Las conversiones humanas del fariseo Elí y de Simón de Alfeo
Jesús entra en una cocina muy espaciosa. Viene de una huerta que empieza a mostrar su fertilidad en todos los surcos. Las dos Marías ancianas (María Cleofás y María Salomé) están guisando para la cena.
-¡Paz a vosotras!
-¡Oh! Jesús! ¡Maestro!
Las dos mujeres se vuelven y lo saludan: una de ellas tiene en las manos un pez grande al que estaba -abriendo; la otra había descolgado del gancho un caldero lleno de verduras, porque quería ver cómo iba la cocción y todavía lo tiene en la mano. Sus rostros, buenos, ajados, sudorosos de lumbre y trabajo, sonríen de alegría; su contento parece hacerlos más jóvenes y hermosos.
-Dentro de nada está listo, Jesús. ¿Vienes cansado? ¡Tendrás hambre! -le dice su tía María, que usa con Él confidencia familiar y que lo quiere creo que más que a sus propios hijos.
-No más de lo habitual. De todas formas… sí, claro, comeré con gusto esos buenos alimentos que las dos me habéis preparado; como los demás, que ahí llegan.
-Tu Madre está en la habitación de arriba. ¿Sabes una cosa?… Ha venido Simón… ¡Esta noche estoy llena de contento! Bueno…, no, no del todo; ya sabes cuándo estaría contenta del todo.
-Sí, lo sé.
Jesús arrima hacia sí a su tía, la besa en la frente y le dice:
-Conozco tu deseo y tu envidia no pecaminosa respecto a Salomé. Pero llegará el día en que, como ella, podrás decir: «Todos mis hijos son de Jesús». Ahora subo donde mi Madre.
Sale, y sube la pequeña escalera exterior. Sale a una terraza que cubre una buena mitad del edificio; la otra mitad la constituye una vasta estancia de la que provienen sonoras voces de hombre y, a intervalos, la dulce voz de María, la límpida voz virginal, de doncella, no quebrada por los años, la misma voz que dijo: «He aquí la Sierva de Dios», y que cantaba la canción de cuna a su Niño.
Jesús se acerca sin hacer ruido, sonriendo al oír a su Madre decir: «Mi morada es mi Hijo y no siento pena por faltar de
Nazaret; sólo cuando Él está lejos. Pero si está a mi lado… ¡oh, nada me falta! Y no temo por mi casa. Estáis vosotros…
-¡Mira! ¡Ahí está Jesús! – grita Alfeo de Sara, el cual, estando vuelto hacia la puerta, es el primero que ve a Jesús. -Sí, aquí estoy. Paz a todos vosotros. ¡Mamá!
Besa a su Madre en la frente. Ella también lo besa. Luego se vuelve hacia los huéspedes que no esperaba ver ahí, y que son: su primo Simón, Alfeo de Sara, el pastor Isaac y aquel José que Jesús había recogido en Emaús después del veredicto del Sanedrín.
-Habíamos ido a Nazaret, y Alfeo nos dijo que había que venir aquí. Hemos venido. Alfeo nos ha querido acompañar, y también Simón» explica Isaac.
-No daba crédito a mis ojos, al ver que venía aquí – dice Alfeo.
-Yo también quería saludarte, estar un poco contigo y con María – concluye Simón.
-Pues Yo también me siento muy contento de estar con vosotros. He hecho bien no quedándome más, como querían los habitantes de Quedec. Había llegado a Quedec yendo de Guerguesa a Merón y desviándome luego hacia la otra parte. -¿Vienes de allí!
-Sí. He vuelto a visitar los lugares en que ya había estado, e incluso he ido más lejos, hasta Yiscala.
-¡Cuánto camino!
-Pero, ¡cuánto he recogido! ¿Sabes, Isaac, que hemos estado con el rabí Gamaliel, que nos ha acogido con gusto y se ha comportado muy bien con nosotros? También he visto al arquisinagogo de Agua Especiosa. Viene también él. Lo pongo en tus manos. Bueno… y… y he conseguido otros tres discípulos…
Jesús sonríe abiertamente, dichoso.
-¿Quiénes son?
-En Corazín un anciano. Fui su benefactor en una ocasión, y el pobrecillo, que es un verdadero israelita sin recelos, para manifestarme su amor me había preparado ese terreno como labra la tierra un perfecto arador. Otro es un niño de cinco años o poco más, inteligente, gallardo; le había hablado ya también la primera vez que fui a Betsaida, y se acordaba mejor que los mayores. El tercero es un exleproso; lo curé cerca de Corazín, declinada ya la tarde de un día lejano, y luego me despedí de él. Bueno, pues he vuelto a verlo; va anunciándome por los montes de Neftalí, y, como pruebas de sus palabras, alza lo que le ha quedado de sus manos, que están curadas pero sin algunas partes, y muestra sus pies, también curados pero deformes, con los cuales camina mucho. La gente se da cuenta de lo enfermo que estaba por lo que de su cuerpo queda, y cree en sus palabras sazonadas de lágrimas de agradecimiento. Me ha sido fácil hablar allí, porque ya había quien me había dado a conocer, quien había conducido a otros a creer en mí; y he podido hacer muchos milagros. Mucho puede quien cree realmente…
Alfeo asiente en silencio, asiente continuamente con la cabeza. Simón, por su parte, sintiéndose implícitamente reprendido, la baja; Isaac está jubiloso, abiertamente, por la alegría de su Maestro, que ahora se dispone a hablar del milagro obrado poco antes en el pequeñuelo de Elí.
La cena ya está preparada y las mujeres, junto con María, aparejan la mesa en la habitación grande y llevan la comida, para, luego, retirarse abajo. Se quedan sólo los hombres. Jesús ofrece, bendice y distribuye la parte de cada uno.
Pero, en cuanto empiezan a comer, sube Susana y dice:
-Está aquí Elí con algunos siervos y con muchos regalos. Quisiera hablar contigo.
-Voy enseguida; o, mejor, que suba.
Susana sale de la habitación y vuelve al poco rato con el anciano Elí, al que acompañan dos siervos que traen un cesto de grandes dimensiones. Detrás, las mujeres – excepto María Santísima – ojean curiosas.
-Dios sea contigo, benefactor mío – saluda el fariseo.
-Y contigo, Elí. Entra. ¿Qué deseas? ¿Todavía no está bien tu nieto?
No, no, está muy bien! Salta por el huerto como un cabritillo. La cosa es que yo antes estaba tan aturdido, tan desconcertado, que he faltado a mi deber. Quiero mostrarte mi gratitud. Te ruego que aceptes esta nadería que te ofrezco. Un poco de comida para ti y los tuyos. Son productos de mis tierras. Y… quisiera… quisiera tenerte mañana en torno a mi mesa, para darte una vez más las gracias y para rendirte homenaje ante unos amigos. Maestro, no rehúses aceptar; si no aceptaras, pensaría que no me tienes afecto y que si has curado a Eliseo ha sido sólo por amor a él, no a mí.
-Gracias, pero no era necesario hacer regalos.
-Todos los grandes y doctos los aceptan. Es costumbre.
-Yo también. De todas formas, hay un presente, uno, que acepto con todo gusto; es más, lo busco.
-¿Cuál es?… Dímelo. Si puedo, te lo daré.
-Vuestro corazón. Vuestro pensamiento. Dádmelo. Es para vuestro bien.
-¡Sí, yo te lo consagro, Jesús bendito! ¿Lo puedes poner en duda? Me he comportado… sí… me he comportado injustamente contigo. Pero ahora lo he visto. Supe de la muerte de Doras, que te había ofendido… ¿Por qué sonríes, Maestro? -Estaba recordando un hecho.
-Pensaba que era desconfianza respecto a lo que estaba diciendo.
-No, no. Sé que te impresionó la muerte de Doras, incluso más que el milagro de esta tarde. Te digo de todas formas que no temas a Dios, si realmente has comprendido y si realmente quieres de ahora en adelante ser amigo mío.
-Veo que eres un profeta verdaderamente. Yo… es verdad, temía más… fui a ti más por miedo a un castigo como el de Doras – y esta tarde he dicho: «Éste es el castigo, y más atroz, porque no ha herido a la vieja encina en su propia vida sino en su afecto, en su alegría de vivir, fulminándome la nueva encina en que yo me complacía» -, más por ello, que no por la desgracia sucedida. Comprendía que hubiera sido justo como para Doras…
-Comprendías que habría sido justo, pero todavía no creías en quien es bueno.
-Tienes razón, pero ya no más. He comprendido. Entonces, ¿vienes mañana a mi casa?
-Elí, había decidido partir para el alba, pero, para que no puedas pensar en un desprecio mío hacia ti, lo pospongo un día. Mañana estaré en tu casa.
-¡Oh, verdaderamente eres bueno! ¡Siempre lo recordaré!
-Adiós, Elí. Gracias por todo. Esta fruta es extraordinaria; estos pequeños quesos deben ser mantecosos; el vino, sin duda, bonísimo. Pero, podías habérselo dado todo a los pobres en mi nombre».
-También hay para ellos, si quieres: debajo, en el fondo. Era la ofrenda para ti.
-Pues esto lo vamos a distribuir mañana juntos; antes o después del convite, como prefieras. Descansa plácidamente,
Elí.
-Tú también. Adiós.
Y se va con los siervos.
Pedro, que con toda una mímica en su rostro había extraído cuanto contenía la cesta para devolvérsela a los siervos, pone ahora la bolsa en la mesa, delante de Jesús, y, como concluyendo todo un discurso, dice:
-Y será la primera vez que ese viejo búho da limosna.
-Cierto – confirma Mateo – Yo era avaro, pero él me superaba; ha duplicado sus bienes a base de usura. -Bien, pero si cambia… ¿Es bonito, no es cierto? – dice Isaac.
-Bonito, sin duda; y tiene todas las apariencias de ser así – asiente Felipe y Bartolomé.
-El viejo Elí convertido! ¡Ja! ¡Ja! ». (Pedro ríe con gusto).
Simón, el primo de Jesús, que hasta ahora ha estado pensativo, dice:
-Jesús, quisiera… quisiera seguirte. No como ellos, pero sí al menos como las mujeres. Déjame que esté con mi madre y
la tuya. Todos te siguen… yo… yo soy un pariente… No pretendo un lugar entre ellos, pero sí al menos como buen amigo…
-¡Dios te bendiga, hijo mío! ¡Cuánto tiempo hacía que esperaba de ti esta palabra! – grita María de Alfeo.
-Ven. Ni rechazo ni fuerzo a nadie. Ni siquiera exijo todo a todos; tomo lo que me podéis dar. Es bueno que las mujeres
no estén siempre solas cuando vayamos a regiones desconocidas para ellas. Gracias, hermano.
-Voy a decírselo a María – dice la madre de Simón, y termina: “Está abajo, en su cuarto, orando. Se pondrá muy contenta”….
Cae deprisa la tarde. Encienden una lámpara para bajar por escalera ya oscura en el crepúsculo; unos van hacia la derecha, otros a la izquierda, para dormir.
Jesús sale y va a la orilla del lago. El pueblo, sereno todo. Desiertas las calles, desierta la orilla. Nadie en el lago, en esta noche sin luna. Sólo estrellas en el cielo y murmullo de voces de la resaca contra los cantos de la orilla. Jesús sube a la barca, que está en la ribera. Se sienta. Apoya en el borde un brazo, reclina sobre éste la cabeza y permanece en esa posición. No sé si está pensando u orando.
Se llega hasta Él con mucha cautela Mateo:
-Maestro, ¿duermes? – pregunta en voz baja.
-No. Estoy pensando. Si no duermes, estate aquí conmigo.
-Me dio la impresión de que algo te turbaba y por eso he venido tras de ti. ¿No estás contento de tu jornada? Has tocado el corazón de Elí, has conquistado como discípulo a Simón de Alfeo…
-Mateo, tú no eres ingenuo como Pedro y Juan; eres un hombre sagaz e instruido. Sé también franco. Dime: ¿Te sentirías tú contento con estas conquistas?
-Bueno… Maestro… en cualquier caso, ellos son mejores que yo, y Tú aquel día me dijiste que te sentías muy dichoso porque me había convertido…
-Sí. Pero tú estabas realmente convertido; tu evolución hacia el bien era genuina. Venías a mí sin maquinaciones, por voluntad de espíritu. No es el caso de Elí… ni de Simón. El primero está tocado sólo superficialmente: el hombre-Elí ha recibido una fuerte impresión, no el espíritu-Elí, que está igual que siempre; una vez que haya desaparecido la efervescencia que en él han producido el milagro de Doras y el de su nieto, volverá a ser el Elí de ayer y de siempre. ¡Simón!… Simón también es todavía sólo un hombre. Si me hubiera visto insultado en vez de celebrado, su reacción habría sido de compasión hacia mí y, como siempre, me habría dejado. Esta tarde ha oído que un anciano, un niño, un leproso, saben hacer cosas que él no sabe hacer – él, que es de la familia -, ha visto, además que el orgullo de un fariseo se ha plegado ante mí, y ha decidido: «Yo también». Pero no son estas conversiones incitadas por consideraciones humanas las que me hacen feliz; antes bien, me desalientan. Quédate aquí conmigo, Mateo. No se ve la Luna en el cielo, pero, por lo menos, brillan las estrellas. En mi corazón esta noche no hay sino lágrimas. Sea tu compañía la estrella de tu afligido Maestro.
-Pues claro, Maestro. Si puedo… ¡No faltaría más! Lo que pasa es que yo soy siempre un gran desdichado, un pobre inepto. He pecado demasiado como para poderte agradar. No sé hablar, no sé todavía pronunciar las palabras nuevas, puras, santas; ahora que he dejado mi anterior lenguaje de fraude y lujuria. Y temo no ser capaz nunca de hablar contigo, ni de ti.
-No, Mateo; tú eres el hombre que lleva consigo toda su propia penosa experiencia de hombre; eres, por tanto, aquel que, por haber mordido el barro y por saborear ahora la miel celestial, está en condiciones de referir a los demás los dos
sabores, y ofrecer su verdadero análisis, y comprender, comprender, y hacerlo comprender a tus semejantes de ahora y de después. Y te creerán, precisamente por ser el hombre, el pobre hombre que por su voluntad viene a ser el hombre, el hombre justo soñado por Dios. Deja que Yo, el Hombre-Dios, me apoye en ti, humanidad que amo hasta el punto de dejar el Cielo por ti y de morir por ti.
-¡No, morir no! ¡No digas que por mí mueres!
-No sólo por ti, Mateo, sino por todos los Mateos de la tierra y de los siglos. Abrázame, Mateo. Besa a tu Cristo, por ti y por todos. Alivia mi cansancio de Redentor incomprendido; Yo te he aliviado el tu yo de pecador. Enjuga mi llanto… porque mi amargura, Mateo, se debe a ser comprendido por muy pocos.
-¡Oh…, Señor! ¡Sí! ¡Sí!…
Y Mateo, sentado junto a su Maestro, lo ciñe con un brazo… y lo consuela con su amor.