La tempestad calmada. Una lección sobre sus preliminares
Una barca de vela, ni demasiado grande ni demasiado pequeña, una barca de pesca en la que pueden moverse cómodamente cinco o seis personas, surca las aguas de un hermoso lago de color azul intenso.
Jesús duerme en la popa. Va vestido de blanco, como de costumbre. Tiene la cabeza reclinada sobre el brazo izquierdo; debajo del brazo y la cabeza, ha colocado su manto azul-gris doblado varias veces. Está sentado, no echado, en el fondo de la barca; su cabeza apoya sobre esa porción de entablado que está en el extremo de la popa (no sé cómo la llaman los marineros). Duerme plácidamente. Se le ve cansado. Está sereno.
Pedro guía el timón. Andrés se ocupa de las velas. Juan con otros dos que no conozco están poniendo en orden maromas y redes en el fondo de la barca, como si tuvieran intención de prepararse para la pesca (quizás nocturna). Yo diría que el día se encamina al atardecer, pues el sol desciende ya hacia occidente. Todos los discípulos se han subido las túnicas, de forma que, sujetas con el cinturón, están abolsadas a la altura de la cintura, para así estar más libres de movimientos y poder desplazarse mejor por la barca, salvando remos, asientos, cestas y redes, sin que las túnicas estorben; todos se han quitado el manto.
Veo que el cielo se oscurece y el sol se esconde detrás de unos nubarrones de tormenta que han aparecido al improviso detrás del pináculo de una colina. El viento los empuja velozmente hacia el lago. Por el momento, el viento está alto y el lago se mantiene sereno; eso sí, adquiere una tonalidad más oscura y su superficie se frunce: no son todavía olas, pero empieza a agitarse el agua.
Pedro y Andrés observan el cielo y el lago, y organizan las maniobras para acercarse a la orilla. Pero, he aquí que el viento se abate sobre el lago y en pocos minutos todo bulle y espumea. Olas que se embisten mutuamente, que chocan contra la barquilla, levantándola, bajándola, girándola en todas las direcciones, impiden las maniobras del timón, como el viento las de la vela, que ha de ser arriada. Jesús sigue durmiendo. No lo despiertan ni los pasos, ni las azogadas voces de los discípulos, ni el silbar del viento; ni siquiera los latigazos de las olas contra los costados y la proa. Sus cabellos ondean al viento. Le alcanza alguna salpicadura de agua. Pero Él duerme. Juan saca de debajo de un entablado su manto y, desde la proa, corre a la popa, y lo tapa; lo cubre con delicado amor.
La tempestad se hace cada vez más amenazadora. El lago está tan negro, que parece como si en él se hubiera derramado tinta; estriado por la espuma de las olas. La barca traga agua. El viento cada vez más la va empujando mar adentro. Los discípulos ya sudan haciendo la maniobra y arrojando por la borda el agua que las olas vierten dentro. Pero no sirve de nada; se ven chapoteando ya en el agua, hasta la mitad de las piernas, y la barca cada vez se hace más pesada.
Pedro pierde la calma y la paciencia. Deja a su hermano el timón y, bamboleándose, se llega a Jesús y lo menea vigorosamente.
Jesús se despierta y levanta la cabeza.
-¡Sálvanos, Maestro, que perecemos! – grita Pedro (tiene que gritar para poder ser oído).
Jesús mira a su discípulo fijamente, mira a los demás y luego al lago.
-¿Tienes fe en que os puedo salvar?
-¡Rápido, Maestro! – grita Pedro mientras una verdadera montaña de agua originada en el centro del lago se dirige veloz contra la pobre barca; tan alta, espantosa, que parece una tromba de agua. Los discípulos, que la ven venir, se arrodillan y se agarran donde pueden y como pueden, convencidos de que ha llegado el final.
Jesús se alza. Está erguido sobre el entablado de la barca: figura blanca contra el color lívido de la tempestad. Extiende los brazos hacia la enfurecida ola y dice al viento:
-¡Detente y calla! – y al agua: ¡Cálmate! ¡Lo quiero!
Y el golpe se disuelve en espuma, que cae inocua: un último bramido que se apaga en susurro; y también el viento, mutándose en suspiro su último silbido. Sobre el lago pacificado vuelve el cielo despejado; la esperanza y la fe, al corazón de los discípulos.
No puedo describir la majestad de Jesús: hay que verla para comprenderla. Me deleito en ella en mi interior, pues todavía tengo su presencia, y pienso en cuán plácido era el sueño de Jesús y cuán potente su imperio sobre el viento y las olas. Jesús dice luego (A María Valtorta):
-No te voy a comentar el Evangelio en el sentido en que lo hacen todos. Voy a ilustrarte los preliminares del pasaje evangélico.
¿Por qué dormía Yo? ¿No sabía, acaso, que la borrasca estaba llegando? Sí, Yo lo sabía, Yo sólo lo sabía. Y entonces, ¿por qué dormía? Los apóstoles eran hombres, María; animados, sí, de buena voluntad, pero todavía muy «hombres». El hombre se cree siempre capaz de todo. Y si se da el caso de que realmente sea hábil en algo, se envanece y se llena de apego a su «habilidad».
Pedro, Andrés, Santiago y Juan eran buenos pescadores y, por tanto, se creían insuperables en las maniobras marineras. Yo, para ellos, era un gran «rabí», pero no valía nada como marinero. Por ello, me juzgaban incapaz de ayudarlos, y, cuando subían a la barca para atravesar el Mar de Galilea, me rogaban que estuviera sentado porque no era capaz de nada más. También lo hacían por afecto, porque no querían darme trabajos físicos, si bien el apego a sus capacidades era el elemento más importante.
María, Yo sólo me impongo en casos excepcionales. Generalmente os dejo libres y espero. Aquel día, cansado como estaba y habiéndome solicitado que descansara, o sea, que los dejase actuar a ellos – a ellos que tan duchos eran – me puse a dormir… y a constatar cómo el hombre «es hombre» y quiere actuar por sí solo, y no percibe que Dios no pide sino ayudarle. Veía en esos «sordos espirituales», «ciegos espirituales», a todos los sordos y ciegos del espíritu que durante siglos y siglos acarrearían su propia ruina por querer «actuar por sí solos», teniéndome a mí, abierto a sus necesidades, en espera de su llamada pidiendo ayuda.
Cuando Pedro gritó: «¡Sálvanos!», mi amargura descendió como una piedra por su propio peso.
Yo no soy «hombre», soy el Dios-Hombre. No actúo como vosotros, que, cuando uno ha rechazado vuestro consejo o ayuda y luego lo veis en problemas, aunque no seáis tan malos que os alegréis de ello, sí lo sois siempre en cuanto que os lo quedáis mirando desdeñosamente y con indiferencia – y no os conmovéis ante su grito que pide ayuda – con grave ademán que significa: «¿No me has aceptado cuando te quería ayudar? Pues ahora arréglatelas solo». No, Yo soy Jesús, soy Salvador, y salvo, María; salvo siempre, en cuanto se me invoca.
Mas vosotros, bienquistos hombres, podríais objetar: «¿Y por qué permites que se formen tempestades en el individuo o en la colectividad?».
Si con mi poder destruyese el Mal (del tipo que fuera), acabaríais creyéndoos autores del Bien – que en realidad es un don mío – y no os volveríais a acordar jamás de mí, jamás.
Tenéis necesidad, bienquistos hijos, del dolor para acordaros de que tenéis un Padre; como el hijo pródigo, que se acordó de que lo tenía cuando sintió hambre. Las desventuras sirven para convenceros de vuestra nada, de vuestra insipiencia – causa de tantos errores – y de vuestra maldad – causa de tantos lutos y dolores -, de vuestras culpas – causa de castigo que vosotros mismos os proporcionáis – y de mi existencia, potencia y bondad.
Esto es lo que os dice el Evangelio de hoy, «vuestro» evangelio de la hora presente, pobres hijos míos. Llamadme. Jesús duerme sólo porque está angustiado de ver vuestro desamor hacia Él. Llamadme y acudiré.