La parábola del hijo pródigo
-Juan de Endor, ven aquí, que tengo que hablarte – dice Jesús asomándose a la puerta.
El hombre estaba enseñando algo al niño. Lo deja y va inmediatamente. Pregunta: –¿Qué me quieres decir, Maestro? -Ven conmigo aquí arriba.
Suben a la terraza y se sientan en la parte más protegida, porque, a pesar de que sea por la mañana, ya el sol calienta fuerte. Jesús recorre con su mirada los campos cultivados en que los cereales se van dorando más cada día que pasa y los árboles frutales van llenando sus frutos; parece como si quisiera extraer su pensamiento de esa metamorfosis vegetal.
-Mira, Juan. Hoy creo que va a venir Isaac para traerme a los campesinos de Jocanán antes de que regresen a sus campos. Ya le he dicho a Lázaro que le preste a Isaac un carro para que puedan acelerar su regreso sin miedo a llegar con un retardo que les acarreara un castigo. Lázaro lo va a hacer, porque Lázaro hace todo lo que digo. Ahora bien, de ti quiero otra cosa. Tengo aquí una suma que una persona me ha dado para los pobres del Señor. Generalmente el encargado de guardar las monedas y de distribuir los óbolos es uno de los apóstoles; generalmente es Judas de Keriot, aunque alguna vez son los otros. Judas no está aquí. Por lo que se refiere a los otros apóstoles, no quiero que sepan lo que tengo intención de hacer. Tampoco Judas debería saberlo esta vez. Lo harás tú, en mi nombre…
-¿Yo, Señor?… ¿Yo? ¡No soy digno de ello!…
-Debes irte acostumbrando a trabajar en mi nombre. ¿No has venido para esto?
-Sí, pero pensaba que en lo que tenía que trabajar era en reconstruir mi pobre alma.
Pues Yo te procuro el medio para hacerlo. ¿En qué has pecado? Contra la misericordia y el amor. ¿Con odio demoliste tu alma?… Pues con amor y misericordia la reconstruirás. Te doy el material necesario. Te voy a destinar de forma especial a las obras de misericordia y amor. Tienes capacidad para el cuidado y la palabra, así que estás en condiciones de cuidar desdichas físicas y morales, tienes capacidad para hacerlo. Empezarás con esta obra. Ten la bolsa. Se la darás a Miqueas y a sus amigos. Divídelo en partes iguales, siguiendo estas instrucciones: divide el total en diez partes; da cuatro a Miqueas, una para él, una para Saulo, una para Joel y una para Isaías las otras seis partes, se las das a Miqueas para el anciano padre de Yabés y sus compañeros. Así recibirán al menos un consuelo.
-De acuerdo, pero ¿qué razón les doy?
-Dirás: «Esto es para que os acordéis de orar por un alma que se está redimiendo».
-¡A lo mejor piensan que soy yo! ¡No sería justo!».
-¿Por qué? ¿No quieres redimirte?
-Lo que no sería justo es que creyeran que yo soy el donador.
-No te preocupes. Haz como te digo.
-Obedezco… Concédeme, al menos, aportar algo también yo. To-al… ahora ya no tengo ninguna necesidad. Ya no compro más libros, ya no tengo pollos que alimentar, a mí con muy poco me basta, así que… nada. Ten, Maestro. Me quedo sólo con una mínima cantidad, para el gasto de las sandalias… – y saca de una bolsa que llevaba en la cintura muchas monedas, y las añade a las monedas de Jesús.
-Que Dios te bendiga por tu misericordia… Juan, dentro de poco nos tendremos que despedir, porque tienes que ir con
Isaac.
-Lo lamento, Señor. De todas formas obedezco.
-Yo también siento separarme de ti. Tengo mucha necesidad de discípulos itinerantes. Ya no doy abasto. Dentro de poco enviaré a los apóstoles, luego a los discípulos. Tú lo harás muy bien. Te reservaré para misiones especiales. Entretanto, te formarás con Isaac: es muy bueno; el Espíritu de Dios lo ha instruido profundamente durante su larga enfermedad; es un hombre que ha perdonado todo siempre… Por lo demás, dejarnos no significa no volvernos a ver. Nos encontraremos frecuentemente, y siempre que nos encontremos hablaré para ti; acuérdate de esto…
Juan se repliega sobre sí mismo, esconde su cara entre las manos y, rompiendo bruscamente a llorar, dice quejumbroso:
-¡Oh, entonces dime ya ahora algo que me persuada de que estoy perdonado… de que puedo servir a Dios… Si supieras cómo veo mi alma, ahora que se ha desvanecido el humo del odio… y cómo… y cómo pienso en Dios…
-Lo sé. No llores. Permanece en la humildad, pero sin descorazonarte. Si hay desaliento, hay todavía soberbia. Ten sólo humildad, solamente humildad. ¡Venga, ánimo, no llores!…
Juan de Endor se va calmando poco a poco…
Cuando lo ve ya calmado, Jesús dice:
-Ven, vamos a la sombra de aquel grupo de manzanos; reunamos a los compañeros y a las mujeres. Voy a hablarles a todos. A ti en particular te voy a decir cómo te ama Dios.
Bajan hacia el lugar indicado y, a medida que se van acercando, los demás se van reuniendo en torno a ellos. Llegan. Se sientan en círculo a la sombra de los manzanos. Lázaro, que estaba hablando con Simón Zelote, también se une al grupo. Son en total veinte personas.
-Escuchad. Se trata de una hermosa parábola que os guiará con su luz en muchos casos.
Un hombre tenía dos hijos. El mayor era serio, trabajador, inclinado al afecto, obediente. El segundo era más inteligente que el mayor – el cual realmente era un poco tardo y se dejaba guiar para no tener que esforzarse en decidir por sí -, si bien era rebelde, distraído, amante del lujo y el placer, gastador, ocioso. La inteligencia es un gran don de Dios, pero debe ser usado con sabiduría; si no, es como ciertas medicinas, que, si se usan mal, en vez de curar matan. Su padre – estaba en su derecho y cumplía su deber – le instaba para que viviera con más sensatez. Mas no obtenía ningún resultado, aparte del de recibir contestaciones y de que el hijo se solidificara más en sus torcidas ideas.
Finalmente, un día, tras una discusión más acalorada que las precedentes, el hijo menor dijo: «Dame la parte de los bienes que me corresponde; así ya no tendré que oír ni tus reprensiones ni las quejas de mi hermano; a cada uno lo suyo y se acabó». «Piensa – respondió el padre – que dentro de poco te quedarás sin nada; ¿qué harás entonces? Ten en cuenta que no me voy a comportar con injusticia para favorecerte y que no voy a coger ni un céntimo de la parte de tu hermano para dártelo a ti».
-No te pediré nada, puedes estar seguro; dame mi parte.
El padre encargó la valoración de las tierras y de los objetos preciosos, y, viendo que dinero y joyas sumaban lo que las tierras, dio al mayor los campos y las viñas, hatos de ganado y olivos, y al menor el dinero y las joyas. El más joven lo vendió inmediatamente, transformando así todo en dinero. Hecho esto, pasados pocos días, se marchó a un país lejano. Allí vivió como un gran señor, despilfarrando todo lo que tenía en todo tipo de juergas, haciéndose pasar por el hijo de un rey (pues se avergonzaba de decir: «soy un aldeano»), con lo cual renegaba de su padre. Festines, amigos y amigas, vestidos, vino, juego… vida disoluta… Pronto vio mermar sus fondos y aproximársele la pobreza; además, para agravar la pobreza, se abatió sobre la región una gran carestía, con lo cual se agotaron los pocos fondos que le quedaban.
Habría podido volver con su padre, pero, como era soberbio, no quiso. Se dirigió entonces a un hombre rico de la región, que había sido amigo suyo en los buenos tiempos, y le suplicó: `Acuérdate de cuando gozaste de mi riqueza, acógeme como siervo tuyo». ¡Daos cuenta de lo necio que es el hombre!: prefiere someterse al látigo de un patrón antes que decir a un padre: «¡Perdón, reconozco mi error!» Aquel joven había aprendido muchas cosas inútiles con su despierta inteligencia, pero no había querido aprender lo que dice el Libro del Eclesiástico: «^Qué infame es el que abandona a su padre!, ¡cuánto maldice Dios a quien angustia el corazón de su madre!». Era inteligente, pero no sabio.
Aquel hombre a quien se había dirigido, como paga de lo mucho que había recibido del joven necio, lo puso a cuidar los cerdos (estaban en una región pagana y había muchos cerdos); le encargó de llevar las piaras a sus pastos. El joven, todo sucio, andrajoso, maloliente, hambriento – la comida escaseaba para todos los siervos y especialmente para los ínfimos (él, porquerizo, extranjero, escarnecido estaba entre los ínfimos) -, veía que los cerdos se saciaban de bellotas, y suspiraba: «¡Si al menos pudiera llenar mi estómago de estos frutos! ¡Pero son demasiado amargos! Ni siquiera el hambre me los hace apetecer!». Y lloraba al pensar en los ricos festines de sátrapa, que poco tiempo antes celebraba entre risas, canciones, bailes… y también en la honrada y bien provista mesa de su casa, ahora lejana y en cómo su padre dividía para todos imparcialmente, reservándose para sí siempre la parte menor, contento de ver en sus hijos un sano apetito… y pensaba también en la parte que aquel hombre justo reservaba para los siervos; y suspiraba: «Los peones que trabajan para mi padre, incluso los ínfimos, tienen pan en abundancia.., y yo aquí me estoy muriendo de hambre…». Siguió un largo y trabajoso proceso de reflexión, un largo combate para estrangular a la soberbia…
Por fin llegó el día en que, renacido en humildad y sabiduría, se alzó y dijo: «¡Iré donde mi padre! Es una necedad este orgullo que me tiene apresado. ¿Orgullo por qué? ¿Por qué ha de seguir sufriendo mi cuerpo, y más aún mi corazón, pudiendo obtener perdón y consuelo? Iré donde mi padre. Ya está decidido. ¿Que qué le voy a decir? ¡Pues lo que me ha nacido aquí dentro, en esta abyección, entre esta inmundicia, por las dentelladas del hambre! Le diré: “Padre, he pecado contra el Cielo y contra ti, ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo; trátame, pues, como al último de tus peones… pero déjame estar bajo tu techo. Que yo te vea pasar…” No podré decirle: “…porque te quiero”. No lo creería. Se lo dirá mi vida. Él lo comprenderá, y antes de morir me volverá a bendecir… ¡Sí, lo espero, porque mi padre me quiere!». Habiendo decidido esto, cuando regresó al atardecer al pueblo, se despidió del patrón y se puso en camino hacia su casa, mendigando…
Ya ve los campos paternos, ya la casa… y a su padre, dirigiendo el trabajo de los hombres… ¡Oh, está más viejo y más delgado, por el dolor, pero sigue emanando bondad!… ¡Ah, el transgresor, al ver el deterioro que había causado, se detuvo atemorizado! Pero el padre, volviendo la mirada, lo vio… ¡Ah, fue corriendo a su encuentro, pues todavía estaba lejos; se llegó a él, le echó los brazos al cuello, lo besó! El padre fue el único que lo reconoció, que vio en ese mendigo abatido a su hijo, y fue el único que tuvo hacia él un movimiento de amor. El hijo, abarcado por esos brazos, con la cabeza apoyada en el hombro paterno, susurró sollozando: «Padre, deja que me postre a tus pies». «¡No, hijo mío, a mis pies no; reclina tu cabeza en este pecho mío que tanto ha sufrido por tu ausencia y necesita revivir sintiendo tu calor!». El hijo, llorando más fuerte, dijo: «¡Padre mío, he pecado contra el Cielo y contra ti, ya no soy digno de que me llames hijo; permíteme vivir con tus siervos, bajo tu techo; que pueda verte y comer tu pan y servirte y aspirar tu respiro: con cada uno de los bocados de tu pan, con cada movimiento de tu respiración, mi corazón, harto corrompido ahora, se reformará, y yo me haré honesto…!». Pero el padre, sin dejar de abrazarlo, lo condujo a donde estaban los siervos, que se habían arremolinado a distancia a observar lo que sucedía, y les dijo: «Rápido, traed el vestido mejor, palanganas con agua perfumada; lavadlo, perfumadlo, vestidlo, ponedle calzado nuevo y un anillo en el dedo. Luego, tomad un ternero cebado, matadlo, y preparad un banquete. Porque este hijo mío había muerto y ahora ha
resucitado, lo había perdido y ha sido hallado. Quiero que encuentre de nuevo su sencillo amor de cuando era niño; mi amor y la fiesta de la casa por su regreso se lo deben dar. Debe comprender que sigue siendo para mí el amado hijo último en nacer, como era en su ya lejana infancia, cuando caminaba a mi lado alegrándome con su sonrisa y con sus balbuceos». Y así lo hicieron los siervos.
El hijo mayor estaba en el campo. No supo nada de lo sucedido hasta su regreso. A1 anochecer, de vuelta al hogar, vio que la casa estaba radiante de luces, y oyó que de ella provenían música y rumor de danzas. Llamó a uno de la servidumbre, que corría atareado, y le dijo: «¿Qué sucede?». El siervo respondió: «^Ha vuelto tu hermano”. Tu padre ha mandado matar el ternero cebado porque ha recuperad a su hijo, y sano, curado de su grave mal. Y ha ordenado celebrar un banquete. Sólo faltas tú para que empiece la fiesta». Mas el hijo primogénito montó en cólera, porque le parecía una injusticia el que se hiciera tanta fiesta por el menor, el cual, además de ser el menor, había sido malo; y no quiso entrar; no sólo eso, sino que quería alejarse de la casa.
Advirtieron al padre de lo que estaba sucediendo. Se apresuró a salir, siguió al hijo y le dio alcance. Trató de convencerlo y le rogó que no amargase su gozo. Pero el primogénito respondió a su padre «¿Cómo quieres que no me altere? Estás actuando injustamente con tu primogénito, lo estás despreciando. Desde que he podido empezar a trabajar, hace ya muchos años, te he servido. No he transgredido nunca ninguna disposición tuya, no he contrariado tan siquiera un deseo tuyo; he estado siempre a tu lado, y te he amado por dos para que sanara la llaga que te había producido mi hermano… Y no me has dado ni siquiera un cabritillo para que lo disfrutara con mis amigos. Sin embargo, a este que te ha ofendido, que te ha abandonado, haragán y gastador, y que vuelve ahora traído por el hambre, ~ haces los honores y matas para él el mejor ternero. ¿Vale la pena, entonces, ser trabajador y abstenerse de los vicios? ¡No has actuado correctamente conmigo!».
Entonces dijo el padre, estrechándolo contra su pecho: «¡Oh, hijo mío, ¿cómo puedes creer que no te quiero, por el hecho de que no haya extendido sobre tus obras un velo de fiesta? Tus obras son de por sí santas. Por tus obras te alaba el mundo. Sin embargo, este hermano tuyo necesita que su imagen, ante el mundo y ante sí mismo, sea restaurada. ¿Acaso crees que no te quiero por el hecho de que no te recompense visiblemente? Durante todo el día, en cada movimiento de mi respiración, en cada pensamiento, te tengo presente en mi corazón; cada instante que pasa yo te bendigo. Tienes el premio continuo de estar siempre conmigo. Todo lo mío es tuyo… Era justo hacer un banquete, celebrar una fiesta, por este hermano tuyo que había muerto y ha resucitado para el Bien; que se había extraviado y ha sido restituido a nuestro amor». Y el primogénito cedió.
Lo mismo, amigos míos, sucede en la Casa del Padre. Todo aquel que se vea como el hijo menor de la parábola piense igualmente que si le imita en su retorno al Padre, el Padre le dirá: «No te arrojes a mis pies. Reclina tu cabeza sobre este corazón mío que ha sufrido por tu ausencia y que ahora goza con tu regreso». El que esté en la condición del hijo primogénito, sin culpa ante el Padre, que no se muestre celoso de la alegría paterna; antes bien, se una a ella amando a su hermano redimido. He dicho.
Quédate aquí, Juan de Endor; tú también, Lázaro. Los demás que vayan a aparejar las mesas. Dentro de poco vamos también nosotros.
Todos se retiran. Una vez que se han quedado solos Jesús, Lázaro y Juan, Jesús les dice: «Así sucederá con la querida alma que esperas, Lázaro; así sucede con tu alma, Juan. La bondad de Dios rebasa todo límite…
Los apóstoles, la Madre de Jesús y las otras mujeres se dirigen hacia la casa, precedidos todos por Margziam, que va saltando, presuroso, delante. No obstante, el niño enseguida vuelve hacia atrás, toma a María de la mano y le dice:
-Ven conmigo, que te tengo que decir a solas una cosa.
Ella accede a su petición; así que tuercen hacia el pozo, que está en un ángulo del patio, enteramente cubierto por una tupida pérgola, que desde el nivel del suelo sube, formando un arco, hasta la terraza. Detrás está Judas Iscariote.
-Judas, ¿qué quieres? Déjanos, Margziam… Habla. ¿Qué quieres?
-He obrado mal… No me atrevo a ir al Maestro, ni a presentarme ante mis compañeros… Ayúdame…
-Te ayudaré. Sí. De todas formas, ¿es que no piensas en el mucho dolor que causas? Mi Hijo ha llorado por causa tuya, lo cual a su vez ha hecho sufrir a tus compañeros. Ven, de todas formas, que ninguno te dirá nada. Y, si puedes, no vuelvas a caer en esto mismo, que es indigno de un hombre y sacrílego respecto al Verbo de Dios.
-¿Tú, Madre, me perdonas?
-¿Yo? Yo no cuento nada al lado de ti, que te sientes tan grande.
-Soy la menor de las siervas del Señor. ¿Por qué te preocupas de mí, si no tienes piedad de mi Hijo?
-Pienso en mi madre, pienso que si tú me perdonas ella también me perdonará.
-No sabe lo que has hecho.
-Pero me había hecho jurar que sería bueno con el Maestro. Soy un perjuro. Percibo la reprensión del alma de mi
madre.
-¿Eso es lo que sientes? ¿Y no percibes la queja y la desaprobación del Padre y del Verbo? ¡Oh, eres un desdichado, Judas! Vas sembrando el dolor en ti y en quienes te quieren.
María está muy seria y triste. Habla sin acritud, pero muy seria. Judas llora.
-No llores; más bien, cambia. Ven – y lo toma de la mano y entra así con él en la cocina.
Vivísimo es el estupor de todos. María previene posibles reacciones poco compasivas diciendo:
-Judas ha vuelto. Haced como el primogénito después de que le habló su padre. Juan, ve a avisar a Jesús. Juan de Zebedeo sale a la carrera.
El silencio gravita sobre la cocina… Lo rompe Judas diciendo:
-Perdonadme. Tú el primero, Simón, tú que tienes un gran corazón paternal. Yo también soy huérfano.
-Sí, sí, te perdono. Por favor, no hables más de ello. Somos hermanos… y no me gustan estos altibajos de pedir perdón y volver a caer; son denigrantes, tanto para quien lo comete como para quien lo concede. Ahí viene Jesús. Ve a Él y basta.
Judas va hacia Jesús. Mientras, Pedro, no pudiendo hacer otra cosa, se pone a partir con vehemencia madera seca…