La visita a Juan el Bautista, motivo de instrucción a los apóstoles
-Señor, ¿por qué no duermes durante la noche? Hoy me he levantado, he ido a tu sitio y lo he visto vacío – dice Simón
Zelote.
-¿Para qué me querías, Simón?
-Para dejarte mi manto. Temía que tuvieses frío: la noche estaba serena, pero muy fresca.
-¿Y tú no tenías frío?
-Yo, durante muchos años de miseria, me he acostumbrado a vestido, comida y vivienda insuficientes… ¡Ah…, qué horror ese valle de los muertos! No era apropiado en esta ocasión, pero otra vez que bajemos a Jerusalén – es evidente que volveremos, ¿no? – visita, mi Señor, esos lugares de muerte. Allí hay muchos desdichados… Y la miseria corporal no es la más grave… Lo que allí más carcome y consume es la desesperación… ¿No crees, mi Señor, que somos demasiado duros con los leprosos?
Pero antes de que responda Jesús a Simón Zelote, que está hablando en favor de sus antiguos compañeros, lo hace el Iscariote. Dice:
-¿Y entonces propones dejarlos mezclados con el pueblo? ¡Si son leprosos peor para ellos!
-¡Lo único que faltaba para hacer de los hebreos mártires! ¡Hasta la lepra paseándose por las calles, con los soldados y las otras cosas!… – exclama Pedro.
-Separarlos me parece una medida de justa prudencia – observa Santiago de Alfeo.
-Sí, pero con piedad. No sabes lo que es ser leproso. No puedes opinar sobre ello. Justo es cuidar de nuestros cuerpos, pero ¿por qué no ejercitamos la misma justicia con las almas de los leprosos? ¿Quién les habla de Dios? ¡Y sólo Dios sabe cuán grande es su necesidad de pensar en un Dios y en la paz, en la atroz desolación en que viven!
-Tienes razón, Simón. Iré a visitarlos, tanto en razón de la justicia como por enseñaros este acto de misericordia. Hasta ahora he curado a los leprosos que se han cruzado en mi camino. Hasta este momento, o sea, hasta cuando me han echado de Judá, me he dirigido a los grandes de Judá como a los más lejanos y necesitados de redención, para que colaborasen con el Redentor. Pues bien, ahora dejo este propósito, convencido como estoy de su inutilidad. Iré a los más pequeños, no a los grandes; a los míseros de Israel, y entre éstos a los leprosos del valle de los muertos. No pienso defraudar la fe que tienen en mí estos hombres evangelizados por un leproso agradecido.
-¿Cómo has sabido que lo hice, Señor?
-De la misma forma que sé lo que de mí piensan amigos o enemigos, porque escruto su corazón.
-¡Misericordia! Pero entonces, ¿sabes absolutamente todo de nosotros, Maestro? – grita Pedro.
-Sí. También que tú -y no sólo tú- querías alejar a Fotinai. ¿No sabes que no te es lícito alejar a un alma del bien? ¿No sabes que para entrar en un territorio necesariamente se debe tener piedad, llena de dulzura, extensiva incluso a aquellos a quienes la sociedad —que no es santa porque no está ensimismada en Dios – llama y juzga indignos de piedad? De todas formas, no te turbes porque Yo sepa esto. Duélate sólo el que tu corazón tenga movimientos que Dios no aprueba, y esfuérzate por no volver a tenerlos. Ya os lo he dicho: el primer año ha terminado, en éste seguiré adelante por mi camino, con nuevas formas; vosotros también tenéis que progresar durante este segundo año; si no, sería inútil que me cansase evangelizándoos, hiperevangelizándoos, a vosotros, mis futuros sacerdotes.
-¿Habías ido a orar, Maestro? Nos prometiste que nos enseñarías tus oraciones. ¿Lo piensas hacer este año? -Lo haré. De todas formas, quiero enseñaros a que seáis buenos; la bondad es ya oración. Pero lo haré, Juan. -¿Este año nos vas a enseñar también a hacer milagros? – pregunta el Iscariote.
-El milagro no se enseña, no es un juego malabar; el milagro viene de Dios y lo obtiene quien goza de gracia ante Dios. Si aprendéis a ser buenos, gozaréis de gracia y obtendréis el don de milagros.
-Sigues sin dar respuesta a nuestra pregunta. Lo ha preguntado Simón, lo ha preguntado Juan, y no nos has dicho a dónde has ido esta noche. Salir tan solo, en una región pagana, puede ser peligroso.
-He ido a llevar dicha a un corazón recto, y, puesto que está abocado a la muerte, a recoger su herencia. -¿Sí? ¿Era mucha?
-Mucha, Pedro, y de mucho valor, fruto del trabajo de un verdadero justo.
-Pues… no he visto tu bolsa más llena. ¿Son joyas? ¿Las llevas en el pecho?
-Sí, son joyas muy estimadas por mi corazón.
-Enséñanoslas, Señor.
-Las tendré cuando muera el que está para morir. Por el momento, dejándolas donde están, son útiles a ambos, a él y a
mí.
-¿Las has puesto a producir interés?
-¿Pero tú crees que lo único que tiene valor es el dinero! El dinero es la cosa más inútil y sucia que hay sobre la faz de la Tierra; sólo sirve para la materia, para cometer delitos y para el infierno. Raramente el hombre lo usa para el bien.
-Entonces, si no es dinero, ¿qué es?
-Tres discípulos formados por un santo.
-¿Has estado donde Juan el Bautista? ¡Oh!, ¿por qué?
-¿Por qué!… Vosotros siempre me tenéis, y entre todos valéis menos que una sola uña del Profeta. ¿No era, acaso, justo ir a llevarle al santo de Israel la bendición de Dios para fortalecerlo en orden al martirio?
-Pero, si es santo… no necesita fortalecimiento; ¡se basta a sí mismo!…
-Llegará el día en que «mis» santos serán conducidos ante los jueces y a la muerte. Serán santos, estarán en gracia de Dios, tendrán el refrigerio de la fe, la esperanza y la caridad; sin embargo, ya oigo su grito, el de su espíritu: «¡Señor, ayúdanos en esta hora!». Necesitan mi ayuda, mis santos, para ser fuertes en las persecuciones.
-Pero… nosotros no seremos éstos, ¿no es verdad?, porque yo no tengo, de ninguna manera, capacidad de sufrir. -Eso es cierto; no tienes la capacidad de sufrir; pero no has sido todavía bautizado, Bartolomé».
-Sí, lo he sido.
-Con agua. Te falta otro bautismo. Entonces sabrás sufrir.
-Soy ya viejo.
-Pasarán los años y, siendo mucho más viejo que ahora, serás más fuerte que un joven.
-Pero nos seguirás ayudando, ¿no?
-Estaré siempre con vosotros».
-Intentaré acostumbrarme al sufrimiento – dice Bartolomé.
-Yo oraré siempre, ya desde este momento, para obtener de ti esta gracia – dice Santiago de Alfeo.
-Yo soy viejo; sólo pido precederte y entrar contigo en la paz – dice Simón Zelote.
-Yo… no sé lo que preferiría, si precederte o estar a tu lado para morir juntos – dice Judas de Alfeo.
-A mí me dolería sobrevivirte, pero me consolaría predicándote a las gentes – profesa el Iscariote.
-Yo soy de la idea de tu primo – dice Tomás.
-Yo, sin embargo, pienso como Simón el Zelote – dice Santiago de Zebedeo.
-¿Y tú, Felipe?
-Bueno… no quiero pensar en ello. El Eterno me dará lo que sea mejor.
-¡Oh…, callad! ¡Parece como si el Maestro debiera morir pronto! ¡No me hagáis pensar en su muerte! – exclama Andrés.
-Es así, como has dicho, hermano mío. Eres joven y estás sano, Jesús; debes enterrarnos a todos los de más edad que
Tú.
-¿Y si me mataran?
-¡Que no te suceda jamás! ¡Te vengaría!
-¿Cómo? ¿Con venganza de sangre?
-¡Hombre, pues… incluso con sangre si me autorizas! Si no, cancelando las acusaciones lanzadas contra ti con mi profesión de fe ante las gentes. El mundo te amará por mi infatigable predicación – termina Pedro.
-Es cierto. Así será. ¿Y tú, Juan? ¿Y tú, Mateo?
-Yo debo sufrir y esperar a haber lavado mi espíritu con abundancia de dolor – dice Mateo.
-Y yo… no sé. Yo quisiera morir inmediatamente para no verte sufrir; quisiera estar a tu lado para consolar tu agonía; quisiera vivir mucho para servirte durante mucho tiempo; quisiera morir contigo para entrar contigo en el Cielo. Cualquier cosa querría, porque te amo. Y yo, que soy el menor entre mis hermanos, pienso que todo esto me será posible con tal de que sepa amarte a la perfección. ¡Jesús, aumenta tu amor! – dice Juan.
-Querrás decir: “Aumenta mi amor» – comenta el Iscariote -, porque somos nosotros quienes debemos amar cada vez
más…
-No. Digo: «Aumenta tu amor», porque nosotros amaremos en la medida en que Él nos encienda cada vez más con su
amor.
Jesús arrima hacia sí al puro y apasionado Juan, lo besa en la frente y le dice:
-Has revelado un misterio de Dios sobre la santificación de los corazones. Dios se efunde sobre los justos, y, en la medida en que éstos se rinden a su amor, Él lo va aumentando, y así crece la santidad. Éste es el misterioso e inefable actuar de Dios y de los espíritus; se cumple en los silencios místicos, y, su potencia, indescriptible con humanas palabras, crea indescriptibles obras maestras de santidad. No es un error, sino palabra sabia, pedir que Dios aumente su amor en un corazón.