La llegada a Ascalón, ciudad filistea
La aurora despierta con su hálito fresco a los durmientes. Se alzan del lecho de arena en que han dormido al abrigo de una duna salpicada de escasas hierbas resecas. Trepan hasta la cima. Ante ellos se abre una profunda pendiente arenosa, mientras que un poco más allá y acá de ella hay parcelas cultivadas y bonitas. Un torrente carente de agua marca con sus guijarros blancos el oro de la arena, y ya con este blancor de huesos resecos hasta el mar, que cabrillea a lo lejos con sus olas llenas por la marea de la mañana, más llenas por un ligero mistral que peina el océano. Caminan por el borde de la duna, hasta el torrente desecado; lo pasan; siguen caminando, en diagonal, por las dunas, que ceden bajo sus pies y que, con su superficie toda ondulada, parecen continuación del océano, de materia sólida y seca en vez de las móviles aguas.
Llegan a la húmeda playa. Ahora andan más deprisa. Juan se queda como hipnotizado ante la visión del mar sin límites, labrado en infinitas caras encendidas por los primeros destellos del sol; parece beber esa belleza, parecen teñirse aún más de azul sus ojos. Mientras, Pedro, más práctico, se descalza, se sube un poco la ropa y chapotea por las suaves olas de la orilla, con la esperanza de encontrar algún cangrejillo o alguna concha de molusco que chupar.
A dos kilómetros largos de distancia se ve una bonita ciudad marítima, edificada en la orilla, siguiendo el arrecife de forma de media luna al otro lado del cual el viento y las borrascas han transportado las arenas. El arrecife, ahora que el agua con la baja marea se está retirando, emerge también aquí, obligando a volver a la arena seca para no torturar con los escollos los pies desnudos.
-¿Por dónde entramos, Señor? Por este lado se ve sólo una muralla bien sólida. Por el mar no se puede entrar. La ciudad está en el punto más hondo del arco – dice Felipe.
-Venid. Sé por donde se entra.
-¿Has estado alguna otra vez aquí?
-Una vez, de niño; no creo que recuerde cómo es, pero sé por dónde se pasa.
-¡Extraño! He notado muchas veces que Tú no yerras nunca el camino; alguna vez te lo hacemos confundir nosotros. ¡Tú… parece como si hubieras estado en todos los sitios por donde te mueves! – observa Santiago de Zebedeo.
Jesús sonríe, pero no responde; va, sin vacilar, hasta un pequeño suburbio rural donde los hortelanos cultivan verduras para la ciudad. Las parcelas, las huertas, son de trazado regular y están bien cuidadas. Mujeres y hombres las cultivan; ahora están regando los surcos, extrayendo el agua de los pozos, o a fuerza de brazos o con el viejo – y chirriante – sistema del pobre burrito vendado que eleva los arcaduces dando vueltas en torno al pozo. Los cultivadores no dicen nada. Jesús saluda:
-Paz a vosotros.
Pero la gente permanece, si no hostil, al menos indiferente.
-Señor, aquí se corre el riesgo de morir de hambre. No comprenden tu saludo. Voy a probar yo – dice Tomás, y aborda al primer hortelano que ve, diciéndole:
-¿Cuesta cara tu verdura? ,
-No más que la de otras huertas. Es cara o no, según lo nutrida que esté la bolsa.
-Bien has dicho, pero, como puedes ver, yo no muero de inanición; estoy gordo y tengo buen color, a pesar de no comer tus verduras, lo que significa que mi bolsa es una buena ubre. En pocas palabras: somos trece y podemos comprar, ¿qué nos vendes?
-Huevos, verduras, almendras tempranas, manzanas (pasas porque son de hace bastante tiempo), aceitunas… Lo que quieras.
-Dame huevos, manzanas y pan, para todos.
-Pan no tengo. En la ciudad lo encuentras.
-Tengo hambre ahora, no hambre dentro de una hora. No creo eso de que no tienes pan.
-No tengo. La mujer lo está haciendo. Mira, ¿ves allí a ese viejo? Siempre tiene mucho pan porque, estando más cerca del camino, a menudo se lo piden los peregrinos. Ve donde Ananías y pídeselo. Ahora te traigo los huevos. De todas formas, ten en cuenta que cuestan a un denario el par.
-¡Ladrón! ¿Qué pasa, que tus gallinas ponen huevos de oro?
-No. Pero uno no está en medio del hedor de los pollos por nada; que no es agradable. Además, ¿no sois judíos? Pues
pagad.
-Quédate con los huevos y considérate bien pagado – y Tomás le vuelve la espalda.
-¡Eh, hombre! ¡Ven! Te los doy por menos: tres al denario.
-Ni cuatro; bébetelos, y a ver si se te atragantan.
-Ven. Escúchame. ¿Cuánto me quieres dar? – el hortelano sigue a Tomás.
-Nada. Ya no los quiero. Quería tomar un tentempié antes de entrar en la ciudad. Será mejor que no coma nada, así no pierdo ni la voz para cantar las crónicas del rey ni el apetito para comer bien en la hostería.
-Te los doy a un didracma el par.
-¡Uf, eres peor que un tábano! ¡Dame esos huevos! ¡Que sean frescos! Si no, vuelvo y te pongo el morro más amarillo de lo que lo tienes – y Tomás va con el hombre y vuelve con, al menos, dos docenas de huevos en el vuelo del manto.
-¿Has visto? A partir de ahora en este pueblo de ladrones hago yo las compras; sé cómo tratarlos. Ellos vienen cargados de dinero a comprar a nuestra tierra, para sus mujeres: los brazaletes nunca son lo suficientemente gruesos, y se pasan enteras jornadas regateando el precio. Ahora me vengo. Vamos a ese otro escorpión. Ven Pedro. Ten estos huevos, Juan.
Se dirigen a donde el anciano que tiene la huerta a lo largo de la vía principal, que, desde el norte, siguiendo el trazado de las casas del suburbio, conduce a la ciudad. Es una vía bien adoquinada (sin lugar a dudas, hecha por los romanos). Ya está cerca la puerta del lado oriental de la ciudad. Dentro, se ve que la vía prosigue derecha verdaderamente artística, transformada en un doble soportal umbrío sostenido por columnas de mármol por cuya fresca sombra la gente camina, dejando el centro de la calle para los asnos, camellos carros y caballos.
-¡Salud! ¿Nos vendes pan? – pregunta Tomás.
El anciano o no oye o no quiere oír. La verdad es que el chirrido de la noria es tal, que puede crear confusión. Pedro pierde la paciencia y grita:
-¡Para a tu Sansón! A1 meno podrá coger respiro para no morir ante mi vista. ¡Escúchanos!
El hombre para el burro y mira a su interlocutor con cara de pocos amigos, pero Pedro le desarma diciendo:
-¿No te parece acertado llamar Sansón a un burro? Si eres filisteo te dará gusto porque ofendería a Sansón, y si eres israelita te gustará también porque recordaría una derrota de los filisteos. Así que…
-Soy filisteo, ¡y a mucha honra!
-Me parece bien. Yo también te ensalzaré si nos das pan.
-Pero, ¿no eres judío?
-Soy cristiano.
-¿Qué lugar es?
-No es un lugar. Es una persona. Y yo soy de esa persona.
-¿Eres esclavo suyo?
-Soy más libre que ningún otro hombre, porque quien es de esa persona ya no depende sino de Dios. -¿Es verdad eso que dices? ¿Ni siquiera del César?
-¡Bah !, ¿cómo vas a comparar al César con aquel a quien yo sigo, al cual pertenezco y en cuyo nombre te pido un pan! -Pero, ¿dónde está esta persona poderosa?
-Es aquel hombre de allí, el que mira hacia aquí y sonríe. Es el Cristo, el Mesías. ¿No le has oído nunca mencionar? -Sí. El rey de Israel. ¿Derrotará a Roma?
-¡Roma! ¡Al mundo entero, y hasta al Infierno!
-¿Sois sus generales? ¿Vestidos así? Quizás lo hacéis para evitar el hostigamiento de los pérfidos judíos… -Sí y no. Pero… dame pan y mientras comemos te explico.
-¿Pan? ¡Hombre y también agua y vino y unos bancos, aquí a la sombra, para ti, tú compañero y tu Mesías! ¡Llámalo! Pedro trota ligero hacia Jesús:
-¡Ven, ven! Ese filisteo anciano nos da lo que queramos. Pero creo que te va a asaltar a preguntas… Le he dicho quién eres, más o menos. Tiene buena disposición.
Todo el grupo se dirige hacia la huerta. Cuando llegan, el hombre tiene ya preparados unos bancos en torno a una tosca mesa, a la sombra de una tupida pérgola de vid.
-Paz, Ananías. Prosperidad a tus tierras por tu caridad. Que te produzcan pingües frutos.
-Gracias. Paz a ti. Siéntate, sentaos. ¡Anibé! ¡Nubi! Pan, vino, agua. Inmediatamente – ordena el anciano a dos mujeres que se ve que son africanas (una es completamente negra, de labios gruesos y pelo crespo; la otra, muy oscura, aunque de tipo más europeo). El anciano explica: «Son las hijas de las esclavas de mi difunta mujer; también han muerto ya las que vinieron con ella. Las hijas han quedado. Son del Alto y Bajo Nilo. Mi mujer era de allí. Prohibido, ¿no? no me preocupa. No soy de Israel, y las mujeres de raza inferior son dóciles.
-¿No eres de Israel?
-Lo soy a la fuerza, porque a Israel lo tenemos al cuello como un yugo. Pero… Tú eres israelita… ¿te ofendes por esto que digo?
-No. No me ofendo. Lo único que querría es que escucharas la voz de Dios.
-A nosotros no nos habla.
-Eso lo dices tú. Yo te estoy hablando, y es su voz.
-¡Pero Tú eres el Rey de Israel!.
Las mujeres, que están llegando con el pan, el agua y el vino, y que oyen hablar de «rey», se detienen turbadas, mirando al joven rubio, sonriente, honorable, al que el amo llama «rey», y deciden retirarse, casi arrastrando los pies por el respeto.
-Gracias, mujeres. Paz también a vosotras.
Luego, vuelto al anciano:
-Son jóvenes… Sigue, sigue tu trabajo.
-No. La tierra está mojada y puede esperar. Habla un poco. Anibé, suelta al burro y llévalo a su sitio; tú, Nubi, vuelca los últimos arcaduces y luego… ¿Te vas a detener un tiempo, Señor?
-No te tomes más molestias; me basta con un poco de comida, luego entro en Ascalón.
-No es molestia. Ve a la ciudad si tienes esos planes, pero vuelve a la noche; partiremos el pan y compartiremos la sal. ¡Venga, vosotras, daos prisa! Tú ocúpate del pan, tú llama a Yeteo y que mate un cabritillo y lo preparas para la cena. Poneos en marcha – y las dos mujeres se van sin hablar.
-¿Así que eres Rey? ¿Y las armas? Herodes es cruel en todas sus manifestaciones; nos ha reconstruido Ascalón, pero lo ha hecho buscando su propia gloria. ¡Y ahora!… Bueno, conoces mejor que yo las vergüenzas de Israel. ¿Cómo te las vas a arreglar? -Sólo tengo el arma que viene de Dios.
-¿La espada de David?
-La espada de mi palabra.
-¡Pobre iluso! Perderá la punta y el filo contra el bronce de los corazones.
-¿Tú crees? Mi mirada no se dirige a un reino de este mundo, sino, por todos vosotros, al Reino de los Cielos. -¿Todos nosotros? ¿También yo, que soy filisteo? ¿También mis esclavas?
-Todos. Tú y ellas, y hasta por el más salvaje que haya en el centro de las selvas africanas.
-¿Quieres construir un reino tan grande? ¿Por qué dices «de los Cielos»? Podrías llamarlo: Reino de la Tierra.
-No. No comprendas en modo errado. Mi Reino es el Reino del verdadero Dios. Dios está en el Cielo. Por eso es Reino del Cielo. Todo hombre es un alma vestida de cuerpo, y el alma no puede vivir sino en el Cielo. Yo os quiero curar el alma, eliminar en vuestra alma errores y odios, conducirla a Dios a través de la bondad y el amor.
-Me agrada mucho esto. Aunque no vaya a Jerusalén, sé que los de Jerusalén no hablan así desde hace siglos. ¿De modo que no nos odias?
-No odio a nadie.
El anciano se queda pensando un momento… luego pregunta:
-¿Y las dos esclavas tienen también alma como vosotros los de Israel?
-Ciertamente. No son fieras capturadas. Son criaturas desdichadas. Se las debe amar. ¿Tú lo haces?
-No las trato mal. Exijo obediencia, pero no uso el látigo, y además las alimento bien. Animal mal nutrido no trabaja, se dice. Tampoco es buen partido el hombre mal alimentado. Además… han nacido en casa. Las he visto niñas. Ahora se quedarán ellas solas, porque soy muy viejo. Casi ochenta, ¿sabes? Ellas y Yeteo son lo que me queda de mi casa de otros tiempos. Les tengo afecto, como a muebles míos. Serán ellos quienes cierren mis ojos…
-¿Y luego?
-Y luego… ¡Psss!… No lo sé. Irán a servir, y la casa se disgregará. Lo siento. La he hecho próspera con mi trabajo. Esta tierra volverá a ser arenosa, estéril… Esta viña… la plantamos yo y mi mujer. Aquel rosal… es egipcio, Señor; en él siento el perfume de mi esposa… Es para mí como un hijo, como mi hijo único, ya polvo, que está enterrado a sus pies… Esto son penas… Mejor morir de joven y no ver esto y la muerte que se acerca…
-Tu hijo no ha muerto, ni tampoco tu mujer; sobrevive su espíritu, sólo la carne está muerta. La muerte no debe causar terror. La muerte es vida para quien espera en Dios y vive en la justicia. Piensa en esto. Ahora voy a la ciudad. Volveré esta noche y te pediré ese pórtico para dormir Yo y los míos.
-No, Señor. Tengo muchas habitaciones vacías. Te las ofrezco.
Judas pone encima de la mesa unas monedas.
-No. No las acepto. Soy de esta tierra que os es hostil, pero quizás soy mejor que los que nos dominan. Adiós, Señor». -Paz a ti, Ananías.
Las dos esclavas y Yeteo, un musculoso y anciano campesino, acuden para verlo marcharse.
-Paz también a vosotros. Sed buenos. Adiós.
Jesús roza con su mano los cabellos crespos de Nubi y los lisos y brillantes de Anibé, sonríe al hombre y se marcha.
Poco después entran en Ascalón por la calle del doble pórtico, que va recta hasta el centro de la ciudad. Ascalón es un torpe remedo de Roma, con estanques y fuentes, plazas usadas como foro, torres distribuidas a lo largo de la muralla y, por todas partes, el nombre de Herodes (que él mismo ha hecho colocar para autoaplaudirse, dado que los de Ascalón no lo aplauden). Hay mucho movimiento, que crece en la medida en que la hora avanza y se va acercando la parte más céntrica de la ciudad, abierta, aireada, con el mar luminoso como fondo (parece una turquesa en una tenaza de coral rosa, por las casas esparcidas en el arco profundo que aquí dibuja la costa: no es un golfo, es un verdadero arco, una porción de círculo teñida toda de un rosa palidísimo a causa del sol).
-Nos separamos en cuatro grupos. Yo aquí me separo, o, más bien idos vosotros; luego ya decidiré. Marchad. Después de la hora nona nos encontraremos de nuevo en la Puerta por la que hemos entrado. Sed prudentes y pacientes.
Jesús los mira mientras los apóstoles se alejan. Con Él se ha quedado sólo Judas Iscariote, que ha declarado que a éstos no les va a decir nada porque son peores que los paganos. Pero, cuando oye que Jesús va a ir aquí o allá y no va a hablar, entonces cambia de idea y dice:
-¿Te molesta si te dejo solo? Querría ir con Mateo, Santiago y Andrés… Son los menos dotados…
-Ve, ve. Adiós.
Jesús, solo, va por la ciudad, sin rumbo fijo, a lo largo y a lo ancho, anónimo entre la atareada gente. Ni siquiera se fijan en El, salvo dos o tres niños que levantan, curiosos, la cabeza, y una mujer provocadora mente vestida, que viene resueltamente hacia Él con una sonrisa llena de insinuaciones; pero Jesús la mira tan severamente, que ella se pone roja como la púrpura, baja los ojos y cambia de dirección; llegada a la esquina, se vuelve, pero, dado que uno del lugar, que ha observado la escena, la hiere con una observación mordaz y burlona por su derrota, se envuelve en su manto y huye.
Los niños, sin embargo, se quedan un poco alrededor de Jesús, lo miran, sonríen ante su sonrisa. Uno de ellos, más audaz, pregunta:
-¿Quién eres?
-Jesús – responde acariciándolo.
-¿Qué haces?
-Estoy esperando a unos amigos.
-¿De Ascalón?
-No, de mi tierra y de Judea.
-¿Eres rico? Yo sí. Mi padre tiene una casa bonita. Dentro traba alfombras. Ven a ver. Está aquí cerca.
Y Jesús va con el niño, y entra en un largo atrio que forma con una calle cubierta. En el fondo resplandece, avivado por la penumbra del atrio, un retazo de mar todo encendido de sol.
Encuentran a una niña demacrada que llora.
-Es Dina. Es pobre, ¿sabes? Mi madre le da comida. Su madre ya no está en condiciones de ganar. Su padre murió en el mar. Fue una tormenta, mientras iba de Gaza al puerto del Gran Río a llevar y recoger mercancías. Como la mercancía era de mi padre y el padre de Dina era uno de nuestros marineros, mi madre se ocupa ahora de ellos. Muchos se han quedado sin padre así… ¿Tú que opinas? Debe ser duro ser huérfano y pobre. Ahí está mi casa. No digas que estaba en la calle, porque tenía que estar en la escuela; pero es que me han echado porque hacía reír a los compañeros con esto… – y saca de debajo del vestido un monigote tallado en madera, en una delgada tablita de madera realmente muy cómico, con unas narices y una barbilla puntiaguda muy caricaturescas.
A Jesús le vibra una sonrisa entre los labios, pero se frena y dice:
-¿No será el maestro, verdad? Ni ningún pariente, ¿no? No estaría bien.
-No. Es el jefe de la sinagoga de los judíos. Es viejo y feo y siempre nos mofamos de él.
-Eso tampoco está bien. Fíjate que es mucho mayor que tú y…
-¡Bueno… es muy viejo, medio cheposo y casi ciego; y tan feo… ¡Yo no tengo ninguna culpa de que él sea feo!
-No, pero sí tienes culpa de burlarte de un anciano. Tú también de viejo serás feo, porque te encorvarás; tendrás poco pelo, estarás medio ciego, caminarás con bastones, tendrás esa cara así. ¿Y entonces? ¿Te va a gustar que se burle de ti un niño irrespetuoso? Y, además, ¿por qué hacerle ponerse nervioso al maestro?, ¿por qué molestar a los compañeros? No está bien hecho. Si tu padre viniera a saberlo te castigaría, y tu madre se apenaría. Yo no les voy a decir nada, pero tú me das inmediatamente dos cosas: la promesa de no volver a cometer estas faltas y el muñeco. ¿Quién lo ha hecho?
-Yo, Señor… – dice afligido el niño, consciente ya de la gravedad de sus… fechorías… Y añade: «¡Me gusta mucho trabajar la madera! A veces reproduzco las flores o animales de las alfombras. ¡Fíjate… dragones, esfinges… y más animales!
-Esos animales sí los puedes hacer. ¡Tantas cosas bonitas hay en la tierra! Entonces, ¿prometes?, ¿me das ese fantoche? Si no, dejamos de ser amigos. Lo guardaré como recuerdo tuyo y rezaré por ti. ¿Cómo te llamas?
-Alejandro. ¿Y Tú qué me das?
Jesús se ve en dificultad: ¡Tiene siempre tan pocas cosas!… Pero luego se acuerda de que tiene una fíbula muy bonita prendida al cuello de uno de los indumentos. Busca en el talego, la encuentra, la quita, se la da al niño.
-Vamos. Pero ten en cuenta que incluso cuando me haya marchado sigo lo mismo sabiendo todo, y si sé que eres malo vuelvo y le digo todo a tu madre.
El pacto queda hecho.
Entran en la casa. A1 otro lado del vestíbulo hay un espacioso patio limitado en tres de sus lados por unas naves en que están los telares.
La criada que ha abierto, al ver al niño con un desconocido, se queda sorprendida y va a avisar a la señora. Ésta – una mujer alta y de dulce aspecto – viene inmediatamente y pregunta:
-¿Se ha sentido mal mi hijo?
-No, mujer; me ha conducido aquí para mostrarme tus telares. Soy forastero.
-¿Quieres comprar?
-No. Yo no tengo dinero, pero tengo amigos a los que les gustan las cosas estéticas, y que tienen dinero. La mujer mira sorprendida a este hombre que confiesa así, sin rodeos, que es pobre, y dice:
-Pues te creía un señor, tienes modos y aspecto de gran señor.
-Pues mira, soy simplemente un rabí galileo, Jesús, el Nazareno.
-Somos comerciantes. No tenemos prejuicios. Pasa y mira – Y le acompaña a que vea sus telares, donde trabajan muchachas bajo su dirección.
Las alfombras son verdaderamente de valor en cuanto a dibujo y flores; espesas, blandas, parecen pequeños cuadros de jardín llenos de flores, o una imagen calidoscópica de gemas. Otras, mezcladas con las flores, tienen figuras alegóricas: hipogrifos, sirenas, dragones, o grifos heráldicos semejantes a los nuestros.
Jesús admira estas obras:
-Eres muy hábil. Me alegro de haber visto todo esto, como me alegra el que seas buena.
-¿Cómo sabes eso?
-Se ve en la cara. Además el niño me ha hablado de Dina. Dios te lo pague. Aunque no lo creas, teniendo, como tienes, en ti la caridad, estás muy cerca de la Verdad.
-¿Qué verdad?
-Muy cerca del Señor altísimo. El que ama al prójimo y ejercita la caridad con su familia y sus subordinados, y la extiende a los pobres, tiene ya en sí la Religión. Aquélla es Dina, ¿no?
-Sí. Su madre se está muriendo. Después la tomaré yo conmigo, pero no para los telares; es demasiado pequeña y débil para ello Ven, Dina, acércate a este señor.
La niña, con la carita triste propia de los niños infelices, se acerca tímidamente.
Jesús la acaricia y dice:
-¿Me llevas a ver a tu madre? Querrías que se pusiera buena, ¿verdad? Bueno, pues llévame a ella. Adiós, mujer. Adiós, Alejandro; y sé bueno.
Sale llevando a la niña de la mano.
-¿Tienes hermanos? – pregunta.
-Tengo tres hermanos pequeños. El último no conoció a nuestro padre.
-No llores. ¿Eres capaz de creer que Dios puede curar a tu madre? ¿Sabes, verdad, que hay un solo Dios, que quiere a los hombres que ha creado y especialmente a los niños buenos; y que lo puede todo?
-Sí, lo sé, Señor. Antes iba a la escuela mi hermano Tolmé. Allí están mezclados con los judíos y aprenden muchas cosas. Sé que existe y que se llama Yeohveh, y que nos castigó porque los filisteos fueron malos con Él. Siempre nos lo echan en cara los niños hebreos. Pero yo no vivía en aquella época, ni mi mamá ni mi padre. Entonces, ¿por qué…? – el llanto hace de barrera a la palabra.
-No llores. Dios te quiere también a ti y me ha traído aquí por ti y por tu mamá. ¿Sabes que los israelitas esperan al Mesías, que debe venir para fundar el Reino de los Cielos, el Reino de Jesús, Redentor y Salvador del mundo?
-Lo sé, Señor. Nos amenazan diciendo: «¡Ay de vosotros cuando llegue!»
-¿Sabes lo que hará el Mesías?
-Hará grande a Israel y a nosotros nos tratará muy mal.
-No. Dará redención al mundo, quitará el pecado, enseñará a no pecar; querrá a los pobres, a los enfermos, a los afligidos; se acercará a ellos; enseñará a los ricos, a los sanos y a los que viven felices, a quererlos; recomendará la bondad para obtener la Vida eterna y bienaventurada en el Cielo. Esto es lo que hará… Y no será tirano con nadie.
-¿Y cómo se sabrá que es Él?
-Porque querrá a todos y curará a los enfermos que crean en Él, redimirá a los pecadores y enseñará el amor.
-¡Ah, si viniera antes de que mi mamá muriese! ¡Cómo creería yo! ¡Cómo le suplicaría! Iría a buscarlo hasta encontrarlo y le diría: «Soy una pobre niña sin padre. Mi madre se está muriendo. Yo espero en ti». Estoy segura de que, aun siendo filistea, me escucharía.
Toda una fe sencilla y fuerte vibra en la voz de la niña. Jesús sonríe mirando a esta pobrecita que camina a su lado, pero ella no ve esta fúlgida sonrisa, porque va mirando hacia delante, hacia la casa, que ya está cerca…
Llegan a una casucha muy pobre que está al final de un callejón sin salida.
-Es aquí, Señor. Pasa….
Una mezquina habitacioncita, un cuerpo agotado extendido sobre un costal, tres pequeñuelos sentados al lado, de edad entre tres y diez años; todo deja transparentar miseria y hambre.
-La paz sea contigo, mujer. Tranquila. No te sientas incómoda ni hagas esfuerzos. He conocido a tu hija y sé que estás enferma, y he venido. ¿Quieres recobrar la salud?
La mujer, con un hilo de voz, responde:
-¡Oh, Señor!… Pero, para mí ya todo ha terminado… – y llora.
-Tu hija ha sido capaz de creer que el Mesías podría curarte. ¿Tú?
-¡Oh, yo también lo creería! Pero… ¿dónde está el Mesías?
-Es el que te está hablando.
Entonces Jesús, que estaba curvado hacia el jergón susurrando sus palabras junto a la cara de la enferma mortecina, se endereza y grita: «
-¡Lo quiero! ¡Queda curada!
Los niños sienten casi miedo de la gravedad de Jesús; están tres rostros de estupor – haciendo de corona a la yacija materna. Dina aprieta las manos contra su pequeño pecho; una luz de esperanza, de beatitud, refulge en su carita; de tanta emoción como siente, casi jadea; tiene la boca abierta, preparada para una palabra que ya su corazón le susurra, y, cuando ve que su madre, antes cérea y completamente sin fuerzas, como atraída por una fuerza que le hubiera sido trasvasada, se incorpora y se sienta, y luego, sin quitar un momento los ojos de los del Salvador, se pone en pie, profiere un grito de júbilo:
-¡Mamá!
Ha sido pronunciada la palabra que llenaba su corazón… Y luego otra: « ¡Jesús!».
Entonces, abrazando a su madre, la obliga a arrodillarse mientras dice:
-¡Adora, adora! Es el Salvador profetizado al que se refería el maestro de Tolmé.
-Adorad al verdadero Dios. Sed buenos. Acordaos de mí. Adiós.
Y Jesús sale rápidamente, mientras las dos, felices, siguen prosternadas…