tengas que ser juez y árbitro y entonces dirás: «¡Antes era mucho más fácil y menos peligroso!», y te juzgarás necio por haber querido cargarte antes de tiempo con tanta responsabilidad. !Juzgar! !Qué cosa tan difícil! ¿Has oído lo que ha dicho Síntica hace unos días? “Buscar por medio del sentido es siempre imperfecto». Dijo una cosa muy exacta. Muchas veces juzgamos siguiendo justamente las reacciones de los sentidos, y, por tanto, con suma imperfección. Deja de juzgar…
-Sí, María. A ti verdaderamente te lo prometo. ¡Pero yo no sé todas esas cosas maravillosas que sabe Síntica!
-¿Y te apena, hombre? – dice la aludida – ¿No sabes que yo quiero desembarazarme de ellas para tomar solamente las cosas que tú conoces?
-¿Lo dices de verdad? ¿Por qué?
-Porque con la ciencia puedes mantenerte en esta tierra, pero con la sabiduría conquistas el Cielo. Lo mío es ciencia, lo tuyo sabiduría.
-¡Pero con tu ciencia has sabido llegar a Jesús! Por tanto, es una cosa buena.
-Mezclada con muchos errores; por eso querría despojarme de ella para revestirme solamente de sabiduría. ¡Fuera las vestiduras engalanadas y vanas! Sea mi vestido el austero y sin externa vistosidad de la sabiduría, que viste con imperecedero vestido no lo corruptible sino lo inmortal. La luz de la ciencia tiembla y vacila; la de la sabiduría resplandece uniforme y siempre constante como es lo Divino de que se genera.
Jesús ha aminorado el paso para oír. Se vuelve y dice a la griega:
-No debes aspirar a despojarte de todo lo que sabes. Lo que debes hacer es entresacar de este saber tuyo aquello que sea un átomo de Inteligencia eterna, conquistado por mentes de innegable valor.
-¿Entonces, esas mentes han encarnado en sí el mito del fuego arrebatado a los dioses?
-Sí, mujer. En este caso, no es que lo hayan arrebatado, sino que han sabido cogerlo cuando la Divinidad los rozaba con sus fuegos, acariciándolos como ejemplares -diseminados entre una humanidad venida a menos- de lo que es el hombre, un ser dotado de razón.
-Maestro, deberías señalarme lo que tengo que conservar y lo que tengo que dejar. No sería buen juez. Y luego, para llenar los espacios vacíos, meter luces de tu sabiduría.
-Ésa es mi intención. Te indicaré hasta dónde es sabio el pensamiento adquirido por ti y lo continuaré desde ese punto hasta el final de la idea verdadera. Para que sepas. Les vendrá bien también a éstos, destinados a tener muchos futuros contactos con los gentiles.
-No vamos a entender nada – dice con tono de lamento Santiago de Zebedeo.
-Por ahora, poco. Pero llegará el día en que comprendáis, tanto las lecciones de ahora como su necesidad. Tú, Síntica, exponme los puntos que para ti son oscuros. Durante las pausas de nuestro camino te los iré aclarando.
-Sí, mi Señor. El deseo de mi alma se funde con tu deseo. Yo, discípula de la Verdad; Tú, Maestro. El sueño de toda mi vida: poseer la Verdad.