La primera multiplicación de los panes
Sigue siendo el mismo lugar. Sólo que el sol ya no viene de oriente, filtrándose por entre el boscaje que bordea el Jordán en este lugar agreste situado junto al desagüe del lago en el lecho del río; viene, igualmente oblicuo, pero de occidente, y va declinando en medio de una gloria de rojo, rasgando el cielo con el sable de sus últimos rayos. Bajo el tupido follaje, ya la luz está muy atenuada y tiende a las equilibradas tonalidades del atardecer. Los pájaros, embriagados del sol habido durante todo
el día, del alimento arrebatado a los limítrofes campos, se abandonan a una algazara de gorjeos y cantos en las copas de los árboles. La tarde se pone con las pompas finales del día.
Los apóstoles se lo hacen notar a Jesús, que siempre adoctrina según los temas que le exponen.
-Maestro, la noche se acerca. Este lugar es un desierto, lejos de casas y pueblos, umbrío y húmedo. Dentro de poco aquí ya no será posible vernos, ni andar. La Luna se alza tarde. Despide a la gente para que vaya a Tariquea o a los pueblos del Jordán para comprarse comida y buscar alojamiento.
-No es necesario que se vayan. Dadles vosotros de comer. Pueden dormir aquí, como durmieron mientras me esperaban.
-No nos han quedado más que cinco panes y dos peces, Maestro, ya lo sabes.
-Traédmelos.
-Andrés ve a buscar al niño, que está vigilando la bolsa. Poco antes estaba con el hijo del escriba y otros dos más, fabricándose unas coronitas de flores jugando a los reyes.
Andrés va con diligencia. También Juan y Felipe se ponen a buscar a Margziam entre la muchedumbre, que continuamente se mueve. Lo encuentran casi al mismo tiempo, con su bolsa de las provisiones en bandolera, un sarmiento de clemátide arrollado en torno a la cabeza y un cinturón, también de clemátide, en que pende, haciendo de espada, un nudo: la empuñadura es el nudo propiamente dicho; la hoja, el tallo de éste. Con él están otros siete, igualmente ataviados, y hacen de cortejo al hijo del escriba, un gracilísimo niño de mirada muy seria, como de quien ha sufrido mucho, el cual, más adornado que los otros, hace de rey.
-Ven, Margziam. ¡El Maestro te requiere!
Margziam deja plantados a los amigos y va rápidamente, sin quitarse siquiera sus… distintivos florales. Pero le siguen también los otros. Pronto Jesús se ve circundado de una coronita de niños enguirnaldados de flores. Los acaricia mientras Felipe saca de la bolsa un envoltorio con pan dentro y en cuyo centro hay, a su vez envueltos, dos peces grandes: dos quilos de pescado, poco más. Insuficientes incluso para los diecisiete -es más, dieciocho con Manahén- de la comitiva de Jesús. Llevan estos alimentos al Maestro.
-Bien. Ahora traedme unos cestos. Diecisiete, como cuantos sois vosotros. Margziam dará la comida a los niños… Jesús mira fijamente al escriba, que ha estado siempre a su lado, y le pregunta:
-¿Quieres dar también tú la comida a quienes tienen hambre?
-Me gustaría. Pero yo también estoy sin comida.
-Te concedo que des de lo mío.
-Pero… ¿pretendes dar de comer a unos cinco mil hombres, además de las mujeres y los niños, con esos dos peces y esos cinco panes?
-Sin duda. No seas incrédulo. Quien cree habrá de ver el cumplimiento del milagro.
-¡Oh, entonces sí que quiero repartir el alimento también yo!
-Que te den un canasto a ti también.
Vuelven los apóstoles con canastos y cestas (anchas y bajas u hondas y estrechas). Y vuelve el escriba con un cesto más bien pequeño. Se comprende que su fe o su incredulidad le han hecho elegir ése como el máximo.
-Está bien. Poned todo aquí delante. Disponed que se siente con orden la muchedumbre; en lo posible, regladamente.
Mientras esto se lleva a cabo, Jesús alza el pan -encima del pan, los peces-. Ofrece, ora, bendice. El escriba no quita ni un instante de El sus ojos. Luego Jesús divide los cinco panes en dieciocho partes, y los dos peces en dieciocho partes, y pone un trozo de pez -un trocito bien mísero- en cada uno de los canastos. Trocea los dieciocho pedazos de pan: cada pedazo en muchos trozos (muchos relativamente: no más de unos veinte). Cada pedazo troceado en un canasto, con el trozo de pez.
-Y ahora tomad y ofreced hasta la saciedad. Empezad. Ve, Margziam, a dárselo a tus compañeros.
-¡Huy, cuánto pesa! – dice Margziam al levantar su canasto, y se dirige enseguida hacia sus pequeños amigos, caminando como quien lleva un peso.
Los apóstoles, los discípulos, Manahén, el escriba, lo ven alejarse, perplejos… Luego cogen los canastos y, meneando la cabeza, se dicen unos a otros:
-¡El niño está de broma! No pesan más que antes.
El escriba mira incluso dentro y, dado que ya allí, en la espesura en que está Jesús, no hay mucha luz -no así más allá, en el calvero, donde todavía hay buena luz-, mete la mano para palpar el fondo.
No obstante, a pesar de la constatación, se encaminan hacia la gente y empiezan a repartir. Dan, dan, dan… De vez en cuando vuelven la cabeza asombrados, cada vez más lejanos, hacia Jesús, el cual, con los brazos cruzados, apoyado en un árbol, sonríe finamente por el estupor de ellos.
La repartición es larga y abundante… El único que no muestra estupor es Margziam, que ríe feliz de poder llenar de pan y pescado el regazo de tantos niños pobres. Es también el primero que vuelve donde Jesús, y dice:
-¡He dado mucho, mucho, mucho!… porque sé lo que es el hambre… – y levanta esa carita suya, que ya no se ve demacrada pero que, al recordar, palidece y abre los ojos como platos… Pero Jesús, su Maestro y Protector, lo acaricia, y vuelve a sonreír luminosamente ese rostro niño que, confiado, se apoya sobre Él.
Poco a poco van volviendo los apóstoles y los discípulos, enmudecidos de estupor. El último en volver es el escriba, que no dice nada; pero hace un gesto que es más que un discurso: se arrodilla y besa el borde de la túnica de Jesús.
-Tomad vuestra porción y dadme un poco a mí. Comamos el alimento de Dios.
Comen, efectivamente, pan y pescado, cada uno según su necesidad…
Entretanto la gente, saciada, intercambia sus impresiones. También los que están en torno a Jesús rompen a hablar observando a Margziam que, terminando su pescado, juega con otros niños.
-Maestro – pregunta el escriba – ¿por qué el niño ha sentido inmediatamente el peso y nosotros no? Yo incluso he palpado dentro del canasto: seguían siendo los mismos pocos trozos de pan y el único trozo de pescado. He empezado a sentir el peso yendo hacia la muchedumbre. Pero, si hubiera pesado en proporción a cuanto he repartido, habría hecho falta una pareja de mulos para llevarlo, y no el canasto sino un carro, lleno, henchido de comida. A1 principio daba escaso… luego me he puesto a dar y a dar, y, para no ser injusto, he vuelto a pasar por donde los primeros, y les he vuelto a dar, porque a los primeros les había dado poco. ¡Ha habido suficiente!
-Yo también he sentido que se hacia pesado el canasto mientras me encaminaba; enseguida he dado mucho, porque he comprendido que habías hecho un milagro – dice Juan.
-Yo, por el contrario, me he parado y me he sentado para volcar en mi regazo el peso y ver… Y he visto muchos panes. Entonces he ido – dice Manahén.
-Yo los he contado incluso, porque no quería quedar en situación ridícula. Eran cincuenta panes pequeños. He dicho: «Se los doy a cincuenta personas y luego regreso». Y he llevado la cuenta. Pero, llegado a cincuenta, el peso seguía igual. He mirado dentro. Había todavía los mismos. He seguido adelante y he repartido cientos de panes Pero no disminuían nunca – dice Bartolomé.
-Yo, lo confieso, no creía. He cogido los trozos de pan y esa miaja de pescado y los miraba diciendo: «¿Y a quién le sirve esto? ¡Es una broma de Jesús!…». Y estaba mirándolos, mirándolos, escondido detrás de un árbol, esperando y desesperando porque crecieran. Pero eran siempre iguales. Estaba para volverme, cuando ha pasado Mateo diciendo: «¿Has visto qué hermosos?». «¿Qué?» he dicho yo «¡Pues los panes y los peces!…». «¿Estás loco? Yo sigo viendo trozos de pan». «Ve a repartirlos con fe y verás.” He echado dentro del canasto esos pocos trozos de pan y he ido a disgusto… Y luego… ¡Perdóname, Jesús, porque soy un pecador! – dice Tomás.
-No. Eres un espíritu del mundo. Razonas como el mundo.
-Entonces también yo, Señor. Tanto que quería dar una moneda junto con el pan pensando: «Comerán en otro sitio» – dice el Iscariote – Esperaba ayudarte a salir mejor parado. ¿Qué soy entonces? ¿Cómo Tomás o más todavía?
-Eres «mundo» mucho más que Tomás.
-¡Y, sin embargo, pensaba dar limosna para ser Cielo! Eran denarios míos particulares…
-Limosna a ti mismo, a tu orgullo. Y limosna a Dios. Dios no 1a necesita y la limosna a tu orgullo es culpa, no mérito. Judas baja la cabeza y calla.
-Yo pensaba que tendría que desmenuzar ese trozo de pez y esos trozos de pan para que llegaran. Pero no dudaba que serían suficientes como número y como alimento. Una gota de agua que das te puede alimentar más que un banquete – dice Simón Zelote.
-¿Y vosotros qué pensabais? – pregunta Pedro a los primos de Jesús.
-Nos acordábamos de Caná… y no dudábamos – dice serio Judas.
-¿Y tú, Santiago, hermano mío, pensabas sólo esto?
-No. Pensaba que fuera un sacramento, como me dijiste… ¿Es así o me equivoco?
Jesús sonríe:
-Es y no es. A la verdad que ha dicho Simón, del poder de nutrición en una gota de agua, debe unirse tu pensamiento en orden a una figura lejana. Pero todavía no es un sacramento.
El escriba conserva entre sus dedos un pedazo de corteza.
-¿Qué vas a hacer con ello?
-Un… recuerdo.
-Yo también la conservo. Se la voy a colgar al cuello a Margziam en una pequeña bolsita – dice Pedro. -Yo se la llevo a nuestra madre – dice Juan.
-¿Y nosotros? Hemos comido todo… – dicen apenados los otros.
-Levantaos. Pasad otra vez con los canastos y recoged lo que ha sobrado. Separad de entre la gente a los más pobres y traédmelos aquí junto con los canastos, y luego id todos, discípulos míos, a las barcas, haceos a la mar e id a la llanura de Genesaret. Yo despido a la gente después de favorecer a los más pobres. Luego os alcanzaré.
Los apóstoles obedecen… y vuelven con doce canastos colmados de restos; los siguen unos treinta mendigos, o personas muy míseras.
-Bien. Podéis marcharos.
Los apóstoles y los de Juan saludan a Manahén y se marchan; obedecen a pesar de estar poco contentos de dejar a Jesús. Manahén espera a despedirse de Jesús cuando ya la muchedumbre, con las últimas luces del día, o se encamina hacia los poblados o busca un sitio para dormir entre los altos y secos juncos. Luego se despide. Antes de él se ha marchado el escriba; es más, uno de los primeros, porque, junto con su hijito, se ha puesto en camino cerrando la fila de los apóstoles.
Una vez que todos se han marchado, o que han caído en el sueño, 273. Jesús se levanta, bendice a los que duermen, y a paso lento se dirige hacia el lago, hacia la península de Tariquea, elevada unos metros por encima del lago, cual si fuese un recorte de colina introducido en el lago. Y, llegado a su base, no entrando en la ciudad sino bordeándola, sube el montecillo y se pone en un risco, en oración, frente al azul del lago y al blancor de la noche serena y lunar.