La madre de Judas abre su corazón a María Stma, que ha llegado a Keriot con Simón Zelote
Jesús ya va a sentarse a la mesa en la bonita casa de Judas, junto con todos los suyos, y dice a la madre, que ha venido de la casa que tiene en el campo para recibir dignamente al Maestro:
-No, madre, tú también debes estar con nosotros. Aquí somos como una familia. No es un banquete frío y medido, de invitados ocasionales. Yo te he despojado de un hijo y quiero que me tomes como a un hijo, de la misma forma que Yo te tomo como a una madre, porque verdaderamente lo mereces. ¿Verdad, amigos, que así nos sentiremos más contentos y más a nuestras anchas?
Los apóstoles y las dos Marías asienten con vivacidad. Y así, la madre de Judas, no sin un intenso titileo en sus pupilas, debe sentarse entre su hijo y el Maestro, que tiene enfrente a las dos Marías y a Marziam entre ellas.
La criada trae las viandas. Jesús hace la ofrenda y bendición de los alimentos y luego los distribuye, porque en esto la madre de Judas se muestra inflexible. Jesús distribuye comenzando siempre por ella, cosa que conmueve cada vez más a la mujer y enorgullece a Judas, aunque al mismo tiempo lo pone pensativo.
La conversación versa sobre distintos temas. Jesús trata de que se interese la madre de Judas y de que adquiera familiaridad con las dos discípulas. En este sentido Marziam juega un papel importante al declarar que ya quiere mucho a la madre de Judas «porque se llama María como todas las mujeres que son buenas».
-¡Y no vas a querer a la que nos espera a orillas del lago, malandrín? – pregunta Pedro semiserio.
-¡Mucho, si es buena!
-Puedes estar seguro de ello. Todos lo dicen. Yo también debo decirlo, que si siempre ha sido dócil con su madre y conmigo es verdaderamente señal de que es buena. Pero no se llama María, hijo. Tiene un nombre extravagante. Su padre le puso el nombre de lo que le había procurado la riqueza. Quiso llamarla Porfiria. La púrpura es bella y valiosa, mi mujer no es guapa, pero sí valiosa, por su bondad. Me enamoré de ella porque era serena, casta, silenciosa: ¡tres virtudes que no son fáciles de encontrar, eh! Desde cuando era niña me fijé en ella. Bajaba a Cafarnaúm con el pescado y la veía atareada con las redes, o en la fuente, o trabajando silenciosa en el huerto de su casa; no era ni la distraída mariposa que revolotea acá o allá, ni la galliníta incauta que mira de reojo a cada quiquíriquí de gallo. No levantaba nunca la cabeza, aun cuando sentía voces de hombre. Cuando yo, enamorado de su bondad y de sus espléndidas trenzas – las únicas bellezas que tenía -, y… compadecido de su esclavitud en la familia, le dirigí mis primeros saludos – tenía ella entonces dieciséis años -, a duras penas me respondió, se cubrió todavía más con su velo y se retiró más a su casa. ¡Huy, lo que me costó saber si no le parecía un ogro, y aviar el matrimonio!… Pero no me arrepiento de ello, porque, aunque hubiera dado la vuelta al mundo, no habría encontrado otra como ella. ¿Verdad, Maestro, que es buena?
-Mucho. Estoy seguro de que Marziam la querrá aunque no se llame María. ¿Verdad, Marziam?
-Sí; se llama «mamá», y las mamás son buenas y se las quiere.
Luego Judas habla de lo que ha hecho durante el día. Por lo que dice, comprendo que ha ido él a avisar a su madre de que venían, y que luego, con Andrés como compañero, ha empezado a hablar por el agro de Keriot. Dice luego:
-De todas formas, mañana quisiera que vinierais todos. No quiero destacar solo. Iremos, en la medida de lo posible, un judío y un galileo. Yo con Juan, por ejemplo, y Simón con Tomás. ¡Si viniera el otro Simón!… En vuestro caso – señala a los dos de Alfeo – podéis ir vosotros dos. A todos, incluso a quien no le interesaba saberlo, les he dicho que sois los hermanos del Maestro. También vosotros – señala a Felipe y a Bartolomé – podéis ir juntos. He dicho que Natanael es un rabí que acompaña al Maestro; esto impresiona. Y… quedáis vosotros tres. De todas formas, en cuanto llegue el Zelote se podrá formar otra pareja. Y después nos alternaremos porque quiero que os conozcan a todos…
Judas está lleno de vivacidad.
-He hablado del decálogo, Maestro, tratando de ilustrar especialmente aquellos puntos en que sé que en esta zona se cometen más faltas…
-No tengas mano dura, Judas, por favor. No olvides que consigue más la dulzura que la intransigencia, y que tú también eres hombre; por tanto, examínate y reflexiona en lo fácil que te es también a ti caer, y en cómo te irritas si te reprenden demasiado abiertamente – dice Jesús, mientras la madre de Judas se sonroja y baja la cabeza.
-No temas, Maestro, que yo me esfuerzo por imitarte en todo. Mira, en el pueblo que se ve por aquella puerta – están comiendo con puertas abiertas y se ve un bonito horizonte desde esta habitación elevada – hay un enfermo deseoso de ser curado; pero no se le puede transportar. ¿Podrías venir conmigo?
-Mañana, Judas. Mañana por la mañana sin falta. Y, si hay otros enfermos, decídmelo, o traédmelos.
-¿Estás decidido a favorecer a mi tierra, Maestro?
Sí. Para que no se diga que fui injusto con quienes no me hicieron el mal. Si hago el bien incluso a los malos, ¿por qué no debería hacérselo a las personas buenas de Keriot? Quiero dejar de mí un recuerdo indeleble…
-¡Cómo! ¿No vamos a volver aquí?
-Volveremos, pero…
-¡Ahí viene la Madre, la Madre con Simón! – grita jubiloso el niño al ver a María y a Simón, que están subiendo la escalera que conduce a la terraza en que está la sala.
Todos se ponen en pie y van a recibir a los dos. Rumor de exclamaciones, saludos, roce de sillas… Nada distrae a María de saludar primero a Jesús y luego a la madre de Judas. Ésta se postra con gran veneración, pero María la levanta y la abraza como si fuera una querida amiga a la que hubiera vuelto a ver después de una ausencia.
Entran de nuevo en la sala y María de Judas ordena a la criada otras viandas para los nuevos llegados. -Mira, Hijo, éste es el saludo de Elisa – dice María, dándole un pequeño rollo.
Jesús lo abre, lo lee y dice:
-Lo sabía; estaba seguro Gracias, Mamá, por mí y por Elisa. ¡Eres verdaderamente la salud de los enfermos! -¡Yo! Tú, Hijo, no yo.
-Tú; y eres mi mejor ayuda. Luego se vuelve a los apóstoles y a las discípulas y dice:
-Elisa escribe: «Vuelve, mi Paz. No sólo te quiero amar, quiero también servirte». Así hemos liberado de la angustia, de la melancolía, a una criatura, y hemos ganado a una discípula. Sí, volveremos.
-Quiere conocer también a las discípulas. Se recupera lentamente, pero con continuidad. ¡Pobrecilla! Todavía sufre momentos de espantoso desconcierto. ¿Verdad, Simón? Un día quiso probar a salir conmigo… pero vio a un amigo de su Daniel… ¡Cuánto nos costó calmar su llanto! ¡Menos mal que Simón vale mucho! Me sugirió – dado que manifiesta el deseo de volver a convivir normalmente con la gente y que el ambiente de Betsur está demasiado lleno de recuerdos para ella -, me sugirió llamar a Juana. Fue él a llamarla. Había vuelto, después de las fiestas, a sus espléndidos cultivos de rosales de Judea, a Béter. Dice Simón que, atravesando esas colinas llenas de rosas, le parecía soñar. Dice que creía estar en el Paraíso. Vino sin demora. ¡Juana puede comprender a una madre que llora a sus hijos, y compadecerse de ella! Elisa le ha cogido mucho afecto y yo he venido. Juana la quiere convencer de que salga de Betsur y vaya a su castillo. Lo logrará porque es dulce como una paloma; pero también, cuando quiere una cosa, sólida como un bloque de granito.
-Iremos a Betsur al regreso y luego nos separaremos. Vosotras, discípulas, os quedaréis con Elisa y Juana durante un tiempo. Nosotros iremos por Judea. Nos veremos de nuevo en Jerusalén para Pentecostés…
María santísima y María, madre de Judas, están juntas; no en casa de la ciudad sino en la del campo. Están solas. Los apóstoles, con Jesús, han salido. Las discípulas y el niño, están en el magnífico huerto; se oyen sus voces, y los golpes de la ropa contra los lavaderos (quizás están haciendo la colada mientras el niño juega).
La madre de Judas, sentada, en la penumbra de una habitación, al lado de María, habla; le dice a María:
-Estos días de paz los recordaré como un dulce sueño. ¡Demasiados cortos! ¡Demasiados! Comprendo que no se debe ser egoísta y que es justo que vayáis a ver a esa pobre mujer y a otros muchos infelices. ¡Si pudiera… detener el tiempo, o ir con vosotros!… Pero, no puedo. Aparte de mi hijo no tengo otros parientes y debo cuidar de los bienes de la casa…
-Comprendo… Te duele separarte de tu hijo. Nosotras las madres quisiéramos estar siempre con nuestros hijos. De todas formas, los damos por una buena razón, y no los perdemos. Ni siquiera la muerte nos los arrebata, si están en gracia, y también nosotras, ante los ojos de Dios. Además, los tenemos todavía en este mundo y podemos llegarnos a ellos, a pesar de que la voluntad de Dios los arranque de nuestro pecho para entregarlos por el bien del mundo; y… el eco de sus obras nos hace como una caricia en el corazón, porque sus obras son el perfume de su alma.
-¿Qué es tu Hijo para ti, Mujer? – pregunta tímidamente María de Judas.
María santísima responde seguramente:
-Es mi gozo.
-¡Tu gozo!- y la Madre de Judas rompe a llorar, replegándose sobre sí misma como para esconder el llanto; de tanto como se pliega toca casi con la frente en las rodillas.
-¿Por qué lloras, mi pobre amiga? ¿Por qué? Dímelo. Yo me siento dichosa de mi maternidad, pero sé también comprender a las madres no felices…
-Exacto, no felices. Yo soy una de ellas. Tu Hijo es tu gozo, el mío es mi dolor; al menos lo ha sido. Ahora, desde que está con tu Hijo, me causa menos dolor. Entre todos los que oran por tu santo Hijo, por su bien y su victoria, no hay nadie, después de ti, bendita mujer que ore cuanto esta infeliz que te habla… Dime la verdad: ¿qué piensas de mi hijo? Las dos somos madres, estamos cara a cara, en medio está Dios, estamos hablando de nuestros hijos. Para ti siempre será fácil hablar del tuyo. Yo… debo hacerme violencia para hablar del mío y hablar de él me puede acarrear mucho bien, o mucho dolor; no obstante, aunque fuera dolor, sería en todo caso un alivio el haber hablado… Esa mujer de Betsur – ¿no es verdad? – casi enloqueció por la muerte de sus hijos. Pues bien, yo te juro que algunas veces cuando miro a mi Judas, guapo, sano, inteligente, pero no bueno, no virtuoso, no recto de corazón, no sano de sentimientos, he pensado, y pienso, que preferiría llorarlo por muerto antes que… que verlo muy enemistado con Dios. Dime, ¿qué piensas de mi hijo? Sé franca. Hace más de un año que esta pregunta me quema las entrañas. Pero, ¿a quién puedo dirigirme? ¿A los vecinos de Keriot?: no sabían todavía de la presencia del Mesías entre nosotros y que Judas quería ir con Él. Yo sí lo sabía porque me lo había dicho en el viaje de regreso de la Pascua: exaltado, violento, como siempre que le viene un capricho, y como siempre, sin interés alguno por los consejos de su madre. ¿A sus amigos de Jerusalén?: una santa prudencia y una pía esperanza me lo impedían; no quería decirles a ésos – que no puedo estimar porque son todo menos santos – que Judas seguía al Mesías. Así las cosas, tenía la esperanza de que ese capricho cayera, como tantos otros, como todos, procurando quizás lágrimas y desconsuelo, como por más de una muchacha, de aquí y de otros lugares: las enamoró y jamás tomó por esposa a ninguna de ellas. Fíjate, hay sitios a donde no va nunca, porque se podría encontrar con un justo castigo. También lo de pertenecer al Templo fue un capricho. Nunca sabe lo que quiere. Con su padre – Dios lo perdone – se malogró; mi opinión no ha contado nunca nada para los dos hombres de mi casa. Me ha tocado siempre llorar y reparar, nada más, con todo tipo de humillaciones… Cuando murió Yoana – yo sé, aunque ninguno lo dijera, que murió de dolor cuando, después de haber esperado durante toda su juventud, Judas declaró que no quería casarse, mientras que por otra parte se sabía que había mandado a unos amigos suyos a Jerusalén para hablar con una mujer rica, propietaria de una red comercial hasta Chipre, para interesarse por su hija – a mí me tocó llorar mucho, mucho, por las acusaciones de la madre de la muchacha muerta, como si hubiera sido cómplice de mi hijo. No, no lo soy. Que yo para él no valgo nada. El año pasado, cuando estuvo aquí el Maestro, me di cuenta de que Él comprendía. Estuve por hablarle, pero… es muy doloroso para una madre tener que decir: “¡Atento a mi hijo, que es ambicioso, duro de corazón, vicioso, soberbio, voluble». Mi hijo es esto. Yo… yo oro porque tu Hijo, que tantos milagros hace, haga un milagro con mi Judas. Pero… dime: ¿qué piensas de él?
María, que hasta ahora había permanecido en silencio y con expresión de dolor compasivo ante este lamento materno, cuyo fundamento su recto corazón no puede desmentir, dice dulcemente:
-¡Pobre madre!… ¿Que qué pienso? Sí, tu hijo no es esa alma cristalina que es Juan, ni el manso Andrés, ni el fuerte Mateo, que ha querido cambiar y ha cambiado. Es… voluble, sí, eso. Pero… tú y yo oraremos mucho por él. No llores. Quizás en tu amor de madre, que querría poder gloriarse de su hijo, lo ves más deforme de lo que en realidad sea…
-¡No! ¡No! Veo las cosas como son en realidad y tengo mucho miedo.
La habitación se llena del sollozo de la madre de Judas; en la penumbra, albea el rostro de la Madre del Señor, que se muestra más pálido después de esta confesión materna que agudiza todas sus sospechas.
Pero María se domina. Arrima hacia sí a esta madre desdichada, y la acaricia, mientras ella, ya sin reserva alguna, narra confusamente, jadeando, todos los despechos, exigencias y violencias de Judas, y termina:
-Me pongo colorada por él cuando veo los actos de amor de que me hace objeto tu Hijo. No se lo he preguntado, pero estoy segura de que, aparte de por su bondad, lo hace para decirle a Judas a través de esos gestos: «Ten presente que así se debe tratar a la propia madre». Ahora, ahora parece completamente tranquilo… ¡Ah, si fuera verdad! ¡Ayúdame, ayúdame con tu oración, tú que eres santa, para que mi hijo no sea indigno del gran don que Dios le ha concedido! Si no me quiere amar a mí, si no sabe tener gratitud conmigo, que le he dado a luz y lo he criado, no me importa; pero que sepa amar, realmente, a Jesús, que sepa servirle con fidelidad y gratitud. Y, si no, si no… que Dios le quite la vida. Prefiero tenerlo en el sepulcro… A1 fin lo tendría, porque, en realidad, desde que llegó al uso de razón bien poco fue mío. Lo prefiero muerto, antes que un mal apóstol. ¿Puedo orar así? ¿Tú qué piensas?
-Pide al Señor que se haga lo mejor. No llores más. He visto a meretrices y a gentiles, a publicanos y pecadores, a los pies de mi Hijo, todos ellos transformados en corderos por su Gracia. Ten esperanza, María, ten esperanza. ¿No sabes que las penas de las madres salvan a los hijos?…
Y con esta compasiva pregunta cesa todo.