Las espigas arrancadas un sábado
El lugar es todavía el mismo, pero el sol se muestra menos implacable porque se encamina al ocaso.
-Tenemos que andar hasta aquella casa – dice Jesús.
Van hacia la casa. Llegan. Piden pan y posibilidad de descanso, pero el guarda los rechaza con dureza.
-¡Raza de filisteos! ¡Víboras! ¡Son todos iguales! Han nacido de esa cepa y dan frutos envenenados – dicen con enfado los discípulos, hambrientos y cansados – ¡Que recibáis lo mismo que dais!
-¿Por qué faltáis a la caridad? El tiempo del talión ya ha quedado atrás. Caminemos. Todavía no ha oscurecido y no os estáis muriendo de hambre. Un poco de sacrificio, para que estas almas lleguen a sentir hambre de mí – exhorta Jesús.
Pero los discípulos – creo que más por despecho que por hambre verdaderamente insoportable – entran en todo el medio de una de las parcelas cultivadas y se dan a coger espigas, las desgranan en las palmas de las manos y se ponen a comerse los granos.
-Están buenos, Maestro – grita Pedro – ¿Tú no coges espigas? Además tienen doble sabor… Me comería todo el campo. -¡Tienes razón! ¡Así se arrepentirían de no habernos dado ni un pan! – dicen los otros, que van caminando entre las espigas y comiendo con gusto.
Jesús va solo por el camino polvoriento. Unos cinco o seis metros más atrás le siguen Simón Zelote y Bartolomé, pero van hablando entre sí.
Otra encrucijada de caminos: un camino secundario que atraviesa el camino de primer orden. Parados en ese punto,
hay un grupo de desabridos fariseos, que, sin duda, vuelven de haber asistido a las funciones del sábado en el pueblo ancho y
achatado que se ve en el fondo de este camino secundario: parece un animal grande acochado en su madriguera. Jesús los ve, los mira manso y sonriente, y los saluda:
-Paz a vosotros.
En vez de la respuesta al saludo, uno de los fariseos, arrogantemente, pregunta:
-¿Quién eres?
-Jesús de Nazaret.
-¿Veis como es Él? – dice uno de ellos a los otros.
Entretanto, Natanael y Simón se han acercado al Maestro. Los demás, caminando por los surcos, están viniendo hacia el camino; todavía vienen masticando y tienen en el cuenco de la mano granos de trigo.
Jesús se detiene para acabar de escuchar el resto de lo que quieren decirle. El primer fariseo que ha hablado – quizás el más representativo – le habla otra vez:
-¡Ah!, ¿entonces eres el famoso Jesús de Nazaret?; ¿y cómo es que estás por aquí?
-Porque también aquí hay almas que salvar.
-Para eso nos bastamos nosotros; sabemos salvar las nuestras y las de nuestros súbditos.
-Si es así, hacéis bien. Pero Yo he sido enviado para evangelizar y salvar.
-¡Enviado! ¡Enviado! ¿Y quién nos lo prueba? ¡Tus obras no!
-¿Por qué dices eso? ¿No te preocupa tu vida?
-¡Ah! ¡Ya! Tú eres ese que administra la muerte a quienes no lo adoran. De forma que quieres matar a toda la clase sacerdotal, ¿no?, y a la de los fariseos, y a la de los escribas, y a muchas otras, porque ni te adoran ni te adorarán nunca; nunca, ¿comprendes? Nunca te adoraremos nosotros, los elegidos de Israel, ni te amaremos.
-No os fuerzo a amarme; os digo: “Adorad a Dios» porque…
-O sea, a ti, porque Tú eres Dios, ¿no es así? Pero se da el caso de que nosotros no somos ni los piojosos paletos galileos ni esos estúpidos de Judá que te siguen olvidando a nuestros rabíes…
-No te agites. Yo no pido nada. Cumplo mi misión. Enseño a amar a Dios y repito el Decálogo porque está muy olvidado, y se aplica peor. Lo que quiero ofrecer es la Vida, la eterna; no le deseo a nadie la muerte corporal, y menos todavía la espiritual. La vida sobre la que te preguntaba si no te preocupaba perderla era la de tu alma, porque amo tu alma a pesar de que ella no me ame, y me apena el ver que la estás matando al ofender al Señor con el desprecio de su Mesías.
Tanto se agita el fariseo que parece víctima de una convulsión: se descoloca sus vestiduras, se arranca las cintas, se quita la prenda que cubre su cabeza y se alborota los pelos, y grita:
-¡Oíd! ¡Oíd! ¡Esto que me dice a mí, a Jonatán de Uziel, descendiente directo de Simón e1 Justo, a mí!… ¡Ofender yo al Señor! ¿No se quién me frena para que no te maldiga, pero…
-Es el miedo. Hazlo, si quieres, que no quedarás por ello reducido a cenizas. A su debido tiempo, sí; entonces me invocarás, pero entre ú y Yo habrá, entonces, un arroyo rojo: mi Sangre.
-Bien, pero, mientras, Tú, que te dices santo, permites ciertas cosas… Tú, que te dices Maestro, no instruyes primero a tus apóstoles… ¡Míralos, ahí, detrás de ti!… ¡Ahí están, todavía con el instrumento de su pecado entre sus manos! ¿Ves? Han cogido espigas, y es -sábado; han cogido espigas que no son suyas: han violado el sábado y han robado.
-Teníamos hambre. En el pueblo al que llegamos ayer por la tarde, hemos pedido alojamiento y comida. Hemos sido rechazados. La única que nos dio algo, parte de su pan y un puñado de aceitunas, fue una viejecita; que Dios se lo pague, multiplicado por cien, pues ha dado todo lo que tenía, pidiendo sólo una bendición. Luego caminamos durante una milla y nos detuvimos, como establece la ley, y bebimos agua de un regato. Después de la puesta de sol, fuimos a aquella casa… Nos rechazaron también. Como puedes ver, en nosotros ha habido voluntad de obedecer a la Ley – responde Pedro.
-Pero no lo habéis hecho. No es lícito, en sábado, hacer obra manual; nunca es lícito coger lo que es de otros. Estamos escandalizados yo y mis amigos.
-Pues Yo no lo estoy. ¿No habéis leído nunca cómo David, en Nob cogió los panes de la Proposición para alimento suyo y de sus compañeros? Los panes sagrados eran de Dios, estaban en la casa de Dios reservados, por dictamen eterno, a los sacerdotes. En efecto, está escrito: «Serán de Aarón y de sus hijos, que los comerán en lugar santo porque son cosa santísima». Y, sin embargo, David los cogió para sí y sus compañeros, porque tenía hambre. Entonces, si el santo rey entró en la casa de Dios y comió los panes de la Proposición en sábado, y ello no le fue imputado como pecado, pues siguió siendo grato a Dios después de ello, ¿cómo dices tú que somos pecadores por coger del suelo de Dios las espigas que por su voluntad han crecido y madurado, las espigas que pertenecen incluso a las aves, las que tú niegas para alimento de los hombres, que son hijos del Padre? – pregunta Jesús.
-Esos panes los pidieron, no los cogieron sin pedirlos, lo cual cambia la situación; y, además, no es verdad que Dios no imputara a David este pecado, porque lo castigó con mucha severidad.
-Pero no por eso, sino por la lujuria, por el empadronamiento, no por… – contesta Judas Tadeo.
-¡Basta! No es lícito y no es lícito. No tenéis derecho a hacerlo y no lo haréis. Marchaos. No queremos teneros en nuestras tierras. No os necesitamos. No sabemos qué hacer con vosotros.
-Nos iremos – dice Jesús, impidiendo a los suyos seguir replicando.
-Y para siempre, no lo olvides; que Jonatán de Uziel no vuelva a encontrarse contigo. ¡Fuera!
-Sí. Me voy. No obstante, nos volveremos a ver. Será Jonatán el que me querrá ver para repetir la condena y para librar para siempre al mundo de mí. Pero entonces será el Cielo el que te dirá: «No te es lícito hacerlo», y ese «no te es lícito» lo oirás en tu corazón, como pitido de cuerna, durante toda la vida, y después de la vida. De la misma forma que en sábado los sacerdotes del Templo violan el reposo sabático sin cometer por ello pecado, nosotros, siervos del Señor, podemos, dado que el hombre nos niega el amor, tomar del Padre santísimo el amor y el auxilio, sin cometer pecado por ello. Aquí hay Uno que es mucho mayor que el Templo y puede coger lo que quiera de la creación, porque Dios ha puesto todo como escabel de la Palabra. Así que Yo tomo y doy: tomo y doy las espigas del Padre, depositadas en la inmensa mesa que es la Tierra, así como tomo y doy la Palabra. Tomo y doy: a los buenos y a los malos; porque soy Misericordia. Pero vosotros no sabéis qué es la Misericordia. Si supierais qué quiere decir que soy Misericordia, comprenderíais que no quiero sino misericordia. Si supierais qué es la Misericordia, no condenaríais a los inocentes. Pero no lo sabéis. Ni siquiera sabéis que no os condeno. No sabéis que os perdonaré, o, más bien, que pediré al Padre que os perdone. Quiero misericordia, no castigo. No, no sabéis, no queréis saber; y éste es un pecado mayor que el que me imputáis a mí, mayor que el que decís que han cometido estos inocentes. Y sabed que el sábado fue hecho para el hombre, no el hombre para el sábado; sabed que el Hijo del hombre es también señor del sábado. Adiós…
Se vuelve a los discípulos:
-Venid. Vamos a buscar un lecho entre las arenas, que ya están cercanas. Las estrellas serán nuestras compañeras; nos procurará alivio el rocío. Dios, que mandó el maná para Israel, proveerá a nutrirnos también a nosotros, que somos pobres y le somos fieles.
Y Jesús deja plantado al grupo de rencorosos y se marcha con los suyos mientras declina la tarde con las primeras sombras violetas… Por fin, encuentran una mata de higos picos (chumbos), en cuya parte más alta, erizada de palas espinosas, están los frutos, que ya empiezan a madurar. Pero… todo es bueno para quien tiene hambre, y, pinchándose, cogen los más hechos y caminan hasta el punto en que los caminos terminan en dunas arenosas. En la lejanía se oye el rumor del mar.
-Nos paramos aquí. La arena es blanda y está caliente. Mañana entraremos en Ascalón – dice Jesús…
Y todos caen, derrengados, al pie de una alta duna.