La parábola de los peces, la parábola de la perla, y del tesoro de las enseñanzas viejas y nuevas
Están todos reunidos en la espaciosa habitación de arriba. El violento temporal se ha resuelto en una lluvia persistente, ora leve hasta casi desaparecer, ora intensa con repentina furia. El lago, de ninguna manera, está hoy azul: amarillento con estrías de espuma en los momentos de viento y aguacero, gris plúmbico con espumas blancas en las pausas del turbión. Las colinas -todas chorreando agua, con las frondas tan cargadas de lluvia, que todavía están plegadas, algunas ramas colgando quebradas por el viento, muchas hojas arrancadas por el granizo- muestran regatillos por todas partes, aguas amarillentas que llevan al lago hojas, piedras y tierra arrancada a sus pendientes. La luz ha quedado turbia, verdosa. En la habitación están, sentadas junto a una ventana que mira a las colinas, María con Marta y la Magdalena, y otras dos mujeres que no sé exactamente quiénes son (tengo la impresión de que ya las conocen Jesús, María y los apóstoles, porque se las ve con soltura; sin duda, más que la Magdalena, que está muy quieta, cabizbaja, entre la Virgen y Marta).
Se han vuelto a poner los vestidos que han sido secados al fuego y cepillados para quitarles el barro. No, miento, la Virgen sí se ha puesto su vestido de lana azul marino, pero la Magdalena tiene uno prestado, corto y estrecho para ella, que es alta y bien modelada. Trata de remediar la escasez del vestido envolviéndose en el manto de su hermana. La Magdalena se ha recogido la cabellera en dos gruesas trenzas más o menos anudadas a la altura de la nuca, porque para sostener ese peso no bastan, de ninguna manera, las pocas horquillas que ha podido juntar en ese momento; en efecto, después siempre he visto que ayuda a las horquillas con una cinta fina, que le hace casi de sutil diadema, cuyo color paja se pierde en el oro de sus cabellos.
En el otro lado de la habitación, sentados unos en taburetes y otros en los alféizares de las ventanas, están Jesús con los apóstoles y el dueño de la casa. Falta el sirviente de Marta. Pedro y los otros pescadores están estudiando el tiempo, haciendo pronósticos para el día siguiente. Jesús escucha, o responde, a unos o a otros.
-Si lo hubiera sabido, le habría dicho a mi madre que viniera. Conviene que esta mujer se sienta enseguida relajada con las compañeras – dice Santiago de Zebedeo mirando un momento hacia las mujeres.
-¡Ya! ¡Si lo hubiéramos sabido!… Pero, ¿y por qué mamá no ha venido con María?- pregunta Judas Tadeo a su hermano Santiago.
-No lo sé. Eso me pregunto también yo.
-¿No será que se siente mal?
-María lo habría dicho.
-Yo se lo pregunto – y Judas Tadeo va donde las mujeres.
Se oye la respuesta de la voz límpida de María:
-Está bien. He sido yo, que le he ahorrado la paliza de este calor. Nos hemos fugado como dos niñas, ¿no es verdad, María? María llegó ya de noche y al alba hemos salido. Sólo le he dicho a Alfeo: «Aquí está la llave. Volveré pronto. Díselo a María». Y he venido.
-Volveremos juntos, Madre. Iremos todos juntos por la Galilea, en cuanto el tiempo esté bien y María tenga un vestido. Acompañaremos a las hermanas hasta el camino más seguro. Así las conocerán también Porfiria, Susana y vuestras mujeres e hijas, Felipe y Bartolomé.
Dice: «las conocerán» y ello es exquisito, es por no decir: «conocerán a María». También es fuerte, y abate todas las prevenciones y restricciones mentales de los apóstoles hacia la redimida. La impone, venciendo las resistencias de ellos, la vergüenza de ella y todo. A Marta se le ilumina el rostro, María Magdalena se ruboriza y mira suplicante, agradecida, turbada… ¿qué sé yo?… María Santísima sonríe con su delicada sonrisa.
-¿A qué lugar vamos a ir, Maestro?
-A Betsaida. Luego a Magdala, a Tiberíades, a Caná, a Nazaret. Desde allí, por Jaffa y Semerón, iremos a Belén de Galilea, luego a Sicaminón y a Cesárea…
Un acceso de llanto de la Magdalena interrumpe a Jesús. Levanta la cabeza, la mira y sigue hablando como si no hubiera sucedido nada:
-En Cesárea encontraréis vuestro carro. Se lo he ordenado al sirviente. Iréis a Betania. Nos volveremos a ver para los Tabernáculos.
(Las principales fiestas hebreas, frecuentemente mencionadas en la Obra, son: la Pascua, que se celebraba durante el plenilunio de Nisán (marzo-abril) y estaba seguida por la Pascua suplementaria, en el decimocuarto día del mes sucesivo, para aquellos que no hubieran podido celebrarla; Pentecostés o fiesta de las Semanas, cincuenta días después de la Pascua; los Tabernáculos o fiesta de las Tiendas, al final de las recolecciones de otoño; las Encenias o fiesta de las Luces o de la Purificación o de la Dedicación del Templo, el 25 de Kisléu en Noviembre- Diciembre)
Magdalena recobra la tranquilidad al cabo de poco. No responde a las preguntas de su hermana. Sale de la habitación y se retira, quizás la cocina, durante un tiempo.
-María sufre, Jesús, al oír que debe ir a ciertas ciudades. Hay que comprenderla… Lo digo más por los discípulos que por ti, Maestro – dice Marta, humilde y apurada.
-Es verdad, Marta. Pero debe suceder. Si no afronta inmediatamente el mundo, si no ahoga ese horrendo tirano del respeto humano, su heroica conversión quedará paralizada. Inmediatamente y con nosotros.
-Con nosotros nadie le dirá nada. Te lo aseguro por mí y por todos mis compañeros, Marta – promete Pedro.
-¡Pues claro! La escudaremos como a una hermana. María ha dicho que es hermana, y hermana será para nosotros – confirma Judas Tadeo.
-Además… ¡somos todos pecadores y el mundo no nos ha concedido inmunidad tampoco a nosotros! Por tanto comprendemos sus luchas – dice el Zelote.
-Yo la comprendo más que todos. En los lugares donde hemos pecado es muy meritorio vivir. ¡Las personas saben quiénes somos!… Es una tortura. Pero es también justicia y gloria el resistir allí. Precisamente porque la potencia de Dios se manifiesta en nosotros con evidencia, somos medio de conversiones incluso sin hablar — dice Mateo.
-Como ves, Marta, todos son comprensivos con tu hermana, todos la quieren. Y la comprenderán y la querrán cada vez más. Está llamada a ser signo indicador para muchas almas culpables y medrosas, y una gran fuerza también para los buenos. Y es que María, una vez que haya roto las últimas cadenas de su humanidad, será una llama de amor. No ha hecho otra cosa sino cambiar de dirección a la exuberancia de su sentimiento. Ha colocado a nivel sobrenatural esta poderosa facultad de amar que tiene, y en este campo hará prodigios, os lo aseguro. Ahora está todavía turbada, pero cada día que pase la veréis calmarse y fortalecerse en su nueva vida. En casa de Simón dije: «Mucho le es perdonado porque ama mucho». En verdad os digo ahora que todo le será perdonado porque amará a su Dios con toda su fuerza, con toda su alma, con todo su pensamiento, con toda su sangre, con toda su carne, hasta el holocausto.
-¡Dichosa ella que se ha hecho merecedora de estas palabras! Quisiera merecerlas también yo – suspira Andrés.
-¿Tú? ¡Pero si ya las mereces! Ven aquí, pescador mío, que quiero narrarte una parábola que parece pensada exactamente para ti.
-Maestro, espera. Voy por María. ¡Tiene mucha sed de conocer tu doctrina! …
Mientras Marta sale, los demás colocan los asientos en semicírculo en torno al de Jesús. Vuelven las dos hermanas y se sientan al lado de María Stma.
Jesús empieza a hablar:
-Unos pescadores salieron a mar abierto y echaron en el mar su red. Pasado un tiempo la subieron a bordo. Trabajaban fatigosamente por orden de un patrón que les había encargado de la provisión de pescado selecto para su ciudad. Les había dicho: «De los peces malsanos o de poca calidad no os preocupéis siquiera de sacarlos a tierra. Devolvedlos al mar. Otros pescadores los pescarán, pero, al ser pescadores de otro patrón, los llevarán a su ciudad: pues allí se consumen cosas malsanas, cosas que hacen cada vez más hórrida la ciudad de mi enemigo. Pero, en la mía, bella, luminosa, santa, no debe entrar ninguna cosa malsana».
Subida, pues, a bordo la red, los pescadores empezaron su trabajo de discernimiento. Había muchos peces y de distintos aspectos, tamaños y colores. Había peces de buen aspecto, pero llenos de espinas, con mal sabor, con un grueso vientre lleno de lodo, gusanos, hierbas pútridas que hacían peor todavía el sabor, ya de por sí malo, de la carne del pez. Había otros, por el contrario, de aspecto feo, con una cabeza que parecía la fea cara de un delincuente o de un monstruo de pesadilla; pero los pescadores sabían que su carne era exquisita. Otros, por ser insignificantes, pasaban desapercibidos. Los pescadores trabajaban y trabajaban. Ya las cestas estaban repletas de pescado exquisito. En la red quedaban los peces insignificantes. “Bueno, vale, las cestas están repletas. Vamos a tirar todo el resto al mar» dijeron muchos de los pescadores.
Pero uno, que había hablado poco mientras los otros cantaban las magnificencias, o se burlaban, de todo pez que caía en sus manos, se quedó todavía hurgando en la red, y, entre las menudencias insignificantes, descubrió todavía dos o tres peces y los puso encima de to-dos los otros en las cestas. «¿Pero qué haces?» preguntaron los otros. «Las cestas ya están completas y bien presentadas. Las echas a perder poniendo encima, atravesado, ese pez irrisorio. Da la impresión de que lo quieres celebrar como el mejor.» «Dejadme, respondió aquél, que conozco este tipo de peces, sus cualidades y su exquisitez.”
Ésta es la parábola, que termina con la bendición del patrón al pescador paciente, experto y silencioso, que ha sabido discernir entre la masa los mejores peces.
Escuchad ahora su aplicación.
El soberano de la ciudad bella, luminosa y santa, es el Señor. La ciudad es el Reino de los Cielos. Los pescadores, mis apóstoles. Los peces de la mar, la humanidad, compuesta por todo tipo de personas. Los peces buenos, los santos.
El patrón de la ciudad hórrida es Satanás. La ciudad hórrida, el Infierno. Sus pescadores son el mundo, la carne, las pasiones malas encarnadas en los siervos de Satanás, bien sean espirituales (demonios), o humanos (hombres corruptores de sus semejantes). Los peces malos, la humanidad no digna del Reino de los Cielos: los réprobos. Entre los pescadores de almas para la Ciudad de Dios habrá siempre unos que emularán la capacidad paciente del pescador que sabe buscar con perseverancia, en los estratos de la humanidad, donde sus otros compañeros, más impacientes, han separado sólo los que aparecían buenos a primera vista. Y, por desgracia, habrá también pescadores que, por ser demasiado distraídos y habladores -mientras que el trabajo de discernimiento exige atención y silencio para oír las voces de las almas y las indicaciones sobrenaturales-, no verán peces buenos, y los perderán. Y habrá otros que, por demasiada intransigencia, rechazarán a almas que si bien no son perfectas en cuanto a su aspecto exterior son excelentes en todo lo demás. No os debe importar que uno de los peces que capturéis para mí muestre signos de pasadas luchas o presente mutilaciones producidas por muchas causas, si su espíritu no está lesionado. No debe importaros que uno de éstos, por librarse del Enemigo, se haya herido y se presente con estas heridas, si su interior da muestras de una clara voluntad de querer ser de Dios. Almas probadas, almas seguras; más que esas otras, que son como niñitos protegidos por sus pañales, su cuna y su mamá, y que duermen saciados y tranquilos, pero que en e1 futuro pueden, con la razón y la edad y las vicisitudes de la vida que van viniendo, dar dolorosas sorpresas de desviaciones morales.
Os recuerdo la parábola del hijo pródigo. Oiréis otras parábolas, pues seguiré buscando la manera de infundiros recta inteligencia en vuestra manera de distinguir las conciencias y de elegir los modos con que guiar las conciencias, que son singulares, y cada una, por tanto, tiene su modo especial de escuchar y reaccionar respecto a las tentaciones y las enseñanzas.
No creáis que sea fácil discernir espíritus. Todo lo contrario. Se necesita ojo espiritual enteramente iluminado de luz divina, intelecto penetrado de divina sabiduría infusa, posesión de las virtudes en forma heroica, en primer lugar la caridad. Se necesita capacidad de concentrarse en la meditación, porque cada alma es un texto oscuro que hay que leer y meditar. Se necesita una unión continua con Dios, olvidando todos los intereses egoístas; vivir para las almas y para Dios; superar prevenciones, resentimientos, antipatías; ser dulces como padres y férreos como guerreros (dulces para aconsejar y animar, férreos para decir: «Eso no te es lícito y no lo harás», o: «Eso se debe hacer y tú lo harás». Porque -pensadlo bien- muchas almas serán arrojadas a los estanques infernales. Pero no serán sólo almas de pecadores. También habrá almas de pescadores evangélicos: las de aquellos que hayan faltado a su ministerio, contribuyendo a la pérdida de muchos espíritus.
Llegará el día, el último de la tierra, el primero de la Jerusalén completada y eterna, en que los ángeles, como los pescadores de la parábola, separen a los justos de los malvados, para que, tras el decreto inexorable del Juez, los buenos pasen al Cielo y los malos al fuego eterno. Entonces será manifestada la verdad acerca de los pescadores y los pescados, caerán las hipocresías y aparecerá el pueblo de Dios como es, con sus caudillos y los salvados por los caudillos. Veremos entonces que muchos de entre los más insignificantes en su aspecto exterior, o peor tratados externamente, serán esplendor del Cielo, y que los pescadores calmos y pacientes son los que más han hecho, y emitirán resplandor de gemas por el número de sus salvados.
La parábola queda, así, dicha y explicada.
-¿Y mi hermano?… ¡Oh! ¡Pero!… – Pedro lo mira, lo mira… luego mira a la Magdalena…
-No, Simón. Respecto a ella no tengo mérito. Lo ha hecho el Maestro solo – dice Andrés con franqueza. -¿Pero entonces los otros pescadores, los de Satanás, cogen sólo los restos? – pregunta Felipe.
-Tratan de coger los mejores, los espíritus capaces de mayor prodigio de Gracia, y se sirven para ello de los propios hombres y de las tentaciones de éstos. ¡Hay muchos en el mundo que por un plato de lentejas renuncian a su primogenitura!
-Maestro, el otro día decías que muchos son los que se dejan seducir por cosas del mundo. ¿Serían también éstos de los que pescan para Satanás? – pregunta Santiago de Alfeo.
-Sí, hermano mío. En aquella parábola, el hombre se dejó seducir por el mucho dinero, que podía proporcionar mucho placer, y perdió así todos los derechos al Tesoro del Reino. En verdad os digo que de cien hombres sólo la tercera parte sabe resistir a la tentación del oro, o a otras seducciones, y de esta tercera parte sólo la mitad sabe hacerlo heroicamente. El mundo muere asfixiado porque se carga voluntariamente de las ataduras del pecado. Vale más estar despojado de todo, que tener riquezas irrisorias e ilusorias. Sabed hacer como los joyeros sabios, que, habiendo tenido noticia de que en un lugar ha sido pescada una perla rarísima, no se preocupan de conservar en sus cofres muchas joyas modestas, sino que se liberan de todo para comprar aquella perla maravillosa.
-¿Pero entonces por qué Tú mismo estableces diferencias entre las misiones que das a las personas que te siguen, y dices que debemos considerar las misiones don de Dios? Deberíamos renunciar también a ellas, porque respecto al Reino de los Cielos no son tampoco más que migajas – dice Bartolomé.
-No migajas: son medios. Serían migajas, o, más aún, sucias briznas de paja, si vinieran a ser objetivo humano en la vida. Quienes se afanan para conseguir un puesto con miras a una ganancia humana hacen de ese puesto, aunque sea santo, una brizna de paja sucia. Mas si la misión es para vosotros obediente aceptación, gozoso deber, total holocausto, haréis de ella una perla singularísima. La misión, si se cumple sin reservas, es holocausto, martirio, gloria. Chorrea lágrimas, sudor, sangre. Pero forma una corona de eterna regalidad.
-¡No hay nada a lo que no sepas responder!
-¿Pero, me habéis entendido? ¿Comprendéis lo que digo con comparaciones sacadas de las cosas cotidianas, iluminadas -eso sí- con una luz sobrenatural que las hace ilustrativas de cosas eternas?
-Sí, Maestro.
-Acordaos, pues, del método para instruir a las turbas; porque este es uno de los secretos de los escribas y rabíes: recordar. En verdad os digo que cada uno de vosotros, instruido en la sabiduría de poseer el Reino de los Cielos, es semejante a un padre de familia que saca de su tesoro aquello que necesita su familia, usando cosas viejas y nuevas (pero todas con la única finalidad de procurar el bienestar a sus propios hijos). Ya no llueve. Dejemos tranquilas a las mujeres. Vamos donde el anciano Tobías, que está para abrir sus ojos espirituales en las auroras del más allá. Paz a vosotras, mujeres.