La petición de obreros para la mies, y la parábola del tesoro escondido en el campo. Marta todavía teme
por su hermana María
Jesús se encuentra en el camino que desde el lago Merón va hacia el de Galilea. Con Él están Simón Zelote y Bartolomé. Parece que esperan a los demás, junto a un torrente que, aunque esté reducido a un hilo de agua, alimenta frondosos árboles; los otros están llegando desde dos partes distintas.
Es un día tórrido. No obstante, mucha gente ha seguido a los tres grupos, que deben haber predicado por los campos, encaminando a los enfermos hacia el grupo de Jesús y reservándose predicar sobre Él a los sanos. Hay muchos que han sido agraciados con milagros y forman ahora un grupo feliz, sentado entre los árboles; su alegría es tal, que no sienten siquiera el cansancio producido por el calor, el polvo, la luz cegadora; mientras que todas estas cosas hacen sufrir, y no poco, a los demás.
Cuando el grupo capitaneado por Judas Tadeo llega -es el primero- adonde Jesús, se manifiesta evidente el cansancio de todos los que lo forman y de los que vienen detrás. El último es el grupo capitaneado por Pedro; vienen en él muchos de Corazín y Betsaida.
-Hemos hecho lo que estaba previsto, Maestro. Pero haría falta ser muchos grupos… Ya ves… andar mucho no se puede, por el calor. ¿Qué hacemos, entonces? El mundo parece ensancharse más cuantas más cosas tenemos que hacer, porque los pueblos se desperdigan y se alargan las distancias. No me había percatado nunca de que fuera tan grande Galilea. Estamos sólo en un rincón de ella, realmente en un rincón, y no logramos evangelizarla, de tan grande como es y de tantas necesidades y tanto deseo de ti como hay – suspira Pedro.
-No es que el mundo crezca, Simón. Lo que crece es el conocimiento de nuestro Maestro – responde Tadeo.
-Sí, es verdad. Mira cuánta gente. Algunos nos siguen desde esta mañana. Durante las horas de calor, nos hemos refugiado en un bosque. Pero incluso ahora, que se acerca el atardecer, es un sufrimiento el caminar. Y estos pobrecillos están mucho más lejos de casa que nosotros. No sé cómo nos las vamos a arreglar si sigue aumentando todo a este ritmo… – dice Santiago de Zebedeo.
-En Octubre vendrán también los pastores – dice Andrés para consolar.
-¡Sí! ¡Ya! Pastores, discípulos… ¡maravillosos! Pero son útiles sólo para decir: “Jesús es el Salvador. Está allí». Nada más – responde Pedro.
-A1 menos la gente sabrá dónde encontrarlo. Ahora, sin embargo… nosotros venimos aquí y ellos corren aquí; mientras ellos vienen aquí, nosotros vamos allá, y ellos tienen que correr detrás de nosotros… Y con niños y enfermos no es muy cómodo. Jesús habla:
-Tienes razón, Simón-Pedro. También siento Yo compasión de estas almas y de estas turbas. Para muchos el no encontrarme en un momento dado puede ser causa irreparable de desventura. Observad qué cansados están y cuán desorientados se sienten los que no poseen aún la certeza de mi Verdad; y cuán hambrientos los que han gustado mi palabra y ya no saben estar sin ella, y ninguna otra palabra los satisface. Asemejan a ovejas sin pastor, que vagan no encontrando a alguien que las guíe y lleve a pastar. Yo les seré próvido. Pero vosotros tenéis que ayudarme, con todas vuestras fuerzas espirituales, morales y físicas. Dejaréis de formar grupos numerosos; debéis saber ir de dos en dos. Mandaremos en parejas a los discípulos mejores. La mies es verdaderamente mucha. En verano os prepararé para esta gran misión. Para Tammuz contaremos con Isaac, que vendrá con los mejores discípulos; y os prepararé. De todas formas, no seréis todavía suficientes, porque la mies es verdaderamente mucha y los obreros pocos. Rogad, pues, al Dueño de la tierra que envíe muchos obreros a su mies.
-Sí, mi Señor, pero ello no modificará mucho la situación de éstos que te buscan – dice Santiago de Alfeo.
-¿Por qué, hermano?
-Porque buscan no sólo doctrina y palabra de Vida, sino también remedio a sus flaquezas, a sus enfermedades, a toda tara de su parte inferior o superior causada por la vida o por Satanás. Y esto sólo Tú lo puedes hacer, porque en ti está el Poder.
-Los que son una sola cosa conmigo llegarán a hacer lo que Yo hago, y los pobres recibirán ayuda en todas sus miserias. Pero aún no tenéis en vosotros lo necesario para esto. Esforzaos en superaros a vosotros mismos, en aplastar vuestra humanidad para que triunfe el espíritu. No asimiléis sólo mi palabra sino también su espíritu, o sea, santificaos por ella; entonces todo lo podréis. Mas ahora vamos a manifestarles mi palabra, dado que no quieren marcharse sin que Yo les dé la palabra de Dios. Luego volveremos a Cafarnaúm. También allí habrá quien nos esté esperando…
-Señor, pero ¿es verdad que María de Magdala te ha pedido perdón en casa del fariseo?
-Es verdad, Tomás.
-¿Y se lo has dado? – pregunta Felipe.
-Se lo he dado.
-Pero… ¡has hecho mal, ¿no?! – exclama Bartolomé.
-¿Por qué? Era un arrepentimiento sincero y merecía perdón.
-Pero no debías darlo en esa casa, públicamente… – dice en tono de reproche Judas Iscariote.
-No veo en qué he errado.
-En esto: Tú sabes quiénes son los fariseos, cuántas argucias tienen en su cabeza, cómo te vigilan; cómo te calumnian, cómo te odian. Tenías uno de ellos, en Cafarnaúm, que era amigo tuyo: Simón. Y llamas a su casa a una prostituta para profanar la casa y escandalizar al amigo Simón.
-No la llamé Yo; vino ella. No era una prostituta; era una mujer arrepentida. Todo esto cambia mucho la cosa. Si antes no sentían asco de estar a su lado, si no han sentido nunca asco de desearla, incluso en mi presencia, tampoco ahora que ella ya no es una carne sino un alma deben sentirlo por verla entrar para arrodillarse a mis pies y llorar acusándose, humillándose con su pública, humilde confesión totalmente presente en su llanto. La casa de Simón fariseo ha recibido santificación por un milagro grande: la resurrección de un alma.
En la plaza de Cafarnaúm, hace cinco días, me preguntaba: «¿Has hecho sólo ese milagro?», y me respondía por su cuenta: «¡ No, claro!», porque había deseado mucho ver uno. Pues se lo he dado. Lo he elegido para testigo, paraninfo, de estos esponsales del alma con la Gracia. Debería sentirse orgulloso.
-Pues, sin embargo, está escandalizado. Quizás has perdido un amigo.
-He encontrado un alma. Merece la pena perder la amistad de un hombre, su pobre amistad de hombre, con tal de devolver a un alma la amistad con Dios.
-Es inútil. Contigo no se puede mantener humana reflexión. ¡Estamos en la tierra, Maestro! Recuérdalo. Aquí mandan las leyes y las ideas de la tierra. Tú actúas con el método del Cielo, te mueves en el Cielo que tienes en tu corazón, ves todo a través de luces de Cielo. ¡Pobre Maestro mío! ¡Cuán divinamente inepto eres para vivir entre nosotros los perversos! – Judas Iscariote lo abraza -maravillado y desolado- y termina: «Y me duele el que te crees tantos enemigos por demasiada perfección.
-No te duela, Judas. Está escrito que debe ser así. Pero, ¿cómo sabes que Simón se siente ofendido?
-No ha dicho que se sienta ofendido, pero, a mí y a Tomás, nos ha dado a entender que aquello no se debía haber hecho; no debías haberla invitado a su casa, donde sólo entran personas honestas.
-¡Bueno, sobre la honestidad de los que van a casa de Simón mejor no seguir! – dice Pedro.
Y Mateo:
-Yo podría decir que el sudor de las prostitutas ha goteado en repetidas ocasiones en los suelos, en las mesas y… en otros sitios, de la casa de Simón el fariseo.
-Pero no públicamente – rebate Judas Iscariote.
-No. Con hipocresía para esconderlo.
-Pues cambia la cosa.
-Cambia también la entrada de una prostituta que entra para decir: «Dejo mi pecado infame», respecto a la de una que entra para decir: «Aquí me tienes para cumplir el pecado juntos».
-Mateo tiene razón – dicen todos.
-Sí, tiene razón. Pero ellos no piensan como nosotros, y es necesario llegar a un acuerdo con ellos, adaptarse a ellos para tenerlos como amigos.
-Eso nunca, Judas. En la verdad, en la honestidad, en la conducta moral, no hay ni adaptaciones ni acuerdos – dice imperioso Jesús, para terminar: «Y, además, Yo sé que he actuado bien y para el bien, y basta. Vamos a despedir a estas personas cansadas.
Y se acerca a los que, diseminados bajo los árboles, miran en dirección a Él con ansia de oírlo.
-Paz a todos vosotros que, salvando estadios y soportando el intenso sol, habéis venido a oír la Buena Nueva.
En verdad os digo que estáis empezando a entender realmente lo que es el Reino de Dios y también cuán valioso es poseerlo y cuán dichoso pertenecer a él. De forma que cualquier tipo de esfuerzo pierde para vosotros ese valor que para otros tiene, porque el espíritu impera en vosotros y dice a la carne: «Regocíjate si te oprimo, porque lo hago por tu bienaventuranza. Cuando te reúnas conmigo, después de la resurrección final, me amarás por todo cuanto te subyugué y verás en mí a tu segundo salvador». ¿No habla así vuestro espíritu?
-¡Sí, sí que habla así!
A1 presente, basáis vuestro comportamiento en la enseñanza de mis lejanas parábolas, pero ahora os voy a ofrecer otras luces para que os enamoréis, cada vez más, de este Reino de valor inconmensurable que os espera.
Escuchad: Un hombre, que había ido a un campo por casualidad a buscar mantillo para llevarlo a su huerta, al excavar fatigosamente en la tierra dura, debajo de algún estrato, se encuentra un filón de metal precioso. ¿Qué hace entonces aquel
hombre? Vuelve a tapar con tierra lo que ha encontrado. No le importa tener que trabajar más, porque el descubrimiento compensa la fatiga. Luego va a su casa, empieza a juntar todos sus bienes en dinero y en objetos, y estos últimos los vende para sacar mucho dinero. Cuando logra juntar todo, se presenta al dueño del campo y le dice: «Me gusta tu campo. ¿Cuánto quieres por vendérmelo?». «No, no lo vendo» responde el otro. Mas el hombre ofrece sumas cada vez más fuertes, exageradas en relación al valor del campo, y termina convenciendo al dueño, que piensa: «¡Este hombre es un loco! Bien, pues, dado que está loco, me aprovecho. Tomo la suma que me ofrece. No es engaño porque es él quien me la quiere dar. Con el dinero me compraré al menos otros tres campos, y de mayor calidad». Y vende, convencido de haber cerrado un espléndido trato. Sin embargo, es el otro el que cierra un espléndido trato, porque se priva de objetos que puede robar el ladrón o que puede perder o que se consumirán, pero se procura un tesoro que, por ser verdadero, natural, es inagotable. Le compensa, por tanto, el haber sacrificado todo lo que tenía por esta compra; se queda durante algo de tiempo sólo con la propiedad del campo, pero en realidad posee para siempre el tesoro que allí se esconde.
Vosotros habéis entendido esto y hacéis como el hombre de la parábola. Dejáis las efímeras riquezas para poseer el Reino de los Cielos. Se las vendéis a los necios del mundo; se las cedéis y aceptáis el escarnio del mundo, que juzga estúpido vuestro modo de actuar. Actuad así, siempre así, y vuestro Padre que está en los Cielos, jubiloso, un día os dará vuestro lugar en el Reino.
Volved a vuestras casas antes de que llegue el sábado. En el día del Señor, pensad en la parábola del tesoro del Reino celeste. La paz sea con vosotros.
La gente se dispersa, lentamente, por los caminos y senderos de la campiña, mientras Jesús se dirige a Cafarnaúm en la tarde que declina.
Llega ya de noche. Atraviesan en silencio la ciudad silenciosa bajo la luz de la luna, única fuente luminosa existente en las callejuelas oscuras y mal pavimentadas. Entran, también en silencio, en el pequeño huerto de al lado de la casa, creyendo que todos están acostados. Pero una luz arde en la cocina, y tres sombras, móviles por el movimiento de la leve llama, se proyectan sobre la pared blanca del horno cercano.
-Te esperan, Maestro. ¡Así no se puede continuar! Ahora mismo voy a decirles que estás demasiado cansado. Tú, mientras, sube a la terraza.
-No, Simón. Voy a entrar en la cocina. Si Tomás tiene a estas personas esperando, es señal de que hay un serio motivo. Pero los que estaban dentro ya han oído el bisbiseo, y Tomás, que es el dueño de la casa, se asoma al umbral de la
puerta.
-Maestro, está aquí la dama de otras veces. Te está esperando desde ayer a la hora del ocaso. Ha venido con un sirviente – y añade en voz baja: «Está muy inquieta y no para de llorar…».
-Bien. Dile que suba arriba. ¿Dónde ha dormido?
-No quería dormir, pero, al final, durante unas horas, se retiró, ya casi al alba, a mi habitación. A1 sirviente le he ofrecido una de vuestras camas para dormir.
-Bien. Dormirá también esta noche, y tú dormirás en la mía.
-No, Maestro. En la terraza, sobre unas esteras. Dormiré bien igualmente.
Jesús sube a la terraza… y Marta también.
-Paz a ti, Marta.
Un sollozo como respuesta.
-¿Todavía llanto? ¿Pero no estás contenta?
Marta niega con la cabeza.
-¿Y por qué?…
Larga pausa llena de sollozos. A1 final, gimiendo, dice:
-Han pasado muchas tardes y María no ha vuelto. No sabemos dónde está. No la hemos encontrado ni yo ni Marcela ni la nodriza… Había pedido el carro y había salido. Iba vestida pomposamente… ¡Oh, no había querido llevar otra vez mi vestido!… No iba semidesnuda-tiene también de esos vestidos-, pero iba muy provocativa… Y tomó consigo joyas y perfumes… Y no ha vuelto. A1 llegar a las primeras casas de Cafarnaúm se despidió del sirviente diciéndole: «Volveré con otra compañía». Pero no ha vuelto. ¡Nos ha engañado!… o se ha sentido sola, quizás tentada… o le ha sucedido algo malo… No ha vuelto…
Y Marta cae de rodillas, y llora apoyando la cabeza sobre el antebrazo, apoyado a su vez en un montón de sacos vacíos.
Jesús la mira y dice lentamente y seguro, dominador:
-No llores. Hace tres noches María fue a donde Yo estaba. Me ungió los pies, depositó a mis pies todas sus joyas. Así se ha consagrado, y para siempre, y ha entrado a formar parte de mis discípulas. No la denigres en tu corazón. Te ha superado.
-¿Pero dónde está mi hermana? – grita Marta alzando un rostro desencajado – ¿Por qué no ha vuelto a casa? ¿Es que la han agredido? ¿Ha tomado una barca y se ha ahogado? ¿Algún amante repelido la ha raptado? ¡Oh, María, mi María! ¡Acababa de hallarla y ya la he perdido!
Marta está realmente fuera de sí. Ya no piensa siquiera en que los que están abajo la pueden oír; no piensa ya que Jesús le puede decir dónde está su hermana; se desespera sin reflexionar en nada.
Jesús la sujeta por las muñecas y la obliga a estar quieta, a escucharlo, dominándola con su alta estatura y su mirada magnética:
-¡Basta! Quiero de ti fe en mis palabras. Quiero de ti generosidad. ¿Comprendido?
No la suelta hasta que Marta se serena un poco.
-Tu hermana ha ido a saborear su gozo rodeándose de santa soledad, porque experimenta el supersensible pudor de los redimidos. Ya te lo había dicho. No puede soportar la mirada, dulce pero escrutadora, de su familia, que observa su nuevo vestido de novia de la Gracia. Y lo que Yo digo es siempre verdad. Debes creerme.
-Sí, Señor, sí. Pero mi María ha pertenecido demasiado al demonio. Enseguida la ha atrapado de nuevo, él…
-Él se venga en ti de la presa que ha perdido para siempre. ¿Voy a tener que presenciar cómo tú, la fuerte, caes víctima suya por un momento de abatimiento demente que no tiene razón de ser? ¿Tendré que presenciar cómo, por ella que ahora cree en mí, pierdes esa hermosa fe que siempre he visto en ti? ¡Marta! ¡Mírame bien! ¡Escúchame a mí, no a Satanás! ¿No sabes que cuando se ve obligado a soltar la presa por una victoria de Dios sobre él, este incansable torturador de los seres, este incansable depredador de los derechos de Dios, se pone inmediatamente manos a la obra para encontrar otras víctimas? ¿No sabes que lo que afianza la curación del espíritu de otro son las torturas que sufre un tercero, que resiste a los asaltos porque es bueno y fiel? ¿No sabes que todo lo que acaece y lo que existe en la Creación está relacionado y sigue una ley eterna de dependencias y consecuencias, de forma que el acto de uno produce vastísimas repercusiones naturales y sobrenaturales? ‘Tú estás llorando aquí, aquí estás conociendo la duda atroz, y, a pesar de todo, permaneces fiel a tu Cristo en esta hora de tinieblas; allá, en un lugar que desconoces, María está sintiendo disolverse la última duda sobre la infinitud del perdón que ha recibido, y su llanto se transforma en sonrisa, sus sombras en luz. Tu tormento la ha guiado al lugar de la paz, al lugar de regeneración de las almas, al lado de la Generadora sin mancha, junto a Aquella que tanto es Vida, que le ha sido otorgado dar al mundo al Cristo, que es la Vida. Tu hermana está con mi Madre. No es la primera que pliega velas en ese puerto de paz habiéndola llamado el rayo de la viva Estrella María a aquel seno de amor, por amor, mudo y activo, de su Hijo. Tu hermana está en Nazaret.
-Pero, ¿cómo ha ido si no conoce a tu Madre, ni tu casa?… Sola… De noche… Sin los medios necesarios… Vestida así… Mucho camino… ¿Cómo?
-¿Cómo? Como va la golondrina cansada al nido natal, atravesando mares y montes, contra tempestades, nieblas y viento contrario; como van las golondrinas a los lugares donde pasan el invierno: por el instinto que las guía, el suave calor que las invita, el sol que las reclama. Pues también ella ha acudido al rayo que la convocaba… a la Madre universal. Y la veremos regresar a la aurora, feliz… dejadas para siempre las tinieblas, con una madre a su lado, la mía, y para no volver a ser huérfana nunca más. ¿Puedes creer esto?
-Sí, mi Señor.
Marta está como embelesada. En efecto, Jesús se ha mostrado verdaderamente dominador: alto, erguido – y, no obstante, un poco curvado hacia Marta, que estaba arrodillada -, ha hablado lenta pero incisivamente, casi como para transfundir su propio ser en la agitada discípula. Pocas veces lo he visto con esta potencia para persuadir con la palabra a alguien que lo escucha. ¡Pero, al final, qué luz, qué sonrisa en su cara! Marta lo refleja con una sonrisa y una luz más difuminada en su propio rostro.
-Y ahora ve a descansar. Con paz.
Y Marta le besa las manos y baja tranquilizada…