La delación al Sanedrín respecto a Hermasteo, Juan de Endor y Síntica
Jesús, con los apóstoles y discípulos, va camino de Betania. Está precisamente hablando con los discípulos; les está dando la orden de separarse: los judíos irán por Judea, los galileos subirán por la Transjordania, anunciando al Mesías.
Esto último despierta alguna objeción. Me parece que la Transjordania no gozaba de buena fama entre los israelitas. Hablan de ella casi como de regiones paganas. Pero ello ofende a los discípulos de esta zona. Entre ellos están el arquisinagogo de Agua Especiosa -la voz más autorizada- y también un joven cuyo nombre desconozco; y defienden enfervorizada mente a sus ciudades y paisanos.
Timoneo dice:
-Ven a Aera, Señor. Verás como allí te respetan. No encontrarás en Judea tanta fe como allí. 0, mejor: yo no quiero ir. Tenme contigo. Que vaya un judío con un galileo a mi ciudad. Verán cómo ha sabido creer en ti sólo por mi palabra.
Y el joven dice:
-Yo he sabido creer sin haberte visto ni siquiera una vez. Después del perdón de mi madre, te he buscado. De todas formas, me gustaría volver, a pesar de que ello comporte burlas de los malos del lugar, malos como era yo antes, y reproches de los buenos por mi pasada conducta. Pero no me importa. Te predicaré con mi ejemplo.
-Bien dices. Harás como has dicho. Luego subiré Yo. Tú también. Timoneo, has hablado con buen juicio. Irán, pues, Hermas y Abel de Belén de Galilea a anunciarme a Aera, mientras que tú, Timoneo, te quedarás conmigo. Pero no quiero estas discusiones. Ya no sois ni judíos ni galileos; sois los discípulos. Es suficiente. El nombre y la misión os equiparan en región, en grado, en todo. Sólo os podéis diferenciar en una cosa, en la santidad: la santidad será individual y tendrá la medida que cada uno sepa alcanzar. De todas formas, quisiera que tuvierais todos la misma medida, la perfecta. ¿Veis a los apóstoles? Estaban como vosotros, divididos por razas u otras cosas. Ahora, después de más de un año de instrucción, son únicamente los apóstoles. Haced vosotros lo mismo, de forma que, como entre vosotros el sacerdote convive con el que fue pecador, el rico con el que fue mendigo, el joven junto al hombre longevo, haced que se anule la separación de pertenecer a esta o aquella región. Tenéis una sola patria: el Cielo. Porque habéis emprendido voluntariamente el camino que lleva al Cielo. No deis nunca a mis enemigos la impresión de ser enemigos entre vosotros. El enemigo es el pecado, y ningún otro.
Avanzan en silencio un rato. Luego, Esteban se acerca al Maestro y dice:
-Tendría que decirte una cosa. He esperado a que me la preguntes, pero no lo has hecho. Ayer me habló Gamaliel… -Lo vi.
-¿No me preguntas lo que me dijo?
-Espero a que me lo digas tú, porque el buen discípulo no tiene secretos para su Maestro.
-Gamaliel… Maestro, ven unos metros delante conmigo…
-Vamos, sí. Pero podías hablar en presencia de todos…
Se adelantan unos metros. Esteban, ruborizado, dice:
-Debo darte un consejo, Maestro. Perdóname…
-Si es bueno, lo aceptaré. Habla.
-Maestro, en el Sanedrín todo se sabe antes o después. Es una institución que tiene mil ojos y cien tentáculos. Penetra por todas partes, ve todo, oye todo. Sus informadores superan en número a los ladrillos de los muros del Templo. Muchos viven así…
-Como espías. Termina, sí. Es verdad. Lo sé. ¿Y entonces? ¿Qué han dicho, más o menos verdadero, en el Sanedrín?
-Han dicho… todo. No sé cómo se las arreglan para saber ciertas cosas. Ni siquiera sé si son o no verdaderas… Pero te digo que me ha dicho Gamaliel textualmente: «Di al Maestro que haga circuncidar a Hermasteo, o que, si no, que lo separe del grupo, para siempre. No hace falta decir nada más»
-Efectivamente, no hace falta decir nada más. Ante todo, porque si voy a Betania es precisamente para esto; estaré allí hasta que Hermasteo pueda viajar de nuevo. En segundo lugar, porque ninguna justificación podría demoler las prevenciones y… las exageradas reservas de Gamaliel, que está escandalizado por el hecho de que lleve conmigo a un incircunciso de un miembro del cuerpo. ¡Ay, si mirase a su alrededor y dentro de sí!, ¡cuántos incircuncisos en Israel.
-Pero Gamaliel…
-Es el perfecto representante del viejo Israel. No es malo, pero… Mira este canto. Podría romperlo, pero no lo haría maleable. Lo mismo él. Deberá ser triturado para adquirir nueva forma. Y lo haré.
-¿Quieres hacer la guerra a Gamaliel? ¡Atento, porque es poderoso!
-¿Hacerle la guerra, como si fuese un enemigo? No. A1 contrario de presentarle batalla, lo amaré, complaciéndole en un deseo para su cerebro momificado, y derramando sobre él un bálsamo que ha de disgregarlo para darle forma nueva.
-Pediré yo también para que esto se cumpla, porque lo quiero. ¿Hago mal?
-No. Debes amarlo orando por él; y lo harás, ciertamente lo harás. Es más, serás tú precisamente el que me ayude a elaborar el bálsamo… En todo caso, dile a Gamaliel, para que se tranquilice, que ya había pensado en Hermasteo, y que le agradezco el consejo. Bien, hemos llegado a Betania. Detengámonos. Hemos llegado al lugar en que nos separaremos. Quiero bendeciros a todos.
Y se reúne de nuevo con el espeso y único grupo de los apóstoles y discípulos. Los bendice y se despide de ellos, de todos menos de Hermasteo, Juan de Endor y Timoneo.
Luego, con los que se han quedado, recorre ligero los pocos pasos que todavía le separan de la cancilla del jardín de Lázaro (ya abierta de par en par para recibirlo). Entra alzando la mano para bendecir a la casa hospitalaria. En el vasto parque, distanciados, están los dueños de la casa y las pías mujeres, que ríen de las carreras de Margziam por los senderos ornados con las últimas rosas. Además de los dueños y las mujeres, cuando éstas gritan, aparecen por un sendero José de Arimatea y Nicodemo, que también gozan de la hospitalidad de Lázaro para que así puedan estar tranquilamente con el Maestro Acuden todos a recibir a Jesús: María, con su dulce sonrisa; María de Magdala, con su grito de amor: «¡Rabbuní!»; Lázaro, cojeando: luego, los dos solemnes miembros del Sanedrín; al final, las pías mujeres de Jerusalén y Galilea, rostros marcados de arrugas y rostros lisos de mujeres jóvenes, y, dulce como la de un ángel, la carita virginal de Analía, que se ruboriza al saludar al Maestro.
-¿No está Síntica? – pregunta Jesús después de los primeros saludos.
-Con Sara, Marcela y Noemí, adornando las mesas. Pero… ahí llegan.
Llegan, en efecto, junto con la anciana Ester de Juana: dos caras marcadas por la edad y por los dolores pasados, en medio de otras dos caras serenas, y -distinto por la raza y por todo un no sé qué que distingue a Síntica- el rostro grave, aunque luminoso de paz, de la griega.
No podría tampoco definirla como una belleza en el verdadero sentido de la palabra. Y, no obstante, si me refiero a sus ojos, de un negro mitigado con tonalidades de añil oscurísimo bajo una frente alta y nobilísima, impresionan más aún que su cuerpo, que, eso sí, es sin duda más hermoso que la cara. Un cuerpo esbelto sin ser delgado, proporcionado, armónico en su caminar y en sus ademanes. Pero lo que impresiona es la mirada, esta mirada inteligente, abierta, profunda, que parece aspirar el mundo, seleccionarlo, retener lo bueno, lo útil, lo santo, y rechazar todo lo malo, esta mirada sincera que se deja hurgar hasta las mayores profundidades y a través de la cual el alma se asoma a escrutar a quien se le acerca. Si es verdad que los ojos permiten conocer al individuo, yo digo que Síntica es mujer de juicio seguro y de firmes y honestos pensamientos.
Ella también se arrodilla con las otras, y espera a alzarse a que el Maestro lo diga.
Jesús sigue por el verde jardín hasta el pórtico que precede a la casa y entra luego en una sala donde los domésticos están preparados para ofrecer refrigerio a los recién llegados y ayudarlos en las purificaciones de antes de la comida. Todas las mujeres se retiran. Jesús se queda con los apóstoles en la sala. Juan de Endor con Hermasteo van a la casa de Simón Zelote para dejar los fardos de que se han cargado.
-¿Ese joven que ha salido con Juan el bizco es el filisteo que has aceptado? – pregunta José.
-Sí, José. ¿Cómo lo sabes?
-Maestro… Yo y Nicodemo llevamos ya algunos días preguntándonos cómo es que lo sabemos, y cómo es que lo saben los otros del Templo, por desgracia. Lo cierto es que lo sabemos. Antes de los Tabernáculos, durante la sesión que precede siempre a las fiestas, algunos fariseos dijeron que sabían con precisión que a tus discípulos se habían unido un filisteo incircunciso y una pagana, además de… -perdona, Lázaro- las pecadoras conocidas y desconocidas, y de los publicanos -perdona, Mateo hijo de Alfeo-, y de los ex presidiarios. Por lo que respecta a la pagana, que es ciertamente Síntica, se comprende que se pueda saber, o por lo menos intuir. El jaleo que preparó el romano fue grande, y ha sido objeto de carcajadas entre los de su ambiente y entre los judíos… incluso porque fue, quejumbroso y amenazador al mismo tiempo, a buscar por todos los rincones a su fugitiva, e importunó incluso a Herodes, porque decía que se había escondido en casa de Juana y que el Tetrarca debía imponer a su oficial que la entregase a su amo. Ahora bien, que, entre tantos hombres como te siguen, se sepa que uno es filisteo e incircunciso, y otro es un ex presidiario… es extraño, muy extraño. ¿No te parece?
-Sí y no. ‘Tomaré oportunas medidas para Síntica y para el ex presidiario.
-Sí. Bien harás. Sobre todo, en desprenderte de Juan. No está bien entre tus seguidores.
-José, ¿ahora eres fariseo? – pregunta severo Jesús.
-No… Pero…
-¿Debería, por un estúpido escrúpulo del peor fariseísmo, humillar a un alma regenerada? ¡No lo haré! Me ocuparé de su tranquilidad. De la suya, no de la mía. Velaré por su formación, como también velo por la del inocente Margziam. ¡En verdad, no hay diferencia entre el desconocimiento espiritual de uno y otro!: uno de ellos está empezando a decir palabras de sabiduría porque Dios lo ha perdonado, porque ha renacido en Dios, porque Dios ha abrazado al pecador; el otro las dice porque, pasando de una niñez abandonada a una adolescencia custodiada por el amor del hombre además del de Dios, abre su alma al sol como una corola, y el Sol lo ilumina con su propia Luz; su Sol: Dios. Y el primero se aproxima a decir las últimas palabras… ¿No tenéis ojos para ver que se está consumiendo de penitencia y amor? ¡Ya querría tener muchos Juanes de Endor en Israel y entre mis adictos! Querría que tú, José, y tú, Nicodemo, tuvierais un corazón como el suyo, y, sobre todo, que lo tuviera su delator, esa abyecta serpiente que se cela bajo apariencia de amigo, y que espía antes de asesinar; esa serpiente que envidia las alas del pájaro, y que lo acosa para arrancárselas y meterlo en la prisión. ¡Ah! ¡No! El ave está ya para transformarse en ángel. Aunque la serpiente pudiera -no podrá- arrancarle las alas, éstas se transformarían en su cuerpo glutinoso en alas de demonio. Todo delator es ya un demonio.
-¿Dónde estará el tal delator? Decídmelo, para que pueda ir inmediatamente a arrancarle la lengua – exclama Pedro. -Sería mejor que le arrancases los dientes del veneno – dice Judas de Alfeo.
-¡No, hombre, no! ¡Mejor estrangularlo! Así no hará ya ningún daño con nada. Son seres que siempre pueden causar daños… – dice resueltamente el Iscariote.
Jesús fija en él sus ojos y termina:
-… Y mentir. Pero ninguno debe hacer nada contra él. Es quebranto, por ocuparse de la culebra dejar perecer al ave. Por lo que respecta a Hermasteo, voy a estar aquí un tiempo, en casa de Lázaro precisamente, para su circuncisión; él abraza, por amor a mí y para evitar persecuciones de las restringidas mentes hebreas, la religión santa de nuestro pueblo. No es sino tránsito de las tinieblas a la luz. Y no es necesario para que un corazón reciba la luz. De todas formas, lo concedo para calmar las susceptibilidades de Israel y para poner de manifiesto la verdadera voluntad de este filisteo de llegar a Dios. Ahora bien, os digo que en el tiempo del Cristo no es necesario esto para ser de Dios. Basta la voluntad y el amor, basta la rectitud de conciencia. ¿Y dónde vamos a circuncidar a la griega? ¿En qué punto de su espíritu, si por sí sola ha sabido sentir a Dios mejor que muchos en Israel? En verdad, entre los presentes muchos son tinieblas respecto a los que despreciáis como tinieblas. En todo caso, el delator y vosotros, miembros del Sanedrín, podéis informar a quien haya que hacerlo de que el escándalo, desde hoy mismo, está eliminado.
-¿Para quién? ¿Para los tres?
-No, Judas de Simón. Para Hermasteo. Ya me encargaré de los otros. ¿Tienes algo más que preguntar? -Yo no, Maestro.
-Y Yo tampoco tengo más que decirte. Sin embargo, a vosotros os pregunto, si lo sabéis, qué es del amo de Síntica. -Pilatos lo mandó a Italia con el primer barco que tuvo a mano, para no tener complicaciones con Herodes y con los hebreos en general. Pilatos está pasando momentos difíciles… y ya le bastan… – dice Nicodemo.
-¿Esta noticia es segura?
-Si quieres, Maestro, puedo asegurarme – dice Lázaro.
-Sí, hazlo. Y luego dime la verdad.
-Pero en mi casa Síntica está igualmente segura.
-Lo sé. También Israel tutela a una esclava que haya huido de su amo extranjero y cruel. Pero quiero saberlo.
-Y yo quisiera saber quién es el delator, el informador, el gracioso espía de los fariseos… y -esto se puede saber y lo quiero saber-quiénes son los fariseos denunciadores. Que salgan los nombres de los fariseos y de su ciudad. Me refiero a los fariseos que han hecho la bonita obra de informar -previa traición de uno de nosotros, porque sólo nosotros sabemos ciertas cosas, nosotros los discípulos antiguos y nuevos- de informar al Sanedrín sobre las cosas que hace el Maestro, cosas que son todas justas; y es un demonio el que diga y piense lo contrario, y…
-Y basta, Simón de Jonás. Te lo ordeno.
-Y yo obedezco, aun a costa de que se me revienten las venas del corazón por el esfuerzo. En todo caso, lo bonito de esta jornada ya se ha perdido…
-No. ¿Por qué? ¿Ha cambiado algo entre nosotros? ¿Entonces? ¡Oh, Simón mío! Ven aquí a mi lado, hablemos de las cosas buenas…
-Vienen a decirnos que es la hora de la comida, Maestro – dice Lázaro.
-Pues vamos entonces…