La curación de un hombre herido en casa de María de Magdala
Todo el colegio apostólico está en torno a Jesús. Están sentados en la hierba, a la sombra de un sotillo, a la orilla de un regato; todos comen pan y queso, y beben agua del riachuelo, fresca y cristalina. Las sandalias polvorientas dan a entender que han recorrido mucho camino. Los discípulos quizás no pedirían otra cosa sino descansar sobre la hierba alta y fresca.
Pero el incansable Caminante no es de esta opinión. En cuanto juzga que ha pasado la hora de mayor calor, se pone en pie, sale al camino, mira… se vuelve y dice simplemente:
-Vamos.
A la altura de una bifurcación, o, más exactamente, un cuadrivio – en efecto, en ese punto se unen cuatro caminos -, Jesús toma sin vacilar dirección norte-este.
-¿Volvemos a Cafarnaúm? – pregunta Pedro.
Jesús responde:
-No.
-Únicamente «no».
-Entonces, a Tiberíades – insiste Pedro, que quiere saber.
-Tampoco.
-Pero, este camino va hacia el Mar de Galilea… y allí están Tiberíades y Cafarnaúm…
-Y también Magdala – dice Jesús con una expresión semiseria para que se aplaque la curiosidad de Pedro. -¡Magdala!…
Pedro se muestra un poco escandalizado, lo que me hace pensar que esta ciudad tiene mala fama.
-A Magdala, sí, a Magdala. ¿Te consideras demasiado puro para entrar en ella? ¡Pedro, Pedro!… Por amor a mí tendrás que entrar, no en una ciudad de placer, sino en verdaderos prostíbulos… Cristo no ha venido para salvar a los salvados, sino para salvar a los perdidos… y tú… tú serás «Piedra», o «Cefas», y no «Simón», para esto. ¿Tienes miedo a contaminarte? ¡No, no! ¿Ves a éste? – indica al jovencísimo Juan -. Pues ni siquiera él sufrirá daño, porque no quiere; como tampoco quieres tú, ni quiere tu hermano ni el hermano de Juan. Ninguno de vosotros, por ahora, quiere. Mientras no se quiere, no se verifica el mal. Pero es necesario no querer fuerte y constantemente. La fuerza y la constancia se consiguen del Padre, orando con sinceridad de propósitos. En el futuro no todos sabréis siempre orar así… ¿Qué estás diciendo, Judas? No te fíes demasiado de ti mismo. Yo, que soy el Cristo, oro constantemente, para tener fuerza contra Satanás. ¿Eres, acaso, tú más que Yo? E1 orgullo es como una grieta, por ella entra Satanás. Vigila y sé humilde, Judas. Mateo, tú que conoces muy bien esta zona, dime, ¿conviene entrar por este camino o hay otro mejor?
-Según, Maestro. Si quieres ir a la Magdala de los pescadores y pobres, éste es el camino, por aquí se entra al suburbio popular; pero – no lo creo, pero te lo digo para que la respuesta mía sea amplia – si quieres ir adonde viven los ricos, hay que dejar este camino dentro de algunos centenares de metros y tomar otro, porque las casas ricas están casi a esta altura y hay que volver para atrás…
-Volvemos para atrás. Quiero ir a la Magdala de los ricos. ¿Qué has dicho, Judas?
-Nada, Maestro. Es la segunda vez en poco tiempo que me lo preguntas, cuando en realidad no he dicho nada.
-No con los labios, pero sí que has hablado, murmurando, con tu corazón. Has murmurado con tu huésped: el corazón. Para hablar no es indispensable tener como interlocutora a otra criatura; muchas palabras nos las decimos a nosotros mismos… Pues bien, no se debe cometer murmuración o calumnia ni siquiera con el propio yo.
El grupo continúa su camino, ahora en silencio. Lo que antes era una vía de primer orden ahora es una calle de la ciudad, pavimentada con piedras de un palmo cuadrado. Las casas van siendo cada vez más ricas y bonitas, construidas entre huertos exuberantes y jardines floridos. Tengo la impresión de que la Magdala elegante fuera para los palestinos una especie de lugar de placer como ciertas pequeñas ciudades de nuestros lagos lombardos: Stresa, Gardone, Pallanza, Bellagio, etc., etc. Con los palestinos ricos están entremezclados los romanos, que sin duda proceden de otros centros, como Tiberíades o Cesárea, donde, en torno al Gobernador, habrán sido, ciertamente, funcionarios y comerciantes exportadores de los mejores productos de la colonia palestina para Roma.
Jesús se interna, seguro, como quien sabe a dónde va. Sigue el lago, a cuya orilla se asoman las casas con sus jardines. En esto, se oye un gran coro de llanto, proveniente del interior de una rica mansión: son voces de mujeres y niños, y, agudísima, una voz femenina que grita:
-¡Hijo! ¡Hijo!
Jesús se vuelve y mira a los apóstoles. Judas se adelanta unos pasos.
-Tú no – ordena Jesús – Tú, Mateo; ve y pregunta.
Mateo va y regresa.
-Una pelea, Maestro. Un hombre está muriendo. Es un judío. El que lo ha herido se ha escapado; era un romano. Han llegado enseguida su mujer y su madre y los niños… Está muriendo.
-Vamos.
-Maestro… Maestro… Ha ocurrido en casa de una mujer… que no es la esposa.
-Vamos.
La puerta de la casa está abierta. Entran en un largo y ancho vestíbulo que da a un bonito jardín (la casa parece estar dividida por esta especie de peristilo cubierto y muy rico en plantas verdes en macetas y con muchas estatuas y objetos taraceados; mitad sala, mitad invernáculo). Hay mujeres llorando en una habitación que da al vestíbulo y cuya puerta está abierta de par en par. Jesús entra sin vacilaciones. No pronuncia su saludo habitual.
Entre los hombres presentes hay un mercader que debe conocer a Jesús, porque nada más verle dice: -¡El Rabí de Nazaret – y lo saluda respetuosamente.
-José, ¿qué ha sucedido?
-Maestro, una puñalada en el corazón… Está muriendo.
-¿Cuál ha sido la causa?
Una mujer entrecana y despeinada se levanta – estaba arrodillada junto al moribundo, sujetándole una mano ya inerte – y, con ojos de loca, dice a voz en grito:
-¡Ella!, ¡ella!… ¡Me lo ha maleado!… ¡Para él ya no había ni madre ni mujer ni hijos! ¡A1 infierno has de ir, diablo!
Jesús alza los ojos siguiendo la mano que temblando acusa, y ve en el rincón, contra la pared de color rojo oscuro, a María de Magdala, más procaz que nunca; la mitad del cuerpo vestida… yo diría… de nada, porque de la cintura hacia arriba está semidesnuda, con una especie de redecilla, de malla hexagonal, de unas cositas redondas que parecen pequeñas perlas (de todas formas, estando en penumbra, no veo bien).
Jesús baja de nuevo sus ojos. A María le sienta como un bofetón esta indiferencia; se endereza – antes estaba ligeramente agachada – y finge una actitud desenvuelta.
-Mujer – dice Jesús a la madre – no impreques. Responde: ¿Por qué estaba tu hijo en esta casa?
-Ya te lo he dicho. Porque ella lo había desquiciado. Ella.
-Silencio. También él entonces – siendo adúltero y padre indigno de estos inocentes – pecaba; merece, por tanto, su castigo. Ni en esta vida ni en la otra hay misericordia para el que no se arrepiente. No obstante, siento piedad de tu dolor y de estos inocentes. ¿Está lejos tu casa?
-A unos cien metros.
-Levantad a este hombre y llevadlo.
-No es posible, Maestro – dice el mercader José – Está para morir de un momento a otro.
-Haz lo que digo.
Pasan una tabla por debajo del cuerpo del moribundo. El cortejo sale lentamente, cruza la calle, entra en un sombreado jardín. Las mujeres siguen llorando rumorosamente.
Nada más entrar el cortejo en el jardín, Jesús se vuelve a la madre:
-¿Puedes perdonar? Si tú perdonas, Dios perdona. Es necesario hacerse bueno el corazón para obtener gracia. Este hombre ha pecado y pecará más veces; mejor le sería morir, porque, viviendo, volverá a caer en el pecado y tendrá que responder además de la ingratitud hacia Dios salvador. Pero, tú y estos inocentes – y señala a la esposa y a los niños – caeríais en la desesperación. Yo he venido para salvar y no perder. Hombre, Yo te lo digo: ¡vuelve y queda curado!
El hombre reemprende vida y abre los ojos; ve a su madre, a sus hijos, a su mujer, e inclina la cabeza avergonzado. -Hijo, hijo – dice la madre – Hubieras muerto si no te hubiera salvado El. Torna en ti. No delires por una…
Jesús interrumpe a la anciana.
-Mujer, calla. Sé misericordiosa como contigo se ha sido. Tu casa ha sido santificada por el milagro, que es siempre prueba de la presencia de Dios. Por este motivo no lo he podido cumplir donde había pecado. Que al menos tú sepas conservarla, aunque este hombre no sepa hacerlo. Cuidadlo ahora. Es justo que sufra un poco. Sé buena, mujer. Y tú. Y vosotros, pequeños. Adiós.
Jesús ha posado la mano sobre la cabeza de las dos mujeres y de los pequeñuelos.
Luego sale, pasando por delante de la Magdalena, que ha seguido al cortejo hasta el otro lado de la calle y se ha quedado apoyada contra un árbol. Jesús aminora el paso como aguardando a los discípulos, pero creo que su verdadera intención es la de darle a María ocasión de hacer un gesto; pero ella no lo hace.
Los discípulos se unen a Jesús. Pedro no puede contenerse y entre dientes dice a María un epíteto adecuado. Ella, que quiere aparentar desenvoltura, rompe a reír con una carcajada de mísera victoria.
Pero Jesús ha oído la palabra de Pedro y se vuelve a él severo:
-Pedro, Yo no insulto; no insultes tú. Ruega por los pecadores, nada más.
María quiebra el gorjeo de su risa, agacha la cabeza y huye como una gacela en dirección a su casa.