La revelación al pequeño Yabés durante el camino de Siquem a Berot
Como un río que se va enriqueciendo cada vez más por nuevos afluentes, así la vía que conduce de Siquem a Jerusalén se va haciendo cada vez más espesa de gente, en la medida en que los distintos pueblos van aportando, por los caminos secundarios, los fieles que van hacia la Ciudad santa; ello ayuda no poco a Pedro a tener distraído al niño, que pasa muy cerca de las colinas de su tierra natal (bajo cuyos bancales deslizados están sepultados sus padres) sin darse cuenta.
Los viajeros han dejado a su izquierda Silo, enhiesta en la cumbre de su monte. Interrumpen ahora, tras largo camino, su marcha, para descansar y comer en un vasto y verde valle con murmullo de aguas puras y cristalinas. Luego reanudan la marcha. Salvan un montecillo calcáreo, bastante pelado, sobre el cual incide sin misericordia el sol. Se empieza a bajar atravesando una serie de viñedos preciosos que festonean las escarpadas de estos montes calcáreos soleados en sus cimas.
Pedro sonríe con perspicacia y hace una seña a Jesús, que también sonríe. El niño no se da cuenta de nada, centrado como está en escuchar a Juan de Endor, que le está hablando de otras tierras que ha visto, en las que se dan uvas dulcísimas, las cuales, a pesar de serlo, no sirven tanto para vino cuanto para dulces mejores que las tortas de miel.
Una nueva subida, muy empinada: la comitiva ha dejado el camino principal, polvoriento y lleno de gente, y ha preferido tomar este atajo boscoso. Llegados a la cima, se ve ya claramente en la lejanía resplandecer un mar luminoso suspendido sobre una conglomeración blanca, quizás esplendorosas casas encaladas.
Jesús llama a Yabés:
-Ven. ¿Ves aquel punto de oro? Es la Casa del Señor. Allí vas a jurar obediencia a la Ley. ¿Pero la conoces bien?
-Mi mamá me hablaba de la Ley y mi padre me enseñaba los preceptos. Sé leer y… y creo que sé lo que «ellos» me han dicho… antes de morir». El niño, que había acudido a la llamada de Jesús con una sonrisa, ahora llora, con su cabecita agachada y con su mano, temblorosa, en la mano de Jesús.
-No llores. Mira. ¿Sabes dónde estamos? Esto es Betel. Aquí el santo Jacob tuvo su sueño angélico. ¿Lo sabías? ¿Te acuerdas?
-Sí, Señor. Vio una escalera que tocaba el Cielo desde la tierra, y subían y bajaban ángeles; mi madre me decía que en el momento de la muerte, si habíamos sido buenos, veríamos eso mismo y que iríamos por esa escalera a la Casa de Dios. Mi madre me decía muchas cosas… pero… ahora ya no me las dirá… Las tengo todas aquí dentro, esto es todo lo que tengo de ella…
Las lágrimas se deslizan por su tristísima carita.
-¡No llores de ese modo, hombre! Mira, Yabés, Yo tengo a mi Madre, que se llama María y que es santa y buena y que sabe también decir muchas cosas. Es más sabia que un maestro, más buena y hermosa que un ángel. Estamos yendo a verla. Te querrá mucho. Te dirá muchas cosas. Y además, con Ella, está la mamá de Juan, que también es muy buena y se llama María, y la madre de mi hermano Judas, dulce igualmente como un pan de miel, y que se llama también María. Te van a querer mucho, muchísimo, porque eres un niño excelente y porque Yo te quiero mucho y ellas me quieren a mí. Luego, crecerás con ellas, y cuando seas mayor serás un santo de Dios, predicarás como un doctor a ese Jesús que te dio de nuevo una madre aquí y que habrá abierto las puertas de los Cielos a tu madre muerta, y a tu padre, y que te las abrirá también a ti a tu hora. Tú no tendrás siquiera necesidad de subir la larga escalera de los Cielos a la hora de la muerte, porque ya la habrás subido durante tu vida, siendo un buen discípulo, y te verás allí, ante la puerta abierta del Paraíso, y Yo estaré allí y te diré: «Ven, amigo mío e hijo de María», y estaremos juntos.
La fúlgida sonrisa de Jesús, que camina un poco curvado para estar más cerca de la carita alzada del niño – que va andando a su lado con su manita en la de Jesús -, y estas palabras maravillosas, enjugan las lágrimas y hacen brotar una sonrisa.
E1 niño, que de necio no debe tener un pelo, aunque, eso sí, está aturdido por tanto dolor y privaciones como ha sufrido, interesado en la historia, observa:
-¿Dices que abrirás las puertas de los Cielos? ¿No están cerradas por el gran Pecado? Mi mamá me decía que ninguno podría entrar hasta que no viniera el perdón y que los justos lo esperaban en el Limbo.
-Así es. Pero Yo, tras predicar la palabra de Dios y obteneros el perdón, iré al Padre, y le diré: «He cumplido toda tu voluntad, ahora quiero mi premio por mi sacrificio. Que vengan los justos que están esperando tu Reino». Y el Padre me dirá: «Sea como quieres». Entonces descenderé a llamar a todos los justos y el Limbo abrirá sus puertas al oír mi voz, y saldrán jubilosos los santos Patriarcas, los luminosos Profetas, las mujeres benditas de Israel y… ¿te imaginas cuántos niños? ¡Será como un prado florecido de niños de todas las edades! Y me seguirán, cantando, ascendiendo al hermoso Paraíso.
-¿Mi mamá estará entre ellos?
-Sin duda.
-Pues no me has dicho que estará contigo en la puerta del Cielo cuando yo muera…
-Ni ella ni tu padre tendrán necesidad de estar en esa puerta; cual fúlgidos ángeles, con sus vuelos siempre estarán uniendo estrechamente el Cielo y la tierra, a Jesús con su hijo Yabés, y cuando estés cercano a la muerte harán como aquellos dos pajaritos en aquel seto. ¿Los ves? – Jesús sube en brazos al niño para que vea mejor -¿Ves cómo cubren sus huevecillos? Esperan a que se abran; después extenderán sus alas para proteger a su nidada de cualquier mal, y luego, cuando se hayan
desarrollado y estén preparados para podervolar, servirán de apoyo a sus crías con sus robustas alas y las llevarán hacia arriba, muy arriba… hacia el Sol. Tus padres harán lo mismo contigo.
-¿Se cumplirá exactamente así?
-Exactamente así.
-¿Les vas a decir que se acuerden de venir?
-No será necesario, porque te quieren. De todas formas se lo diré.
-¡Cuánto te quiero!
El niño, que está todavía en brazos de Jesús, se le agarra fuertemente al cuello y lo besa, con una efusión tan jubilosa, que verdaderamente conmueve.
Jesús le devuelve el beso y lo baja al suelo.
-¡Bueno! ¡Bien! Vamos adelante, a la Ciudad santa. Tenemos que llegar hacia el atardecer de mañana. -¿Por qué tanta prisa? ¿Me lo sabrías responder? ¿No sería lo mismo llegar pasado mañana?
-No, no sería lo mismo. Mañana es la Parasceve. Después del ocaso sólo se puede andar seis estadios; más no se puede, porque ya ha empezado el sábado con su correspondiente reposo.
-¿Se está entonces sin hacer nada los sábados?
-No. Se reza al Señor altísimo.
-¿Cómo se llama?
-Adonai. Pero los santos pueden pronunciar su Nombre.
-También los niños buenos. Dilo, si lo sabes.
-Iaavé.
-Y, ¿por qué se reza al Señor altísimo el sábado?
-Porque El se lo dijo a Moisés cuando le dio las tablas de la Ley.
-¡Ah! ¿Sí? ¿Y qué dijo?
-Dijo que se santificara el sábado. «Trabajarás durante seis días, pero el séptimo descansarás tú, y los demás contigo, porque es lo que hice Yo después de la creación».
-¿Cómo? ¿El Señor descansó? ¿Estaba cansado por haber creado? ¿Creó realmente Él? ¿Por qué lo sabes? Yo sé que Dios no se cansa nunca.
-No se había cansado porque Dios no anda ni mueve los brazos. Lo hizo para enseñar a Adán y enseñarnos a nosotros, y para que tuviéramos un día en el que no pensásemos en otra cosa sino en Él. Y Él lo ha creado todo; seguro. Lo dice el Libro del Señor.
-Pero, ¿el Libro lo ha escrito Él?
-No, pero es la Verdad, y hay que prestarle fe para no ir con Lucifer.
-Me has dicho que Dios ni anda ni mueve los brazos. ¿Entonces, como creó? ¿Cómo es? ¿Es una estatua?
-No es un ídolo, es Dios; y Dios es… Dios es… déjame pensar y recordar cómo decía mi mamá y, mejor todavía, ese hombre que va en tu nombre a visitar a los pobres de Esdrelón… Mi mamá decía, para hacerme comprender a Dios: «Dios es como mi amor por ti; no tiene cuerpo, y, sin embargo, existe».
Y ese hombre pequeño, con una sonrisa muy dulce, decía: «Dios es un Espíritu eterno, uno y trino, y la segunda Persona se ha encarnado por amor a nosotros, que somos pobres, y su nombre…».
-¡Oh, mi Señor! Pero… ahora que me doy cuenta… ¡eres Tú!». El niño, lleno de estupor, se arroja al suelo adorando. Todos acuden, creyendo que se ha caído; pero Jesús hace un gesto de silencio llevándose el dedo a los labios, y dice: -¡Levántate, Yabés! ¡Los niños no deben tener miedo de mí!
El niño levanta la cabeza, lleno de veneración, y mira a Jesús con expresión cambiada, casi de miedo.
Jesús sonríe y le tiende la mano diciendo:
-Eres sabio, pequeño israelita. Continuemos el examen entre nosotros. Ahora que me has reconocido, ¿sabes si se habla de mí en el Libro?
-¡Oh, sí, Señor! Desde el principio hasta ahora. Todo habla de ti Tú eres el Salvador prometido. Ahora entiendo que abras las puertas del Limbo. ¡Oh, Señor… Señor! ¿Y me quieres mucho?
-Sí, Yabés.
-No. No me llames ya Yabés. Dame un nombre que signifique que me has querido, que me has salvado… -El nombre lo elegiré junto con mi Madre. ¿Te parece bien?
-Pero que quiera decir exactamente eso. Lo tomaré desde el mismo día que me haga hijo de la Ley. -Lo tomarás ese día.
Betel ha quedado ya atrás. Se detienen a comer en un vallecillo fresco y rico en agua.
Yabés está medio aturdido después de la revelación; come en silencio, aceptando con veneración los bocados que le ofrece Jesús; poco a poco se va recobrando, especialmente después de jugar intensamente con Juan mientras los otros descansan sobre la hierba verde; luego vuelve donde Jesús, junto con el risueño Juan, y tienen una pequeña tertulia de tres personas.
-A1 final no me has dicho quién habla de mí en el Libro.
-Los Profetas, Señor; y antes todavía. Habla de ti el Libro desde la expulsión de Adán del Paraíso. Luego cuando Jacob y cuando Abraham y Moisés… Me decía mi padre, que había ido a visitar a Juan – no a éste, sino al otro Juan, al del Jordán -, que él, el gran Profeta, te llamaba el Cordero… Ahora entiendo, sí, el cordero de Moisés… ¡La Pascua eres Tú!
Juan lo anima:
-Pero, ¿qué Profeta es el que profetizó mejor de Él?
-Isaías y Daniel. Pero prefiero a Daniel, ahora que te quiero como a mi padre. ¿Puedo decir que te quiero como he querido a mi padre? ¿Sí? Pues ahora prefiero a Daniel.
-¿Por qué, si quien habla mucho del Cristo es Isaías?…
-Sí, pero habla de los dolores del Cristo; sin embargo, Daniel habla del ángel hermoso y de tu venida. Es verdad que también Daniel dice que el Cristo será inmolado, pero yo creo que el Cordero será inmolado de un sólo golpe, no como dicen Isaías y David. Yo lloraba siempre al oírlos, así que mi madre no volvió a leérmelos. Casi llora también en este momento, mientras acaricia una mano de Jesús.
-No pienses en eso por ahora. Escucha, ¿sabes los mandamientos?
-Sí, Señor. Creo saberlos. En el bosque me los repetía a mí mismo para no olvidarlos y para oír las palabras de mi madre y de mi padre. Pero ahora ya no lloro – la verdad es que sus pupilas brillan intensamente – porque ahora te tengo a ti. Juan sonríe y se abraza a su Jesús diciendo:
-¡Son mis mismas Palabras! Todos los niños de corazón hablan igual.
-Sí, porque sus palabras provienen de una única sabiduría. Bien, tendríamos que ponernos en camino para llegar muy pronto a Berot. La gente aumenta y el tiempo se pone amenazador. Tomarán al asalto los alojamientos, y no quiero que caigáis enfermos.
Juan llama a los compañeros y se reanuda la marcha hasta Berot, a través de una llanura no muy cultivada, aunque tampoco completamente yerma como estaba el montecillo que salvaron después de Silo.